Primero

El peor día de mi vida.

Melodramático, caótico, incluso algo estereotipado.

Todo el mundo sabe que cuando un día te levantas mal, es bastante probable que todo termine empeorando conforme avanza la jornada. Y eso era exactamente lo que me estaba sucediendo. Y lo peor de todo es que apenas habían transcurrido un par de horas desde que el sol dio los buenos días a todos los neoyorkinos, quedando muchas horas por delante para seguir sufriendo.

Y ni siquiera eso. Ni siquiera el sol me iba a ayudar a verlo todo diferente, y buscar otra perspectiva más positiva de mi mala suerte, ya que las nubes que cubrían el cielo no me permitían hacerlo. Y lograban que la sensación de agobio y malestar se hiciera casi insoportable.

Y no un agobio cualquiera.

Mi espalda se encontraba de bruces con la puerta trasera del teatro de Hersfield, una sala de las más populares de la gran manzana, en la que acababa de realizar la más horrible y nefasta de mis audiciones. A ambos lados, las paredes del edificio se alzaban hasta donde la vista me alcanzaba y me hacían imposible la huida. Estaba completamente acorralada, y no precisamente por la rabia de haber hecho mal algo por lo que he estado preparándome toda mi vida.

La voz que minutos antes me había fallado por culpa de un inoportuno catarro, no quería salir de mi garganta para pedir auxilio. Para colmo de males, aquel maldito virus me había provocado varias décimas de temperatura durante la noche, y un repugnante herpes que había aparecido en mis labios, logrando que una inseguridad que jamás había existido en mí, se apoderase de mi personalidad hasta hacerme sentir el ser más insignificante y horrible del mundo.

Ni siquiera sé por qué me presenté a aquella audición después de todo lo que me sucedió en las horas previas. Era evidente que los astros no querían que llegase hasta allí y superase la prueba.

La noche anterior tuve que trabajar en la cafetería hasta casi bien entrada la madrugada, cuando ya empezaba a notar las primeras décimas de fiebre. Fiebre que aumentó tras despertar, y descubrir como la última amiga íntima de Santana se había bebido mi café, y comido las dos únicas piezas de fruta que quedaban en nuestro apartamento, dejándome sin desayuno.

Luego fue Kurt quien me desesperó al no permitirme entrar en la ducha a tiempo. Y cuando lo hice, tuve que soportar como el agua se negaba a salir caliente de la misma por una estúpida avería que nadie me avisó que existía. Los 13 o 14 grados que hacía aquella mañana en Nueva York, más mi elevada temperatura corporal por culpa de la fiebre, no hacían recomendable tomar una ducha fría. Tal y como yo me vi obligada a tomarla.

Después de aquel mal trago llegó lo peor, por si eso fuera ya posible.

Perdí el metro que cada día me trasladaba desde Bushwick, mi hogar en Brooklyn, hasta Manhattan, y tuve que trasladarme en taxi, donde un conductor grosero y mal oliente me puso histérica tras estar a punto de sufrir una colisión con un ciclista.

Demasiado para una sola mañana.

Todo aquello fue lo que hizo cuestionarme el por qué acudía a aquel teatro, cuando estaba segura de que era imposible que saliera bien. Y la respuesta llegó como siempre solía llegar a mi cabeza; Nunca desertaba una oportunidad. Siempre lo hacía, aunque el karma se confabulara contra mí, o el mismísimo presidente de los Estados Unidos bloquease el país. Yo iba a ir a mi audición, sí o sí.

Había luchado por mis sueños desde que tuve uso de razón, y no dejaba pasar ningún tren que me llevase al estrellato. Aunque este se estaba haciendo de rogar.

Aquel día, con 25 años recién cumplidos, tenía ante mí la oportunidad de hacerme con uno de los personajes protagonistas de Funny Girl, pero evidentemente ninguno de los encargados de casting esperaba a una chica que apenas podía ni siquiera hablar. Mi curriculum artístico decía que llegaba perfectamente a la octava más alta, una completa utopía para mí en aquel lamentable estado de salud.

Para colmo, mi aspecto físico dejaba mucho que desear. La fiebre y el malestar me habían regalado unas incipientes ojeras y una palidez inusual en mi piel.

Solo había algo que lograba mantener viva la esperanza en mí en aquel momento, tras pasar tan nefasta situación; Iba a verle.

