Capítulo 5: HOLA :-)
Cuando despertó, Lucy (o Madame Lucenda, o como putas quisiera llamarse) sintió el mismo cosquilleo que Star la Chistera hacía tres años cuando Anne amaneció en su EarthCruiser. Sólo que la sensación en ella fue diferente. Como el escándalo de un millar de cucharas desparramándose en el piso.
Despertó de golpe, con el ruido que retumbó en sus oídos y sólo ella pudo escuchar. Seguía a bordo del autobús que tomó en Ohio, a las tres semanas de haber llegado de Pennsylvania. En ese tiempo ya no bebía a diario, intercalando un día, a veces dos.
Al abordar el autobús se sentó en el asiento de los borrachos, el que quedaba junto al servicio. Por experiencia aprendió que si quería ponerse en pedo durante el viaje ese era el asiento ideal. La primera vez cayó en cuenta lo fácil que era cogerlo para ella, o por lo menos era más fácil que tomar el mejor asiento de la vieja camioneta familiar. En aquella época, por lo general, le tocaba el asiento húmedo o el inclinado.
Tras desperezarse echó mano a la bolsa de papel marrón y desenroscó la tapa de la botella con el liquido tóxico. Su olor, un hedor chamuscante, hablaba con la voz de un anunciante de telecompras:
≪¿Por qué abandonaste a tu familia que te quería tanto?≫.
–Suspiro... No sé –refunfuñó en voz baja.
≪¿Por qué sigues cambiando de ciudad cada tanto y mendigando como toda una fracasada, sin oficio ni beneficio?≫.
–Refunfuño... No me lo imagino.
≪¿Por qué tu vida sigue siendo un completo desastre?≫.
–Gruñido... ¿Quieres dejar de molestarme?
≪¿Por qué preguntas "Por qué"? ¡Bebe alcohol! A nadie le gustan los pensantes. Tal vez no puedas cambiar tu vida, pero si puedes cambiar tu punto de vista. Alcohol: entre más bebas, menos pensarás≫.
A los comerciales siguió el recuerdo de una vez que su hermano regresó a casa cansado, después de una jornada ardua de dieciséis horas consecutivas en el matadero municipal.
≪¡Qué día! –se había aquejado–. Dante perdió otro dedo en el molino y luego el novato, un imbécil desquiciado apellidado Wilkerson, soltó una jauría de perros hambrientos en los corrales. Tuvimos que evacuar el lugar y luego pasamos toda la tarde limpiando un montón de sangre y vísceras≫.
En ese entonces, que ya rondaba los dieciocho años, Lincoln se sentó a la mesa apestando a carne cruda y mierda de vaca. De ahí su madre lo atendió sirviéndole una jarra de té helado.
≪Bueno, eso ya pasó –le había dicho mientras le masajeaba los hombros entumecidos–. Ahora siéntate, relájate y toma algo frío que has de estar muerto de sed≫.
≪Gracias, má... –contestó Lincoln esa vez–. ¿Me traes una cerveza helada, por favor?... ¡Sólo una!... Creo que me la he ganado después de lo de hoy≫.
Como habría de esperarse, Rita se cruzó de brazos y movió la cabeza de lado a lado para expresar un rotundo:
≪¡No y no! Lincoln, entiéndelo, el alcohol no soluciona nada, sólo empeora las cosas≫.
≪Está bien≫, dijo resignándose a tomar el té helado.
Seguido a esto volvió a acordarse de la pequeña.
≪Suca≫.
–Suspiro...
Volvió a cerrar la botella y la puso junto al asiento dejándosela allí el resto del viaje.
Siguiente parada, el unico estado por el que no había pasado en todos esos años: Michigan.
FELIZ CUMPLEAÑOS
CHUCK
anunciaba la pancarta que Charlie había mandado a colgar en la entrada de su casa.
A la fiesta asistió mucha gente que estimaba al pequeño. Principalmente sus compañeritos del tercer grado entre las que se contaban a Angie, que por ser la más alta le revolvió el cabello de modo juguetón, y Linda, quien al entregarle su regalo lo abrazó y en esas trató de besarlo en la mejilla.
–¿Pero qué haces? –le reclamó Chuck, tras evadirla con un efusivo salto para atrás.
A la que si no pudo evitar fue a Stella Zhau, que lo emboscó por la espalda aprovechando que se distrajo al admirar la figura del Pescado musculoso que su amiga acababa de darle en una bolsa de papel brillante. De otro modo también lo habría visto venir.
–¡Feliz cumpleaños, Chuck! –dijo, y le hizo entrega de una bufanda que ella misma tejió a mano.
Ipso facto, el niño torció la cara en una mueca de hastío y se limpió el colorete de la mejilla con la palma.
–¡Maestra Zhau! ¡No haga eso! ¡No es de machos!
–¿Ah, no? –rió su maestra.
También se presentaron sus primos. No todos, pero si varios. En su mayoría los que más o menos rondaban su misma edad, como Nathan, que no era realmente su primo pero lo consideraba como uno más de ellos.
–¿Qué tal, amigo? –lo saludó.
–Hola, que tal –respondió al saludo con un choque de palmas. Le contentaba que hubiese podido asistir a la ocasión, con ese tema que viajaba con sus padres que todo el tiempo andaban de gira.
Y entre toda esta variedad de invitados, la que si no pudo faltar fue su abuela que tanto lo quería.
–Hola, mamá –la saludó Charlie cuando salió a recibirla en la puerta–. ¿Cómo te has sentido?
