Capítulo 185. Legado maldito

Ahora que era una de los Señores del Hades, Lucile no necesitaba del Barquero para transportarse de un lugar a otro. No consideraba tonta a Akasha, es decir, a Atenea, por hacer uso del transporte público, claro. La diosa podía tomar decisiones muy tontas, pero esa era una inteligente: era necesario que el pueblo supiese quién reinaba, quién daba las órdenes y quién era la fuente de todos los males y bienes del país. En ese caso, el país era todo el inframundo, la otra cara del universo. O una de las tantas aristas de una realidad infinita en la que el universo material era un plano más.

Lucile no tenía nada que demostrar, por ahora, así que apareció en el palacio de Hades, Giudecca, justo ante la sala del trono. ¡Cómo disfrutaría recibiendo a los otros perdedores uno a uno! ¡Cómo disfrutaría de los esfuerzos del viejo Nimrod y el seco Sneyder, donde ella pudo someter sin lucha a todo un dios! Tal vez le daría una palmadita en la espalda a Shizuma por el trabajo realizado. Incluso si ella había logrado una victoria tan perfecta, admitía que la santa de Piscis tendría que lidiar con alguien más poderoso que el dios de la cólera. Leteo era el río más fuerte de los cuatro.

—Bienvenida —saludó Nimrod de Cáncer, repantigado sobre el trono de Hades como si tal cosa—. Te esperaba para el almuerzo y mira lo tarde que has llegado.

—¡¿Qué!? —fue todo lo que pudo decir Lucile, al tiempo que las puertas se cerraban tras ella por sí solas. Tal cosa no le produjo ni estremecimiento, ni interés—. ¿Qué haces aquí? ¿Ya has…? ¡Qué haces aquí!

—Te veo nerviosa —dijo Nimrod, tamborileando los brazos del trono—. Siempre he soñado con mancillar la silla del dios que me ha torturado por diez mil años. ¡Querer es poder, dicen! Pues mírame, Bruja, yo quise y yo pude. —Rio a gusto, reclinándose contra el asiento para después atravesar toda la sala del trono de un salto, quedando justo frente a ella—. No hueles a rosas, sino a azufre. Buen trabajo, Bruja.

—Rosas… —Mientras apartaba con delicadeza la palmadita en la espalda que Nimrod pensaba darle, dejó escapar un suspiro—. ¡Rosas! ¡Qué simpleza!

—Es como dice la canción, ya sabes. Si un día de estos…

—Ah, Pequeño Abuelo, es mejor que no te pongas a cantar. O lo haré yo.

—¡Los dioses no lo quieran!

—Esa cara me gusta más.

Espantado y luego receloso, Nimrod tardó en cerrar la boca. Abajo, en el suelo límpido de la sala del trono, quedaban los restos de esa pompa y ese orgullo con los que el Pequeño Abuelo la había recibido. Eso estaba mejor, mucho mejor.

—Así que —dijo Nimrod, rascándose la cabeza—, ¿lo has logrado, eh?

—Lo hemos logrado —admitió Lucile, encogiéndose de hombros. El oscurecido manto de Cáncer era toda la prueba que necesitaba para saber que su portador no había dejado para el final la tarea de someter al río del dolor, con tal de gastar una broma a quienes fueran viniendo—. ¿Qué hay de los demás?

—¿Quién sabe? Hay jaleo en Cocito y ni siquiera ahora quiero estar cerca de Leteo sin necesidad. Rayos, cuanto más fuerte es uno, más se lo piensa en pelear con otros más fuertes, ¿no debería ser al revés, Bruja?

—Para los necios amantes de las batallas, seguro, para ellos es emocionante. Los que tenemos cerebro, en cambio, comprendemos mejor el poder.

Y si el poder de los ríos del dolor y la cólera era grande, mayor era el del río del olvido, por no hablar de aquel que bebía de todas las fuerzas del inframundo. Era ahora, más que en ningún otro momento, que Lucile comprendía cuan vasta era la diferencia entre los santos de Atenea y los Astra Planeta. Era ahora que entendía por qué su voz celestial habría podido poner el mundo entero en jaque.

«Soy yo quien le di esa forma —recordó Lucile—. Yo, no Fjalar y Nenya, ni Ethel…»

—¿Estás bien? —preguntó Nimrod con sinceridad.

—El negro no me favorece —se excusó Lucile, quien se había llevado las manos al estómago—. A ti en cambio…

Soltó una risilla, que el viejo compartió, convirtiéndola en carcajada.

Era la primera vez en miles de años que alguien reía en aquel sombrío lugar. Incluso si era para ocultar los pesares del pasado, sin duda las paredes de ese monumento a la desesperación lo apreciaron, tanto como unas paredes podían apreciar algo.

«Me estoy volviendo loca —reflexionó Lucile—. ¡Si esos dos no acaban su trabajo pronto, me terminaré de desquiciar!»

Sobre todo, se dijo para sus adentros, si aburrido de esperar Nimrod decidía que usar el asiento de su máximo torturador como orinal era una buena idea. Lucile se aseguraría de recordarle antes que aquel trono ya no pertenecía a Hades.

Era de Atenea, la que fuera amiga de Lucile y Ethel, mucho tiempo atrás.

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A excepción de Asclepio de Ofiuco, todos los combatientes en el río Cocito fueron transportados a un espacio ínter-dimensional junto al suelo que pisaban.

