Resultó que Ermes y Stroheim no resultaron ser tan desagradables como Joseph creyó que serían cuando los conoció en el primer día que llegó al ejército imperial. Después de varios meses de dura vida marcial e interminables campañas, terminaron todos siendo muy amigos y aprendiendo lo necesario para defenderse en la guerra inminente. Ermes terminó siendo experta en el combate cuerpo a cuerpo, era capaz de dejar a Joseph en el suelo en tan sólo unos segundos; Stroheim era muy bueno con los explosivos y Smokey era un luchador sigiloso, aludiendo a su pasado como ladrón de ferias y mercados.
¿Y Joseph? Bueno, lo que no lograron los mejores tutores y maestros de combate y armas en toda su vida como príncipe, lo logró el capitán Caesar Zeppeli en unos tres meses de arduo entrenamiento e implacables gritos, golpes y castigos. Si bien Joseph no era tan buen soldado como sí lo eran Ermes, Stroheim o Smokey, descubrió que era bastante bueno improvisando en el combate según lo que tuviera a la mano, lo que le había hecho ganar varios golpes e innumerables castigos por parte de Zeppeli por desobedecer órdenes directas.
Debido a los constantes castigos, Joseph terminó aprendiendo múltiples habilidades que no hubiese aprendido jamás en su vida como fiestero, como limpiar, lavar ropa, cocinar, construir e incluso coser ropa. Ahí donde faltaran manos lo enviaba Zeppeli cuando se sublevaba (que no eran pocas veces), pero sí comenzaron a ser menos frecuente conforme pasaba el tiempo.
No fue hasta un año después de su enlistamiento que el orgulloso capitán Zeppeli agradeció –por fin– la inventiva de su más rebelde soldado, cuando les tocó vigilar una de las fronteras del norte. Estaban cerca de la costa, en un sector bastante árido e inhóspito y bajo las órdenes del –entonces– coronel Straizo, debían detener y atacar a una parte del ejército emmherio que se estaba acercando a la importante ciudad fronteriza: Amalak. Oficialmente no estaban en guerra, pero era como si lo estuvieran porque los encuentros armados entre ambas naciones y las tensiones políticas estaban en su punto cúspide.
El batallón de Zeppelo llevaba una tarde completa en eso, cuando Joseph se infiltró en el campamento contrario y desarmó al comandante enemigo en una hora, obligándolo a rendirse. Había usado un método poco ortodoxo, pero efectivo: se vistió de mujer, llevó alcohol y sedujo al líder hasta doblegarlo. Su capitán no supo qué había pasado hasta que en la mañana lo vio entre las tropas enemigas derrotadas acarreando al comandante de una soga al cuello y maniatado mientras Joseph lucía un '¿vestido? rosado que francamente lastimaba la vista.
–Buenos días, capitán–le dijo Joseph sonriendo. Sólo entonces Zeppeli notó que traía maquillaje exagerado, peluca y algo que simulaba ser pechos en el torso. Parecía feliz contorneando las caderas y parpadeando exageradamente. Considerando que Joseph medía más de 1.90 m y tenía un cuerpo ejercitado para esas alturas, el resultado era chocante.
–¿Qué mierda haces vestido así, Stella?
–Se dice "Buenos días, Stella; gracias, por haber hecho que los tontos se rindieran y evitáramos más muertes"– dijo Joseph, arrojándole al comendante emmherio a sus pies que emitió un gruñido–. De nada, capitán. Qué bueno que el comandante Alessi tenga gustos extraños, ¿no? Tenga, es todo suyo, me iré a sacar esto… después me sigue regañando, ¿está bien?
Zeppeli lo detuvo agarrándolo del antebrazo mientras que con la otra mano sostenía la cuerda que ataba a Alessi, el comandante.
–No he dado permiso para retirarte. Primero vas a contarme qué tiene que ver que estés vestido así con el hecho de que el ejército de Alessi se haya rendido.
–Porque es un pervertido de primera, ¿qué quiere que le diga?