Era jueves, y los jueves mí corazón palpitaba más que cualquier otro día. El jueves, mis ojos se iluminaban, o al menos eso decía Kurt, y mis nervios se volvían incontrolables. Bueno, no solo era ese día concreto de la semana, también me sucedía el martes. Pero el peor día de mi vida coincidió con un jueves. Y como cada jueves y cada martes desde hacía dos años, acudía a mis clases de danza y, por ende, compartía dos horas de mi día, de mi mundo, de mi vida, con él.

Solo él iba a lograr destruir los demonios que venían acompañándome durante toda la jornada, y conseguiría hacerme sonreír. Aunque aquella sonrisa provocase la tirantez de mí herida en el labio, y probablemente el dolor en mi garganta.

No me importaba. Brian bien merecía aquel sacrificio.

Pero para que aquello sucediese, para que Brian me recibiera en su clase como lo hacía cada jueves. Para que mi día cambiase y todo se tornase color de rosa, tenía que lograr llegar hasta allí. Y mi situación en aquel instante no me lo iba a permitir, a menos que lograse apartar aquella bestia inmunda que me tenía acorralada.

Juro que jamás había visto algo igual, aunque he de admitir que soy bastante exagerada y melodramática. Es algo nato en mí, y estoy orgullosa de ello, a pesar de que a veces me traiga más problemas que soluciones.

Pero en aquel instante no exageraba.

Ante mí, bajo los rascacielos de la ciudad que nunca duerme, había un león. O tal vez no. Quizás no era un león y sí un perro. Pero era el perro más parecido a un león que jamás había visto en mi vida.

Una bola de pelo cobrizo de casi un metro de altura que me miraba fijamente mientras permanecía sentado frente a mí.

Maldita la decisión de abandonar el teatro por aquella puerta trasera, que me dejaba en mitad de un escueto callejón sin salida.

Nunca antes había tenido miedo a un perro, pero un par de ladridos roncos y su mirada desafiante, lograron congelarme junto a la puerta que era imposible de abrir desde el exterior.

"Vamos perrito, déjame salir", le dije en un vago intento por tratar de suavizar su actitud, aunque mi desagradable voz en aquel instante logró todo lo contrario, y su respuesta se tradujo a varios ladridos más que casi lograron que traspasara la pared. Y lo habría hecho si con ello evitaba esquivarlo.

Había otra cosa en aquel animal que me estaba desquiciando conforme fijaba más y más mi mirada en él; Su hocico.

Jadeaba continuamente y de él se desprendía una lengua azulada con algunos reflejos morados.

Horrible.

Aquel perro, a pesar de llevar un collar y no parecer callejero, debía portar algún tipo de enfermad que le provocase ese tétrico color en su hocico, y que evidentemente me puso más en alerta. Lo último que deseaba en aquel día era ser mordida por un animal que parecía estar infectado con algún virus endemoniado.

Hubo algunos minutos en los que incluso llegué a verme entre sus fauces, luchando contra una espuma blanca que, a buen seguro, tendería a salir de su boca.

Tenía varias soluciones para salir de allí sin terminar devorada por aquel perro león que me acechaba. Sin embargo, ninguna se hacía factible.

La primera, y la más lógica estando en pleno centro de Nueva York, era la de avisar a algún transeúnte. Pero para mí desgracia por aquel callejón no pasaba ni el aire. Solo el ir y venir de los coches que atosigaban la calle que quedaba frente a mí, y que lógicamente ignoraban mi situación.

La segunda de las opciones era la de utilizar mi teléfono, y avisar a alguno de mis amigos, a la policía o incluso al cuerpo nacional de bomberos, si era necesario. Pero un movimiento de aquel perro cada vez que yo llevaba mi mano hacia el bolso, lograba petrificarme aún más, y hacerme desechar la idea por temor un repentino ataque del animal.

Apenas estaba a tres metros de mí, y no me permitía gesto alguno que no terminase activando mi imaginación, y viéndome en una voraz lucha por sobrevivir a aquel desagradable hocico.

Supe que estaba sentenciada.

El peor día de mi vida.

Sin voz, sin audición, y sin Brian. Y en apenas unas horas, cuando el hambre empezara a surgir en el perro león, quedaría descuartizada por sus potentes mandíbulas, y Rachel Barbra Berry pasaría a la historia por ser la única graduada de Julliard que no había logrado debutar en Broadway.

¿Qué mal había hecho para tener un día como aquel? Me pregunté tras volver a intentar sacar el teléfono de mi bolso, pero el ladrido del perro volvía a lanzar mi mano hacia la pared, buscando el apoyo necesario para no dejarme caer y ser presa fácil para aquella bestia inmunda.

