Capítulo 183. Señores del Hades

Mientras un hombre sintiera dolor, podía convencerse de que estaba vivo. Siendo así, la muerte no existía más que en el bendito Elíseo. Los hombres sufrían en el inframundo más de lo que lo habían hecho en vida, y Nimrod, aplastado por millones de cuerpos, perdiendo la vitalidad a merced de tan viles vampiros, sufría más que los muertos.

Porque el dolor del Hades no era algo que terminara una vez los sentidos colapsaban. Era algo más profundo. En el caso de Nimrod de Cáncer, dolor significaba rendición y derrota. Había fracasado en la única cosa por la que seguía existiendo.

—Perdóname —dijo el viejo, como hiciese trece años atrás a través de diez mil gargantas redimidas—, perdóname, Atenea. No puedo…

¿Cómo había hecho aquel chico de Orión para dominar todo ese sufrimiento y volverse el Portador del Dolor? Tal vez nunca lo dominó, quizá se entregó a él como un simple sirviente, cosa que Nimrod no podía hacer. Solo a una diosa podía servir.

Sintió un estremecimiento. La presión del río y de los cuerpos apretujados contra él en perpetua violencia, con pálidos soldados golpeando a otros muertos vivientes para poder llegar a esa fuente sempiterna de vida, empezó a disminuir. Nimrod de Cáncer, sin un cuerpo que le respondiera, percibió no a través de los sentidos que solo los guerreros sagrados despertaban de verdad, sino mediante la conexión que lo unía a ese río de perfidia. Por un momento, él fue el río y el río fue él.

Así vio a mil veces mil soldados que acudían para ayudarlo. Pálidos como eran cuando transportados por el Aqueronte ascendieron a la superficie para alzar sus armas, hierro oscuro del Hades, contra los fieles de Atenea. Nimrod quiso reír y no pudo, porque no tenía boca, quiso llorar y no le fue posible, porque ya no le quedaban lágrimas al saco de huesos molidos que malvivía entre tamaño montón de basura inhumana. ¿De qué iban a servir todas esas armas, que solo mataban a los vivos, contra los muertos?

Entonces sintió la punzada de dolor más semejante al placer que jamás había sentido, porque desde el momento en que se unió al río, no pudo cortar la conexión, y a Aqueronte le dolía como el demonio que esas espadas y lanzas cruzasen por sus aguas.

Brillaban con luz propia, todas ellas, como un eco del cosmos que jamás despertaron todos aquellos desgraciados y que ahora, en la muerte, ¡la segunda muerte!, anunciaba que siempre había estado ahí. Que tal vez todos los seres vivos tenían un universo en el interior, solo que eran pocos los que tenían permitido conocerlo. Solo los más indignos, los que tenían que probar ser merecedores de un don que poseyeron en el pasado, tenían derecho y eso no había cambiado ni siquiera ahora. Aquello no era fruto del esfuerzo, sino un milagro de la diosa, ¡eran soldados de la diosa los que venían a rescatarlo!

Santos de Atenea, santos de hierro. El negror de las armas alumbró la oscura y amarillenta sustancia que todo lo rodeaba, dañando al dios río, destruyendo por cada golpe diez mil cuerpos. El sacrificio era grande, por supuesto. Tras cada ataque, el cuerpo de un santo de hierro se evaporaba, fundiéndose con el Aqueronte al que una vez, en el remoto pasado, cayera esa misma alma al no poder aceptar la muerte. Por rescatarle, estaban regresando a esa horrenda prisión infernal que era el miedo humano, aunque Nimrod de Cáncer había nacido con el único fin de rescatarlos a ellos. Recordaba ese plan desde el momento de su alumbramiento: así como él fue redimido, todos los guardias del Santuario muertos a lo largo de diez mil años tendrían una nueva oportunidad, un segundo juicio; solo necesitaba esperar a una guerra terrible entre los vivos y los muertos que obligase a Aqueronte a levantar miles y miles de soldados. Solo necesitaba que eso ocurriera, y eso ocurrió, de modo que con su poder pudo liberarlos.

Ahora el círculo se completaba, ellos se sacrificaban para abrirle camino. Él mismo llamó para sí cada chispa de cosmos robado, reventando los cuerpos que lo rodeaban y vaporizando el agua amarillenta de alrededor. El cuerpo de Nimrod de Cáncer se renovó enseguida, aunque todo el dolor seguía allí presente, royéndolo como una rata a un hueso. Ignorando la minucia que era su propio espíritu destrozado, empezó a golpear hacia abajo. Tantos eran los que le rodeaban que el agua ya no entraba desde arriba ni de los lados, como una caverna que temblaba más y más por el sacrificio de los santos de hierro, pero al abrir él un túnel, se llenó las rodillas del Aqueronte, de sí mismo.