Más allá de la plataforma, se extendía el infinito que cumplía la misma función que el espacio exterior en el universo material: llenaba los huecos entre los huecos entre los diversos mundos del Hades, o más bien, los incontables inframundos. Hubo un tiempo en que cada planeta tenía vida, y por tanto, todos los que los habitaban necesitaban de un lugar en que ser juzgados. Ahora ambos planos de la existencia estaban vacíos, debido a guerras más terribles y antiguas que cualquier Guerra Santa, y lo que antaño se conoció como el Camino de los Dioses era ahora apenas recordada como una Súper Dimensión donde nada que no contase con la protección divina podía avanzar un paso.

La plataforma en que se hallaban era parte de Cocito, una tabla de salvación para Sneyder. Si caía al abismo, ya no contaría con la protección del río de las lamentaciones. El dios estaría satisfecho con librarse de él; rescataría el alma aplastada del hombre que fue y la remendaría para que le sirviese de marioneta.

—Así es —dijo Rómulo al tiempo que los lobos que lo acompañaban, uno por cada héroe en su noble linaje, volaban hasta él y se fundían con su cosmos, en el que destellaban planetas y estrellas—. Ya no podrás apoyarte en ninguna ayuda ajena.

—Nosotros sí —rio Sun Wukong, escupiendo una buena cantidad de pelos masticados. El Batallón de la Montaña de Flores y Frutas resurgió en todo su esplendor.

—Ridículo —sentenció Sneyder, conjurando al punto la Ejecución de la Aurora.

Como dos rocas gemelas partiendo el cauce de un río, así actuaron Enkidu y Gilgamesh. Uno dejaba a cada paso las Rosas de Cristal, flores que surgían en el suelo, robando cosmos ajeno y liberándolo en forma de un polen muy especial: confundiéndose con los propios pensamientos, alma y cosmos del enemigo, se adentraban en él y lo parasitaban, consumiéndolo con el paso del tiempo. Era una técnica terrible, aunque inútil para vencer al ser en que Sneyder se había convertido. Lo que no era tan inútil era la fuerza del caballero maldito de Piscis, ni el tremendo poder que Gilgamesh exhibía; tan grande era la fuerza bruta del héroe sumerio, que en vida solo tres personas llegaron a conocer sus técnicas, incluido el propio Enkidu. Ningún oponente que enfrentara tras la caída de los dioses del Zodiaco le exigió algo más que sus puñetazos.

Surgieron estacas de hielo a los pies de los compañeros, sin alcanzarlos. Un momento después, Sneyder tenía a tan temibles oponentes a los costados. Conjurar murallas de hielo no sirvió para mitigar los golpes de las barras, las cuales reventaban con facilidad el ya castigado manto de Acuario. Superado, Sneyder fue retrocediendo hasta que sus pies de oro rozaron el borde de la plataforma. Casi podía oler el final.

—Ahora —ordenó Sun Wukong—. ¡Al ataque!

El Batallón de la Montaña de Flores y Frutas avanzó sin piedad, llenando el cielo con risas y barras de combate cercano. Aléxandros se mantuvo atrás, receloso, pero Rómulo, lleno de aquel poder cósmico que lo hacía destellar como un reflejo del universo, había empezado a conjurar la Colisión Universal, generando las dimensiones gemelas a los lados de Sneyder de Acuario. Este ya no podía ir al frente sin chocar con Enkidu y Gilgamesh, contra los que seguía intercambiando golpes y contragolpes, ahora armado con la Espada de Cristal; tampoco podía retroceder, eso sería la muerte. ¿Saltar? En el estado en que se hallaba, no era seguro poder vencer a las copias de Sun Wukong.

Solo le quedaba una dirección. Y obró en consecuencia.

—¿Qué demonios es este temblor? —exclamó Aléxandros, el único en darse cuenta.

Demasiado tarde, la plataforma ya se había agrietado de extremo a extremo y se hundía hacia la pura destrucción de todo. Desequilibrado, Enkidu dio un traspié y Gilgamesh se aferró a él con todo su cuerpo, en el que se hallaba presente el icor divino, a costa de recibir un desagradable tajo de la Espada de Cristal.

—¡Demente! —dijo Rómulo, aunque no se supo a quién se dirigía.

Sun Wukong y sus copias saltaron al abismo antes de que la plataforma se hundiera, así obró también Gilgamesh, siempre abrazado a su compañero y sin proferir ninguna queja. En cuanto a Aléxandros, cargaba, febril, tras soltar la espada y el escudo. Su cosmos relampagueante creaba fotones de luz que luego concentraría en su puño, que amaestraba el rayo de su padre. Aquel era el momento de definir qué había sido toda su vida y muerte, y el caballero maldito de Leo no pensaba desaprovecharlo.

Así pues, chocaron una última vez los rivales, sobre un mundo que se desmoronaba. El puño venció a la espada, de modo que el santo de Acuario debió alejarlo de una patada rápida para poder preparar el Círculo Glaciar. Como si él mismo fuera el Hombre de Vitruvio, extendió los brazos y las piernas, creó con su cosmos un círculo perfecto que pasaba por los pies y las manos, atrayendo los restos de la Espada de Cristal. En comparación con la variante que había ejecutado contra Sun Wukong, esta vez las agujas que surgieron del círculo no pudieron ser detenidas, atravesando el pecho, hombros y cuello de Aléxandros, desgarrándole la garganta y helándole la sangre. Pero aun con el hielo formándose bajo su piel y músculos, incluso sometido al dolor que el niño Sneyder sintió al caer a las aguas a punto de congelarse en Alaska, sintiendo que todo él era apuñalado e imposibilitado de siquiera pensar en algo que no fuera tal sufrimiento, el caballero maldito de Leo apretó los dientes, llenó su brazo con el poder del cosmos que había liberado antes y descargó el Estallido de Fotones, solo para ver cómo en el preciso instante en que impactaba, la Súper Dimensión lo aplastaba.

