Caesar tocó la puerta de la oficina de Messina, el general, y no pasó hasta que escuchó un "adelante" desde adentro. Grande fue su sorpresa al ver a Joseph ahí y que se puso aún más rígido al verlo.
–Capitán Zeppeli, que bueno que llegó– dijo el general, mientras Joseph lo saludaba milatarme–. Eso no es necesario, Stella, ahora tienen el mismo rango.
¿Qué?
–Ah, sí, cierto, es la costumbre– dijo Stella, dejando el saludo–. Buenos días, capitán.
Caesar apenas lo miró y dirigió sus ojos hacia el general, como pidiendo explicaciones.
–La Corona ha reconocido a Stella como heredero legítimo del barón, así que, como ahora es noble y considerando sus aportes como soldado, se ha decidido ascenderlo a capitán.
–Con todo respeto, señor, creí que partiría como teniente o subteniente– dijo Caesar–. Él no tiene la preparación suficiente para ser capitán aún.
–Quedará bajo tu supervisión un tiempo para que le enseñes sus nuevas responsabilidades– explicó Messina–. Después se le asignará un nuevo grupo que quedará a su cargo.
–¿Y cuánto tiempo tengo para hacer milagros?
Su superior se rió con suavidad, pero el flamante nuevo capitán no, solo emitió un sonido de molestia. Bien, pues que se aguantara.
–Un par de semanas, Zeppeli. Luego se irán con sus respectivos soldados hacia su siguiente misión– informó Messina.
Caesar tomó el papel que le ofreció el general y escudriñó las indicaciones. Su misión era apoyar en el frente sur en la batalla que se avecinaba, lo de siempre. La de Joseph era lo mismo pero un poco más al norte. Caesar frunció el entrecejo, era demasiado para un capitán novato. Pero según el papel decía que el general Straizo estaría a cargo; no lo conocía en persona, pero sabía que era un tipo con experiencia. Supongo que en ese caso el idiota estará bien, pensó, mientras le pasaba el papel a su compañero.
–¿Alguna duda?– preguntó Messina cuando Joseph terminó de leer–. ¿Queja, inquietud?
–No, señor– dijeron ambos capitanes.
–Retírense entonces.
Caesar hizo una leve inclinación de cabeza y salió, seguido de cerca por Joseph. La última vez que habían estado tan cerca había sido hacía tres semanas, cuando le había llegado la noticia de la muerte de su padre y Joseph se había empecinado en no dejarlo solo. Incluso lo había acompañado hasta su habitación para asegurarse que llegara bien, ya que habían bebido bastante. El recuerdo de la mano de Joseph en su mejilla mientras había derramado una lágrima en un momento de debilidad lo atormentaba desde entonces. También el recuerdo de haberse mirado a los ojos demasiado tiempo, demasiado cerca. Esos ojos turquesa se le habían quedado grabados en la retina y pensar en ellos, curiosamente, le aliviaba un poco el dolor de perder a su padre, como si lo hiciera un poco más soportable. No entendía por qué y tampoco quería averiguarlo.
Así que el permiso que había solicitado para hacerse cargo del funeral de su padre y de la finca fue muy necesario para no pensar ni en la muerte de Lord de Mile ni en el idiota de Joseph Stella. Durante tres semanas organizó el funeral, hizo los trámites respectivos para hacerse cargo de la finca, revisó los negocios y las tierras, leyó y firmó papeles varios, compartió con sus hermanos pequeños y dejó todo marchando para volver al ejército a hacer lo suyo. Lady Giulia, su joven madrastra, lo había atendido muy bien, pese a que había insistido en que debía casarse. Pero Caesar le había dicho que mientras eso no pasara, sus herederos serían sus hermanos y ella y que jamás nada les faltaría. Ella se lo había agradecido, pero le había dicho:
–No lo digo por la herencia, milord. Sé que nada nos va a faltar, si te digo que te cases es para que no estés tan solo.
–Si me casara, sería mi esposa la que estaría sola siempre debido a mi trabajo. Y si no me caso y me muero, el título pasará a Chiara. No veo ningún apuro ni tengo ningún interés en casarme.