–Muy bien, cariño –respondió la mujer, que cargaba consigo una bandeja con una cubierta de metal tan grande que le cubría la cara–. Preparé un pastel para la fiesta.
–Que bien. Pero se ve pesado, deja que te ayude con eso.
–Es la vieja receta del abuelo –comentó la anciana mujer, en lo que Charlie le recibía la bandeja y la llevaba a la cocina–. Por fin la pude perfeccionar y quería que la probara.
–Estoy segura que le va a encantar si lo hiciste tú –aseguró Charlie tras colocar la bandeja en el mesón–. ¿Cuál hiciste esta vez?
–Es...
–¡Mamá Ita!
Antes que contestara a su pregunta, la abuela se volvió a ver al festejado, que no se hizo esperar para acudir a su encuentro y saludarla con un efusivo abrazo.
–¡Ahí está, mi querido nieto!
–¡Si viniste!
–Claro que si, por nada del mundo me perdería tu fiesta.
Otro niño le hubiera preguntado a su abuela que le trajo de regalo, sobre todo considerando que estaban celebrando su cumpleaños. No fue este el caso de Chuck Uggo, quien por el contrario aprovechó el momento para darle un regalo a su abuela.
–Mira, mamá Ita, te hice una tarjeta secreta en la clase de manualidades.
–¿Para mi?
–Si, para ti.
Y diciendo esto le dio un rectángulo de cartulina que decoró con macarrones y brillantina, los cuales formaban unas letras irregulares que deletreaban la palabra "Hola" en mayusculas, junto a unos signos de puntuación que describían una carita sonriente: HOLA :-)
–Es la tarjeta de membresía de nuestro club secreto en la casa del árbol –explicó Chuck–. Así que guárdala bien que me costó mucho trabajo convencer a los chicos que te dejaran entrar.
≪Qué lindo niño≫, pensó la anciana abrazando la tarjeta contra su pecho. Sólo momentos como este la hacían sentirse feliz de estar viva.
–Muchas gracias, cariño. ¿Significa esto que yo si puedo subir a su casa del árbol?
–Si, cuando quieras, y trae galletitas.
–Mamá –intervino Charlie–, recuerda que el doctor dijo que no debes sobre esforzarte.
–No te preocupes, cariño –insistió la mujer sonriente. Aquel rato, sin embargo, se tuvo que sentar–. Me siento perfectamente bien.
–Si, mamá –la apoyó Chuck–. La abuela es fuerte como roble.
Después de ella, entre los últimos invitados se apersonó el prospecto de figura paterna con la que contaba el pequeño.
–¿Dónde está mi campeón?
–¡Hey, Rusty!
Los dos se saludaron chocando los puños, para agrado de la madre y una poca de incomodidad por parte de la abuela. Quería a Charlie como a sus demás hijas, y a decir verdad no terminó de agradarle la idea que terminara emparejándose con un tío tan feo y pesado habiendo mejores partidos para ella allá afuera.
–Qué tal, amor –seguidamente, Rusty saludó a Charlie besándola en la comisura del los labios. Después a la abuela con un cortes asentimiento–. Señora.
–Buenas –le respondió esta, por mera formalidad.
Luego volvió con el festejado.
–El billete que tengo aquí –rió metiendo la mano en el bolsillo de su chaquetón–. ¿De cuánto es?
–¿El que está doblado por la mitad –pretendió Chuck adivinar–, y su serie es 03328501? Pues de cincuenta.
–¡Ja!, sabía que no podía engañarte, chico listo –se carcajeó Rusty, y le entregó el billete–. Aquí tienes, para que te compres algo bonito. Feliz cumpleaños.
Sin más demora, Chuck lo desdobló, dejando al descubierto la llave que sabía Rusty había escondido allí. Al verla, sus ojos se abrieron como platos.
–La cuatrimoto que está afuera... –balbuceó. En cuanto volvió la cabeza hacia la ventana, vio a Zach y Liam bajándola de la camioneta de este ultimo. Estaba nuevecita y tenía un flamante lazo prendido en el faro delantero–. ¡¿Es para mi?!
–Para ti –asintió Rusty con una gran sonrisa–, y eso no es todo.
–¡El asombroso Blaister! –soltó Chuck, que igual no cabía en si de asombro–. Va a venir, ¿cierto?
–Que comes que adivinas –rió Rusty otra vez–. Si, tuve que pagarle un dineral, pero aceptó salir de su retiro para venir a animar tu fiesta.
–¡GUAU! ¡Gracias! –en su emoción, el chiquillo se abrazó a su cintura–. ¡Iré a avisarle a mis amigos!
Luego que Chuck abandonara la cocina, la abuela le dedicó una mirada de reproche a Rusty. Le iba bien con su cadena de tiendas de ropa para caballeros, pero consideró esto era demasiado. Charlie suspiró, mostrándose de acuerdo con ella.
–Me da gusto que te lleves bien con Chuck, Rusty; pero, por Dios, deja ya de consentirlo tanto. Me lo vas a echar a perder.
–Soy su papi ahora –replicó encogiéndose de hombros–, quiero que me quiera. ¿Eso es malo?
–Cielo, tienes que ganarte su amor.
–Nha, eso llevaría años –objetó el pelirrojo entre risas–. Quiero su cariño ya, genuino, sin condiciones, y puedo comprarlo.
La abuela rodó los ojos.