Aqueronte estaba cabreadísimo. Las armas de los santos de hierro eran el poder de Atenea manifestándose en el Hades con toda su magnitud.

—¡Es tu reina, imbécil! —gritó Nimrod con la boca y dientes restaurados. La sentía infectada todavía, cada muela cariada, la garganta en fuego vivo. Por eso gritaba y excavaba sin descanso—. ¡Arrodíllate ante ella!

Pronto, cuando ya el Aqueronte le llegaba a los hombros, notó que sería fácil descender. Los santos de hierro atacaban a la masa de soldados desde todas direcciones.

Se zambulló para unírseles.

Aun con fuerzas renovadas y un ejército respaldándole, fue una lucha larga. No podía desperdiciar cosmos, esto era más bien algo contraproducente y la conexión de Nimrod con el Aqueronte daba la simple, y sin embargo útil ventaja de conservar para sí todo ese poder suyo. Así que golpeaba como un hombre mortal, siempre enfermo y viejo, aunque ya no moribundo, sino vital en el sufrimiento sempiterno. Destruía sin descanso, viendo cómo más y más enemigos se sumaban mientras los aliados se mermaban segundo a segundo, hasta que comprendió que era una lucha inútil.

Aquellos miserables sin cosmos, no podían despertar a la Octava Consciencia, pues nunca poseyeron el Séptimo Sentido. Permanecerían en el Aqueronte pasara lo que pasara, incluso los que tuvieron una segunda oportunidad la estaban gastando por él. Aun si la luz de Atenea eliminaba los cuerpos y repelía las almas, prisioneras del mal, era muy posible que regresaran al río del dolor con el tiempo, si no es que inevitable.

De modo que dio la vuelta, se retiró como solían hacerlo los de su clase. Le sorprendió sentir revueltas las tripas cuando ya se había acostumbrado a que respirar era sufrir. Ahí dejaba a los santos de hierro, luchando mientras él huía hacia adelante.

Solo que no los estaba dejando atrás.

«Me siento fuerte —reflexionó tras liberar, con un puñetazo contra uno de los tantos cadáveres que le perseguían, una onda de choque que barrió todo a kilómetros.»

No era cosmos, sino algo más, algo distinto, especial. Puro poder logrado a través de la suma de cien mil voluntades. El hombre de los diez mil nombres, Nimrod de Cáncer, sintió por primera vez que las almas que liberó en la superficie bendiciendo las armas de los santos de hierro, habían ido a parar a él a través de la sustancia infernal que tragaba cada que abría la boca. Henchido de ese tremendo impulso, había repelido por igual los cuerpos que le negaban el acceso a las profundidades y las pestilentes aguas del infierno, pues ese vigor bendito no era algo que Aqueronte pudiera robarle.

Cayó a través de ese vacío sin vida, con las manos juntas hacia abajo como si solo fuese a bucear. Era la punta de una gran cuña de oscuridad formada por novecientos mil guardias, la cual, lejos de ser aplastada por el Aqueronte, que pronto llenó aquel vacío con toda su rabia, siguió avanzando. Millones y millones de almas se les interponían, costando el sacrificio de miles de guardias para abrir paso. Los santos de hierro que Nimrod de Cáncer comandaba eran como un único rayo atravesando un tifón de almas malditas, un rombo que atravesaba las profundidades del Aqueronte y que no dejaba tiempo para el descanso, pues quienes lo componían no habían logrado descansar jamás. Al igual que Nimrod de Cáncer, la muerte había sido para ellos vida, dolorosa vida.

Fue la parte más dura del trayecto, se sintió la más larga, aunque no lo era. Nimrod golpeaba y desintegraba todo abajo, los demás morían detrás de él, bloqueando los ataques que venían desde todas las direcciones. Con cada muerte de un camarada, el dolor se iba haciendo más llevadero. Un millón de guardias podía soportar todo el dolor de la humanidad, pues no eran hombres comunes, sino santos de Atenea.

Santos de hierro. Y él era Nimrod, Nimrod del hierro, la encarnación de la promesa de que un día, todos los que servían a Atenea podrían luchar al lado de la diosa.

«Pensar que un viejo como yo iba a encandilarse por un sueño infantil.»

