Capítulo 181. Hasta el alto cielo

Al tiempo que se sucedían las brutales pruebas en el infierno, tres de los cinco héroes evocados por Sneyder llegaban al fin de un largo viaje a través de los cielos.

Nada sabían de lo ocurrido en la Tierra, mucho menos de cuanto acontecía en el Hades. Tras la parada en el Templo de Hefesto, donde se separaron de Kiki, Seiya y los demás dejaron de tener cualquier contacto con el resto de planos de la realidad. Siguieron su camino, siempre hacia arriba, con fuerzas renovadas y mantos restaurados, si bien no como gustaría a los que ahora llevaban la forja del dios del fuego. El proyecto de Fjalar de Escultor y Nenya de Cincel seguía estando incompleto, por alguna razón.

El inicio de la travesía fue tranquilo, demasiado, en realidad, como bien señalaron en más de una ocasión Ikki y Hyoga. Mientras aquellos dos se adelantaban buscando nuevas amenazas, Seiya y Shiryu se dieron la oportunidad de debatir la opción de desandar el camino y esperar a Shun en el Jardín de las Hespérides. No tardaron demasiado tiempo en descartarla, incluso sabiendo que les permitiría afrontar lo que fuera que estuviese por venir estando juntos por primera vez en años. No era solo la urgencia que sentían por llegar al Cielo Empíreo, al desconocer qué había sido de los ángeles y si de verdad podían confiar en Narciso de Venus, sino que retroceder iba en contra de su espíritu de grupo, aquel que les había permitido superar tantas adversidades. Las instrucciones que habían dejado a Kiki, de enviar a Shun junto a ellos, partían de que seguirían adelante con su viaje, dar un paso atrás ahora sería tanto como traicionar la confianza que Shun sin duda había depositado en ellos.

—Espíritu de grupo, ¿eh? Al menos uno de nosotros debe llegar a destino, todo lo demás no importa —comentó Hyoga cuando los cuatro se permitieron un momento de descanso. Miraba al santo de Fénix con suspicacia—. No siempre fue así contigo.

En los enfrentamientos contra el Santuario, Poseidón y Hades, Ikki seguía su propio camino. Aparecía en el momento propicio, a veces como venido del mismo infierno.

—Fuimos al cielo uno a uno, año a año, para allanar el camino hacia la paz —dijo Ikki, pasando a través de la pulla—. Aunque el escenario no es el que esperábamos, el objetivo sigue siendo el mismo. No sé por qué perdéis el tiempo discutiendo tonterías.

Por hirientes que pretendieran ser sus palabras, no lograron provocar más que sonrisas. Sabían que el santo de Fénix deseaba, más que nadie, reencontrarse con su hermano.

Ese fue el último momento de insólita paz en aquellos cielos solitarios.

Veo que ya no tenéis dudas —oyeron los cuatro cuando retomaron la marcha—. Eso está bien, no es bueno que los héroes duden, mas aún es pronto para que lleguéis.

Seiya no necesitó que le dijeran nada para intuir que era Narciso de Venus quien les hablaba; en lo que le restaba de viaje, iba a acostumbrarse mucho a esa voz omnipresente. Como alguien que se mantenía en la delgada línea que separaba al aliado del enemigo, Narciso aseguraba ser su benefactor a la vez que disfrutaba poniéndoles obstáculos en aquel camino laberíntico que era la escalera al Cielo Empíreo. Decía que tenían que llegar en el momento justo, ni un minuto antes de lo debido, y no dudaba en poner a prueba la resolución de los cuatro de no hacer uso del milagro de Elíseos. Sugirió que ya era posible emplearlo en la Esfera de Venus, lanzó sobre los héroes poderosos autómatas que les pusieron las cosas muy difíciles, sin llegar a hacerles cambiar de parecer. Pudieran o no recurrir a ese poder ilimitado, los compañeros, los hermanos, habían jurado no convertirse en meros peones de ningún dios.