Confieso que soy bastante exagerada, y suelo dar buena cuenta de ello en situaciones como aquella. Pero para mí fortuna, también he de confesar que aquel tipo de situaciones en mi vida son momentos que, sin más, terminan acabándose justo cuando ya piensas que no hay solución posible.

El drama que me mantenía petrificada en aquel momento, no me dejó escuchar una voz que, a juzgar por la rápida mirada del perro, procedía de la acera que él mismo ocupaba, y que yo no podía ni siquiera pisar.

Un par de segundos después de escuchar un silbido, alguien lograba alcanzar el collar del animal y le anclaba una correa con una facilidad pasmosa. "Buen chico", le dijo acariciando su rostro.

Casi 20 minutos estuve temiendo a un perro que dejó que una chica llegara hasta él, y tras regalarle una divertida caricia sobre la enorme cabeza peluda, lo tuvo bajo su mando con una simple y sencilla correa.

Si mi cara se convirtió en un auténtico poema al ver la escena, peor fue la de aquella chica al descubrirme.

Creo que estuvo a punto de reírse al verme allí, pero algo le hizo mantenerse serena y cuestionarme con la mirada. La confusión la dejó bloqueada, mirándome sin saber muy bien qué hacer o decir. Hasta que logró reaccionar.

—¿Estás, bien? —murmuró frente a mí, con el perro junto a sus pies dirigiéndome otra de sus miradas.

Me temblaron las piernas al ser consciente de lo patético de la situación que acababa de descubrir aquella chica.

De repente, el perro no me parecía tan grande ni terrorífico, ni siquiera su mirada era desafiante. Simplemente me miraba curioso, tal vez pensando que había encontrado a la chica más paranoica de toda Nueva York, o quizás esperando recibir de mí la misma caricia que aquella chica le acababa de regalar.

Lo cierto es que después de aquello, mis ojos solo lograban posarse sobre el animal y ni me percaté en ella, logrando que un intento de rabia se apoderase de mí. Una rabia absurda y sin fuerzas.

—¿Necesitas ayuda? —volvió a insistir recuperando mi atención, y yo vacilé.

Por primera vez noté que mi espalda no estaba pegada a aquella puerta de acero, y lo agradecí. El frío lograba paralizarme aún más.

—Eh, no —balbuceé como una completa estúpida.

—Pero, ¿Estás segura? —insistió y lo entendí. Acababa de recordar que no solo mi situación era patética, sino que mi físico también debió asustarla.

—Eh, sí —tragué saliva sintiendo como el daño en mi garganta se hacía más y más insoportable —¿Es, es tu perro?

—Sí, bueno no es mío precisamente, pero sí... ¿Te hizo algo?

—No, no, por suerte no, pero, ¿Por qué diablos no lleva un bozal? Es bastante peligroso que un animal así, camine como si nada entre la gente —le recriminé tratando de sonar enfadada.

—Oh, ya. Lo siento —musitó lanzando una mirada al animal, que pacíficamente seguía sentado junto a ella—. Se escapó —añadió tratando de excusarse —, y lo perdí de vista. He tenido que recorrer toda la manzana para encontrarlo. Siento mucho que te haya asustado, pero tranquila. No hace nada, es inofensivo.

—Pues me ha tenido media hora aquí, sin poder moverme. Cada vez que me movía, hacia el intento de atacarme.

—No, no te habría atacado, te lo aseguro —replicó rápidamente —. Estaría esperando que jugases con él.

—Ya, eso, eso veo, pero deberías tener más cuidado —dije más relajada tras asegurarme que el animal ya estaba perfectamente sujeto entre las manos de aquella chica.

Y fue curioso.

Ese mismo gesto de observar cómo la correa permanecía entre sus manos, me llevó a detenerme en ellas, a pesar de mi indefensa y débil reprimenda.

No suelo decirlo, pero tengo una extraña obsesión por las manos. Me gusta mirarlas, y estoy convencida de que me hablan, que me cuentan como son las personas que las portan.

Aún recuerdo como esa obsesión llegó a oídos de uno de mis profesores en el instituto, y me dijo que tal vez era porque para mí, el afecto, la necesidad de ser abrazada era sumamente importante. Y no le faltaba razón.

Nací en Lima, Ohio, y toda mi vida la viví allí hasta que la oportunidad de acceder a una de las mejores escuelas de artes escénicas del país, me llevó a Nueva York.

Crecí en una familia compuesta por dos hombres. Algo habitual hoy en día, pero no hace 25 años.

Mi madre biológica decidió que no podía cuidar de su propia hija, y me entregó en adopción. Tal vez ese fue el mejor regalo que me hizo después de permitirme vivir.