Con aquellos pensamientos llegó al final. Por supuesto, no le sorprendió en absoluto que lo que allí hubiera fuera él mismo, con la flecha de Sagitario atravesándole el corazón.

«Yo soy tú y tú eres yo —reflexionó el hombre de un millón de rostros.»

Toda la guardia del Santuario se había sacrificado para que él llegara hasta allí. Ahora dormían, complacidos, en su corazón, mientras que el resto de miserables prisioneros del Aqueronte eran parte de ese río infernal.

Como partidas por el cayado del mismo Moisés, las aguas del Aqueronte se dividieron, o más bien fueron a parar al tapón mayor, el cuerpo que era idéntico a Nimrod de Cáncer. Alma tras alma, millones y millones de seres humanos, llenaron un cuerpo viejo y debilitado por la Enfermedad, hasta que el dios del dolor tuvo fuerzas para levantarse, ya cubierto por un majestuoso manto mortuorio con líneas de brillante amarillo, picudo. Los ojos lo observaban, enrojecidos, bajo las pobladas cejas; no tenía pelo en la cabeza, como podía adivinarse tras la sencilla diadema que usaba como corona, aunque sí que le caía en abundancia desde las sienes hasta los hombros y espalda, por no hablar de la barba y el bigote, largos como los de un mago de cuento. Era un ser viejo, muy, muy viejo, y aun así poderoso, con la musculatura y complexión de un guerrero, y, sobraba decirlo, más alto que Nimrod de Cáncer. Era un dios, por supuesto que sería más alto que un mortal, lo bastante como para que estos estuviesen arrodillados lo quisieran o no.

—Todo el dolor de la humanidad —dijo Aqueronte, tocándole el corazón con su largo dedo—, está presente en ti.

—Una gota en el océano —admitió Nimrod, con una humildad que contrastó con el acto siguiente. Veloz y decidido, agarró la flecha Enfermedad. En el proceso, la mano de Aqueronte había atravesado su cuerpo como si este fuera solo gelatina. Lo había matado con una sencillez aterradora, porque era un dios y él era un mortal, porque frente al universo, la Tierra y quienes la habitaban eran solo una mota de polvo—. ¿Saciarás al hambriento, dios del dolor? He viajado a través de tus aguas y tengo mucha sed.

—Yo soy el hambriento, mortal. Y serás tú quien me sacie.

«No es como si te gustase ni nada de eso, ¿verdad?»

La voz interna del caído Nimrod de Cáncer habló todo lo que no podía la lengua, llena de la sangre que bajaba por la barba y goteaba hacia el suelo.

Sin un corazón latiéndole, debería quedarse muerto, y sin embargo vivía, porque sufría. Y porque era parte del río Aqueronte. Tenía un millón de vidas que quemar, así que, agarrando con fuerza la flecha dorada, la enterró más en el dios, que lo observaba con aquella mirada febril. El cuerpo de Aqueronte empezó a hundirse sobre sí mismo, tornándose en una figura de aguas amarillentas que al punto entró en él, atravesando los poros de la piel descubierta del santo de Cáncer.

Por un solo instante, todo el dolor del universo lo embargó, aplastando cada una de las almas que lo conformaban, las cuales resistían con el mismo éxito que un montón de niños tratando de sostener un edificio que caía sobre ellos.

Terminó rápido, pero el dolor cambiaba la perspectiva. Fue para él una auténtica eternidad, ni todo el viaje por el Aqueronte cabría en ese instante.

—¿Estoy vivo? —se preguntó al final Nimrod, con labios limpios de sangre, con pulmones llenos de aire puro. Ninguna antigua herida, ninguna de las incontables enfermedades que padeció a través de cada una de sus células, estaba presente. Había resucitado, obtenido una nueva vida atada al Hades. El Aqueronte seguía separado, como montañas amarillas, infinitas en su altitud; incluso el manto de Cáncer tardó un rato en llegar a cubrirle cuando lo llamó—. He sobrevivido —decidió, asombrado, mientras se miraba. Ya no había dolor. Ni un gramo. No sentía nada.

Nunca antes había estado tan muerto como en ese momento.

xxx

Llegaba el final de la obra, el tercer acto, el mejor de todos. Lo demás era solo el preludio, preparando a un público febril para lo que en verdad habían venido a escuchar.

Febril era una buena palabra para describir a Flegetonte. Los monstruos que lo formaban, o más bien, que escudaban como una Abominación la verdadera esencia de Flegetonte, donde debía estar clavada la flecha Hambre, se relamían con salvaje descaro por el festín que iban a tener. ¡Una heroína caída en desgracia, nada menos!