Había dos tipos de autómatas: una doncella de sonrisa permanente y ligera como el mismo aire; un hombre robusto, de mirada serena y fuertes puños siempre listos para la batalla. Hombre y mujer, replicados decenas de veces, a razón de dos tercios el molde masculino y uno el femenino, y todos cubiertos por una armadura platinada a juego con el color argénteo de los ojos y cabellos de los autómatas, largo y rizado los de ellas, corto y liso el de ellos. Aunque seres artificiales, no eran meras máquinas, sino que se antojaban más bien un prototipo de seres humanos, con una mente y un alma propios, e incluso un cosmos único, a despecho de aquellas formas genéricas, como producidas en masa. Aquella individualidad, sumada a los cuerpos creados para la guerra y las habilidades personales de cada uno los convertían en enemigos muy, muy duros.

—Son los ángeles —dijo Ikki tras la primera jornada de batallas, o al menos lo que ellos entendían por jornada en ese mundo. Él, junto a Ícaro, había tenido su propia aventura con los guerreros celestiales, para exorcizar la presencia de Fobos en el cielo. Por supuesto que reconocería las habilidades de los autómatas.

—¿Crees que Narciso de Venus introdujo las almas de los ángeles en esas cosas? —preguntó Hyoga—. Pues no les ha hecho ningún favor.

—Estoy de acuerdo —intervino Shiryu—. Tanto los ángeles como los autómatas que hemos enfrentado hasta ahora trascienden los límites humanos, pero los guerreros celestiales tenían un corazón más robusto, fortalecido tras una vida de dificultades.

Era obvio que tenía que ser así, al fin y al cabo, todos los ángeles fueron héroes en vida.

—Puede que aún no hayamos enfrentado a los más fuertes —propuso Seiya.

Chico listo —oyeron los cuatro antes de retirarse a descansar. Era la voz del amo del calabozo celestial, Narciso de Venus—. Si así fuera, estaríais en un aprieto. ¿Recurriréis al milagro de Elíseos ahora? Con esa fuerza, recorrer los cielos sería sencillo. Alcanzaríais la Esfera de Mercurio que guardo. Y la verdad, claro.

Si las primeras veces los cuatro habían tratado de dialogar con Narciso, cuestionándole sus motivaciones, preguntando por qué debían llegar a destino en una hora determinada e indagando sobre la naturaleza de aquellos nuevos enemigos, solo para escuchar cómo el astral seguía hablando tal cual una grabación de voz, no se molestaron en responder nada esta vez. Se fueron a descansar, conservando la voluntad de proseguir aquel viaje según sus propios términos. No recurrirían al milagro de Elíseos.

A partir de entonces, como una broma de Narciso de Venus, los autómatas antes mudos y eficientes oponentes, empezaron a presentarse como si fueran los mismos ángeles que conocieron. Las batallas se intensificaron, también, como si los anteriores rivales fueran solo un entremés. A cada nueva jornada de combates le seguía una en la que el peligro era más inminente. Si durante esa parte del viaje hubiesen sido solo tres, si en todo momento, para mitigar la impulsividad de Seiya, el ardiente fuego de Ikki y la amargura de Hyoga, herido en espíritu por Caronte de Plutón, no hubiese estado el perfecto equilibrio de Shiryu, quizás habrían muerto.

Si Seiya era el corazón del equipo, el líder natural, Shiryu era la mente. Gracias a él pudieron unirse tan grandes virtudes para vencer todas las batallas. Gracias a él, los otros tres pudieron alcanzar el último de los cielos, precedente del territorio al que solo podían acceder, una vez cruzado un gran abismo, los dioses del Olimpo.

Por sobre esa nada infinita brillaba la Esfera de Mercurio, con el mismo brillo que el planeta conocido por todos. Una escalera hecha de peldaños de luz flotantes unía el último cielo con aquel nuevo destino donde, según les reiteraba la voz que los alcanzaba tras cada día de combates, todo estaría aclarado.