–Stella– gruñó el hombre.
–Capitán. ¿Me puedo retirar para que pueda ponerme ropa más adecuada? ¿O acaso prefiere que me pasee así por todo el campamento? Podría usarlo como mi nuevo uniforme– dijo, guiñando un ojo.
Zeppeli retrocedió y su subordinado se rió. Sabía que la única forma de hacer rabiar a su capitán sin que se vengara o lo castigara era haciéndole comentarios subidos de tono, lo cual no le costaba nada porque, por muy bastardo que fuese el capitán Zeppeli, Joseph seguía pensando que era demasiado atractivo con esos rizos dorados y ojos esmeraldas deslumbrantes… y por qué no mencionarlo, ese cuerpo trabajado y firme que le hacía perder el hilo de sus pensamientos cada vez que veía un atisbo de éste cuando estaban cerca.
Maldito desgraciado, por qué no naciste feo, solía pensar Joseph enojado por ser tan débil frente al cuerpo del otro hombre.
El caso de Alessi les hizo ganar fama, mejores sueldos y misiones más peligrosas y arriesgadas. Como sea, trabajaban bien juntos pese a sus diferencias; Joseph nunca notó que su indomable carácter había sido controlado por su capitán y éste tampoco notó que cada vez era menos autoritario con Joseph y lo dejaba ser dentro de límites razonables. Dejaron de verse con hostilidad y a intercambiar más palabras que no fueran órdenes y respuestas obedientes y con el tiempo, lograron mantener una relación cordial.
Pero no eran amigos, a lo más colegas que se llevaban bien. Caesar Zeppeli era muy distante con todos y apenas era hora de descanso se retiraba a su oficina y no hablaba con nadie, ni siquiera con sus pares en cargo. Joseph era un poco más sociable, pero nunca se atrevió a acercarse más a su capitán para pedirle que bebiera con él y sus compañeros porque, aunque encontrara al hombre atractivo, el tipo seguía siendo un desgraciado mandón que vivía con un palo metido en el trasero y que mantenía a raya a todo el mundo.
Como en ese preciso instante en que lo veía cenar tranquilamente en la mesa de oficiales, respondiendo apenas cuando alguien le hablaba.
–Qué tipo tan desagradable–dijo Joseph, llevándose una papa a la boca.
–¿Quién?–le preguntó Stroheim, sentado a su izquierda.
–¿Quién más va a ser?–dijo Ermes sentada frente a él con la boca llena–. Claramente está hablando del capitán.
–¿Qué?– replicó Joseph después de tragar y mirando a sus amigos distraídamente–, ¿de qué hablan?
¿Había dicho eso de Zeppeli en voz alta? Se obligó a apartar su mirada del capitán, que en ese momento respondía a algo que otro oficial le había preguntado.
–De lo desagradable que es el capitán, pese a que te quedaste pegado mirándolo los últimos cinco minutos como si fuera un pedazo de carne especialmente jugosa–dijo Ermes.
Joseph se atoró con la bebida que estaba ingiriendo y sus compañeros se rieron.
–Bueno, lo es– admitió, carraspeando. No le avergonzaba en absoluto reconocerlo, sus amigos ya sabían que gustaba de hombres y mujeres o lo que sea–. Pero es un pedazo de carne imbécil.
–Pero si es para mirarlo, no para casarte con él, no necesitas que sea simpático para eso– dijo Stroheim, alcanzándole una servilleta.
–Para casarse, sí–dijo Ermes.
–A eso me refería–bufó Stroheim–. Aunque pensándolo bien, incluso para casarse da igual si es simpático o no, lo importante es que sea bueno en la cama.
Joseph casi se atora de nuevo, pero esta vez con el guiso.
–Para eso tampoco es importante ser simpático, solo comunicarte bien con quién sea que estés en la cama– replicó una sonriente Ermes.
–¿Lo sabes por experiencia, Costello?–inquirió Stroheim, entre divertido y sorprendido.
