En múltiples puntos de la Historia; En múltiples lugares de la Tierra.
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El filo de una espada a través de su estómago o corazón.
Una bala, o una flecha, a través de su cráneo.
Una daga enterrada en su yugular.
Sus pulmones encharcados.
Sus manos incapaces de sostener sus intestinos tras un tajo desafortunado.
Un férreo apretón sobre su garganta.
El abrazo del frío, por el que había perdido varios dedos e incluso parte de su nariz, insignificante ante el calor en su interior y el peso de sus párpados.
Sangre. Mucha sangre a su alrededor.
El dolor desaparecía en cuanto su aliento le abandonaba, y se quedaba yaciendo en esa miserable esquina del mundo. Con él también se desvanecían los gritos que a veces lo acompañaban, los sollozos, o incluso una cálida caricia sobre su mejilla.
Toda sensación de corporalidad se esfumaba.
Y, cuando sus ojos se abrían, lo hacían sin esfuerzo alguno, para encontrarse con un cielo de un azul sumamente intenso delimitado por una corona espesa de hojas verdes de los árboles que formaban aquel claro. Con apenas una sacudida de sus brazos, podía detectar la cama de hojas en la que estaba acostado.
Él sentía la tentación de quedarse ahí.
Pero una voz lograba evitar que lo hiciese.
Su origen solía variar de una ocasión a la siguiente.
A veces, alzaba su rostro para encontrarse con los rasgos de una mujer, con sus ojos y cabellos algo más claros que los suyos. Eso, por supuesto, en las ocasiones en las que no se veían cubiertos por una mantilla. Ella le sonreía, le extendía la mano y él la tomaba gustoso, aceptando el punto de apoyo que le ofrecía para ponerse en pie.
En su brazo podía encontrar un brazalete que iba desde su muñeca a la mitad de su antebrazo, y que brillaba bajo la luz hasta el punto de que era incapaz de apreciar sus detalles.
El pensamiento de que su altura era menor apenas duraba un simple parpadeo.
A continuación, ella le ponía una mano sobre el hombro y lo guiaba hacia el exterior del claro. Prácticamente de inmediato, se encontraría rodeado de una serie de personas, vestidas en túnicas de todos los colores y con diferentes decorados, cuyos rasgos le resultaban extremadamente familiares.
Entre ellos, una mujer de cabellos color ébano y piel tostada llamaba su atención por la mezcla de colores de su vestimenta y su excesiva ornamentación, con diademas, anillos, brazaletes y pendientes de una multitud de metales. Sus collares eran una colección de diferentes piedras preciosas.
En ocasiones, ella posaba su mirada sobre él, asentía con la cabeza y mentaba un nombre demasiado anticuado. El muchacho a su lado, con la misma tonalidad de cabellos que la mujer, hincaba una de sus rodillas en el suelo y extendía sus brazos, sacándolos de debajo de sus mantas, en su dirección.
Él terminaba por aproximarse y darle la mano.
El muchacho la presionaba con sus dedos antes de sonreír.
Todas aquellas personas le enseñaban las cicatrices que marcaban sus pieles, le permitían tocar sus telas y ponían entre sus dedos diferentes objetos, entre ellos filos de diversos tamaños y composición. Sus alrededores permutaban entre la costa, ciudades amuralladas y valles de montaña, la mayoría de los paisajes más definidos que los rostros de aquellos a su alrededor y las lenguas en las que se dirigían a él.
Sin embargo, era capaz de reconocerlos a todos. En mayor o menor medida.
Y un pensamiento siempre se originaba en el torbellino de su mente.
La presión de las manos de su madre acudía a sus hombros.
—Tu hermano acudirá a nosotros en otro momento.
Y aquello era suficiente para apaciguarlo.
Otras veces, quien acudía a recogerlo de aquella cama de hojas era un hombre de cabellos castaños rizados y ojos avellana. En ocasiones, vestía una túnica de ornamentos morados; otras, una coraza y hombreras compuestas por una serie de bandas metálicas alrededor de su torso, una túnica roja hasta por encima de sus rodillas y un cinturón con varias tiras de cuero colgantes, y con el casco debajo de su brazo.
En su mentón apenas había rastro de vello facial.