Narciso les había puesto a prueba hasta cien veces, con autómatas cada vez más peligrosos. Los últimos diez, por supuesto, fueron los peores. Invocaban nombres extraños, que no coincidían con ningún ángel del que tuvieran noticia, ni tampoco con los héroes de la mitología griega, y cada uno poseía un arma sagrada que los volvía un auténtico dolor de cabeza. Blaiddyd, montando en aquel negro corcel que le permitía escapar hasta de un agujero negro, les hizo conocer mediante embrujos y maldiciones la perfidia de la magia negra, brujo era y como brujo cayó ante las llamas del Fénix; Riegan, el del arco infalible, los habría arrastrado a todos al Tártaro de no ser por el incomparable escudo de Dragón y el dúctil estilo de combate de Cisne; Lamine, aún más insidiosa que el primero, solo cayó ante la persistencia proverbial de Pegaso, mientras los demás, agotados de los pasados combates, cedían al cielo emponzoñado de un cosmos que podía por igual sanar cualquier herida y causar cualquier enfermedad. La fuerza desproporcionada de Goneril, por quien los mantos de bronce benditos por sangre divina ya no lucían intactos, la velocidad sin parangón de Charon que ninguno de los cuatro pudo seguir en un principio, la habilidad combativa de Fraldarius, quien volaba con tal habilidad que parecía ser uno con el viento, con el apoyo firme de Gloucester, que todo daño podía reparar, representaron un reto fatigante. Para cuando les derrotaron, ya habían pasado doce horas desde la última vez que descansaron, de modo que se alistaron a ello solo para ser emboscados en el último momento.

Fatigados como estaban, Ikki no pudo evitar hacer un comentario de hastío sobre cómo Daphnel, la más débil de los últimos tres, sanaba a los demás desde su caballo blanco hecho de pura luz, acaso un símil del mágico corcel de Blaiddyd. Cubierto de un cosmos llameante, fue a por ella con la misma falta de gentileza que lo distanciaba de los otros héroes, los cuales tenían sus propios problemas. Dominic surcaba el cielo como Fraldarius, solo que en lugar del escudo con el que el primero resistió mil asaltos de los héroes, enarbolaba un hacha capaz de ignorar la protección del cosmos y los mantos sagrados; Seiya de Pegaso, el mejor luchando en el aire, sintió el terrible tajo y regó con su propia sangre el lugar donde Hyoga y Gautier intercambiaban lances, él un maestro en el arte de la congelación, el otro un bastión indestructible, tan bueno en la defensa como Goneril lo era en la fuerza. Debido a la debilidad de los héroes, los tres combates estaban en un irrompible equilibrio que dependía de un cuarto.

Mientras los anteriores autómatas tenían cuerpos humanos enfundados en armaduras platinadas, dignas de guerreros celestiales, el undécimo era una auténtica máquina de guerra, todo metal reluciente. Medio humanoide, medio dragón, tenía cuatro gruesas patas y una larga cola, garras en lugar de manos y fauces en lugar de una boca, bajo la picuda corona que completaba su cráneo, dándole la apariencia de un yelmo viviente. Dos alas largas se extendían desde los hombros y una segunda cabeza observaba a su único rival, Shiryu de Dragón, desde la cintura. Era un auténtico monstruo.

—¿El prototipo de los mantos sagrados? —teorizó Shiryu—. No tiene una armadura, él mismo es una. Y vive. Sin duda vive.

Un haz de pura energía surgió de la cintura de la bestia, tan veloz que acaso pudo derribar al santo de Atenea si no hubiese estado atento para interponer aquel escudo tan confiable. Resistiendo el persistente ataque, que excitaba hasta el último de los átomos que componían el manto de bronce, amenazando con desintegrarlos todos a la vez, Shiryu comprendió que aquella no podía ser una lucha de desgaste. Enfrentaba a un enemigo que no tenía un nombre, ni un honor que proteger. Solo contaba con un objetivo, nada más, nada menos. Habiendo entendido eso, ejecutó Excálibur.