–Por supuesto–dijo ella–. Yo no soy como esas señoritas nobles que deben llegar virgen al matrimonio. Mi cuerpo, mi decisión lo que haga con él. Y si algún día me caso, mi esposo tendrá que lidiar con que no voy a ser una inexperta en e tema. Es más, si algún día me caso– dijo, enterrando con violencia el tenedor en una papa–, lo elegiré justamente porque me haga sentir bien en la cama.
–No te casarás por amor, sino por calentura– dijo Stroheim con una carcajada–. Me gusta tu idea.
–¿Quién mierda se casa por amor, Rudolf? Eso solo pasa en las novelas. Verdad, ¿Smokey?
El joven, sentado a su costado, abrió la boca para decir:
–Me pregunto quién querría casarse con él. O mejor, quién terminará casada con él.
–¿A qué te refieres?– preguntó Joseph con interés.
–Al capitán. El tipo es de una buena familia, de esas con harto linaje, cosas de nobles, tú entiendes de eso, JoJo.
–Es cierto, tienen matrimonios arreglados–dijo Stroheim–. ¿A ti te van a casar igual aunque seas bastardo?
–¿Ca-casarme?
Joseph frunció el ceño, recordando que algunas veces sus padres le habían pedido a Jonathan que buscara esposa, pero nunca había sido una imposición de su parte. Estaba en sus planes casar a sus tres hijos con personas importantes, pero nunca hicieron nada para afianzar compromisos o promesas de matrimonio con nadie. Los emperadores le habían inculcado a sus hijos casarse por decisión propia, ya que ellos mismos lo habían hecho así. De hecho, se habían casado por amor, como en las novelas, aunque la gente no lo creyera así porque no eran afectuosos en público y eso que eran raras las ocasiones sociales en las que estaban juntos. Pero a pesar de eso, en la privacidad de la vida familiar, a Joseph le constaba que se amaban por la forma en la que se miraban y se apoyaban en todo momento. Incluso cuando se reían o mofaban el uno del otro lo hacían de forma cariñosa y cómplice. Aunque no se demostraran afecto de forma física, había amor ahí, estaba seguro.
–Por lo que sé, el capitán es el único hijo del marqués de Mile actual, debe casarse y darle un heredero al marquesado– dijo Smokey después de reírse de la cara de alelado de Joseph–. Me sorprende que no esté casado de hecho, está en edad de hacerlo.
¿Había una edad para casarse? Joseph miró a Zeppeli comer en silencio mientras a su alrededor los oficiales del regimiento conversaban animadamente. Sabía que Zeppeli era dos años mayor que él, lo que lo hacía un año menor que su hermano, Jonathan. Dios, tampoco podía imaginarse a su hermano casándose, teniendo hijos y llevando una vida familiar que compatibilizar con su carrera en la Armada y su futuro como emperador. Detuvo sus pensamientos ahí, cuando vio que un soldado se acercó al capitán y le susurró algo. El semblante del capitán se tornó sombrío y se levantó rápidamente, excusándose y retirándose del comedor.
¿Qué le había pasado? Joseph nunca supo que lo motivó a seguirlo hasta su oficina, pero después de disculparse con sus amigos y atravesar varios pasillos y subir un tramo de escaleras, pronto se vio golpeando con suavidad la puerta de ésta.
–¿Quién es?–preguntó el capitán desde el interior.
–Es urgente, señor–dijo Joseph y sin esperar respuesta, abrió la puerta lentamente.
–¡Stella, sal de aquí!
Pero Joseph se quedó parado ahí viendo con sorpresa que su capitán giraba su silla ferozmente, dándole la espalda a la puerta. Joseph había estado en esa oficina varias veces últimamente, siempre en circunstancias de trabajo, pero en ese momento se respiraba un ambiente extraño.
–Sal de aquí, Stella– gruñó Zeppeli.
Algo en su voz alertó a Joseph. Sonaba casi nasal y apretada, como si estuviese a punto de llorar o gritar. O ambas.