Mis padres son lo más importante de mi vida. Ellos son mi mundo y gracias a ellos soy quien soy. Con mis defectos y virtudes. Ellos me dieron todo lo que necesitaba para ser feliz, para vivir el amor que mi madre se negó a entregarme.

Todos mis recuerdos de infancia terminan con mis padres ofreciéndome sus manos para poder continuar, para aclamarme o regalarme el cariño que tanto necesitaba.

Sus manos siempre estuvieron para mí, y estoy convencida de que eso mismo, logró crearme esa necesidad por observar las manos de los demás. O tal vez esté equivocada y simplemente sea una estúpida manía. No lo sé, solo sé que siempre me he fijado en las manos de quienes se acercan a mí. Y las de aquella chica eran bonitas. Y eso me confundía un poco más.

—Lo siento de veras —volvió a excusarse tras notar mi mutismo—. Lo tendré más vigilado.

—Eso espero —dije tras recuperar la compostura y mostrarme como una persona normal, desechando la idea de pagar con aquella chica mi desastroso día—. Tenía, tenía miedo. No suelo tener buenas relaciones con los perros, y ése es bastante grande.

—Entiendo —respondió con media sonrisa, aunque seguía sin fijarme en ella. Mis ojos se desviaban de sus manos al perro, y viceversa—. Es lógico que te asustes, pero bueno, Bleu es un buen chico. Es bastante cariñoso y juguetón. De hecho, estoy convencida de que lo único que hacía aquí era esperar a que jugases con él.

—¿Blu? —cuestioné acercándome a ambos.

—Bleu —me corrigió obligándome a que la mirase directamente a la cara—. Es francés, Bleu.

—¿Bleu? —imité sin ser consciente de lo extraño que resultaba aquel acento en mi voz quebrada por el catarro, y de cómo mi supuesta reprimenda empezaba a desvanecerse por completo.

Aquel día no tenía fuerzas ni para enfadarme.

—Más o menos —volvió a sonreír de medio lado.

—Así que te llamas, Bleu —dije regresando la mirada hacia el animal, que ya no solo no me parecía terrorífico ni amenazante, sino que me regalaba una extraña sensación de ternura.

—Así es —musitó ella—. Bleu está arrepentido por haberte asustado, y está dispuesto a pedirte perdón.

—Oh, bueno, no es necesario. A veces no me viene mal tener algo de drama en mi vida —dije como si aquella chica me conociese de toda la vida—. Está, todo bien.

—¿Seguro? Sigo viendo que pareces asustada.

—No, no —la interrumpí más decidida —. No estoy asustada, lo que ves en mi cara es el reflejo del peor día de mi vida —bromeé sin querer—. Y la fiebre.

—¿El peor día de tu vida?

—No sé si el peor, pero como siga así, seguro que lo es —respondí al tiempo que trataba de averiguar qué hora marcaba mi reloj—. Ok. Creo que oficialmente sí es el peor día de mi vida —dije resignada.

—¿Por qué? ¿No se puede solucionar?

—Eh, creo que no, a menos que seas capaz de hacer retroceder el tiempo y permitirme que me quede en la cama todo el día —mascullé—. O tal vez puedas tele transportarme hasta mi clase de danza.

—Mmm, me temo que no seré capaz de algo así —respondió lamentándose, y esa misma respuesta me sirvió para fijarme por primera vez en ella, al completo.

Vestía de forma casual, con un par de pantalones y un jersey de punto grisáceo. Un par de zapatillas blancas y una diminuta mochila que cruzaba su espalda. El pelo, rubio, caía por encima de sus hombros y le daban un aire desenfadado.

Demasiados detalles para un primer encuentro, sí, pero si no pude evitar escanear al rudo taxista que me llevó hasta allí, era evidente que también lo iba a hacer con aquella chica. Y por supuesto con cualquier ser humano que me dirigiese la palabra.

Es otra de mis manías, aunque estoy convencida de que es algo que todo el mundo hace. Sin embargo, he de admitir que lo que provocó que me fijara con detenimiento en aquella chica, no era su aspecto físico, ni su encantadora sonrisa o el extraño color de sus ojos, sino su coqueto y educado acento británico. Acento que podía percibir perfectamente tras haber conocido a Adam, el amigo inglés de Kurt—. Pero si dices que tienes fiebre, tal vez deberías optar por un sofá o una cama, alguna manta y algo calentito. Supongo que eso te ayudará más que lo que yo pueda hacer, te lo aseguro.