La espada que todo lo cortaba partió en dos el río de energía y sesgó el torso desde el hombro al costado. No manó ni una gota de sangre, claro.

Némesis —dijo una voz, dulce como solo la de la misma Atenea podía ser—, autorizo el uso del 50% de tu fuerza. Aniquílalo.

El llamado Némesis reaccionó, brillando de poder antes de empezar a arrojar con las manos proyectiles de energía. Shiryu bloqueó la mitad mientras esquivaba el resto, aprovechando cada espacio libre para atacar. Varias veces llegó Excálibur a aquel monstruo, sin embargo, ninguna fue determinante. Todo el cuerpo de Némesis era una armadura y solo un ataque a quemarropa serviría contra él.

—Si tan solo pudiera acercarme… —dijo para sí Shiryu, siempre mantenido a la misma distancia. No veía forma de acercarse sin ser golpeado—. ¡En ese caso…!

Recordó la broma de Kiki, tantos días atrás. ¿Desde cuándo llegaba al fin de un arduo combate con el escudo intacto? Incluso en aquella primera batalla que marcó el resto de su vida, vio la mejor defensa colapsando al mejor ataque; se vio a sí mismo destruyendo su inútil orgullo y sembrando con el resto del mismo una vida más humilde, el auténtico espíritu de un guerrero. Lleno de esa determinación, cargó como hiciesen los caballeros de siglos atrás, con el escudo al frente y Excálibur lista. Ser golpeado de refilón no le importó, enfrentaba el retroceso de los impactos con el cosmos que lo llenaba desde los pies a la cabeza. El santo de Dragón estaba decidido a golpear solo en el momento justo.

Al término de aquel arriesgado lance, atacó, poniendo en ello toda su fuerza.

Excálibur dividió en dos mitades el robusto cuerpo del autómata, dispersando por el cielo igual número de fragmentos de metal que gotas de sangre caían por el suelo, hecho de nubes. Por muchas veces Shiryu fue herido, pero no se arrepentía, y más que dolor, sentía orgullo de ver que el escudo había resistido todos los golpes.

La Luz de la Creación hace colapsar al contacto todos los átomos, desintegra la materia —advirtió la voz celestial. De algún modo, no obedecía las leyes naturales; Shiryu podía oírlo todo mientras el tiempo no avanzaba en absoluto. Él seguía en la posición de ataque; las dos mitades de Némesis, agrietadas, seguían flotando—. La sangre de Atenea te protege incluso de eso. Como imaginé, hará falta el 100%.

Después el tiempo volvió a su cauce normal, y el sexto sentido de Shiryu lo instó a interponer el escudo frente a aquel montón de metal que estallaba enfrente de él, un gesto inútil. El ataque no fue hacia el escudo que todo lo protege, sino hacia la espada que todo lo corta. Una hoja de cosmos blandida por un ser invisible atravesó el brazo de Shiryu, segando al mismo tiempo cuerpo, alma y cosmos.

Excálibur cayó, inutilizada, rota de un modo que ni Gordon de Minotauro, aquel poderoso espectro con el que combatió en el pasado, habría logrado jamás.

En el pasado se llamó Maurice —presentó la voz, a la vez que los restos de Némesis, ya un millón de fragmentos dispersos, volvían al ser invisible que blandía la hoja de cosmos. Se insertaron en él, dándole una forma tan grotesca; el cuerpo era humanoide, la piel, al tiempo armadura, un sinfín de picos irregulares, superpuestos sin ningún cuidado—, durante la Guerra de los Espíritus, diez hombres se ganaron el derecho a servir al Olimpo. Él fue rechazado.

La criatura volvió a atacar a Shiryu, quien, preso del gran dolor provocado por el previo ataque, retrocedió de un salto. Aquella hoja era terrible.