–¿Señor?
–Sal de aquí, Stella, estoy ocupado.
–¿Está bien? ¿Señor?
–Lo estaré si sales en este puto momento.
Joseph cerró la puerta y se apoyó en ella, aún dudando si acercarse o no al hombre que seguía dándole la espalda.
–¿Recibió una mala noticia?... ¿señor?
–Sal de aquí, es una orden.
–Estoy en mi rato libre, no puede darme órden…
–Sí puedo–lo atajó el capitán, enojado–, mientras estés en el regimiento, puedo ordenarte hacer lo que se me plazca y lo que se me place justo ahora es no ver tu estúpida cara. Vete.
–Pero si ni siquiera está viendo mi estúpida cara en este instante, señor.
Su capitán se volteó con violencia en la silla, que sonó lastimeramente cuando el hombre se levantó de ésta.
–Ahora la vi. LARGO.
Joseph no pudo evitar acercarse porque vio que los ojos esmeralda de su superior brillaban dolorosamente y tenía la cara en una mueca rígida. No había sido su imaginación, el hombre estaba tenso. Seguramente había recibido una mala noticia.
–¿Qué le pasa?
Zeppeli salió de su escritorio, se acercó a Joseph y lo agarró del brazo para arrastrarlo hacia la salida, pero Joseph fue más rápido y en un giro, le hizo una especie de llave al capitán, quien bufó y le hizo otra de vuelta. Forcejearon unos segundos así, hasta que Joseph quedó a unos desagradables centímetros de la cara del otro. Lo suficiente para ver unas imperceptibles marcas en la piel de las mejillas y los ojos tristes… no, desolados, de su capitán. La impresión lo hizo soltar el agarre y terminó reducido por el otro hombre con una llave que lo sujetaba del hombro, la otra mano estirándole dolorosamente la muñeca y su cara apoyada en la madera pulida del escritorio.
En otras circunstancias, eso habría sido excitante.
–Como no entiendes por las buenas…– resopló Zeppeli.
–Lo que no debería sorprenderle a estas alturas– dijo Joseph en tono divertido–. ¿Qué le pasa, capitán? ¿Recibió una mala noticia?
–No es de tu incumbencia–dijo Zeppeli, soltándolo con cuidado para que el otro pudiera reincorporarse–. Retírate. No lo repetiré otra vez.
Volvió a su escritorio y se dejó caer en la silla con un suspiro, como si supiera que Joseph obedecería su orden esta vez. Pero para su desgracia, éste se sentó en la silla frente a él, echando una ojeada a los papeles que había encima. El que estaba sobre todos parecía una carta personal y alcanzó a ver un escudo de armas grabado en el papel, de modo que estiró la mano para tomarla, pero el capitán fue más rápido y lo apartó de un manotazo.
–¿Es de su casa?
Zeppeli le mandó una mirada envenenada, pero no le respondió.
–¿Lo van a obligar a casarse?
Ok, ¿por qué había dicho eso? Parecía que su sentido común se hubiese desactivado o algo así.
–¿Qué?– respondió Zeppeli como si no creyera que su subalterno fuera tan imbécil. Joseph sintió ruborizarse.
–Sé que quiere que me vaya, pero quizás le haría bien conversarlo con alguien. No soy experto en matrimonios arreglados, pero seguramente su futura esposa…
–Mi padre ha muerto, Stella– dijo Zeppeli con voz ronca.
Joseph abrió la boca para decir algo, pero la cerró inmediatamente porque no sabía qué decir. Se sintió muy estúpido, insensible y algo así como la persona menos empática del mundo.
–L-lo siento mucho– alcanzó a balbucear–. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?
–Quiero estar solo– respondió el capitán con la voz apretada.
–...que no sea irme, porque claramente no estaría bien dejarlo solo–añadió atropelladamente–. ¿Quiere beber algo?
Los ojos del capitán brillaban como si estuviera soportando las lágrimas y le devolvieron una mirada triste y resignada.