Lady Giulia no se había rendido, sin embargo, y durante su estadía le estuvo hablando de las señoritas nobles de la región, de sus cualidades, edades y gustos. Caesar la había oído, pero no escuchado realmente, porque estaba sumergido en documentos oficiales, leyendo y lacrando papeles con el sello oficial de su padre mientras solicitaba en la capital el propio con el emblema de la casa. Terminó prometiéndole a su madrastra que lo pensaría y ella se había quedado contenta y por fin lo había dejado en paz los últimos días.
Pero la paz no duró mucho, porque cuando volvía al regimiento sintió un dolor en el estómago cuando uno de los soldados de la entrada había mencionado el nombre de Joseph Stella al pasar. Sólo recordar la última vez que se habían visto lo hacía sentir descompuesto. En la cabalgata hacia las caballerizas se había enterado que lo habían reconocido como hijo legítimo y ahora era un noble como cualquier otro. Así que gracias a la gente chismosa, cuando Messina le informó del cambio de status de Joseph no se sorprendió.
Lo que no se esperaba era que le dieran el rango de capitán. ¡Capitán! Sabía que el idiota era un militar talentoso, pero era eso: un idiota. Además, reacio a seguir órdenes, ¿cómo se supone que iba a tener gente a su cargo y mantenerlos con vida en medio de una guerra?
Tú debes lograr eso, se dijo. Tenía dos semanas para hacerlo un capitán decente, por el bien de los infelices que estarían bajo su mando. Se giró a mirarlo, ceñudo, porque el tipo venía siguiéndolo.
–¿Por qué rayos me vienes siguiendo, Stella?– le preguntó y el tonto terminó chocando con él al detenerse abruptamente.
¿Acaso ese idiota había crecido un poco más esas tres semanas? Caesar no era un hombre bajo ciertamente, pero Joseph lo pasaba por unos diez centímetros ahora. Cometió el error de alzar la vista y quedarse mirando esos bonitos ojos por una fracción de segundo, lo que le trajo el recuerdo de una impertinente mano secando una aún más impertinente lágrima.
Se separó de inmediato.
–L-lo siento, es que quería preguntarte cuándo comenzaba el entrenamiento, señor– dijo el nuevo capitán, apartando la mirada y con un ligero sonrojo.
¿Joseph Stella estaba avergonzado? Eso sí es nuevo.
–Stella, llegué apenas hace unas horas, tengo otros asuntos que atender. Te buscaré mañana.
–Pero…
–Otro te puede enseñar lo básico hoy. Le pediré a la teniente Quattro que lo haga. La buscaré y le pediré que envíe a buscarte.
Se dio la media vuelta para seguir con su camino, pero al cabo de unos segundos escuchó los pasos vacilantes de las botas de Joseph detrás de él, de modo que se giró a encararlo.
–¿Por qué estás siguiéndome ahora?
–No lo hacía, voy a mi despacho– ante la mirada estupefacta de Caesar, Joseph añadió–. El general Messina me dijo que como capitán me habían asignado despacho. Como asumo que usted va para allá…
Caesar rodó los ojos y continuó con sus zancadas por el pasillo hasta las escaleras. Bajó rápidamente hasta el segundo piso donde se encontraba su oficina. Gran sorpresa se llevó al ver que, bajo la placa de la puerta que señalaba su nombre, habían añadido otra con el nombre del idiota que venía detrás de él.
–Esto debe ser una broma.
–Nice, nice, very nice!–exclamó Joseph a su lado, después de una carcajada–. Ahora sí tendrás tiempo para enseñarme, no tienes excusa ya que compartiremos oficina.
–¿Por qué de pronto me estás hablando tan informalmente, Stella?–gruñó Caesar.
Joseph se inclinó demasiado hacia él provocando que la piel del cuello se erizara y un calor desagradable se instalara en su estómago.
–¿No es hora ya de que nos volvamos más cercanos? De todas maneras compartiremos el mismo espacio y tenemos el mismo rango.