Porque ella era la heroína, por supuesto, no en base a ninguna menudencia moral, sino por la grandeza de su alma y sus actos. Estaba en el foco principal de su obra, apoyada siempre por la productora, Akasha de Virgo. Desde un principio su querida amiga fue consciente de que el Ocaso de los Dioses la llevaría a la muerte, que alguien tenía que morir para que los rencores de los habitantes del antiguo orden no destruyeran el nuevo. Al final, murió, lo hizo de la peor manera posible y sin lograr nada. Por eso la obra era una tragedia griega, porque el destino, lejos de esas blandas leyes divinas de la ficción moderna, que tantos habían quebrantado, impuso su impronta por igual en quienes solo tenían buenas intenciones y quienes ni siquiera tuvieron eso en cuenta. La justicia divina fue brutal con todos, arrastrándolos al mismo Hades. Lucile de Leo fracasó incluso al vengar a su amiga, quien iba a cambiar todo el mundo no pudo cambiar siquiera su propia vida, que terminaba pronto como lo hacían todas las vidas importantes. ¿Y los que vivían demasiado? Acababan languideciendo, como esos dioses del Zodiaco, poderosos a través de los milenios, simples mortales después de todo.

Con tan deliciosa ironía, de héroes destruyéndose entre sí, ¿cómo no estaría ansioso el monumento viviente a todos los monstruos que jamás existieron? Devoraría a Lucile como había degustado su ascenso y caída. El orgullo de los héroes era banquete de los monstruos desde mucho antes de la actual era de hombres comunes y corrientes.

Huir era inútil. Atrás, el látigo de Tisífone; delante, trescientas manos capaces de aplastarla, por no hablar de la persecución de miles de keres. Quizá eso llenaba a Flegetonte de cierto grado de complacencia, animándolo a acercar con lentitud las enormes garras. Quizá era que la música lo había amansado, como quedaba reflejado en el estado de reposo de todos los monstruos que conformaban el abominable caparazón del dios de la cólera. Fuera como fuese, Lucile no se apuró, saboreó ese momento de franca derrota así el riesgo de morir por accidente fuera mayúsculo. Además, le convenía que Flegetonte se acercara lo más posible. Asió la vara con delicadeza.

Según el coro y los instrumentos, hechos todos del fuego del infierno magnificado por el cosmos de Lucile, eco de la divinidad latente en la Esfera de Plutón, bajaban el tono y la intensidad a merced de la caída de la heroína, las keres los iban destrozando. Caían sobre aquellos gigantes sin vida como un enjambre, uno a uno, sin dividir fuerzas, y el resultado era brutal y por tanto muy divertido. Aquellas arpías estaban masacrando a seres que nunca tuvieron vida, para empezar, solo porque no podían acercarse a Lucile. Todavía no. El cosmos de la santa de Leo había alcanzado el paroxismo en esa eternidad de concierto, había conectado con su don divino como nunca antes.

Sin un coro que la acompañara, sin un solo instrumento que diera a aquella pantomima la apariencia de concierto, era el momento de hacer un solo. Alzó la vara ante la destrucción de sus criaturas, y cantó, cantó el clímax de su existencia terrenal.

Muerta e ignorada, había acabado entre el los vientos fríos de Cocito, dando inicio a una eternidad de dolor. Incluso la ambición de poder iniciar una insurrección en ese infierno, mediante su voz, se derritió entre sus manos, o más bien se congeló. Cuanto más ardía el cosmos allí, con más virulencia helaba el dios de las lamentaciones. Hasta el cero absoluto, y más allá, el punto de congelación en que las almas dejaban de sentir y hasta los átomos que conformaban la materia de los cielos se detenían. Parecía el fin, el destino trágico al que todos los héroes verdaderos estaban abocados.

Solo que no todas las obras de la Antigüedad acababan en tragedia. A veces bajaba del cielo un dios a arreglarlo todo, pues el destino de los hombres es el entretenimiento de los inmortales. A ella no fue visitarla una diosa cualquiera, sino la diosa de la guerra y la sabiduría en persona. Que todo el tiempo un alma tan grandiosa estuviera durmiendo en el cuerpo de su visionaria y en exceso ingenua amiga le sorprendió menos que ese mero hecho. ¡No esperaba ver en vida, o en muerte mejor dicho, semejante Deus ex Machina! Así fue como Lucile de Leo se salvó de la condena eterna, así fue como tuvo la oportunidad de llevar a cabo su obra magna, aunque con un público inesperado.