–¿Por qué no?– respondió al cabo de unos eternos segundos, levantándose de la silla pero Joseph lo detuvo con un gesto, caminó hacia la mesa de la esquina y sirvió dos generosas cantidades de alcohol en dos vasos.
Joseph colocó uno de los vasos frente a él y se sentó, en silencio. Su capitán suspiró profundamente y chocó con suavidad su vaso con el de su subordinado antes de beber un sorbo. Joseph lo imitó, atento a sus movimientos, como si esperara que Zeppeli se desmoronara en cualquier segundo.
Bebieron en absoluto silencio y sin casi mirarse durante un rato. Cuando Joseph escuchó la respiración agitada de su superior, alzó la mirada y lo vio con los ojos cerrados y respirando como si se estuviera ahogando. ¿Qué debía hacer? ¿Irse? ¿Hacerle chistes? ¿Abrazarlo? No, probablemente me fracture un brazo antes de que me dé cuenta. Estiró la mano rozando apenas la tela que cubría el antebrazo del otro y se quedó ahí, temiendo por su integridad física en el fondo. Pero Zeppeli no lo apartó ni hizo nada,solo se dedicó a respirar profundamente, como si intentara mantener la compostura.
Joseph apretó delicadamente su brazo, haciéndole saber que estaba ahí, que no estaba solo. El gesto provocó que Zeppeli abriera sus ojos y le devolviera una mirada tan triste y desolada que pareciera que a Joseph le hubieran clavado una daga en el corazón.
Supo en ese preciso instante que no podría vivir tranquilo sin la presencia de ese hombre en su vida. Y no era un pensamiento: era la certeza. Verlo así de vulnerable y humano destapó un sinfín de emociones que no sabía que podía sentir por otra persona. Emociones que supo en ese momento llevaba reprimidas mucho tiempo y que lo aturdieron. Tanto, que su mano se movió por sí sola y de tocar el antebrazo de su jefe pasó a su rostro, rozando con la yema de los dedos sus mejillas ásperas y algo bronceadas.
Zeppeli… no, Caesar cerró los ojos ante el contacto y una lágrima cayó y se deslizó por la mano de Joseph, perdiéndose entre sus dedos que continuaron allí, acariciando imperceptiblemente la tez. Sintió al hombre tragar saliva y suspirar, luchando por no llorar. Y lo logró, no derramó ninguna otra lágrima ni siquiera cuando se quedó mirando a Joseph a los ojos por un instante que se hizo eterno.
–Deberías ir a descansar– dijo Joseph en algún minuto, tuteándolo por primera vez desde que se conocieron hace tres años atrás.
Él asintió, levantándose de la silla y caminando hacia la puerta, apagando las lámparas. Había una luz tenue que entraba del pasillo que le dio a Caesar un aire fantasmagórico cuando se giró a verlo y le indicó con un gesto que lo siguiera. O que saliera de su oficina. Como sea, Joseph obedeció y se quedó detrás de su capitán después que éste echara llave a su despacho.
Aunque sabía que el hombre era perfectamente capaz de defenderse e irse solo a su cuarto, lo acompañó caminando detrás de él. Salieron del edificio y los guardias saludaron a Caesar cuando pasaron junto a ellos y lo mismo hicieron minutos después los que estaban en la entrada del edificio de oficiales. Joseph no portaba su reloj y no sabía con exactitud qué hora era, pero debía ser muy tarde a juzgar por la temperatura y la poca gente que estaba circulando por el lugar. Siguió al capitán hasta el tercer piso, hasta una puerta que supuso era su habitación. Lo vio abrir la cerradura de ésta y quedarse apoyado en el marco, dándole la espalda.
–¿Estás bien?– preguntó Joseph, tocando su hombro después de unos segundos de absoluto silencio.
–Buenas noches– dijo Caesar con suavidad y sin mirarlo, cerrando la puerta tras él.
Joseph apoyó su frente en la puerta.