–Tranquilícese, señora –añadió en su defensa–. Antes va a nevar en el infierno a que Chuck se eche a perder, como dicen ustedes. Ese niño es un bollito de canela demasiado puro y dulce para existir en este mundo de porquería en el que vivimos y se merece todo lo bueno que le toque.
–... Bueno... –concedió la anciana–. En eso si estoy de acuerdo contigo.
La fiesta se celebró en el jardín trasero, una agradable extensión de césped con manzanos y cerezos silvestres que empezaban a florecer.
Con ayuda de sus compadres, Rusty había improvisado una pequeña tarima en la que se presentaría el evento principal. No era una gran maravilla, pero los tres habían hecho un trabajo decente.
De entrada, Las cabras lunares abrieron el espectáculo con un breve concierto en que cantaron el feliz cumpleaños a Chuck.
–¡Quiero decir que esta fiesta es un bodrio! –anunció la voz principal.
–¡Sí, vayan al demonio, Hazeltucky! –secundó la segunda vocalista.
Aglomerados en torno a la tarima, los pequeñines rieron y chillaron aplaudiendo, mientras los adultos observaban desde la mesa del jardín.
–¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro...!
–¡HAPPY BIRTHDAY TO YOU...!
–¡HAPPY BIRTHDAY!
–¡HAPPY BIRTHDAY TO YOU...!
–¡HAPPY BIRTHDAY!
–¡HAPPY BIRTHDAY, CHUCKY...!
¡HAPPY BIRTHDAY TO YOU...!
–¡Y que pronto te vayas al infierno, mocoso!
Al cabo, que cantaron los seis éxitos de su álbum más reciente, la banda se despidió con un retumbante ¡GRACIAS! y abandonaron la tarima, con la certeza de que les gustaron mucho.
Enseguida, al escenario subió un hombre muy anciano que para moverse tuvo que valerse de dos bastones. Vestía un smoking negro de mangas anchas con corbatín y sobre su cabeza –calva y llena de manchas hepáticas– lucía un gracioso sombrero de copa.
Desde la primera fila, Chuck lo observó expectante y emocionado.
–Y ahora, para mi primer acto... ¡Cof! ¡Cof! ¡Cof... ¡Oh!... Hu hu hu hu hu... Me hace cosquillas.
El asombroso Blaister se quitó el sombrero y de este sacó un conejo blanco. Los niños exclamaron con asombro. Luego lo volvió a meter, pasó una mano por arriba y mostró el fondo vacío.
–¿Adónde se fue el conejito? –preguntó Linda.
–A tus sueños, cariño –sonrió El asombroso Blaister–. Y estará allí dando brincos esta noche. Ahora, ¿quién quiere un pañuelo mágico?
–¡Qué genial! –exclamó Chuck–. Yo también quiero ser mago como tú cuando crezca.
–¿Ah si?
Siguieron más trucos en trepidante sucesión: Una cuerda de mascadas de colores atadas entre si que Blaister sacó de su boca, con un par de calzoncillos bóxer con lunares enganchados a la ultima. A Mazzy, la mamá de Nathan, le pidió que se acostara dentro de una caja que serruchó a la mitad y luego volvió a unir. A otro niño le mostró un naipe en particular, lo introdujo en la baraja y arrojó todas las cartas al aire, para luego pretender sacar el primer naipe que le mostró de su oído. Después hizo malabares con media docena de platos, haciendo un colosal esfuerzo por respirar.
–¡Yo también puedo hacer magia! –exclamó Chuck, en medio de los vitoreos, aplausos y exclamaciones de asombro de sus amiguitos.
A mitad del espectáculo, El asombroso Blaister sacó un puñado de cucharas que se colgó en toda la cara, terminando con una en la punta de la nariz. Este acto fue el que más gustó a Chuck.
–¡Yo también puedo hacer eso!
–Que bien, hijo –dijo el mago. No le había prestado verdadera atención, y ni como culparle. Estaba presentando una matinée bárbara que le dejó el rostro rojo y perlado en sudor pese a la fresca brisa veraniega.
–¡En serio! –insistió Chuck entre risas–. Pero tú las tienes pegadas.
–¿Ah si? –jadeó el avejentado ilusionista, quien cada tres o cuatro actos había tenido que hacer una pausa para tomar una bocanada de su tanque de oxígeno portátil–. ¿Las tengo pegadas?
En el transcurso de aquella tarde, Madame Lucenda bajó de su autobús... En la parada de Great Lake City.
De ahí cogió rumbo al zoológico y con sus últimos veinte dólares compró un pase para entrar.
Llegó a la zona infantil, es decir los corrales en que los niños podían acariciar y jugar con los animales; las cabritas, las ovejas, las alpacas o los becerros, a los que también podían alimentar con pellets sacados de una maquina expendedora por tan sólo $0.10. Por $5.00 les daban una mamila que podían dar de tomar a los lechones de un corral.
En dicha zona vio una atracción que llamó su atención. Consistía en una representación en miniatura de la gran ciudad, con las edificaciones a escala puestas entre los corrales, y a su alrededor las vías de un pequeño tren en el que podían subir los pequeñines.
Ver eso le trajo bonitos recuerdos de su niñez. Lincoln la llevó a ella y a sus hermanas menores al centro comercial, una vez que Rip Hardcore estaba dando autógrafos; y mientras él pasó a formarse en una larga fila con un estimado de dos horas de espera, a ellas las hizo subir a un tren igual a ese. Lo que vino después fue toda una aventura alocada en el centro comercial, a lo Rip Hardcore.