Si no se le permitió traer empatía y claridad a la raza humana, ahora dio paz y orden a todos los monstruos que murieron como monstruos. Así terminaba su canto, revelándose no como el auge, caída y regreso de una heroína, sino como un plan bien calculado para desarmar al dios de la cólera. Que este estuviera furioso y a un solo movimiento de destrozar a Lucile era un riesgo necesario, por supuesto.

Flegetonte abrió su boca, oculta en el rostro de sombras. El mero aliento, como llamas de dragón, sobrecalentó el manto de oro de Lucile, hirviendo hasta el último de los poros de la perfecta piel bajo la coraza. Pero no gritó, ya habría tiempo de gritar después. Más rápida que la luz, acometió contra el dios y golpeó su pecho con la vara.

Pudo ver cómo los monstruos despertaban a la vez, todos, solo para empezar a caer al fuego como cenizas. También cayeron los brazos y las alas. La Abominación entera se deshizo mientras Lucile sentía que las quemaduras crecían, consumiéndole primero la piel, luego la carne y después los huesos. El cuerpo espiritual de la Bruja que sedujo a un sinnúmero de monstruos quedó borrado de la faz del infierno al mismo tiempo que se revelaba el auténtico cuerpo de Flegetonte: una sombra andrógina, de largos cabellos hechos de unas llamas tan calientes que eran blancas, ancestrales bestias que el hombre jamás conoció bajo la membrana de su piel acorazada, y unos ojos de rubí que la miraban con fría cólera. Una flecha dorada le atravesaba el pecho. Hambre.

Ahora Lucile era solo un alma vulnerable. Flegetonte solo necesitaba respirar para apartarla del ciclo de reencarnaciones. Otro riesgo necesario. Bruja como era, voló hasta Flegetonte y golpeó la flecha con la vara en que reposaba toda su canción, todo su ser.

—Ven a mí, hija mía —saludó Flegetonte.

—Teniendo tres padres —dijo Lucile, pensando en los que la engendraron, el que le dio un futuro brillante y el tercero, que por accidente la encumbró por sobre el resto de mortales—, ¿por qué no tener cuatro?

Después de todo, aquellos compañeros suyos se habían quedado con la idea de que era un monstruo por lo que pensaba hacer. ¿Por qué no aceptarlo?

Flegetonte respiró, y Lucile de Leo fue borrada por las llamas del infierno, solo quedando la vara de luz flotando entre el vacío y Flegetonte. Esta, adquiriendo vida propia, se clavó en el cuerpo del dios de la cólera, partiendo en cuatro mitades el Hambre que había mantenido mansos a los monstruos del río infernal. Allí fueron todos los pensamientos, pasiones y deseos de Lucile, allí fue la propia Lucile, a un nuevo vientre materno en el que poder renacer.

El cuerpo de Flegetonte, una armadura viviente hecha de pura oscuridad, se agrietó como una figura de cristal, dejando escapar un torbellino de llamas aún más calientes que las más ardientes estrellas del universo. Aquella era la verdadera forma de aquella alma divina, una supernova que cubrió todo, atrayendo después tras de sí las voluntades y resentimientos de incontables monstruos, como un agujero negro que todo lo consumía. En el centro de ese centro gravitatorio en el que se condensaba todo el poder del río de la cólera, apareció una mujer libre de toda prenda, cuyo cuerpo era de fuego y cuyos ojos emanaban una luz capaz de dominar dragones e incinerar demonios.

Descendió con suavidad, la renacida Lucile, y permitió que la contemplasen los guardianes centímanos, la carcelera y las keres, los únicos monstruos que pudieron escapar del cataclismo y que ahora volaban alrededor de ella, serviles. Ahora la gravedad y otras fuerzas universales eran simples amigas a las que podía pedir favores. Una parte de los poderes del inframundo le pertenecía y estaba en su derecho buscar una existencia más allá de la vida y la muerte. Sin embargo, fiel a lo acordado, tornó las llamas en piel, adquiriendo de ese modo un nuevo cuerpo mortal. Respiró, espiró y cantó, dichosa de la victoria, y entonces sucedió un milagro.