¿Todo este tiempo, éramos simples mortales tú y yo? —dijo Aléxandros, desvaneciéndose junto a su cosmos.

—Así es —susurró Sneyder, también consumido por el final.

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Shizuma Aoi, santa de Piscis, estaba en todas partes y en ninguna a un tiempo. Por eso estaba allí ahora, frente a un muro que debería existir, y que sin embargo ahí estaba, como un reflejo traslúcido de un pasado olvidado, signo del despertar de Leteo.

Por eso estuvo en el momento posterior a la victoria de Nimrod de Cáncer, cuando su cosmos hizo arder en fuegos fatuos todo rastro de enfermiza carne en el río del dolor, aceptando como compañía solo los espíritus de la guardia. Por eso observó de cerca la muerte y renacimiento de Lucile de Leo, como una mujer de fuego que adquiría por voluntad propia un cuerpo mortal, vulnerable a pesar del poder que contenía. Por eso anduvo entre los vientos de Cocito, a la diestra de quien sin dudar quebraba las prisiones cristalinas de todos los santos de Atenea, sorprendiéndole que ni tan siquiera enfrentar al Oro Impío le hiciese retroceder. Para ella no importaban el tiempo y el espacio, estaba un paso más allá de eso, por la voluntad divina.

El Santuario se había servido bien de ese poder, no solo en la guerra entre los vivos y los muertos, sino también para mantener bajo control a los santos de oro e impedir que algo como la rebelión de Saga de Géminis volviese a ocurrir. En comparación a aquel evento del pasado siglo, el Cisma Negro era una minucia, un problema menor. Por ella Lucile de Leo y Akasha de Virgo acabaron en el exilio, por ella se supo con exactitud algunos de los movimientos de la exiliada guardiana del sexto templo zodiacal. Por ella, otros asuntos quedaron escondidos bajo la mesa. Unas veces porque consideraba necesario callar, otras porque no comprendía lo que estaba viendo. Qué era con exactitud Adremmelech de Capricornio, por ejemplo, no lo supo hasta el momento en que se reencontró con el asistente, Azrael, en la barca de Caronte. Pero lo había intuido, había comprendido que había algo raro en ese ser sin rasgos, y sin duda no era la única. De no haberse marchado a un lugar inaccesible para ella, tal vez Shiryu de Dragón hubiese resuelto el misterio. Al fin y al cabo, él entrenó a Azrael.

Tenía un gran poder que nadie más poseía, se le había conferido una responsabilidad acorde con ese poder. Arthur, Triela y Sneyder ejecutaban la justicia, ella vigilaba a los vigilantes. Ella entendía la importante de esa misión; evitar conflictos, contener en la medida posible el caos propio de las organizaciones humanas, aun las nacidas bajo las alas de una diosa. Seguía las normas por ese motivo, con ciertas dudas, que se incrementaron en los días previos a la guerra. Demasiados errores cometidos. Las reglas creadas para mantener estable la principal línea de defensa de la humanidad estaban a punto de destruirla; muchos santos de Atenea estaban bajo sospecha y la vida de una de los doce principales pendía de un hilo. Entonces se presentó la oportunidad de solucionarlo todo y no dudó, apoyó a Akasha de Virgo para que fuera la nueva Suma Sacerdotisa, a sabiendas de lo que sabía de ella. Pensó que estaba quebrando las reglas por el bien de la gente; ahora, viéndolo en retrospectiva, comprendía que en todo momento se movió en medio de un marco que la incomodaba siempre.

Ya no sentía ninguna clase de incomodidad. Todo era claro. Deber y querer se fundían por primera vez, despejando la senda hacia el mañana.

Una senda que el Muro de los Lamentos bloqueaba.

—He venido a verte —saludó Shizuma, tocando la flecha que emergía del muro. Guerra, el cisma en las huestes del olvido que había permitido a Damon apoderarse de una parte de la legión—, Leteo. Preséntate ante mí, por favor.

Todo alrededor se difuminó por un breve instante. La percepción extrasensorial de Shizuma le indicaba que no era una ilusión óptica, sino una distorsión de la realidad.

Así aparecieron ante ella quienes no debían estar allí, un hombre y una mujer.

—Bienvenida a casa, hija —dijo Minoru Shizuma.

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Sneyder soñó que un cuervo lo despertaba picoteándole el ojo. Al despertar, no vio nada, aunque creyó seguir oyendo el graznido, obligándole a seguir.

No le sorprendió que su alma, desprovista ya de carne y manto, estuviera a los pies de los dioses del Zodiaco. Ni que una entre ellos, con túnica blanca y una corona azulada de laurel, lo observase desde arriba. Ni que la falsa diosa le resultara conocida.

—¿Es usted, maestra?

—Sí y no —dijo la falsa deidad, tendiéndole la mano. Sneyder aceptó el ofrecimiento y se apoyó en ella para levantarse—. Tu maestra nació de mi cosmos. Y el de muchos otros. Era una sombra del Trono de Hielo que ya no está en este mundo.