Yo le dije: si me cuidas y me proteges por siempre, yo te salvaré. Me juró amor eterno y lo traje aquí conmigo. Oculté su alma a los ojos de los Astra Planeta en un armatoste viejo y anticuado de los Mu, renombrándolo como Némesis.

Mientras escuchaba aquella declaración, Shiryu seguía retrocediendo. Dudaba poder detener cualquier estocada de Némesis, no solo porque el arma había cortado incluso aquello que no se podía tocar siquiera, sino porque el enemigo se movía con tal agilidad que le era imposible prever el siguiente movimiento.

—En ese caso —dijo Shiryu, interesado en lo que la voz tenía que decir—, ¿ese monstruo y la Luz de la Creación eran simples distracciones?

Nada de lo que habéis enfrentado es una distracción, es más bien una prueba, la segunda después del inocente juego de Fobos. Cien ángeles vinieron a mí, ejecutaron a algunos de mis amigos y siguieron su camino. Ahora están con los dioses.

—Cien ángeles —comentó Shiryu, a la vez que liberaba los Cien Dragones del Monte Lu. El primero de los golpes obligó a Némesis a retroceder un paso, mientras que el resto los evadió danzando. No había otra forma de describirlo—. Los autómatas que hemos enfrentado obtuvieron las habilidades de esos ángeles, ¿cierto? ¡No contienen sus almas, solo han copiado sus técnicas y habilidades!

Cierto era que las habilidades, nombres y armas de los últimos autómatas no coincidían con nada de lo que habían visto en el cielo hasta ahora, mientras que en ningún momento habían debido enfrentar las técnicas de algunos ángeles, como Teseo, Ícaro y Aquiles. Tal vez ellos vieron más allá del juego y se mantuvieron apartados, tal vez había autómatas más allá de aquel monstruo tan veloz que haría sudar al mismo hijo de Peleo, también bendecido por un ser de los cielos. Fuera como fuera, después de tantas duras batallas, el santo de Dragón se creía que habían estado enfrentando el equivalente a soldados de los cielos. Si eran máquinas capaces de robar las técnicas de quienes los derrotaban, una vez restaurados, Shiryu no podía imaginar enemigo más peligroso.

Esta es la segunda y aún no acaba, debéis entrevistaros conmigo, Astrea, ángel de la Justicia, sexta virtud zodiacal y guardiana del cielo —se presentó la voz—. Y Maurice, oh, mi querido Maurice no está de acuerdo.

Con la misma gracia que esquivó los Cien Dragones del Monte Lu, Némesis llegó hasta Shiryu, quien por instinto dio una patada alta, impactándole de milagro en el pecho.

Esa es la Espada de la Creación —dijo Astrea aun antes de que Shiryu notara que la pierna caía inutilizada al suelo de nubes. Ya no podía seguir esquivando, no con un solo pie. Pensó en luchar en el aire y notó una presión que le impedía hacerlo—. Hecha del cosmos de cuatro héroes, digna de mi amado Maurice, para que me cuide por siempre. No podrás protegerte de ella, no importa cuánto lo intentes.

Shiryu lo había sabido desde el principio, a un nivel instintivo. Ahora lo comprendía. Todos esos días de viaje y batalla, cada chispa del cosmos liberado en cien asaltos, había sido reunida en la hoja invisible de Némesis, la Espada de la Creación.

Como una burla a todos los esquives de tan corto combate, Némesis movió el arma de lado a lado, segando la otra pierna de Shiryu sin necesidad de moverse de donde estaba, importando nada la distancia. La única razón por la que no cayó como una marioneta desmadejada al suelo ensangrentado, fue por su pura voluntad.

—Estoy siendo herido por mí mismo —comprendía Shiryu—. Yo mismo me hiero. Como aquella vez. —No pudo evitar sonreír.

Y mientras tanto —dijo Astrea—, tus amigos esperan a su salvador.