Los átomos desperdigados por la zona de batalla se conectaron entre sí sobre el cuerpo de Lucile, adquiriendo la forma que les era propia. El manto dorado de Leo volvía a su dueña, aunque, habiendo adquirido minerales del inframundo en el proceso, ya no tenía el brillo del sol. Tampoco era del negro sin vida de los rebeldes de Hybris, sino que reflejaba el brillo de la oscuridad que yacía bajo las entrañas del mundo, como una joya.

—Falta algo —decidió Lucile, que sostenía entre sus dedos la oscura máscara. En ella veía reflejado su rostro, tan hermoso y perfecto. Desde siempre había sentido cierto encanto en negar a los simples mortales el derecho a verla, de modo que se la colocó, sonriente—. Soy Lucile de Leo. Y también Lucile de Flegetonte.

El manto oscuro de Leo, sintiendo su voluntad, emanó llamaradas que incineraron en un instante a todas las keres que la adoraban. Miles y miles de esas criaturas ardieron, entregando sus vidas. Luego, líneas llameantes pudieron verse por la metálica mortaja.

—Ahora sí —decidió Lucile, satisfecha con los rabiosos quejidos de esas arpías—. Soy la primera, sin duda, es tiempo que vaya a presentar mis respetos.

Los centímanos no la detuvieron, tampoco lo hizo la carcelera, que la reconocía ya como una de las fuerzas del infierno. Todo el Hades tenía que verla como tal, porque lo era. De modo que el trayecto hacia el palacio fue tranquilo y un poco aburrido.

xxx

Después de haber vencido a uno de los trece miembros del Oro Impío, Sneyder hubo de hacer frente a una pregunta capital: ¿podía vencer, él solo, a doce santos de oro?

La respuesta fue tan sencilla como terrible:

Podemos —dijo el dios de las lamentaciones, recorriendo como un viento mortal los huesos de su cuerpo espiritual—. Podemos matarlos a todos.

La fusión entre los santos de Atenea y los debilitados ríos del infierno era el propósito final de toda esa lucha. Por ello liberó a miles, para que Cocito se fijara en él, un hombre que ya apenas era humano. Un alma empujada a la rotura desde la temprana juventud, con el fin de dominar el hielo que trasciende incluso al Cero Absoluto, aquel por el que incluso los espíritus y almas se estremecían. Aun así, se suponía que los ríos rechazarían tal cosa y que solo era posible gracias a los sellos de Atenea que los mantenían debilitados. Fusionados, dioses y mortales no compartirían mente, la mente divina soñaría un sueño milenario mientras la mente humana se ocupaba de sus labores. Así debía ser, así había sido planeado por Atenea, reina del inframundo.

Que Cocito propusiera la fusión solo podía suponer que tenía intención de usar a Sneyder como receptáculo. Borrar lo que le quedaba de humanidad, eliminar la personalidad conocida como Sneyder de Acuario y hacer su voluntad.

—Ven —pidió Gilles de Cáncer, moviendo un solo dedo.

Como una versión magnificada de las Ondas Infernales, el caballero maldito hizo arrastrar a Sneyder hacia él, momento que aprovecharon los espíritus que aquel dirigía para atacar. Sneyder reaccionó a tiempo, destruyéndolos a todos con simples tajos, pero antes de poder decapitar a un pálido Gilles, Mordred se le interpuso.

—¡Veamos cómo le va a tu Espada de Cristal contra mi Clarent! —desafió el santo de Capricornio, cuyo ardiente brazo había detenido en seco el arma de Sneyder.

Neoptólemo de Aries, cuya mano había sido restaurada por el santo de Ofiuco, quiso sumarse a la refriega, pero un sencillo movimiento de Mordred liberó un gran muro de fuego. Las profundidades del río Cocito se vaporizaron, cortando el avance al furibundo hijo de Aquiles y otros que iban tras él.

—Nunca mencioné el nombre de mi técnica —adujo Sneyder mientras las llamas generadas por su rival los rodeaban como un círculo de destrucción.

—Bromeas, es muy obvio —aseguró Mordred—. Un nombre muy simple.

Y se arrojó hacia él, violento, muy rápido y aún más fuerte, cosa que contrastaba con lo bajo que era, aunque tales menudencias tenían poca importancia cuando mediaba el cosmos. El brazo derecho del santo de Capricornio era Clarent, la espada del calor, poseedora de un fuego que habría hecho las delicias del dios de la cólera, allá en el Tártaro. Una llama que el cero absoluto no podía apagar, contra eso luchaba Sneyder, y contra eso vencía tras doce asaltos, pues él era el hombre más cercano a Cocito.