–Buenas noches– susurró.
Estaba bien jodido.
oOo
Cerca de dos semanas después, Joseph caminaba detrás de un soldado desconocido que había ido a buscarlo al entrenamiento esa mañana. Lo dejó frente a la puerta de la oficina del general Messina (oficina en la que había puesto sus pies varias veces durante su primer año como soldado debido a su conducta). ¿Qué rayos hice ahora?, no pudo evitar preguntarse cuando golpeó la puerta. No había hecho nada malo, esta vez podía asegurarlo.
–Adelante– dijo una voz que él conocía bastante bien pese a no escucharla hace mucho tiempo.
Demasiado tiempo. ¿Qué rayos hacía su madre aquí?
–Buenos días, comandante, general, Su Alteza–saludó cortésmente y se cuadró al ver que en la habitación estaban la emperatriz, el general Messina y su hermano, el príncipe Jonathan, respectivamente.
–Su Alteza, qué bueno que llegó– dijo Messina, haciendo un gesto para que descansara–. Los dejo a solas desde aquí. Creo que tienen que conversar.
Joseph pegó un respingo al escuchar a su superior hablarle con el trato que se le daba a la familia real, porque jamás lo había hecho, pese a saber quién era realmente. ¿Qué rayos?
–Hola, JoJo, te ves hecho mierda– dijo Jonathan con una sonrisa genuina antes de abrazarlo.
–¿Te refieres a guapo y musculoso? Entonces sí–respondió Joseph sonriendo también. Se separó de su hermano para mirar a la emperatriz e hizo una pequeña reverencia–. Madre. ¿A qué debo esta visita sorpresa?
–Tu servicio terminó hace una semana– dijo escuetamente la emperatriz fingiendo que se quitaba polvo inexistente de su impoluto uniforme rojo oscuro. Era increíble lo amenazante que podía verse solo haciendo eso–. Imagínate mi sorpresa cuando volví del frente y no te vi vagabundeando en tu casa metido en orgías y que ninguno de tus amiguitos y amiguitas sabía de ti.
–¿En serio?–preguntó Joseph, haciéndose el desentendido.
–Joseph Robert Joestar–dijo su madre–. Pregunté en Registros y me comunicaron que habías extendido tu servicio militar obligatorio. ¿El funcionario estaba confundido o tú te pegaste en la cabeza? ¿Acaso no te golpeaste lo suficiente cuando eras un niño?
–No la entiendo, madre–dijo Joseph, frunciendo el ceño–, me molesta para que haga algo con mi vida y cuando decido enfocarme en una carrera militar, me cuestiona.
–Odias el ejército–dijo Jonathan, rascándose el mentón.
–Lo odiaba.
–¿Acaso pretendes que crea que en tres años te terminó gustando?– inquirió la Comandante General, alzando una ceja.
Por la mente de Joseph pasó el rostro estúpidamente atractivo de Caesar Zeppeli. Sus sonrisas cuando miraba a Joseph con orgullo, sus ojos verdes llenos de tristeza que llevaba el día en que pidió permiso para el funeral de su padre o su expresión llena de ira o exasperación cuando se enojaba con él. Como le encantaba que se enojara con él. Lo extrañaba. Se había ido hace unos días y ya lo extrañaba.
–Eh, ¿sí?– respondió, encogiéndose de hombros–. Se me da bien, ya me acostumbré.
–Estás haciendo esto para desafiarnos, ¿verdad?– dijo su madre, dejándose caer en la silla de Messina sujetándose la cabeza como si le pesara.
–Mi mundo no gira en torno a ti o al emperador, mamá–replicó Joseph cortando con la formalidad.
Miró a Jonathan buscando apoyo, pero este se encogió de hombros.
–A mí no me mires, estoy tan sorprendido como mamá.
Joseph rodó los ojos.
–¿Cuál es el maldito problema? Toda la vida me han estado molestando para que haga algo útil y cuando por fin decido hacerlo, ¡les molesta!