—¿Cómo sabe eso? —preguntó Sneyder, con un asombro que era reflejo de la inquietud que sintiera de niño, al conocer a una mujer que parecía saberlo todo de todo.

—¿Es importante por qué lo sé?

—No, no lo es.

—Tu cuerpo y tu manto sagrado han sido destruidos. ¿Sabes por qué?

—Tenía que acabar con esto, de un modo u otro.

—Te negaste a abandonar tu humanidad —dijo la falsa deidad.

—Entonces he fracasado —constató Sneyder, frunciendo el cejo. Su alma, por supuesto, tenía la misma apariencia que tuvo en vida.

—Sí y no.

—Explíquese.

—Si tu misión era convertirte en el Portador de las Lamentaciones, entonces sí, has fracasado. Si, en cambio, buscas adueñarte del poder de Cocito sin dar la espalda a tu diosa, entonces todavía tienes una oportunidad.

—He de vencerla. A usted y a los demás.

Antes de responder, la falsa diosa miró a los ataúdes. Todavía ninguno más de los que allí yacían por la eternidad había reaccionado. Todavía.

—Ya ni siquiera Belial tiene interés en subir a la superficie —dijo la falsa deidad—. Está cansado. Estábamos cansados incluso antes de morirnos, ¿sabes? Si hubiésemos querido revivir, lo habríamos hecho desde que con tanta diligencia, y algo de ayuda divina, abriste el río que Hades puso sobre nuestras cabezas huecas.

—Definitivamente, usted no es mi maestra —declaró Sneyder, sobrepasado por esa indiferencia tan honesta—. Y a la vez, lo es.

—Ajá —aprobó la falsa deidad—. Apuesto a que mi otro yo se presentó como Skadi, a mí puedes dirigirte como Selvaria. También seré tu maestra, por ahora.

—El tiempo del aprendizaje ha… —empezó a decir Sneyder, callando de pronto. Uno nunca acababa de aprender. Jamás.

—¿Conoces todo lo que hay que saber del cosmos? —cuestionó Selvaria.

Sneyder negó con la cabeza.

—Sé detener el movimiento de los átomos. También sé congelar las almas de los muertos. He alcanzado la velocidad de la luz e incluso la he trascendido, pienso… —Dudaba de eso último, por lo que tardó en añadirlo—. Pienso que el Cero Absoluto no es el límite, que puedo ir más allá de eso.

Selvaria asintió, aunque sin mostrar mucha sorpresa.

—Tres sentidos trascienden a todos los demás y se basan en conocer con profundidad nuestro cosmos, en percibir nuestro universo interior —explicó Selvaria, llevando las manos al pecho—. La superficie, lo físico, nos permite conocer las leyes del universo material y caminar junto a ellas. Eso es el Séptimo Sentido, el hombre tocando con sus manos los límites del mundo. Después viene la profundidad, lo espiritual, que nos ayuda a trascender las leyes naturales, algunas de ellas al menos. La Octava Consciencia, el hombre trascendiendo los límites del mundo. En realidad, no obtienes más poder con uno que con otro, solo aprendes a utilizarlo mejor, la fuerza ya está en ti.

—Creo que he ido más allá de esa fuerza —decidió Sneyder. Incluso antes de que Cocito se infiltrara en su cuerpo, había sido capaz de vencer en combate a varios de los caballeros malditos, que también poseían el Octavo Sentido.

—Entre la Octava Consciencia y lo que está más allá del cosmos y el alma, hay un abismo infinito —dijo Selvaria—. El borde inferior de ese abismo es lo que conocemos como paroxismo. El punto máximo de poder que los dioses permiten a los mortales. No se puede ir más allá de eso, no sin la ayuda de un dios.

—¿El milagro de Elíseos? —cuestionó Sneyder.

—El Noveno Sentido, la capacidad para crear tus propias leyes. El hombre convirtiendo su microcosmos en un macrocosmos donde él es amo y señor. Lo que llamas milagro de Elíseos no es más que un puente entre ambos estados de consciencia.

—Todo se trata de comprensión. El poder siempre estuvo ahí.

La sangre divina dada por Atenea era un medio más. En realidad, lo importante era la aprobación de los dioses a que un mortal fuera más allá de donde se les estaba permitido. Si esa aprobación existía, entonces incluso él, Shizuma, Nimrod y Lucile, podrían acceder a ese grado de poder. Si a tal propósito apuntaba la justicia, si semejante mal era necesario para poner fin a otro mayor, entonces él todavía no fracasaba. Fracasaría solo de un modo: rindiéndose ahora.

—No vas a entregarte a Cocito —afirmó Selvaria.

—Soy un hombre, a pesar de todo —dijo Sneyder, cuya alma resplandecía de cosmos y resolución. Un faro para los que buscaban una esperanza. Y para los que lo odiaban.

Antes de que Selvaria pudiera formular una nueva pregunta, el espacio se curvó cerca, formándose un portal del que emergieron el risueño y saltarín Sun Wukong, el furibundo Rómulo y el melancólico Gilgamesh, cuyo cuerpo estaba cubierto de polvo. Ninguno conservaba las armas, aplastadas por la Súper Dimensión del mismo modo que Enkidu de Piscis. Y ellos mismos habrían muerto de no ser por el icor de sus venas.