–¿Te gusta? –preguntó alguien que la tomó por sorpresa al hablarle a sus espaldas. Se sintió raro, por lo general era ella la que solía hacer eso.
Al volverse, topó con una mujer de facciones asiáticas en un uniforme de cuidadora del zoo, con todo y un extravagante casco de safari y un lemur encaramado al hombro.
–... Eh... –Lucy se apartó del tren en miniatura. Al hablarle decidió no usar el falso acento romaní–. Lo siento... Sólo estaba...
–Está bien –dijo la cuidadora regresándole una amigable sonrisa–. A las personas les gusta mirar.
Con la mirada repasó las edificaciones a escala puestas entre los corrales de animales de granja.
–Antes teníamos estos en la biblioteca. Es un proyecto comunitario que cobró vida propia. Empezamos con el mirador de ahí y ya no paró. Los niños le dicen Small Lake City.
–¿Los niños lo construyeron? –preguntó Lucy.
–Con ayuda, si –afirmó la cuidadora del zoo–. Ya tienen todo el centro y a este paso construirán la ciudad entera... ¿Y tú?, ¿llegaste en autobús o pediste aventón?
–Tomé el autobús.
La guardiana desdibujó su sonrisa y cambió su expresión a una más reflexiva.
–No muchos toman un autobús tan hasta acá... A no ser que busquen empleo.
–Si –asintió Lucy que agachó la cabeza.
–¿Cambio de aires?... –sugirió la guardiana–. ¿O estás huyendo de algo?... Perdón, no quise... Vi una cara nueva, es todo.
–Suspiro... Supongo que estoy huyendo de mi misma.
–Huir de uno mismo, que dilema. Vas contigo a donde quiera que vayas.
–Si, es porque nos dirigimos a un vacío de perdición.
La cuidadora volvió a sonreír y le estrechó la mano.
–Me caes bien. Soy Sid Chang, ¿y tú?
–Lucenda –mintió Lucy.
La tal Sid Chang llevó a Lucy/Lucenda al hospicio de Great Lake City, que antes había sido un edificio de apartamentos con un local integrado. Mismo que en la actualidad funcionaba como recibidor para las visitas.
Poco le faltó para entrar en pánico cuando le presentó a la jefa de enfermeras, una mujer de carácter severo pero de buen corazón llamada Ronnie Anne Santiago.
–... ¿Nos hemos visto antes? –lo primero que le preguntó en cuánto se vieron las caras.
–No... –mintió Lucy por segunda vez.
La enfermera en jefa la examinó detenidamente con la mirada, ante la cual se mantuvo impasible.
–¿Segura?... –le insistió–. Tú cara se me hace conocida.
Se trataba de una vieja amiga de la infancia de su hermano muerto, con la que contadas veces Lucy llegó a interactuar; así que decir que se conocían como tal, tampoco. Lo que si recordaba es que en ese tiempo compartía con sus hermanas la ilusión de que ella y Lincoln llegaran a ser algo más que amigos, sólo que no se pudo dadas las circunstancias. Pudiera haber sido en una o varias de las realidades alternas que creía ver en sueños, donde todo tomaba un mejor rumbo, mas no en esta. Con el tiempo había aprendido que la vida no era más que una decepción tras otra hasta que uno deseaba morirse. Como deseaba estar muerta.
–Creo que me confundes con alguien más –repuso apartando la mirada.
–Si, puede ser –concedió la encargada del hospicio, aunque se mantuvo analítica.
La habría reconocido, quizá, de haber llevado el pelo como antes; sólo que su negra y larga cabellera había acabado en un cesto de basura junto a la poca inocencia que le quedaba, la madrugada que decidió marcharse del campus sin mirar atrás.
Hasta antes de eso, Ronnie Anne y todo mundo sabía que Lucy usaba peluca para simular un fleco como el de la bisabuela Harriet que se pintaba las canas de negro (tal cosa no engañaba ni al más tonto), mas pocos eran los que sabían que se dejaba el pelo corto para que la peluca le encajara bien. Menos eran los que sabían que tenía un pelo igual al de su hermano y abuelo ya fallecidos, o que conocieran sus ojos gris azulados que en ese instante los tenía enrojecidos y cargados de lagañas.
–Como sea –tampoco la mujer que tenía ante si–. Te llamas Lucenda, eso dijo Sid.
–Si –mintió Lucy por tercera vez–. Lucenda Lempke.
–Lucenda a secas está bien –sonrió un poco la encargada del hospicio, quien acabó por desistir–. Allá arriba tengo algo de ropa vieja que creo que te podría quedar... Y a ver que hacemos con el olor.
Tampoco contaba con la increíble habilidad que poseía aquella pordiosera que le trajeron para pasar desapercibida. Para ella, en ese momento no fue más que otra persona del común que apenas llegaría a notar al verla pasar por la calle. Si se concentraba un poco más, incluso le sería tan indiferente como a una piedra a un lado del camino.
Ni como culparla. Desde niña, para "Lucenda" aquello había sido tan natural como el acto de respirar. Muchas veces había sabido valerse de ello si se quería quedar sola en casa o tener algo de privacidad para escribir sus poemas. De otro modo no habría podido escabullirse todos esos años sin que la localizaran, en especial los primeros tres en que a cada cantina que entraba hallaba afiches con sus fotos (en las que todavía contaba con el fleco falso) bajo el anuncio: ¿ME HAN VISTO?