Aparecieron imágenes alrededor. De Seiya cayendo cual estrella fugaz, herido de gravedad por Dominic; de Ikki fallando una y otra vez en acertar a Daphnel, quien podía escapar siempre un momento antes de ser golpeada; de Hyoga tratando de llevar al punto de congelación el bastión viviente que era Gautier, cuya lanza hacía arder hasta la más baja temperatura, superando el cero absoluto. Si Shiryu no ayudaba a ninguno, agotados como estaban, podían morir, morir victoriosos, pero morir.

Maurice avanzó hacia Shiryu sin prisas, dando cortes superficiales que volvían más y más inútil el cuerpo de su oponente. Pronto no pudo sentir nada más que la cabeza, el brazo del escudo y la parte del torso que incluía el corazón. Apenas podía respirar y ni siquiera era capaz ya de sentir dolor, porque la Espada de la Creación cortaba incluso las terminaciones nerviosas. No lo estaba hiriendo, sino más bien, despojándolo de su cuerpo a un nivel físico, espiritual y mental. El siguiente paso era obvio.

El golpe decisivo lo incapacitaría por completo, y entonces todos morirían, sin duda.

Los enemigos que habéis enfrentado son autómatas de clase Ex, los que toman —dijo Astrea—. Mi amado Maurice es un autómata de clase Machina, los que reciben. Todas vuestras luchas fueron para fortalecerlo a él, cuando muráis…

—¿En qué momento fue un problema para nosotros poder morir? —preguntó Shiryu.

Incluso cuando antes puso toda su confianza en el escudo, no estaba siendo él mismo. ¿Luchar para poder combatir otra vez? ¿Unirse a las batallas de sus hermanos? Eso era absurdo. Desde un principio, ellos cuatro, no, ellos cinco, habían combatido para que al menos uno pudiera llegar al final. Así habían logrado la victoria en el pasado. Así eran. Incluso allí, en los cielos, luchaban y vendían caras sus vidas para que los que les precedían, esa nueva generación, pudiesen llegar al final.

Si con sus muertes podían preparar el camino para los jóvenes a los que habían formado, entonces, vivir habría valido la pena. Eran santos de Atenea, al fin y al cabo.

¿Está moviendo el brazo? —preguntó Astrea.

Némesis se detuvo a dos pasos de Shiryu, ladeando la cabeza, ese apenas formado montón de fragmentos que apuntaban a todas direcciones. El cosmos de Shiryu, liberado más allá del Séptimo Sentido, movía incluso el peso muerto que era el cuerpo del santo de Dragón, el cual adoptaba la más sencilla técnica que había aprendido, su punto fuerte y al tiempo débil. El corazón quedó pronto a la vista. Némesis preparó la Espada de la Creación para la estocada final.

—Esta es la técnica de mi maestro, ¡el Dragón Naciente del Monte Lu! —invocó Shiryu, sabiendo presente en su espalda al dragón. Lo estaba dando todo en ese ataque, sin pensar en lo que habría después, él no se entrevistaría con Astrea.

En el preciso momento en que la Espada de la Creación atravesaba su pecho, Shiryu ejecutó el golpe ascendente. Recordó a Shura, cómo algunos enemigos no caían solo ante la fuerza y el coraje, cómo exigían un sacrificio; él no podía alcanzar a Némesis, por eso había necesitado esperar a ese momento en que la muerte estaba a un paso.

Puño y espada atravesaron a la vez la piel del santo y la superficie del autómata, sin embargo, Némesis, sabiéndose victorioso, disfrutaba del momento, mientras que Shiryu dedicaba a ese momento su vida entera. El cosmos sustituía a las conexiones nerviosas cortadas, unía cuerpo, alma y mente a través de la Octava Consciencia, permitiéndole un impulso de velocidad que habría sorprendido al mismo Aquiles. Así el Dragón Naciente del Monte Lu atravesó en un mero instante el cuerpo de Némesis hasta llegar a su espíritu, un alma manchada que los dioses rechazaron.

¡Retrocede, Maurice! —rogó Astrea—. ¡Suelta la espada!

