Apenas Caesar bajó de Kiss, la embarcación de Ermes que los había llevado río arriba, había agarrado el primer caballo que logró encontrar en el puerto del lago a esa hora y comenzó a galopar desesperado hacia el este, sin esperar a nadie ni a nada, con la mente llena de imágenes de Joseph siendo mutilado y torturado. Cabalgaba ahora con desesperación por el Camino Real rumbo a Mile, pensando en pasar a su hogar para cambiar el caballo antes de reventar al que traía.
Eran como las cinco de la mañana. Llevaba un par de horas por la carretera principal cuando se desvió por el camino antiguo a sus tierras. El marquesado era accesible desde el camino real, pero Caesar conocía esas latitudes como la palma de su mano, de modo que la ruta que estaba tomando lo llevaría de forma expedita y desapercibida a la finca. Cuando el terreno se volvió pedregoso y menos transitable, se obligó a disminuir la velocidad para no sobreexigir al caballo. Los enormes árboles que bordeaban el sendero mecían sus ramas frondosas con el frío viento del este que había comenzado a soplar. Unas cuantas nubes esponjosas que acompañaron el amanecer fueron sombreadas por otras grises que anunciaban lluvia. Cerca de media hora después, una llovizna incisiva cubría el lugar y le pegaba el cabello a la cara. Estaba terminando de cruzar el viejo puente que cruzaba el río Puelo, límite natural de sus tierras, cuando se le cruzó un disparo que encabritó al caballo y que casi lo derriba.
–¡¿Quién anda ahí?!– tronó, sacando el arma del cinto y mirando a su alrededor –. ¡No tengo tiempo para esto, muéstrate!
–Hace tiempo que no te veía por acá– dijo una voz que se le hacía extrañamente familiar y que pertenecía a un hombre encapuchado que le hablaba desde la rama de un árbol.
–¿Jean?
El hombre saltó y cayó frente a él ágilmente, sobresaltando al caballo nuevamente. Se quitó la capucha y acarició al caballo para tranquilizarlo mientras el viento removía su largo pelo plateado. Jean Pierre Polnareff era algo así como hermano, prácticamente se habían criado juntos porque era hijo de la ama de llaves de la finca, la señora Helena. Caesar confiaba en él y en su familia con su vida. No se veían hace unos años, pero Jean Pierre era inconfundible aún a la distancia.
–Hola, Cae-cae–saludó con una leve sonrisa, como si se hubieran visto la semana anterior.
–¿Qué haces aquí, cómo sabías que venía?
–Intuición.
–Jean. Estoy en algo importante, no empieces con tus mierdas– espetó Caesar. Así eran ellos.
–Me llegó un mensaje. ¿Así que andas rescatando príncipes ahora? Creí que estabas tirado en un hospital.
Caesar frunció el ceño. ¿Cómo diablos se había enterado? ¿Quién le había enviado el mensaje? ¿Quién aparte del príncipe heredero sabía que Caesar estaba buscando personalmente a Joseph? Miró a su amigo con desconfianza y éste, al parecer, lo percibió porque le frunció el ceño.
–Sé lo que estás pensando y no, no soy un traidor. Mi hermana trabaja como doncella en el palacio y la princesa la envió a escondidas para acá– ante la cara de sorpresa de Caesar, Jean Pierre resopló y agregó–. Dios, llevas demasiado tiempo fuera de casa.
–¿Sherry trabaja para la princesa? ¿Nuestra pequeña Sherry?
–Tu caballo está por morirse, traje nuevos para acompañarte en tu loca misión de rescate–dijo Jean Pierre después de asentir–. En el camino te explico con más detalles, tengo entendido que no hay tiempo.
Se metió dentro de unos arbustos y al cabo de unos minutos volvió trayendo de las riendas a dos yeguas, una alazana y la otra azabache. Caesar se apeó del caballo y le quitó la montura y demases para dejarlo descansar. Dejó la montura oculta en uno de los arbustos, porque las yeguas ya estaban ensilladas.
–¿Lo trajiste del puerto?– le preguntó Jean mirando al caballo.