Y ahora que estaba de regreso... (Bueno, casi. Unas tres horas de viaje y si estaría de regreso en casa) ¿Para qué había ido hasta allí en primer lugar? ¿Un presentimiento, acaso? ¿Algo en sus entrañas la impulsó... A ir en busca de algo diferente a lo que había estado haciendo hasta entonces?... ¿Algo mejor?
Más tarde, después de permitir a la recién llegada tomar un baño de tina, servirle un apetitoso almuerzo de quesadillas y menudo picante con jalapeño y hablar y discutir otro poco al respecto con Sid, Ronnie Anne guió a ambas a la única habitación en el ultimo piso, la cual ya estaba amoblada. Contaba con una cama de una plaza, una mesa de noche con una lampara, un armario donde podría guardar sus pocas mudas de ropa, un escritorio y hasta un baño propio. Más no necesitaba.
–Cincuenta al mes el alquiler –aclaró Ronnie Anne con firmeza–, por adelantado. Sid te pagó las primeras dos, el resto van por tu cuenta. Sin mascotas, ni fiestas, ni ruido.
–Ese no es problema –aseguró la recién llegada–. Soy muy callada.
–Eso dijo el ultimo –repuso la jefa de enfermeras–. Mi sobrino... El sobrino de mi hermano, en realidad. Se quedó aquí el año pasado mientras hacía su postgrado. No era callado, no señor. Mínimo una vez por semana casi hace volar el edificio con alguno de sus locos experimentos.
No parecía dada su expresión neutra, pero Lucy escuchó esto con mucho interés. Al dirigir su vista a la pared contraria de la habitación, dio con un sin fin de complejos cálculos matemáticos.
–Habrá sido alguien muy listo –señaló.
–Todo un listillo –aseveró Ronnie Anne–. Recién que se fue acababa de cumplir apenas los tres años. Ahora trabaja para la NASA.
–Increíble –exclamó haciéndose la sorprendida. No había duda y ni falta hacía leer los pensamientos de la mujer hispana para saber que se estaba refiriendo a un hijo de Lisa.
Si Lisa tenía un hijo, significaba eso que Lucy tenía un sobrino que no conocía. Para entonces su hermana rondaría los veintidós y eso la llevó a preguntarse si se habría embarazado muy joven o si por fin cumplió su promesa de clonarse a si misma. Por muy loco y surrealista que sonara, en esto ultimo vio la opción más viable. A saber de que más se habría perdido todo ese tiempo que estuvo ausente.
–Le dejé pintar la pared como pizarrón para que pudiera hacer sus garabatos ahí –comentó Ronnie Anne, quien se aproximó a la pared pintarrajeada. Con un paño que sacó de su bolsillo borró lo que estaba escrito en ella. Después cogió uno de los restos sobrantes de tiza que el pequeño genio se habría dejado en el escritorio–. Ni si quiera la volvió a pintar cuando se fue; pero me alegra que no, porque así te lo pongo más fácil, para que todas las mañanas al despertar recuerdes que esto no es caridad.
$50.00/Semana
¡COMPORTATE!
dejó escrito en la pared como pizarra.
–¿Segura te haces responsable de ella, Sid? –se dirigió a su amiga a continuación.
–Si, segura –asintió la otra.
–Bien, confío en ti –concedió volviendo con la peliblanca–. Ok, ahora hablemos de trabajo, si te parece, ¿o prefieres esperar a mañana para terminar de instalarte?
–Está bien si hablamos de eso ahora –convino Lucy/Lucenda.
–Pues que bueno –dijo Ronnie Anne–. Estamos muy faltos de gente aquí. Hay muy pocos buenos enfermeros y el personal de limpieza se va a las pocas semanas. Dime, ¿te incomodan los moribundos?
–Para nada –a esto si contestó con sinceridad–. A todos nos llega la hora. El mundo es un enorme hospicio con aire fresco.
–No se diga más. Empiezas la otra semana.
–Gracias.
–No me lo agradezcas a mi, agradécele a Sid. Rayos, a veces creo que es demasiado buena para su propio bien.
Tras salir Ronnie Anne de la habitación, dejando solas a ambas, Lucy/Lucenda quiso esclarecer las cosas con Sid Chang.
–¿Por qué eres tan buena conmigo? Apenas nos acabamos de conocer.
–Si, pero conozco tu mirada –le contestó encogiéndose de hombros–. A veces tengo... Presentimientos con las personas. Es difícil de entender.
–... No tanto como crees... Gracias.
–No hay de qué.
Terminada la fiesta y marchado los invitados, Charlie y Rusty se dedicaron a recoger la basura y lavar los trastes, mientras que la abuela aprovechó la ocasión para encenderse un cigarrillo.
–Mamá, no fumes –la reprendió Charlie–. El doctor dijo que te hacía mal.
–Sólo es un cigarrito para pasar la comida –replicó la anciana–. Por cierto, te guardé una rebanada de pastel. Ven y siéntate a descansar un rato y dime que tal me quedó. A que está exquisito.
–Gracias, mamá.
–Para ti también guardé un pedazo, Rusty –añadió, aunque con una mínima de Desdén. Sin embargo no era algo a lo que el pelirrojo no estuviera ya acostumbrado.
–Eso está mejor –dijo este, frotándose las manos ansioso.
Los dos se sentaron a la mesa de la cocina y se sirvieron la porción de pastel que la abuela apartó para ellos. Para Charlie una rebanada de buen tamaño, con mucha crema encima y una flor de caramelo adornando el borde. La de Rusty también estaba bien.