—Era mortal —dijo el caballero maldito de Tauro—. ¡Era mortal! —Pateando el suelo, hizo que el río de las lamentaciones se agitara por entero. Tan prodigiosa era la fuerza del semidiós—. ¿Por qué habría de sorprenderme? ¡La obra de los humanos es humana!

—Todo es culpa de ese miserable —decidió Rómulo, mirando a Sneyder con los ojos inyectados en sangre. Selvaria no estaba reflejada en ellos.

—Nada de eso —dijo Sun Wukong, guiñándole el ojo a Sneyder—. Todo es culpa nuestra, por debiluchos. En esta época, una existencia que trasciende los límites humanos ya no se permite con tanta ligereza. ¡Una pena!

Entretanto, Sneyder, un alma simple, carente de armadura y desarmada, se alistaba para hacerles frente. Cerró los puños, puños sin carne, e invocó el poder de su cosmos.

—Tres contra uno —dijo Rómulo, evitando confrontar a sus compañeros—. Solo…

Enuma Elish —dijo Gilgamesh—. La estrella de la Creación que divide el Cielo y la Tierra, tiempo y espacio perforados por un poder infinito. Si viviéramos en mi época, yo podría vencer a este hombre solo.

—Y si yo fuera guapo, sería más guapo —replicó Sun Wukong, encogiéndose de hombros—. ¿A qué vienen tantos arrepentimientos? ¡Hagámoslo!

El caballero maldito de Libra se adelantó a un paso, de modo que Rómulo y Gilgamesh se posicionaron a los lados. Aquellos tres cosmos, descomunales cada uno por derecho propio, se conjugaron para alcanzar el infinito.

—Ellos no pueden oírme —dijo Selvaria—. ¿Ves esa estrella, mi último heredero?

—Sí —murmuró Sneyder, tan impresionado como le era posible—. La Exclamación de Atenea, comparable al Big Bang a una escala menor.

En teoría, producía una destrucción ilimitada en un área localizada, pero eso no casaba bien con el terremoto que sacudía hasta el último trozo del hielo de Cocito. Fuera por el castigo que tantas batallas impusieron en su estructura, fuera porque nunca antes un poder así fue liberado en ese rincón del Hades, lo cierto era que desde las profundidades del río de las lamentaciones hasta la superficie se habían formado grietas. Si semejante poder no mataba a Sneyder, de todos modos este sería aplastado por el cuerpo de Cocito, quien hallaría así venganza. En los vientos liberados por la densa energía estaban presentes los susurros del dios de los lamentos: él podía apagar esa estrella.

—En mi época, era posible alcanzar ese poder —dijo Selvaria—. Oh, para realizar esa técnica son necesarias tres personas, mas cada uno de nosotros hicimos de nuestro microcosmos un macrocosmos. ¿Eso es como el Big Bang, verdad?

—No comprendo a qué quiere llegar —atajó Sneyder, seco.

Tan grande era el odio que Rómulo y Gilgamesh sentían por él, que estaban concentrando en esa técnica todo lo que tenían, hasta sus propias vidas quemarían de ser necesario. Sun Wukong mantenía semejante afán destructivo en equilibrio, como un ser más allá de los humanos que se regía empero por las reglas humanas. Según el parecer de Sneyder, tan solo Arthur podría haber hecho frente a algo así, y era una posibilidad entre mil. La Exclamación de Atenea, la única técnica que la diosa de la guerra y la sabiduría había prohibido a los hombres, representaba un poder colosal.

—Dijiste que no te entregarías a Cocito —susurró Selvaria, muy cerca de él, lo bastante para percibir un estremecimiento en el alma de Sneyder.

¿Acaso aquella falsa deidad podía leer su corazón?

—Podría hacerlo y vencer —dijo Sneyder—. Pero soy un hombre.

—Un hombre que está dispuesto a sacrificar su humanidad.

—Cargaré con los pecados de los hombres, incluso si he de enterrar mi espíritu.

—Excelente —dijo Selvaria—. Eres la persona que hemos estado esperando. No podríamos presentarnos a Ella manchados por nuestros míseros remordimientos.

No fue posible para Sneyder preguntarle a qué se refería, pues, precedida por los gritos de guerra de los tres miembros restantes del Oro Impío, la Exclamación de Atenea fue propulsada hacia él, dispuesta a aniquilarlo todo.

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El tiempo pasaba sin que Shizuma dijera una sola palabra, aunque observaba, como siempre. El ritual que Alhazred de Virgo había empezado tiempo atrás para abrir las puertas del Tártaro, si bien interrumpido por su repentina muerte, pasaba por invocar a Leteo, a quien la caída de los ríos del inframundo ya habían despertado. Leteo empezó una lucha contra el sello de Atenea, una lucha destinada al fracaso, si bien los daños colaterales se sentían por todo el Hades. Al igual que el universo material, el reino de los muertos poseía incontables mundos, conectados entre sí por un espacio en el que el río del olvido hallaba solaz. Rómulo de Géminis pudo abrir un acceso a ese lugar, la Súper Dimensión, aunque aquello le trajo más pérdidas que beneficios.

La batalla de Sneyder y el Oro Impío llegó a su punto álgido, tal vez acabase antes de que el Barquero transportara a Atenea y el Señor del Odio a Cocito. En ese momento, Shizuma debía haber empezado ya según lo acordado. De por sí había sido arriesgado esperar tanto; sospechaba que la presencia que la separaba de su misión era alguna broma cruel del caballero maldito de Virgo. Aquella alma condenada, que bebía conocimientos sin fin de seres que jamás vivirían bajo las reglas de los humanos, bien podía saber a quiénes debía su segunda derrota. Bien pudo saberlo desde siempre: tiempo y espacio tenían un significado muy diferente para los Reyes Durmientes.