Caesar lo fulminó con la mirada y entró a su oficina a zancadas, mirando el otro escritorio que habían puesto justo al suyo. Tragó saliva antes de sentarse y revisar papeles, preguntándose de quién había sido la genial idea de hacer que él y Joseph compartieran oficina.
oOo
Las siguientes dos semanas fueron tortuosas. No porque Joseph fuera un pésimo estudiante (todo lo contrario, el bastardo era bastante inteligente), sino porque parecía verlo en todas partes. Si Joseph fuera como Suzie Quattro, la teniente, no tendría problemas, pero el infeliz era malditamente molesto todo el día, desde que se levantaba hasta que se acostaba. Siempre estaba de buen humor, siempre le sonreía, siempre le estaba haciendo comentarios coquetos que no hacían más que ponerlo nervioso y que aumentaran exponencialmente las ganas de golpearlo.
Así que, para vengarse, intentaba dejarlo agotado en el entrenamiento, ya sea el físico como el administrativo, porque Joseph muy noble sería, pero Caesar no era esa clase de personas que lo trataría de forma diferente (es más, le exigió el doble). Al cabo de esas dos semanas Joseph no solo había resistido todos los desafíos que Caesar le pusiera, sino que además había aprendido rápido y bien lo que necesitaba. Quizás un poco más. Pero eran esperables esos resultados: Caesar lo hacía trabajar y entrenar desde el amanecer hasta el anochecer. Era la manera perfecta de mantener a raya esa incómoda sensación de cuando Joseph se acercaba mucho.
Pero por fin las dos semanas se habían acabado. Era la última noche antes de que ambos capitanes partieran y Caesar decidió que era un buen momento para tomar un largo baño de tina en el baño privado que tenían los oficiales de ese piso. Había que aprovechar de usar instalaciones cómodas antes de tener que lavarse en ríos y esteros. Así que, ahí estaba, disfrutando de una cómoda tina, con agua deliciosamente tibia, la cabeza reclinada hacia atrás y un cigarrillo en la boca. Llevaba cerca de veinte minutos sumergido en el agua y tratando de no pensar en su padre ordenando en su cabeza el itinerario del día siguiente, cuando sintió la puerta abrirse. ¿Qué carajos, no que la había cerrado con llave?
–Mujer de fuego en la oscurid… ¡oh, lo siento!– dijo Joseph, frenándose al ver a Caesar y mirando al techo.
–¿Qué demonios haces aquí, Stella?
–Venía a bañarme, pero no sabía que estabas aquí, tuvimos la misma idea, ¿eh?– le respondió Joseph, sin dejar de mirar el techo.
–Dejé la puerta con seguro.
–Como si eso me fuera a detener– rió Joseph, sentándose en una de las bancas que había ahí y dejando como si nada las cosas que traía en la mano–. Debo decir que hace mucho tiempo que no veía un baño tan lujoso como este. Tiene sus beneficios ser oficial, cuando estaba bajo tu mando me tocaba ducharme como todos los demás. No es que me esté quejando, ¿eh? Pero esto está mucho mejor, me recuerda al baño que tenía en casa.
–Dudo mucho que el viejo barón tenga un baño así, considerando que sus tierras se encuentran en sequía severa hace años– dijo Caesar, viendo como las mejillas del otro se ruborizaban–. ¿Nunca has estado en la casa de tu padre, verdad?
–Eso es, jeje, claro, nunca he ido–dijo su compañero, rascándose nerviosamente la cara–. Esta es definitivamente mi primera vez en un baño lujoso y privado, jeje.
–Sería privado si hubieses respetado la puerta cerrada. Tú no tienes concepto de la privacidad– dijo Caesar, apagando el cigarro en el cenicero que tenía en un taburete junto a la tina.