No obstante, apenas lo probaron y que ambos se miraron entre si, con los ojos tan abiertos que parecía iban a saltar de sus órbitas.
–Mamá... –se apuró Charlie a preguntar tras pasarse el primer bocado–. ¿Qué le pusiste a este pastel?
–Es la vieja receta del abuelo –respondió la mujer con orgullo–. Pastel de chocolate selva negra con relleno de chispas y jarabe de chocolate y cubierta de chocolate blanco.
–¿Chocolate? –repitió Rusty con un gemido ahogado–. ¿Dijo usted: "Chocolate"?
–Si, chocolate con almendras –reiteró la anciana mujer–. A las niñas les encantaba.
–¿Cuántas rebanadas se comió Chuck? –preguntó Charlie a continuación.
–Dos, ¿por qué?
–¡No, mamá! ¡Chuck no debía comer esto!
–¡Oh no! ¡No me digan que es alérgico a las almendras! ¡Perdón, es que ya estoy vieja y la memoria me empieza a fallar! ¡Pronto, hay que llamar a una ambulancia!
–¡No es eso, mamá, es que es demasiado chocolate!
–Oh, ¿es eso? Bueno, tampoco es para que te pongas así, hija. Es su cumpleaños, déjame consentirlo.
–Señora –se apresuró Rusty a aclarar–, lo que se le olvidó es que el chocolate lo pone hiperactivo. Es choco-holico.
–¿Qué?
–Mmm-Mmm-Mmm-Mmm...
Mmm-Mmm-Mmm-Mmm...
Mmm-Mmm-Mmm-Mmm...
Mmm-Mmm-Mmm-Mmm...
Al ritmo de un rock de antaño muy movido que se puso a sonar a todo volumen, los cajones de los cubiertos empezaron a abrirse y cerrarse alternadamente.
–Mmm-Mmm-Mmm-Mmm...
Mmm-Mmm-Mmm-Mmm...
Mmm-Mmm-Mmm-Mmm...
Mmm-Mmm-Mmm-Mmm...
–Oh, rayos –exclamó Charlie.
–Mmm-Mmm-Mmm-Mmm...
Mmm-Mmm-Mmm-Mmm...
Mmm-Mmm-Mmm-Mmm...
Mmm-Mmm-Mmm-Mmm...
Quien inmediatamente acudió a la sala, seguida por Rusty y la abuela. En ese momento se escuchó que Thurson Harris empezaba a cantar:
–Little bitty pretty one...
Come on talk-a to me...
Lovey, Dovey, lovey one...
Come sit down on my knee-he-he...
Los tres se quedaron plantados en el umbral, sin decir palabra alguna, viendo como hipnotizados a Chuck que se puso a bailar encima de la mesa de centro haciendo chasquear los dedos.
–¡Woaaahhhh-oh-oh-oh-oh-oh-oh-oh...!
¡Woaaahhhh-oh-oh-oh-oh-oh-oh-oh...!
¡Woaaahhhh-oh-oh-oh-oh-oh-oh-oh...!
¡Woaaahhhh-oh-oh-oh-oh-oh-oh-oh...!
A sus alrededores, las luces de las lamparas parpadeaban, las macetas giraban cada vez más rápido y los cuadros en las paredes se inclinaban y se volvían a enderezar por si solos. Incluso, el conejo de peluche favorito de Chuck había cobrado vida. Se había puesto a bailotear en el sillón como una marioneta movida por hilos invisibles, sacudiendo frenéticamente sus brazos de calcetín de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, moviendo el pie derecho al frente, el pie derecho al centro, el pie derecho al frente, el pie derecho al centro y el pie derecho atrás.
–I'll tell your a story...
Happened a long time ago...
Little bitty pretty one...
I've been watching you grow...
Por si fuera poco, a espaldas de los adultos que contemplaban el espectáculo boquiabiertos, los cajones terminaron de abrirse de golpe y todas las cucharas que había en ellos salieron disparadas a alinearse y volar en fila alrededor del alocado chiquillo, ya entrado en sus ocho años, que parecía no tenía de donde apagarse.
–¡Woaaahhhh-oh-oh-oh-oh-oh-oh-oh...!
¡Woaaahhhh-oh-oh-oh-oh-oh-oh-oh...!
¡Woaaahhhh-oh-oh-oh-oh-oh-oh-oh...!
¡Woaaahhhh-oh-oh-oh-oh-oh-oh-oh...!
–Chuck... ¡Chuck!... –reaccionó Charlie por fin–. Chuck, cariño, baja de ahí... ¡Deja de hacer eso!... ¡Para ya, por favor!...
Rusty y la abuela, a su vez, se mantuvieron contemplando, tratando de encontrarle sentido a lo que veían, y escuchaban, pues el estéreo de la sala estaba apagado.
–Señora... –exclamó el pelirrojo entre risas nerviosas–. ¿Qué coño hizo?
Como dictaba la tradición de las noches de Jueves de amistad, Star y Marco veían una película acurrucados bajo una cobija felpuda y calentita. Para la ocasión una de artes marciales estelarizada por Mackie Hand, puesto que había sido el turno de Papá Marco de escoger lo que iban a ver.