Fue en el momento en que la Exclamación de Atenea destelló en las profundidades del río de los lamentos que Shizuma se atrevió a hablar.

—He de pasar, papá. Mamá.

—Será necesario un gran sacrificio —dijo la señora Shizuma—. El más grande que un ser humano puede hacer. El mismo que hicimos nosotros.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de la santa de Piscis. Vio a su padre, Minoru, el famoso constructor. Él la había olvidado y el mundo se había olvidado de él y su esposa. Tuvieron una nueva vida, en los brazos del olvido, un regalo de los dioses.

—No estamos muertos —la tranquilizó Minoru—. Leteo no alberga almas, sino recuerdos. Todo lo que fue olvidado, él lo recuerda, por eso Leteo y Mnemosine son uno y son lo mismo. Hija mía, no bebas de estas aguas.

El reto quedó revelado. Un hombre y una mujer, dos charcos de los que un condenado podía beber. ¿Recordar lo que se fue, u olvidarlo todo?

Vio a la pareja, ya empezaban a difuminarse los rostros y la vestimenta, como de costumbre. Ella intuía que eran sus padres, asumía que la quisieron y cuidaron. Sin embargo, todo eso era ya poco más que un sueño, una fantasía. Tenía que elegir.

—Querido —dijo la señora Shizuma—, Aoi ya ha tomado una decisión. ¿No es así?

Los esposos se miraron, sonriéndose con afecto. Y en ese afecto, Shizuma tuvo consuelo. Por supuesto que amaba a sus padres, por supuesto que había sentido el dolor, la tristeza y hasta la ira, de quienes se abocaban sin remedio hacia la muerte, y aun así pensó que estaba bien, por cada día que pasaba con ellos, siendo querida y queriendo. Sin embargo, cuando entró en el Santuario, cuando cambió, lo hizo en un sentido que aun ahora apenas imaginaba. Quería a sus padres, por eso los sabía bien allí, donde fuera que estuviesen. Ella viviría su vida y ellos la suya. Y estaba bien con eso.

De modo que avanzó hacia Minoru Shizuma, rodeando con sus largos brazos la espalda de quien fuera para ella el hombre más fuerte del mundo, cuando imaginaba que él se bastaba solo para construir los grandes edificios de Japón. Minoru acarició su largo cabello y le susurró algo que no pudo escuchar.

Pues la Shizuma que abrazaba a su padre era la niña que fue. La auténtica, que era la misma a un tiempo, había tocado la flecha Guerra y desatado un estallido de luz.

Había escogido olvido, por supuesto.

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A diferencia de Shizuma, Sneyder no podía saber si los demás habían tenido éxito. Tampoco pensaba en ello, estaba concentrado por completo en su propio desafío.

Mientras la Exclamación de Atenea avanzaba, con una velocidad imposible que acortaba las distancias, él alzó los brazos por encima de la cabeza tal y como hacía cuando pensaba desatar la Ejecución de la Aurora, aunque con un cambio. Los brazales entrechocaron al formar una equis, y en el vacío entre las palmas, llenas de un cosmos magnificado, se concentraba el viento frío de su alma al borde de la extinción. Su maestra solía decir que el fuego quemaba como el hielo; las llamas cristalizadas que nacieron entre las manos de Sneyder eran la viva representación de ese ideal.

Atraída por esa llama como una simple polilla, Selvaria avanzó hacia Sneyder y se fundió con él, transmitiéndole todos los viles actos que había cometido. En comparación, el Oro Impío era un grupo de niños malcriados.

También nosotros lo éramos —dijo Selvaria, mediante telepatía—. Niños.

«Vosotros llegasteis a la adolescencia —pensó Sneyder, despectivo. Que él supiera, era la primera vez que hacía una broma.»

Entre la risa cristalina de Selvaria, el fulgor destructivo de la Exclamación de Atenea y el cosmos gélido que se le interponía, brillante y hermoso como la misma Aurora Boreal, Sneyder encaró el fin de su propia existencia.

—Con mi ayuda, podrías vencer —dijo Cocito, empleando el sonido de la destrucción de su cuerpo, el río helado, para hablar—. ¡Podrías apagar esa estrella insignificante!

A despecho de esa promesa, la Exclamación de Atenea borraba todo el hielo y el aire que se le interponía, consumiéndolos sin dejar siquiera rastro y apenas retrasándose unas pocas, aunque muy valiosas fracciones de segundo.

«No me basta con apagar una estrella, así sea la más ardiente. ¡Con el fuego de mi alma, crearé una tormenta que apague todas las estrellas malditas del Hades!»

Tal juramento precedió a la Furia Boreal.

Una vida dedicada a buscar un frío que incluso las almas temieran no cambiaba que el propio poder de Sneyder crecía, no solo durante los entrenamientos, sino también en posteriores experiencias. Había aprendido a conocer el valor del alma, la suya y la de otros. Sobre todo aquel día al término de la Rebelión de Ethel, cuando luchó contra Akasha de Virgo. También comprendió el valor de sacrificarla, de quemar ese último y delgado hilo que unía a Sneyder de Acuario con la raza humana. Así, año a año, fue naciendo la técnica que trascendía la Ejecución de la Aurora.