—Deberías pedir ayuda —acusó Sneyder, impaciente. Quería acabar esa inútil lucha cuanto antes, no combatirlos de uno en uno en pantomimas de honrosos duelos.

—Bromeas —dijo Mordred, agitado. Tenía un pie cerca del círculo de llamas y el rostro, cada vez más vivo, sudaba agua siempre fría—, podría estar así todo el día.

Incluso si era una mentira, incluso si era evidente el sobreesfuerzo que Mordred imprimía para combatir a alguien tan rápido como el Pacificador, Sneyder decidió tomarlo en serio. Habiendo quedado claro cuál de las espadas era la más fuerte, evadió el siguiente tajo de Clarent y cortó las rodillas del santo de Capricornio. Un corte superficial, aunque doloroso. Resultaba irónico que los caballeros malditos se volvieran más vulnerables a él cuanto más pasaba el tiempo, por su deseo de volver a estar vivos.

Otro se habría puesto de rodillas, o al menos trataría de retroceder con torpeza, dejando una obvia abertura. Mordred bloqueó la estocada que Sneyder dirigía a su corazón, y con la otra mano, sajó el pecho de Sneyder de hombro a hombro. Un segundo Clarent.

Los combatientes se separaron, ambos con heridas superficiales, aunque dolorosas.

—Dos espadas —dijo Sneyder—. Yo ya he sobrepasado esa etapa. Poder golpear desde dos direcciones no compensa si la fuerza se reduce a la mitad.

—¿Dos espadas? ¡Bromeas! —Mordred rio con aquel rostro a medias humano. Ya tenía piel, carne y huesos, aunque esta estaba tan fragmentada alrededor de su boca como cuando esta era una línea en medio del hielo—. Todo mi cuerpo es Clarent.

—¡Menuda estupidez! —oyeron desde más allá de las llamas—. ¡Mi Gae Bolg pondrá fin a esta tontería de una vez por todas!

El mundo entero se detuvo, porque un ser más rápido que el tiempo mismo acometió a través de las llamas, con el puño extendido hacia el frente como una lanza mítica. La Espada de Cristal que Sneyder había interpuesto antes, durante el desafío del santo de Escorpio, fue partida en mil pedazos y luego Gae Bolg siguió su camino hasta el pecho de Sneyder, reventando el dorado metal de alrededor.

Por un momento, todos los sentidos de Sneyder de adormecieron. Dejó de oír los latidos de su corazón, aunque percibía las maldiciones que Mordred soltaba a su compañero de Escorpio y las hoscas burlas que Neoptólemo y Gilles le dirigían.

—Me importa un carajo si tu Clarent ablandó la espada, he sido yo el que… —empezó a decir Cu Chulann de Escorpio, antes de escupir sangre.

—Revivisteis solo para morir —dijo Sneyder, observando con frialdad las estacas de hielo que habían surgido desde sus pies, atravesando por entero al caballero maldito de Escorpio. En los ojos de aquel vio que iba a retroceder a toda velocidad, pero tuvo un error de cálculo: pensó que huía de un rival desarmado. En el mismo instante en que la Espada de Cristal se restauró, también cortó la cabeza de Cu Chulainn—. Aprended a vivir con eso —susurró antes de volver a la carga.

En el tiempo en que el cuerpo decapitado de Cu Chulann caía, Sneyder se enzarzó en un duelo contra tres santos de oro. A un mismo tiempo, bloqueaba los rayos de pálida luz azul del Sol y los tajos dobles de Clarent, quedándole tiempo para destruir con meros reveses a los miembros del Batallón Prelati. Paso a paso se acercaba al caballero maldito de Cáncer, a quien sabía el más peligroso de aquel grupo. Notaba cómo pensaba hacer que su alma ardiera desde adentro hacia afuera, así que fingió bajar la guardia y en el momento justo, le atravesó en cerebro con un ataque ocular.

Cu Chulainn ya había caído para entonces, y la dupla formada por Mordred y Neoptólemo se detuvieron a ver, espantados, cómo otro compañero caía.

—Esto es imposible —dijo el caballero maldito de Aries.

—¿Quién demonios podría matar a tres santos de oro, uno detrás de otro? —preguntó Mordred, llenándose de un cosmos ardiente—. ¡Está bien, veamos qué te parece esto!