–Sí, después de subir por el río y cruzar el lago en barco–explicó Caesar–. Era la ruta más rápida, necesitaba llegar lo antes posible porque Jos… digo el príncipe puede estar en peligro–miró a su amigo subirse a la yegua negra–. ¿Cómo la princesa sabía que yo estaría por aquí?
–Llegó un mensaje de Kars al palacio y la princesa movió hilos rápidamente. Toda la familia está enterada de su desaparición y de hecho, fue la emperatriz la que solicitó que te unieras a la misión.
Caesar recordaba que Suzie le había dicho algo similar antes de enviarlo a encontrarse con el príncipe Jonathan. Luego recordó otra cosa y sintió un vuelco en el estómago mientras se subía a la yegua. Aún tenía vívida la imagen del dedo con el anillo imperial en la caja.
–Espera, ¿qué clase de mensaje recibió la princesa?
–Del tipo: "Hola, tengo a un príncipe del imperio y envío evidencia que sigue vivo mediante trocitos de su cuerpo, específicamente un pedazo de mano". Cielos, ¿estás bien?
Caesar había cerrado los ojos con fuerza y estaba respirando agitadamente porque le estaba costando hacer que entrara aire a sus pulmones. Cálmate, se dijo, cálmate, necesitas calmarte y pensar fríamente. Apretó la rienda hasta que sus nudillos se tornaron blancos.
–Lo estaré–respondió con los dientes apretados mientras apoyaba su otra mano en el pecho.
–¿Es la herida?–preguntó Jean y Caesar negó–. ¿Siquiera vas a decirme por qué demonios estás buscando al príncipe si aún no te recuperas? ¿Es por algo de honor o qué? Creí que odiabas a la familia real.
–No los odio–respondió Caesar con una mueca de dolor. ¿Desde cuándo respirar era tan doloroso?–. ¿Sabes o sospechas dónde tienen al príncipe?
–Por algo vine a encontrarte. Hacia el este, amigo–dijo Jean Pierre–. Resulta que el príncipe es más popular de lo que creía y bastante gente lo conoce, incluso la gente de campo. Ellos vieron algo. Ah, sí, espera, hay algo que no te he dicho–dijo, deteniendo a su amigo del hombro–. Tenemos que esquivar Mile, los emmherios tomaron la finca y tienen a tu madrastra, a mi madre y a los demás. Yo alcancé a escapar con tus hermanos pequeños y los tengo a salvo.
Caesar casi se cae de la yegua.
–¿QUÉ? ¡¿POR QUÉ NO ME DIJISTE ESO ANTES?!
–¿Porque no preguntaste primero? Tranquilo, no hay nadie en peligro inminente. Son fuertes, no les pasará nada. Sherry y mi madre están con ellos.
–¡Eso no me tranquiliza, no quiero que les pase algo! ¿Cuándo pasó esto? ¿Cuántos soldados hay? ¿Quién está al mando? ¿Dónde dejaste a mis hermanos?
–Hace un par de días, los suficientes para hacernos puré si vamos sólo tú y yo, es alguien decente para ser emmheria, están a salvo en la capilla de Greenphant– respondió Jean a todas sus preguntas–. Pero yo te sigo donde quieras, ¿eh? Si quieres vamos a rescatar al príncipe o si prefieres rescatamos Mile. Pero no podemos hacer ambas a la vez, siendo solo dos. Decídete.
Caesar podía confiar en los Kakyoin, los dueños de Greenphant. En especial en el hijo menor de la baronesa, Noriaki. Sabía también que la capilla a la que se refería Jean Pierre estaba bastante alejada de Mile, pese a que Greenphant limitaba con ésta. Sus hermanos (y herederos) estarían seguros por el momento. El problema sería Mile. ¿Cómo ayudarlos si eran solo Polnareff y él?
Tendría que pedirle ayuda al príncipe Jonathan. Éste había aceptado que Caesar se adelantara en la búsqueda de Joseph con la condición de que le informara dónde estaba una vez confirmada su ubicación, además de que Caesar conocía mejor que nadie esas tierras. Pero para enviar ese mensaje necesitaba de los pájaros de Mile. Y es posible que para rescatar a Joseph necesitara más personas. No podía hacer todo solo. No sabía cuántos emmherios había cuidándolo.