Cuando sus ojos coincidían con los suyos y sacudían su cabeza para que lo siguiese, él recordaba la primera vez que se había cruzado en su camino. Un instante que, en ese plano, no podía terminar de definir.
A sus espaldas, normalmente solía apreciar la sombra de una mujer, con un largo cabello castaño ligeramente más claro que el del hombre, que cubría el lateral del rostro que él era capaz de alcanzar a ver. Sin embargo, sabía que sus ojos eran de una tonalidad turquesa, en contraste con el azul marino de la toga que era capaz de apreciar cubriendo uno de sus hombros y la totalidad de su espalda, con un fino hilo de oro enhebrado en las proximidades al borde de la prenda.
Su atención volvía al hombre al comprender que ella no se molestaría en girarse en su dirección.
Y que el muchacho con mechones oscuros no tenía forma de aparecer.
En cuanto se ponía en pie por sí mismo y atravesaba el espacio entre los árboles del claro, se transportaba al centro de un jardín lleno de vegetación, rodeado por una serie de columnas de superficie blanca y los pies inmersos en la fuente. En su cinto, era capaz de percibir el peso de su espada.
Salía del agua prácticamente sin esfuerzo, y, una vez sus suelas se afianzaban en la parcela de hierba, el brazo de su padre pasaba a rodear sus hombros y los empujaba hacia el interior.
Por su mente pasaba el fugaz pensamiento de que las estancias de la casa estaban inusualmente vacías.
Sus hombros recibían una pequeña presión.
—Los demás también acuden, pero en diferentes ocasiones.
Él arqueaba una ceja y separaba sus labios, pero un pequeño suspiro de parte de su padre causaba que apretase la mandíbula.
De alguna forma u otra, terminaba en el patio interior, sentado en las losetas de colores cálidos del suelo y con sendos pies colgando de uno de los laterales del estanque. Cada cierto tiempo, hacía que su dedo gordo contactase con la superficie, creando pequeñas ondas en el proceso. Otras veces, permitía que fuesen las gotas que se precipitaban desde los tejados las que alterasen el curso de las ondas.
Su padre se encontraba de fondo, normalmente reunido con múltiples figuras sin rostro enfundadas en togas similares a la suya. A pesar de llegar algo distorsionadas a sus oídos, y por tanto resultar incomprensibles, él se permitía relajar su espalda y mirar a la inmensidad del cielo.
Había una gran posibilidad de que entre sus manos apareciese una pieza de alfarería a medio pintar.
Sin embargo, en la gran mayoría de las veces, alzaba la cabeza para encontrarse en estancias de tiempos pasados, con rostros accesorios a ellas. Las conversaciones, continuadas por palabras salidas de sus propios labios, apenas tenían peso.
Un tablero de ajedrez sobre una mesa de piedra en un jardín, con el rostro de una mujer de ojos azules y cabellos rubios rizados bañados por el sol frente a él.
Un patio de piedra, y un hombre de pelo largo que lo apuntaba con una espada y una sonrisa en su rostro. Él no tardaba en corresponder al gesto, y apartaba el filo con un simple desliz del suyo.
Hombres con longitudes variadas de cabellos y barbas, vestidos con trajes tanto ornamentados de diferentes colores como sencillos teñidos de negro y blanco.
Mujeres con estilos de cabellos diferentes, con sayos de distintos estilos y tonalidades.
Tras un tiempo indeterminado, la sensación de dolor regresaba desde las profundidades, desdibujando la escena ante sus ojos. Para el momento en el que todo se sumía en la más absoluta oscuridad, él era incapaz de recordar qué había ocurrido después de ceder al peso de sus párpados.
Su memoria de todo lo anterior regresaba.
Su corazón comenzaba a latir de nuevo.
El interior de su boca se impregnaba de un sabor metálico.
Sus ojos se abrían; su visión no tardaba en enfocarse.
El aire se filtraba a través de sus labios entreabiertos y nariz, y sus pulmones se inflaban por primera vez en horas.
Sangre. Mucha sangre a través de las comisuras de sus labios.
Toses.
Crujidos al intentar mover sus extremidades.
Y un inmenso dolor. En cada ápice de su cuerpo.