—Bromeas —susurró Sneyder en el segundo antes de que Mordred acometiera contra él. Todo su cuerpo era, en efecto, Clarent. Las piernas segaban el suelo gélido, llenándolo todo de nubes de vapor; los brazos extendidos, así como el torso y la cabeza ardientes, quemaban el aire. Todo era consumido por Mordred de Capricornio, todo, salvo el propio poder de Cocito, que surgió bajo sus pies como un sinfín de estacas, reventándolo hasta no dejar más que un amasijo de carne y metal—, no he visto a un solo santo de oro desde que vine hasta aquí. Vosotros solo sois despojos.

Entretanto, Neoptólemo liberaba un grito de rabia al tiempo que tornaba el Sol en la Constelación, un grupo de numerosas esferas azures que en conjunto dibujaban la gloriosa figura de su padre, el héroe Aquiles.

Mirmidones, así eran llamados los haces de luz que una sola de esas esferas liberaba. Eran tan numerosos los rayos como hormigas había en un hormiguero, y podían ser igual de difíciles de distinguir para el que no estuviera atento, aunque no era el caso de Sneyder. Él vio hasta el último del billón de ataques y corrió esquivándolos y bloqueándolos todos, hasta alcanzar a un confiado Neoptólemo. Él también veía sus propios ataques, por supuesto, y había delimitado el radio de acción de su oponente para calcular el punto justo desde el que sería atacado.

El contraataque estaba listo, así lo intuía Sneyder. Un puño que terminaría lo que Cu Chulann empezó, el Ocaso de los Reyes. En el momento justo, todo el suelo alrededor de los combatientes brilló, anunciando que los Mirmidones también vendrían de la tierra. Un anuncio fatal que lo cambió todo.

—Dioses —dijo Neoptólemo al término del lance. Todavía trataba de procesarlo, cómo Sneyder de Acuario esquivó en medio de un salto los ataques que venían al tiempo del cielo y la tierra, cómo atravesó su puño asesino de santos de oro—, ¡dioses!

Las dos mitades en que fue partido, desde el puño extendido hasta la espalda y desde la cabeza hasta la mitad superior de la pierna derecha, cayeron mientras Sneyder observaba la sangre que había a sus pies. La suya.

Solo entonces volvió a ser consciente de algo más allá del siguiente enemigo a vencer. Los Mirmidones de Neoptólemo habían apagado las llamas de Clarent. Eran ataques terribles, todos ellos, solo que lentos para quien había despertado la Octava Consciencia. Ahora era posible ver al resto de caballeros malditos: Gilgamesh, Rómulo, Aléxandros, Alhazred, Sun Wukong, Krest y Enkidu. Asclepio permanecía apartado, como un humilde médico sin ningún interés en combatir.

Siete contra uno, y justo los siete más fuertes, ni siquiera Mordred se les comparaba.

—Este hombre es un monstruo —dijo Gilgamesh—. Me gusta.

—Los hijos de Roma contendrán a Cocito —declaró Rómulo—. Aun así, ninguno de nosotros puede vencerlo por sí solo, ¿estamos de acuerdo?

—Estamos de acuerdo en que estamos en desacuerdo. —Alhazred se alzó de hombros.

—Tomad —dijo Sun Wukong, arrojando un par de armas a cada uno de los caballeros malditos. Solo Alhazred, de quien al parecer todos desconfiaban, quedó exento—. Ese tipo me recuerda a los perros de Ares y a los perros de Ares no les gustan mis armas.

—Este demonio no tiene nada que ver con los monstruos, sean bestias u hombres —afirmó Krest, armado con dos tridentes—. Es inhumano. Indiferente a todo. Como yo.

—Como un dios —dijo Enkidu—. ¿Es este el juicio divino que nos fue prometido?

Herido como estaba, sintiendo el corazón roto tras el mortal Gae Bolg y con la sangre colmando su boca, el santo de Acuario solo podía decir una cosa:

—Soy la espada de la justicia. Y he venido a juzgaros.

Cada minuto que pudiera vivir con los órganos dañados era una eternidad. Cada eternidad era una oportunidad de vencer aquellos obstáculos. Solo necesitaba siete eternidades para salir airoso. El precio de la derrota: Cocito resucitando a través de él, sirviéndose de las miserables ambiciones de los caballeros malditos. Por eso lo ayudaba el dios de las lamentaciones, por eso luchaba a su lado.

«Bien —pensó Sneyder antes de acometer contra Alhazred de Virgo. En el proceso, los caballeros malditos cayeron sobre él con sus armas, pero muros de hielo infernal surgieron para protegerlo, desapareciendo al toque—. Aceptaré esa ayuda.»

Porque si iba a ser Sneyder de Cocito, tanto daba empezar a serlo ahora.