Para ese momento, Shiryu era el cosmos y el cosmos era Shiryu. Una consciencia que trascendía todos los límites físicos y espirituales. Podía percibir la espada atravesando poco a poco su cuerpo, podía oír los latidos acelerados de un corazón en riesgo, podía ver y oler los temores de Némesis, presentes en aquella alma manchada de sabor amargo: no podía soltar la espada, la espada y el amor de la diosa lo eran todo para él. Shiryu había previsto esto, por eso golpeó en un momento tan arriesgado, por eso, no contentándose con haber atravesado el pecho del enemigo, realizó una nueva técnica.

«Nada puede compararse a los colmillos de un dragón —pensó el santo de Atenea.»

Abrió el puño, con una facilidad asombrosa. Cinco dedos liberaron desde el interior de Némesis igual número de hojas; Excálibur se ejecutó a lo largo de cinco puntos, cortando por igual el cuerpo y el alma de Némesis, de dentro hacia fuera.

Ni siquiera entonces soltó el autómata la espada. Esta quedó a un palmo de alcanzarle el corazón, sostenida por un brazo que ya no estaba unido al resto del cuerpo. Como un torso sin extremidades superiores, apenas del grosor de las piernas, Némesis quiso recuperarla, arrojándose hacia él como un salvaje, sin su habitual gracia en el combate. Antes de poder dar un paso, empero, chocó contra el muro de los Cien Dragones del Monte Lu; uno tras otro, los portentosos golpes del santo de Dragón, henchido de fuerza, fueron destruyendo todo aquel cuerpo antes intocable.

Ambos cayeron a la vez, un hombre con el corazón sintiendo la punta de una espada que era su cosmos y el de sus amigos; el otro unas piernas deformes, sin cuerpo ninguno.

Mientras tanto, sintiendo el sacrificio de Shiryu, los demás santos se decidieron al fin a darlo todo. Seiya, habiendo perdido mucha sangre, aprovechó el desprecio con el que Dominic lo miraba desde arriba, enarbolando la letal hacha, y concentrando el poder de cien millones de Meteoros en un solo Cometa se arrojó hacia él a toda velocidad. Ni siquiera la luz podría alcanzarlo, a pesar del estado en que se hallaba, o quizá justo por eso, de modo que Dominic no pudo adoptar una postura de combate antes de que Seiya lo atravesase de lado a lado, destruyendo el pecho por completo.

La situación de Ikki y Hyoga era más complicada. Escogieron rivales a los que no se podía vencer solo con fuerza. Que ambos lo comprendieran a la vez sirvió para que, poco a poco y sin que sus oponentes lo notaran, acercasen los duelos fingiendo nada más que terca desesperación, solo para cambiar de lugar en el último momento. El santo de Cisne hizo que doce Anillos rodearan a Daphnel antes de que esta siquiera lo viese, y si bien la autómata desapareció para ponerse a cubierto, ya para entonces había empezado a congelarse por una temperatura que vencía incluso la materia única de los cielos. Gautier fue el último de los autómatas en caer, y no por el poder bruto; a quien el hielo no podía detener y el fuego apenas hacía mella, lo derrotó el Puño Fantasma, revelando al momento la verdad detrás de aquellos enemigos. Eran seres artificiales que robaron las vidas, técnicas y bendiciones de los ángeles que les destruyeron para seguir su camino. Robado, que no obtenido, de modo que el peso de los miedos de un auténtico ser humano fueron demasiado para Gautier. Huyó, vivo y derrotado, rabiando contra demonios internos tan invencibles a la mera fuerza como él lo era.

—Ni mis llamas podían matarlo —lamentó Ikki—, ¿cómo es posible?

—Porque yo no pude —dijo Hyoga—. Si piensas que el fuego es más ardiente que el hielo, olvídalo, amigo mío. Somos iguales.

Seiya no llegó a reunirse con sus amigos. Tras verlos alzarse con la victoria, voló hasta donde Shiryu había caído, sorprendiéndole ver cómo con sus propias manos se arrancaba una espada hecha de cosmos conocidos.