–Sí podemos– determinó Caesar al cabo de unos segundos de evaluar decisiones y consecuencias–. Tú irás a Greenphant a enviarle un mensaje al príncipe heredero.
–¿Yo?
–Como tú tienes más información de todo, ustedes liberarán la finca y luego vendrán a ayudarme a rescatar a Jose… al segundo príncipe.
–¿Ése es tu plan?
–Es el mejor que se me ocurre por el momento. ¿Dónde está el príncipe, Jean?
Jean Pierre, después de suspirar, le dio las indicaciones y Caesar hizo lo mismo a su vez respecto al príncipe heredero. Se despidieron afectuosamente deseándose suerte y cada uno partió sin mirar atrás.
Resiste un poco más, Joseph, voy por ti.
oOo
Joseph despertó al sentir un aguijonazo de dolor en su mano izquierda. Le costó unos segundos recordar que ya no la tenía y que en lugar de ella, solo había un muñón cubierto de vendas ensangrentadas. Dejó caer su cabeza con un suspiro de resignación, lo cual fue bastante estúpido porque sintió náuseas. No sabía cuántos días llevaba ahí, pero sí sabía que tenía fiebre, el cuerpo débil y que del muñón salía un olorcillo que no auguraba nada bueno. No había que ser médico para saber eso.
Al menos lo tenían en una habitación y no en un calabozo, aunque no era la más cómoda en la que había dormido, considerando que era la clase de persona que se dormía borracho en bares y tabernas de distinta clase. Qué importaba si en esa habitación adivinaba las tablas bajo el colchón cada vez que se movía o que le hubieran dado unos trapos para cubrirse del frío cordillerano o que no le hubiesen llevado un médico después de cortarle la mano con dudosas medidas de higiene: al menos veía un poco la luz que entraba por una ventana mal tapiada, no estaba maniatado y lo alimentaban lo suficiente para mantenerlo vivo pero débil en caso de que quisiera escapar.
Como si pudiera escapar con fiebre, mi brazo pudriéndose y el cuerpo adolorido de golpes, pensó cerrando los ojos porque sintió ganas de vomitar después de otro aguijonazo de dolor en el muñón.
Había perdido la orientación de dónde estaba porque los hombres de Kars lo habían trasladado constantemente de lugar. El general se había ido hace un par de días, pero lo había dejado a cargo del sádico de Kira quien, sin embargo, apenas le prestaba atención (lo cual Joseph agradecía, porque no quería perder más partes de su cuerpo) pero eso no impedía que los otros soldados lo golpearan para intentar sacarle información.
De hecho a Joseph le sorprendía que Kars no hubiese seguido intentado sacarle la ubicación de las entradas secretas a la capital, pero al parecer tenía cosas más importantes que hacer a juzgar por la rapidez con la que se había ido. ¿Qué asunto podría ser ese? ¿Habría descubierto otra forma? ¿El ejército emmherio se encontraba en marcha ya? ¿O su madre se encontraba en pie de guerra ya, defendiendo la capital? ¿Estaría Caesar peleando ya, pese a su estado?
El sonido de la puerta abriéndose lo arrancó de sus pensamientos. Cuando sintió que alguien se acercó, abrió los ojos dolorosamente.
–¿Cómo estás?–preguntó la soldado con tono genuino de preocupación.
–Podría estar peor, F.F.
–Traje comida, ¿necesitas ayuda aún?
–Por favor, todavía no me crece otra mano y la que no uso nunca es una inútil para estas cosas.
La joven lo ayudó a sentarse y a apoyar su espalda en la pared. Luego acercó la bandeja que había dejado en el suelo y le llevó una cuchara a la boca. Joseph se obligó a tragar, pese a las náuseas.
–Te ves horrible–dijo F.F–. Te traje medicina, pero debes comer primero porque es fuerte para el estómago.
–Gracias–jadeó Joseph–. Intentaré comer un poco más.