Lo que negó a Cocito como un necio, ahora lo entregaba. Una tempestad nacida para barrer de la faz de la existencia las estrellas del universo contrarrestó incluso la llama nacida para darle origen a uno nuevo. No hubo ninguna clase de resistencia: la Exclamación de Atenea se extinguió sin más, mientras todo era cubierto de hielo. Incluso el tiempo se detuvo durante la tormenta, congelado por el alma de Sneyder.

—Es una regla irrefutable, todo se congela —dijo Sneyder con debilidad.

Flotando, pues sus pies desaparecían poco a poco, pasó a través del hielo. La Furia Boreal había colmado las grietas en el río Cocito, desde las profundidades hasta las alturas. También había convertido a los caballeros malditos en estatuas de cristal. Rómulo lucía sorpresa, Gilgamesh aceptación y Sun Wukong, bien, él sonreía.

Asclepio de Ofiuco se manifestó ante él, pudiendo golpear dos veces el suelo antes de que Sneyder, todavía lleno de aquel cosmos inmenso, le atravesara el corazón.

—Tienes una buena espada —dijo el caballero maldito.

Después, con los últimos estertores de su fugaz existencia, golpeó el suelo, revelando así la flecha Muerte. El cuerpo del último caballero maldito se cristalizó y estalló en un millar de partículas, mientras que el alma de Sneyder, a un paso de desaparecer por completo, tocó la flecha con la Espada de Cristal que había formado, teñida de sangre.

Mil millones de lamentos fueron liberados en ese instante, como el cortejo fúnebre de la existencia llamada Sneyder de Acuario. La vieja humanidad, castigada por el diluvio universal y renacida para servir a los dioses una y otra vez, había sido liberada.

Sneyder de Acuario había cumplido su misión.

—Ahora es el turno de Sneyder de Cocito, ¿no? —dijo Sousuke de Géminis, emergiendo de su ataúd a la vez que sus otros cinco compañeros.

—¡Qué bonito! —celebró Sephiria, mirando con ilusión las estrellas que surgían del río según este se iba licuando. Eran los recuerdos de los condenados, sus anhelos y sueños. Sus almas—. ¿Creéis que el abuelo Damon y el abuelo Éxodo estarán allí también?

—Es posible —dijo Zemus, quien con un giro de muñeca trajo desde la Súper Dimensión el manto de Acuario, como el tótem de Ganímedes. Que semejante chatarra sobreviviese a la presión de aquel lugar era prueba más que suficiente de que la voluntad de Atenea estaba detrás de toda esa aventura—. Éxodo era el mejor de todos nosotros, aunque a Hashmal, Shemhazai y Adremmelech les duela que ser el mejor perro no sea como ser el mejor hombre.

—Solo tienes envidia porque a ti no te invitaba a sus aposentos —dijo Shemhazai. El viejo Zemus se limitó a poner los ojos en blanco y renegar—. Por eso no te invitaba, por aburrido y cascarrabias. Oye, Sousuke, no hay ni rastro de nuestro salvador.

—Tan ciega como siempre, muchacha —decía Mateus mientras examinaba con cierta curiosidad el manto de Acuario. Este había adoptado un color oscuro que no tenía nada que ver con el gammanium en estado puro, pues resplandecía como lo hacían los mantos zodiacales—. Nuestro salvador, como lo llamas, está por todas partes. En el momento en que tocó el sello de Atenea, se convirtió en Cocito para liberarnos. ¡Belial!

—Detrás de ti, anciano —gruñó Belial—. ¿Qué quieres?

—Liberaremos nuestros cosmos, los seis —advirtió Mateus, mirándolos a todos; era todo un placer hacerlo desde arriba; allí no necesitaba una silla, podía estar de pie. ¡Pues claro que podía! Era un alma libre. Si conservaba la apariencia que en vida le otorgaba el Misphetamenos era por una cuestión de costumbre—. Así podremos guiarlo.

—A una trampa —advirtió Sousuke.

—¿Eh? ¿Por qué? —Sephiria no había dejado de mirar las estrellas. Los grandes planes del resto de dioses del Zodiaco siempre le importaron un comino.

—Porque somos unos hijos de puta —dijo Shemhazai—. ¿Por qué más?

—Y con esa boca besa a su madre… —murmuró Zemus, ganándose que su compañera de Sagitario le enseñara la lengua.

Belial, testigo de semejante niñería, torció el gesto. Selvaria solía decir, en los últimos días de los dioses del Zodiaco, que eran una caterva de mocosos esperando a ser nalgueados por sus olímpicos papás. Tal vez había tenido razón todo el tiempo.

—Esa mueca te hace más feo de lo que eres —acusó el viejo Mateus, recriminándole que estuviera ahí perdiendo el tiempo. Él siempre fue el más diligente de los doce.

«El segundo —se corrigió Belial, antes de ponerse manos a la obra.»

En todo lo que hicieran, incluso si se trataba de la cualidad en la que fueron expertos desde aquellos días del diluvio, bajo la cólera de los auténticos dioses, aquellas falsas deidades siempre segundaban a la que de forma unánime colocaron encima. Tantos recelos había entre un grupo de hombres sin fe, que para asegurarse siempre de sobrevivir, todos se hacían por cuenta propia cómplices de la misma persona, hasta que fabricaron a una diosa. Incluso ahora, que rodeaban el oscurecido y dañado manto de Acuario en un círculo de seis, Belial sentía que la Señora podría hacerlo por sí sola.