A Star la Chistera le hubiera dado igual si veían La princesa Pony, la nueva remake de El recolector (que se decía daba miedo pero de lo mala que era) o un video de Blarney el dinosaurio. Lo que deseaba para esa noche era pasar un momento de relajación, con la cabeza apoyada en los pectorales de su amado y dejar que este la acariciara, olvidándose así de los problemas que acarreaba liderar el clan, sólo un rato. Por una noche no quería pensar en los esporádicos ataques de tos del Abuelo Rick. Peor aun, andar preocupada y jodida pensando que carajos se tendría que inventar para conseguir el sustento de todos para el día de mañana, o que maroma habría de idear para subsistir la época de las vacas flacas que estaba próxima a llegar.
Fue entonces que lo sintió, otra vez. El mismo cosquilleó agradable de hacía tres años, pero mucho más intenso. Tanto así, que los tatuajes de corazones negros en sus mejillas brillaron.
–Star... –reaccionó Marco al percatarse de ello–. ¿Qué pasa?
Ella se levantó del sofá cama y miró en derredor como si buscara algo, pese a que ambos sabían no lo iba a encontrar dentro de la EarthCruiser.
–¿Oyes eso?... –avisó, conforme una sonrisa esperanzadora se empezaba a dibujar en su rostro tatuado–. ¿Lo oyes?
–¿Qué cosa? –preguntó el musculoso latino.
–Little bitty pretty one... –canturreó Star–. Come on talk-a to me... Lovey, Dovey, lovey one...Come sit down on my knee-he-he...
En su emoción agarró a Marco de las muñecas y lo trajo hacia ella entre suaves y alegres bailoteos.
–Baila conmigo.
–¿Qué sucede, Star? –insistió en preguntarle–. No entiendo nada.
Intentó entonces concentrarse, aguardando captar lo mismo que su novia, pero esta negó con la cabeza y le plantó un beso en los labios.
–Déjalo, ya pasó.
De todos modos, parecía se le había subido el animo.
–¿Qué era?
Lo que fuere, Star no cabía en si de la emoción, al grado que lo tumbó sobre el sofá cama y se le montó encima.
–Creo... Que acabo de encontrar algo... –le susurró, de paso mordisqueándole la oreja y de una vez haciéndole un chupetón en el cuello–. Algo muy... ¡Waoh!... Tal vez sea pronto, pero puede que esto haya que celebrarlo. Así que quiero que ahora mismo me muestres lo que eres capaz de hacer.
–Está bien –asintió Marco–. Pero primero deja que me ponga el sombrerito.
–Si, claro.
Por lo que Star se le quitó de encima y dejó que se levantara para buscar algo en un cajón.
Una vez lo encontró, Marco se puso su gorro de chef, y de paso también se ató el delantal a la cintura.
–Así me gusta –con la autoridad que bien sabía ejercer, la rubia señaló la cocina de la autocaravana–. Ahora, hazme unos nachos.
–Como usted mande, mi princesa –acató el latino, efectuando una elegante reverencia–. ¿Pero después si vamos a tener sexo?
–Obvio, microbio.
–¡Woaaahhhh-oh-oh-oh-oh-oh-oh-oh...!
¡Woaaahhhh-oh-oh-oh-oh-oh-oh-oh...!
¡Woaaahhhh-oh-oh-oh-oh-oh-oh-oh...!
¡Woaaahhhh-oh-oh-oh-oh-oh-oh-oh...!
Molesta de que la hubieran despertado, Lucy se sentó en su nueva cama, refunfuñando y maldiciendo entre bostezos.
Estuvo a punto de levantarse y coger un palo de escoba con que golpear el suelo para reclamar a los del piso de abajo que le bajaran el volumen a su música... Cuando recordó que estaba en un hospicio, es decir una institución para desahuciados, gente moribunda, amen de que Ronnie Anne había dicho que nada de fiestas ni ruido.
Así como empezó a sonar de súbito, la música que hasta allí escuchaba, pero no venía de ningún lado, cesó.
Por lo que se volvió a acostar y se dispuso a cerrar los ojos... Y que el zumbido de una mosca que voló a posarse en su mano la volvió a despertar.
En esto, vio a cientos de moscas revoloteando arriba de su cama, atraídas por una peste que invadió el entorno, y que descendieron a posarse en el cobertor... Sobre un bulto que se alzaba a su lado. De aquel lado, enroscada a su cintura, emergía una mano blanca, famélica, rígida, helada y con las venas visibles por abajo de una piel partida.
–¡Exclamación!
Lucy se sacudió las sabanas de encima y pegó un brinco fuera de la cama, sólo para encontrársela a ella también, asomándose debajo de esta.
Ahí estaban, de nuevo, en su cama, los otros dos integrantes del trío en el que participó hacía un año, como un par de muertos en vida. Abajo la chica pelinegra que babeaba cascadas de espuma sanguinolenta. Arriba el muchacho peliblanco, moviendo su cabeza de adelante para atrás y de lado a lado, dado que no se podía sostener en su propio cuello, el cual presentaba una gran marca amoratada en todo su alrededor.
–Todavía no nos encuentran –susurró la chica, con su bocaza chorreante de sangre espumosa que manchó el entablado del piso.
–Estaban acostumbrados a oírla llorar –dijo el muchacho, mirándola a la cara con sus ojos muertos–. Porque la dejábamos sola siempre, y nunca hicieron nada... Y todavía no nos encuentran...
A sus espaldas, oyó unos pasitos, y al volverse topó con el cadáver viviente de la beba que casi toca la coca. La mitad de su cabeza la tenía agujereada y su cara aparecía manchada con su sangre y pedazos de su cerebro en desarrollo.