–¿Se puede saber por qué rayos quieres ser militar ahora si siempre lo has odiado?– preguntó la emperatriz–. Te has quejado toda tu vida de tus instructores y te has burlado siempre de la estructura del ejército. No puedo creer que tres años fueron suficiente para domesticar ese carácter rebelde que tienes.
–Lo fueron.
–¿Pretendas que me crea eso?
–Tú puedes creer que lo quieras, mamá.
–¿A quién debemos felicitar por este cambio?– preguntó Jonathan de pronto, mirando a su hermano quien se sintió extrañamente expuesto. Podía ocultarle cosas a su madre, pero a Jonathan no podía. Tenía un extraño don para saber lo que una persona sentía o pensaba.
–¿F-felicitar?
–Nadie cambia así de opinión si no hubiese una persona que apoyó el proceso… Quién es, quiero felicitarlo o felicitarla por haber logrado lo imposible.
–Ja-ja. Hablas como si hubieran sido días– lo frenó Joseph–. Estamos hablando de años, claramente las personas maduran si ha pasado demasiado tiempo en situaciones extremas. Incluyéndome. Me enviaron aquí como castigo por tres años. T-r-e-s; y cuando les digo que quiero seguir en esto, ¿se sorprenden?
–Lo dices como si no hubiese sido un castigo– dijo la emperatriz–. ¿Te recuerdo que pusiste a todo tu país en peligro por no poder mantener tu pene en tus pantalones por cinco minutos?
No debería sentirse ofendido, pero lo hizo. Así que respondió con brusquedad:
–Entonces déjame compensarlo haciendo una carrera militar y peleando en la guerra que tanto amas.
–¿Así que sí lo haces para demostrarme algo? Porque no me trago tu repentino interés patriótico, honestamente– dijo ella, alzando una ceja.
–Lo hago porque quiero y porque me gusta– dijo Joseph después de unos segundos de silencio–. Asumo que sí estaba en mi sangre después de todo. Yo no sé por qué armas tanto escándalo.
Madre e hijo parecían echar chispas por los ojos mientras el hijo mayor los observaba con un aire de diversión y preocupación simultáneamente, porque sabía lo que diría la emperatriz a continuación.
–Teníamos otros planes para ti– dijo ella finalmente.
–¿Exiliarme?
–Casarte– dijo su madre fijando sus temibles ojos azules en él–. Con alguien del extranjero para una alianza militar.
–Elijo el exilio, gracias– respondió Joseph con sarcasmo, dejándose caer en la silla frente a su madre–. Además, creí que no nos obligarías a casarnos como lo hacen la mayoría de las familias reales y nobles del continente.
–Es por tu país– dijo ella, con un suspiro de exasperación–. Dios, como si alguna vez te hubiese importado con quién compartes cama. Un matrimonio concertado no debería significar ninguna diferencia para tu vida privada y desenfrenada.
Joseph abrió la boca y la cerró enseguida porque no tenía nada que decir. ¿Acaso quería venderlo a alguna mujer extranjera? ¿Que no había sido castigo suficiente lo del ejército? Miró de reojo a su hermano, que a su vez pareció comprender algo más allá de lo evidente para la emperatriz y Joseph.
–¿Sabes qué, mamá? Si JoJo sigue en el ejército, de todas maneras estaría sirviendo al país, solo que desde otro punto de vista.
–Pero no estaría seguro…
–Ponme como oficial entonces–replicó Joseph–. Puedo seguir manteniendo mi identidad en secreto. La mayoría de los oficiales son nobles, pero puedo subir igual de rango siendo sólo Joseph el Bastardo Stella.
–Podemos hacer oficial que sea el heredero del barón Stella– murmuró Jonathan–, así será más sencillo que vaya subiendo de escalafón.
–¡¿Estás hablando en serio?¡– bramó la emperatriz–. No tienes mi permiso para hacer semejante estupidez y exponerlo así al peligro.