—Es buena idea esa, pero tengo demasiadas cosas que hacer como para pasarme el día en casa —le dije fijando mi atención de nuevo en el perro—. ¿Está enfermo? —mascullé al ver de nuevo el hocico del animal.

—¿Enfermo? —repitió ella extrañada —No. ¿Por qué lo dices?

—Su, su boca —dije señalándolo —. Tiene mal aspecto.

Una soberana estupidez, debió pensar la chica tras ser testigo de mi ignorancia, o al menos eso pareció demostrar al regalarme un gesto lleno de confusión en su cara—. ¿Es normal que esté así? —cuestioné mirándola.

—Eh, pues sí. Siempre y cuando sea un Chow Chow —dijo dibujando una nueva sonrisa. Sonrisa que sin duda vestía su rostro y lo hacía mucho más hermoso de lo que era.

Ese detalle me llevó a observarla, y descubrir lo extremadamente bella que era, y, por ende, me hizo recordar que yo lucía como un auténtico esperpento —. Esta raza de perro tiene la lengua de esos tonos, no rosadas como el resto —añadió sacándome de mi absurdo embelesamiento.

—Oh, vaya. No, no lo sabía —musité un tanto avergonzada—.Ya, ya te he dicho que no me suelo llevar muy bien con los perros, y eso incluye mi desconocimiento total de sus razas, características, ya sabes…

—Ya, ya sé —repitió sin destruir la sonrisa.

—Bien, en vista de que él está perfectamente sano, y tú también pareces estarlo, será mejor que me marche lo antes posible para tratar de evitar que mi día, no solo sea el peor de mi vida, sino que sea el peor de toda la historia de la humanidad.

—Apuesto a que hay gente pasándolo peor —dijo—, pero, de todas formas, espero que mejores y todo te salga bien en lo que queda de día. Y vuelvo a pedirte disculpas por lo sucedido con él —miró al animal.

—Gracias —respondí agradecida por las buenas vibraciones que recibí de ella—. Pero no te preocupes, supongo que el destino quería que hoy supiese que existen perros con la lengua azul —bromeé —. Algo bueno tenía que suceder. ¿No?

—Espero que lo que esté por llegar, sea mucho más que algo como eso —volvió a hablar.

—Yo también lo espero —musité tras comprobar de nuevo mi reloj y descubrir que apenas me quedaban 10 minutos para llegar al estudio de danza—. Eh, adiós Bleu —añadí mirando de nuevo al perro, que con una pasividad pasmosa seguía fijando su mirada en mí—. Adiós —balbuceé mirando a la chica, que volvía a regalarme una de sus encantadoras sonrisas.

Y eso fue lo último que dije en aquel encuentro.

Ni ella ni yo entendimos que aquella situación era la más adecuada para presentarnos. Básicamente porque nuestro encuentro se produjo de una forma un tanto extraña, y bastante perjudicial para mí y mi escasa fortuna.

No tenía sentido alguno decirle mi nombre a una completa desconocida, que, a pesar de mostrarse amable, debía ser un tanto inconsciente al pasear con un perro de aquel tamaño sin bozal.

Tal vez si tuve algo de suerte en aquel día. Si en vez de un Chow Chow de lengua azul hubiese sido un perro de otra raza más agresiva, probablemente habría acabado en el hospital. Sin embargo, tuve la fortuna de sentirme acorralada por un animal que se mostró inofensivo y tranquilo frente a mi histeria.

Pensé que tal vez aquello era el empiece de la solución a mi horripilante día, pero estaba demasiado equivocada.

Mi encuentro con Bleu y su hermosa dueña, o quien quiera que fuese, solo fue un pequeño paréntesis en lo que iba a vivir en las siguientes horas; Una clase de danza que podría estar catalogada como la más patética del universo, y que me hizo quedar como una completa descentrada ante Brian, al que ni siquiera le interesó mi estado de salud. Aunque eso era algo que yo ya sabía.

Dos años regalándole un amor platónico a un hombre que jamás se había percatado de mi presencia como mujer, era suficiente tiempo como para ser consciente de que lo mío no era algo reciproco. Yo solo era una alumna más de su clase de danza. Una del montón.

Resignación, dolor de cabeza y malestar general. Aquel día lo mejor que me sucedió fue llegar sana y salva a mi apartamento, y ocupar mi cama hasta que el sol me despertara a la mañana siguiente.

Ilusa de mí. Si despierta lo pasé mal, dormida fue peor al conciliar una horrenda cadena de terroríficas pesadillas en las que una lengua azul ladrando palabras con acento británico, me perseguía por toda la ciudad.

Maldito Bleu.