–Suca... –balbuceó.
–Cuidado –advirtió el cadáver viviente en su cama.
–Cuídate de la chica del sombrero –concretó el que asomaba debajo de ella.
Después, la niña dijo algo más.
–Redrum...
Lo que hizo a Lucy retroceder dando traspiés, hasta caer contra la pared de pizarra. El Overlook volvía de nuevo, volvía para atormentarla y sólo había una salida.
En cuanto se puso en pie, vio que su cama estaba vacía, por arriba y abajo, y sus sabanas limpias. Tampoco vio a la bebé en su puerta, pero la mancha de vomito de sangre si se quedó en el piso.
Al asomarse a la ventana, avistó una tienda de conveniencia abierta en la siguiente cuadra, y a un anciano coreano en delantal barriendo la entrada.
HONG'S, deletreaban las gigantes letras luminosas del local de este tipo, por arriba de unas más pequeñas que anunciaban Abierto las 24 horas. Seguro ahí tendrían de su medicina que tanto necesitaba. Lo malo es que se había quedado sin un céntimo.
Pronto se vio a si misma vestida al apuro y cruzando la calle para coger tres botellas de Bird en vez de dos del frigorífico, y escondiéndolos bajo la falda de su Khale negro, para enseguida salir escabulléndose con sigilo.
La alarma contra robos la delataría al instante, pero para cuando salieran en su búsqueda ya habría desaparecido. No sería la primera vez, siempre había sido así de sigilosa, caminaba igual que Drácula, como la muerte, en total silencio.
La noche que derrotó a Sean Gantka se escabulló escaleras abajo, fuera de los dormitorios del campus, sin llegar a despertar a nadie o alertar a los profesores que estaban de guardia; pero antes de salir del dormitorio, con su mochila echada al hombro, se aproximó al lado correspondiente de su compañera de cuarto que dormía como una piedra, sustrajo un buen fajo de billetes de su bolso y se los echó al bolsillo. Incluso tuvo ocasión de asaltar la licorera en el bar del campus y hacerse con una botella de coñac para el camino.
También podría llegar a un acuerdo de otro tipo con el coreano dueño de la tienda, si es que no la corría a escobazos por atrevida. Tampoco sería la primera vez que ofrecía cierto tipo de favores a cambio de una botella. La cuestión es que no había llegado a hablarlo con un tendero así de viejo.
La sola idea le provocó asco de si misma por seguir pensando así. ¿Para eso había luchado para salir de ese maldito hotel? Al final su vida se había vuelto tan estúpida como una trifulca universitaria. Incluso fuera del Overlook la fiesta no terminaba nunca y los muertos vivían para siempre.
Mientras se debatía entre si volver a tomar o no, salió a recorrer los pasillos y se encaminó al estudio de la institución. Cuánto deseaba volver a tener el cuerpo de una niña pequeña con que poder meterse a las ventilas y aislarse del mundo que la rodeaba. Eso siempre le ayudaba a despejar la mente cuando vivía en su antigua casa y sentía que no encajaba en su familia, ya fuera por sus gustos nada coloridos o por sus dones especiales.
Consideró sus únicas dos opciones: si bebía ganaba el hotel. Si no lo hacía se volvía loca.
En el estudio tenían varios estantes de libros y computadoras que algunos residentes y auxiliares podían reservar a horas determinadas. Se sentó frente a uno de los monitores y procedió a consultar los obituarios de Oklahoma, y así descubrió que la pareja y su niña habían muerto apenas un par de días atrás. La joven madre por sobredosis, la pequeña por un golpe en la cabeza y el padre por suicidio. Se había colgado después de llegar al apartamento y encontrarlas muertas a las dos.
–Oh... Dios... ¡Exclamación!
Para acabarla de amolar, al levantar la vista vio a Ronnie Anne de pie a en la puerta del estudio, en levantadora, con unas pantuflas de oso y una taza de té en mano. A prisa se concentró en no dejarse reconocer.
–¿Qué haces despierta a esta hora, Lucenda? –inquirió con calma.
–Yo... Eh... Suspiro...
Lucy bajó la cabeza, sintiéndose avergonzada por lo bajo que había caído.
–Lo siento, creo que esto no va a funcionar.
Mientras le soplaba a su té y daba los primeros sorbos, la enfermera en jefa pasó a sentarse junto a la recién llegada.
–¿Qué es lo que no va a funcionar?
–Yo trabajando y viviendo aquí –se lamentó la peliblanca–. Soy alcohólica.
–Eso ya lo sé –señaló Ronnie Anne–. Se te nota en la mirada y en toda la cara.
–... Suspiro... Lo siento.
–Hey, no tienes que disculparte –sentenció la jefa de enfermeras–. Padeces de una enfermedad. ¿Te disculparías por padecer diabetes? Claro que no.
Al oír esto, Lucenda se explicó con las palabras que si necesitaba usar y de las que había estado huyendo toda su vida.
–Necesito ayuda.
–Pues vayamos a la cocina a que te de un té y hablemos de ello.
De regreso en su habitación, sintiéndose ya un poco mejor consigo misma y con una idea más clara de lo siguiente que debería hacer para recomponerse, Lucy descubrió que los cálculos restantes y lo escrito por Ronnie Anne habían sido borrados de la pared como pizarra.
En su lugar, escrita con letras grandes e irregulares, había una sola palabra seguida por una carita sonriente formada con signos de puntuación:
Hola :-)