Él era nosotros —dijo Shiryu sin mirarle, percibía a través de sentidos más profundos que los convencionales—. El resto de autómatas nos atacaba con las habilidades de los ángeles, pero él, él se movía como tú Seiya, y golpeaba como Ikki, y luchaba como si todos mis conocimientos marciales y el arte combativo de Hyoga se fundieran en uno solo. Era un enemigo terrible. Machina. —Dejó de hablar al tiempo que la espada desaparecía, transportada a alguna parte. Ninguna de esas palabras había salido de los labios de Shiryu, era el cosmos de este el que hablaba por el santo de Dragón.

Al llegar hasta él y tomarlo en brazos, Seiya le dedicó una sonrisa de victoria, pues sabía lo que se esperaba del santo de Pegaso. La desesperanza no era algo que viniera con él; incluso si perdía hasta la última gota de sangre, seguiría adelante.

—Shiryu… —susurró Seiya, sintiendo que el cuerpo de su amigo se debilitaba por momentos. El cosmos ardía como nunca en el último momento de la vida de un santo.

Entonces llegaron Hyoga e Ikki, de rostros sombríos, acompañados por el caballo de luz que montara Daphnel. De algún modo, Seiya comprendió con un solo vistazo que la criatura no venía a combatir, incluso antes de que sus heridas empezaran a cerrarse.

Los santos de Cisne y Fénix le explicaron que ocurrió lo mismo con ellos dos, y que tal vez Shiryu pudiera salvar la vida, aunque no estaban seguros de confiárselo a un extraño. Dejaban la decisión en manos de Seiya, su líder natural. Este miró con atención a aquel ser celestial, comprendiendo por qué alguien tan débil como Daphnel había sido inalcanzable para uno de sus compañeros. Había poder en la criatura, mucho.

—Si puede salvar a Shiryu —dijo Seiya, dejándolo en el suelo—. Confiaré en él.

Ikki y Hyoga asintieron, quizá incluso Shiryu lo hizo, aunque era difícil saberlo. Como muestra de esa confianza, hicieron de ese rincón su campamento y descansaron.

Al despertar, lo primero que hizo Seiya fue preguntar por el estado de Shiryu, que reposaba en paz junto al caballo de luz. Ikki le confirmó con parcos gestos que estaba estable, aunque aún débil. No hubo ninguna discusión sobre si seguir o no, los tres sabían la clase de vida que habían escogido y ya habían tomado una decisión. Reemprendieron la marcha, aprovechando el último trayecto para intercambiar información. Ikki, sobre todo, tenía mucho que decir sobre qué eran los autómatas, cómo habían obtenido sus poderes y la clase de enemigo que enfrentó Shiryu.

—Si vencemos a esa tal Astrea y sus máquinas, ¿podremos llegar a Narciso de Venus?

—¿Vencemos, Seiya? —cuestionó Ikki—. ¿Te atreverás al fin a levantar el puño a una mujer? No lo creo, deja que sea yo el que aparte esa roca del camino.

—Si hay otro de esos autómatas clase Machina —intervino Hyoga—, dudo que puedas permitirte ese lujo. Aun así, Seiya es el más adecuado para sacarle respuestas a Narciso.

—Oh, vamos —dijo Seiya—, ¿es que a ninguno se os ocurrió zarandearlo un poco?

Los tres amigos se permitieron reír en ese último trayecto, antes de llegar a la escalera de peldaños luminosos, donde se alzaba la Esfera de Mercurio.

Fue la voz de Narciso de Venus la que les indicó qué era aquella esfera al final del viaje. La segunda prueba concluiría en ese punto, lo que solo podía significar que más de aquellos autómatas clase Machina podían estar esperándolos. Mirándose entre sí, Seiya, Ikki y Hyoga hicieron un mudo juramento antes de empezar a ascender.

Así solo uno de ellos pudiera llegar al final, llegarían, costase lo que costase.