Ella se dedicó a alimentarlo por unos minutos en silencio hasta que se comió la mitad de ese guiso misterioso que no sabía tan mal como se veía. Joseph controló las ganas de vomitar todo el rato, pensando en que era casi divertido que una soldado enemiga lo estuviera alimentando y asegurándose que no muriera. Y lo hacía porque estaba harta de la guerra y solo quería volver a casa. Ni siquiera le importaba quién ganara. En ese sentido eran iguales y por eso se habían hecho algo así como amigos. O cómplices. Lo cual era genial porque justamente ella era la única que lo cuidaba.
–Abre la boca–le ordenó F.F con un frasco de vidrio en la mano. El príncipe obedeció y ella le vació un líquido asqueroso en la garganta–. Lo tuve que preparar con lo que había por acá, afortunadamente habían las hierbas que necesitaba mientras andaba de guardia.
–¿Cómo sabías cuáles eran?– alcanzó a decir Joseph entre toses y arcadas.
–¡No lo vomites!– chilló F.F. tapando su boca–. Respira profundo. Te voy a cambiar el vendaje ahora– descubrió con la mayor delicadeza la herida y una expresión sombría cruzó por su rostro.
–¿Qué tan mal está?
–Necesitas un médico, pero el capitán se niega a traer uno y nadie aquí lo es.
–Excepto tú.
–Lo poco que sé lo sé porque mi madre trabajaba para una, pero en mi país no puedo estudiar medicina sino tengo dinero o referencias.
–Te diría que en Aukaestria es diferente, pero no es así. Gracias a ti estoy vivo, así que si sobrevivimos, prometo darte una beca en la escuela de medicina.
F.F sonrió mientras le advertía que le dolería antes de limpiar la herida y presionar para que saliera un poco de pus. Todo eso lo hizo sin una muestra de asco, pero Joseph, que había visto a Caesar hacer cosas peores en la guerra, no pudo evitar arrugar el ceño al mirar su brazo.
Irremediablemente sus pensamientos se fueron al rubio al sentir otro pinchazo de dolor, a estas alturas pensar en Caesar era una medida para protegerse del dolor físico. Evocó la sensación de acariciar su cabello, de tocar su mano, de abrazarlo, de besarlo y de pasar las yemas de sus dedos por su espalda. Si se concentraba incluso podía recordar la sensación y el olor al sumergir la nariz en su cuello. Suspiró. De pronto sintió mucha desazón. Quería verlo una vez más, necesitaba verlo una vez más, confirmar que lo que se habían dicho y hecho de verdad había pasado y no era producto de su imaginación.
Maldito momento el que habían elegido para ser sinceros, su historia iba a terminar antes de haber empezado siquiera.
–¿Qué mierda pasa?– escuchó decir a F.F seguido del ruido del arma.
Abrió los ojos y vio a la soldado en cuclillas con el rifle en las manos, mirando sigilosa por las rendijas de la ventana. Joseph se bajó de la cama en silencio y gateó hasta ella, apoyando el codo izquierdo en el suelo para no hacerse daño. A lo lejos escuchó disparos y algunos gritos. Como no sabía cómo era el terreno, no podía calcular a cuánta distancia estaban según el sonido, pero sonaba lejos.
–¿Ves algo?
–No. Ten– F.F le pasó un cuchillo del caza del cinturón–. Sabes usarlo, me imagino.
–No llegué a coronel por nada, pero… soy zurdo, ¿lo olvidas?.
–Demonios.
Alguien irrumpió en la habitación, sobresaltándolos a ambos. Era el capitán, que estaba bajo las órdenes de Kira. Joseph se apresuró en esconder el cuchillo dentro de la manga.
–Fighters, toma al prisionero y llévatelo de aquí.
–¿A dónde, capitán?
–Donde está Pendleton. Llévatelo, ahora. Y protégelo con tu vida si es necesario. Nosotros distraeremos al enemigo.
–¿Quién nos ataca? ¿Cómo sabían que estábamos acá?