—Qué divertido. ¿Nos cogeremos de las manos también? ¡Solo estoy bromeando, Zemus! —juró Sephiria, sonriendo—. Lo he oído todo.

—Con esas orejas que tienes, ¿quién no? —acusó Zemus.

—¡Basta ya! —exclamó Mateus—. Belial, ¿te importa hacer los honores?

El interpelado asintió, conforme, y se aclaró la garganta antes de empezar.

—Tú que te llamas Sneyder de Acuario —habló Belial, mientras los cosmos de todos se elevaban, primero como áureas torres, después con el tono trasparente y místico de quienes habían superado los límites mortales—, tú que eres el último heredero de nuestra compañera, la diosa… La mortal —prosiguió, hosco—, Selvaria de Acuario. Sigue nuestra luz, vuelve a nosotros. —Los otros cinco lo corearon, solemnes.

Para ese momento, Cocito ya se había derretido lo suficiente para que un agua siempre fría les bañara los pies. De cada grieta chorreaba, volviendo a agrietar los enormes pedazos de hielo. El río de las lamentaciones pronto dejaría de estar congelado.

El agua se alzó y colmó el cántaro de Ganímedes. Después, el tótem se reformó como el manto de Acuario sobre un ser invisible. Las grietas se llenaron de cosmos gélido.

—Te ofrecemos nuestros pecados —dijo Mateus, el primero en desaparecer.

—Todo el mal que hicimos —añadió Zemus, que siguió a su compañero como un fantasma. Juntos se fundieron en el manto de Acuario cuando un tercero habló.

—Todo el mal que pensamos hacer —confesó Shemhazai con una sonrisa cruel.

—Pero no nuestro cosmos —dijo Sephiria, con gesto decidido.

—Todo lo bueno que hubo en nosotros, hasta la última chispa le pertenece a una sola persona —advirtió Sousuke—. La única que confió en nosotros.

—La única a la que gustamos llamar Señora —dijo Belial, aunque en el momento en que, junto al resto de compañeros, ingresó en el manto de Acuario, no estaba seguro de si solo había un ser ante el que inclinaría la cabeza.

Porque en el interior del manto manchado por la muerte, ellos supieron que Sneyder los había visto y escuchado, y conocieron lo que él pensaba como él conoció lo que ellos fueron a lo largo de seis mil años. Supieron que su falsa diosa y la auténtica eran ahora un solo ser. Supieron que el círculo de las Guerras Santas se cerraba por fin de acuerdo al plan de Atenea, y les gustase o no, supieron que debían aceptarlo.

—Esta es nuestra herencia —dijeron las siete voces a la vez, los siete lamentos que reinaban por sobre los otros diez mil que había recogido—. ¡Recíbela!

Así era, también Sneyder debía aceptar esas terribles existencias, tan abominables y empero tan amadas por la diosa de la guerra y la sabiduría. Fue en base a esa comprensión que vio su cuerpo reconstruido, átomo a átomo, para albergar un nuevo e ilimitado cosmos, mientras que las últimas siete almas que había liberado ascendían. Nada quedó en el Hades del poder que atesoraron los siete falsos dioses; hasta la última pizca abandonó el mundo de los vivos y el de los muertos, para participar de una última batalla en algún remoto rincón del espacio-tiempo.

—Lo he logrado —dijo Sneyder, tomando la flecha Muerte a sus pies y partiéndola.

Más allá de la humanidad, y por tanto, parte de ella, Sneyder permaneció en las profundidades mientras el esperado diluvio colmaba aquel valle del Hades. En medio de todo le llegó un último lamento, desde un lugar lejano.

—¿Ya has decidido quién va a blandirte, Espada de la Justicia?

Sneyder, Señor de Cocito, asintió. Llevaba por manto el pecado primordial.

xxx

Los ríos del Hades habían caído, el inframundo correspondiente a la humanidad estaba a un paso de inclinarse a la voluntad de Atenea. Ese paso dependía por completo de Shizuma, quien flotaba en la inmensa oscuridad más allá del Muro de los Lamentos.

—Bienvenida, Aoi —la saludó el señor de ese infinito.

No tenía el rostro de Shun de Andrómeda, ni ningún otro que Shizuma conociese. Carecía en realidad de rasgos de ningún tipo, como si se tratara del molde que usaron los dioses para crear a los seres humanos. De un característico color azul oscuro, incluso la altura variaba según se miraba. El género era imposible de adivinar por el timbre de voz y solo el puro entendimiento de Shizuma lo definía como el dios del olvido.

—Estoy de vuelta —dijo la santa de Piscis—. Leteo.

—¿Quieres dar un paseo conmigo? —preguntó el dios, tendiéndole la mano.

Hablaba sin boca, miraba sin ojos. No era telepatía convencional; Leteo era, en ese momento, dueño de cada pensamiento de Shizuma. Él estaba dentro de ella, como ella estaba dentro de él. No tenía sentido negarse y aun así respondió:

—Me encantaría.

Tomó aquella mano sin dudas en su corazón. Sabía lo que tenía que hacer.

Notas del autor:

Shadir. Me alegra. Después de tantos capítulos se vuelve cada vez más complicado que las batallas sigan brillando… ¡Y deben hacerlo!

Ay, FFnet… Solo puedo decir lo de siempre: Salvo excepciones, publico cada luenes.