–Yo estoy expuesto al peligro constantemente en mi trabajo y no te ves muy preocupada al respecto– terció Jonathan, ofendido.
–Eso es porque eres responsable, Tannie y quienes te rodean saben que eres el príncipe heredero, así que te cuidan. En cambio nadie sabe quién es este tonto y además, eso, es un tonto– añadió la madre, como si no necesitara más razones que esas–. Lo prefiero a salvo y lejos a que me lo devuelvan en un cajón cualquiera y le rindan honores como cualquier otra persona.
–Eso no te importó cuando me dejaste aquí– dijo Joseph, cruzándose de brazos–. Ocultaste mi identidad para que nadie…
–Hay varias personas que saben quién eres, además del general Messina– lo interrumpió Elizabeth–. Y no sólo entre los oficiales. Están todos bajo juramento– al ver la cara de incredulidad de su hijo menor, agregó–: ¿Crees que te habría dejado expuesto al peligro en el ejército? ¿Qué clase de madre crees que soy?
–Entonces déjame seguir así.
–No. Hace tres años no estábamos en guerra y ahora así. Una cosa es mantenerte vigilado en tu entrenamiento y otra cosa muy diferente es vigilarte en medio de una guerra.
–La guerra nunca terminó, mamá–dijo Joseph–. Llevamos más de veinte años en este juego estúpido con Emmheria: guerra, la paz tensa, altercados políticos y luego volveremos a guerrear por cualquier estúpida excusa. Y así en un ciclo sin fin. Tal vez debas considerar otra estrategia para manejar esto como gobernante de este país, con todo respeto. Podrías casar a Tannie con la princesa enemiga y así estaríamos obligados a dejar de pelear por el bien de los nietos.
–¡Yo no me voy a casar con ninguna princesa!– tronó Jonathan, súbitamente ruborizado.
–¿Y por qué te pones rojo? ¿Te quieres casar con una plebeya, acaso?– quiso saber Joseph con una carcajada, provocando que su hermano se pusiera más rojo.
Jonathan le dio un golpe brutal en la nuca que casi lo arroja contra el escritorio.
–¡Cállate, idiota!
–¡Cállame! Uhh, te gusta una plebeya! ¡Ay!– decía Joseph, defendiéndose de los manotazos que le propinaba su hermano frente a la mirada impasible de la emperatriz.
–Creo que ya veo lo que está pasando aquí– dijo ella, logrando que sus hijos dejaran de discutir como si tuvieran ocho años–. ¿Quién es, Joseph?
–¿Quién es quién?– preguntó su hijo, acomodando su cabello y su uniforme.
–La persona que te tiene así, lo suficientemente enamorado como para querer seguir una carrera militar en medio de una guerra.
Esta vez fue Joseph quien enrojeció violentamente mientras su hermano lo miraba con diversión en sus ojos, también acomodando su uniforme.
–¡Esto no tiene absolutamente nada que ver con nadie más que no sea yo, es una decisión mía!– tronó Joseph, levantándose de la silla–. ¡Y te recuerdo que soy mayor de edad, mamá, así que puedo hacer lo que se me venga en gana, siempre y cuando no haga nada que atente contra mi cargo como miembro de la familia real! ¡Me voy a quedar en el ejército y voy a ser el militar más jodidamente perfecto que se puedan imaginar y voy a terminar esta guerra de mierda! ¡Cuente con su apoyo o no!
Hizo una pequeña reverencia hacia la emperatriz, que lo miraba estupefacta, y luego a su hermano y se retiró, dando un portazo.
–¿Quieres que vaya por él?– preguntó Jonathan, mirando a su madre de soslayo, que de pronto parecía perdida en sus pensamientos.
–No, trae papel y pluma para redactar el edicto real que le dé a Joseph su reconocimiento como heredero oficial del Barón Stella– dijo ella, mirando el anillo que traía en su mano izquierda con el emblema de la familia real–. Y dile a Messina que venga, necesito hablar con él antes de volver a la capital.