–No lo sabemos–gruñó el hombre–. Los caballos están detrás, Fighters
¿Pendleton? ¿Por qué el nombre le sonaba a Joseph? Pero no tuvo tiempo para pensarlo, porque F.F lo obligó a moverse rápido por la casa (ahora se daba cuenta que era una casa grande) detrás de su superior, que iba con el arma en una mano y la espada en la otra. La emoción del momento y la medicina habían logrado despejarle la bruma de la fiebre y tenía bien sujeto el cuchillo en caso de cualquier cosa.
Salieron de la casona por la cocina y doblaron hacia el poste donde estaban atados los caballos. El capitán se quedó observando y escuchando su entorno, mientras F.F ayudaba a Joseph a subir al caballo y lo ataba a la altura de los codos con una mirada significativa. Gritos, balazos y uno que otro golpe de espada se escuchaba a lo lejos y se acercaban más. F.F se subió a otro y una vez el capitán le dio la coordenadas del lugar donde debían llegar, tomó las riendas del caballo de Joseph y salieron cabalgando rápidamente hacia el norte, siguiendo la huella que estaba cerca.
–Por un momento pensé que matarías al capitán o a mí para escapar–gritó F.F. hacia atrás apenas la casona dejó de verse.
–Soy zurdo–gritó Joseph por milésima vez desde que se conocían, mirando su entorno para saber dónde se encontraban–, no soy hábil con la mano derecha. Además, me caes bien, Fighters. Por cierto, ¿de verdad ese es tu apellido?
–Me llamo Foo Fighters, en realidad. Por eso prefiero que me llamen F.F.
–Entonces, ¿cuál es el plan, Foo Foo?
–No me llames así–gruñó la soldado, disminuyendo la velocidad–. El plan es alejarnos lo que más podamos de esto y cuando estemos fuera de peligro, dejarte ir. Debe estar todo el reino buscándote si es verdad que eres un príncipe y todo eso. Podría dejarte con alguien de confianza que te lleve de vuelta al palacio.
–No soy el príncipe favorito y no creo que haya alguien en quien confíe actualmente, aparte de ti, Foo Foo.
–Me conmueve tu confianza–dijo ella con sarcasmo–. También pensé en quedarnos en la cabaña, pero no estaba segura si el ataque era para rescatarte o no– dijo deteniendo la marcha y cortando las amarras del príncipe–. La otra alternativa es que podemos escondernos cerca y saber quiénes atacaron. Si son de los tuyos, podrías obtener atención médica prontamente, ¿sabes? Realmente estamos a la mierda de todo y no sé qué tanto aguante tu herida con la medicina que te di. Así que, dime tú, ¿qué prefieres?
–¿Y si son soldados aukas que no saben quién soy?
–Los matamos–dijo ella, sacando su espada con una mirada asesina.
–Foo Foo.
–Bueno, bueno, los reducimos–dijo ella, llevando al caballo lejos de la huella–, aunque no sé cómo mierda haremos eso si estás lisiado y además inútil.
Joseph estaba por seguirla cuando sintió el crujido de una rama quebrarse y entre la espesura del bosque apareció un jinete encapuchado apuntándolos con un arma. F.F también lo apuntó con su rifle y de pronto Joseph se encontraba entre ambos, analizando las posibilidades de escapar con la menor cantidad de heridas posible. ¿Cómo demonios no lo escuché acercarse?. Tenía el cuchillo listo para ser lanzado, pero no sabía que tan certera sería su puntería con la mano derecha.
–Baja el arma, soldado–dijo el jinete encapuchado con voz autoritaria.
Joseph casi bota el cuchillo al escuchar esa voz.
No puede ser… ¿estoy alucinando?
–¿Caesar?– jadeó, pero nadie lo escuchó.
–¡Soldado, baja el arma o disparo!– gritó nuevamente el jinete.
–¡Escucha, imbécil, la próxima vez que me amenaces, hazlo con un arma más grande!– dijo F.F, liberando el seguro del rifle militar.
–¡No, no, alto!– exclamó Joseph levantando los brazos–. ¡Bajen el arma los dos! ¡No es lo que parece! ¡Caesar, ella me está protegiendo; F.F, es amigo, no enemigo! ¡BAJEN EL ARMA LES DIGO, MIERDA!
El jinete se quitó la capucha con la mano libre, dejando libre su cabellera desordenada y rubia. Tenía barba de pocos días marcándole el rostro delgado y ceñudo con el que miraba a F.F, bajando el arma lentamente. Joseph supo que estaba muy enamorado y/o afiebrado porque al verlo así, salvaje y en modo asesino, sintió deseos de correr a sus brazos y agarrarlo a besos. Pero Caesar no lo miró, seguía con la vista pegada en F.F. Y ésta aún no se fiaba, porque no bajaba el rifle. Joseph la entendía, o sea, ¿cómo demonios los había seguido sin hacer ruido? ¡No había ni nieve a esa altura! Pero el príncipe sabía que Caesar era un hábil jinete y silencioso como una sombra si conocía el terreno. Espera, ¿si conocía el terreno? ¿acaso Caesar sabía dónde mierda estaban?
–¡FooFoo, baja el arma! Te prometo que es amigo.
–Amigo se queda corto–dijo Caesar aún sin mirar a Joseph–. Soldado, suelta el arma. Por favor–añadió–. ¿Estás bien, Joseph?
–No me estoy muriendo–respondió, obligándose a no sonreír por la gracia que le dio lo del "amigo se queda corto".
Se acercó a su amiga y le bajó el rifle con delicadeza mientras ella fulminaba con la mirada al rubio que, a su vez, la miraba ceñudo. Cuando logró que F.F se calmara, conectando su mirada con ella y dándole la seguridad que estaban a salvo, volvió a mirar a Caesar. No pudo evitar sonreír cuando él le devolvió la mirada, anhelante y chispeante, pese a que se mantenía serio y con el cuerpo tenso, como si no supiera qué hacer a continuación. Joseph sentía que habían pasado años desde la última que se habían visto y allí estaban, sólo mirándose a unos metros de distancia.
–¿Es de confianza?–preguntó Caesar refiriéndose a F.F, interrumpiendo el silencio eterno.
–Me salvó la vida, así que…–
Pero no alcanzó a terminar de hablar cuando Caesar acortó la distancia entre ambos y lo atrajo hacia sí para estrecharlo delicadamente en sus brazos.
–Sólo tú podrías hacerte amigo de una soldado enemiga estando prisionero–le susurró cerca del oído.
–Ya me conoces, soy muy querible.
–Insistente e insoportable, eso eres.
Caesar tomó su rostro con delicadeza y posó sus labios en los de Joseph, ignorando el gesto de sorpresa de F.F. Joseph cerró los ojos ante el contacto, sintiendo cómo el pulso se le aceleraba y el pecho se le llenaba de suspiros. Antes de que el beso se profundizara más, Caesar se apartó y lo besó en la frente.
–Tienes un poco de fiebre–le dijo, mirándole los ojos y luego su antebrazo, que Joseph intentó ocultar, pero Caesar fue más rápido y lo tomó para revisar la herida–. Me temo que se ha infectado, pero esperaba que estuviera peor.
–Foo Foo me cuidó.
–¡Deja de llamarme así!– exclamó la soldado, ruborizada y mirando hacia otro lado desde hace un rato, seguramente para darles privacidad–. Hice lo que pude, pero necesita un médico.
–Yo soy médico militar y puedo asegurar que de no ser por ti, estaría peor. Gracias, soldado– dijo Caesar poniendo el vendaje en su lugar–. Pero tienes razón, debemos llevarte a un lugar donde podamos hacer algo más y acá no tengo todo lo necesario, solo analgésicos y antipiréticos, que me imagino ella ya te dio.
–¿Un líquido asqueroso que casi me hace vomitar? Sí.
Caesar acarició su mejilla con dulzura y F.F tuvo que apartar la mirada de nuevo, fastidiada.
–¿Creen que pueden, no sé, aguantarse las ganas de ponerse románticos hasta que ése reciba atención médica profesional?– inquirió–. ¡Estamos en guerra!
–Vamos entonces–dijo Joseph, enfilando su cabalgadura hacia el norte–. Espera, ¿a dónde vamos?
–A mi casa– dijo Caesar, apurando el paso de su yegua para ponerse delante de los otros dos–. Rápido, vamos.