–Por mí no te preocupes, tú báñate tranquilo que yo espero que te desocupes y entonces me baño yo. Ahora, si quieres ayuda…
–No, gracias, ya terminé– lo interrumpió Caesar con las manos en el borde de la tina para impulsarse para salir. Pero recordó que estaba desnudo y se detuvo. No es como si le diera vergüenza mostrar su cuerpo frente a los demás, pero frente a Joseph era otra cosa. No estaba muy seguro de por qué.
Genial, iba a tener que humillarse pidiéndole algo al idiota. Pero iba a ser más humillante si lo veía desnudo, así que optó por la humillación menor
– Stella.
–¿Sí?
–¿Puedes voltearte, por favor?
Una sonrisa sorna se formó en el rostro de Joseph.
–¿Es broma?
–No. O tápate los ojos, no sé. Sólo serán unos segundos.
–¿Eres pudoroso con tu cuerpo, capitán?
–¡Claro que no!– exclamó Caesar más fuerte de lo que pretendía.
–Entonces sólo sal, no es como que vaya a ver algo que no haya visto antes…
Caesar abrió los ojos y un violento rubor cubrió sus mejillas. ¡¿Cuándo lo había visto desnudo?! ¡¿Acaso lo había espiado?! Porque jamás él se había paseado desnudo frente a sus subordinados.
–... en otras personas o en mí mismo– agregó Joseph en una carcajada, como si adivinara su pensamiento–. No eres el primer cuerpo desnudo que veo, Caesar, no le des tanta importancia. ¿O acaso te sientes acomplejado por algo?
Caesar estiró el brazo, tomó la jarra de metal que había estado usando y se la arrojó a la cabeza. Mientras Joseph la esquivaba y gritaba del susto mientras shacía un estruendo por el ruido metálico y el eco, Caesar salió del agua velozmente, le dio la espalda y se cubrió con la toalla que tenía cerca, atándola a su cintura.
–¿Estás loco? ¡Casi me matas!– chilló Joseph, recogiendo la jarra.
–Qué exagerado– dijo Caesar, cubriéndose con la bata y cerrándola con un nudo en la cintura–. Disfruta tu baño, Stella.
Se calzó las zapatillas, tomó su ropa y cuando pasó por el lado de Joseph no vio el charco que había dejado la jarra al caer y resbaló. Todo pasó muy rápido, porque estiró el brazo por reflejo para agarrarse de algo, pero no había nada y de pronto, en lugar de azotarse la cabeza contra el piso, se encontró golpeándose contra algo menos duro. Dos brazos fuertes lo sujetaron de los hombros y de la cintura.
–¿Estás bien?
Caesar alzó la vista y se topó con la mirada preocupada de Joseph y por unos pocos segundos se perdió en esos ojos. Luego su cerebro volvió a funcionar y notó que no sólo Joseph lo tenía aprisionado en sus brazos, sino que él mismo se había aferrado a su cintura para no caerse. Se apartó enseguida, resbalando un poco al hacerlo.
–Estoy bien, gracias.
–Ten cuidado, está mojado…
–Ya me di cuenta–gruñó Caesar. Luego suspiró–. Gracias.
Se alejó de ahí sintiendo su corazón desbocado en el pecho.
oOo
Esto estaba mal.
Caesar lo sabía, maldita sea, mientras cabalgaba por el bosque con la espada en mano. Algo había salido mal, pero no sabía qué porque estaba muy lejos de la batalla.
De alguna manera el enemigo se había enterado que Caesar y sus soldados iban en camino a apoyar a la general Creedence, porque no habían alcanzado ni a llegar cuando los habían atacado. La teniente Quattro y él habían logrado organizar a la gente y evitar pérdidas, pero los emmherios eran demasiados, de modo que tuvieron que dividirse en dos grupos. Y es por eso que él cabalgaba por el bosque a la cabeza de unos veinticinco soldados, tratando de aumentar la distancia entre ellos y el enemigo.
–¡Capitán!–gritó Costello a su lado– ¡Más allá hay un roquerío, podemos ocultarnos ahí y pelear!
–¿Qué tanto más allá?!
–¿Qué tanto más allá, Rudolf?– gritó ella.
–¡Unos dos kilómetros o menos!– se escuchó la voz de Stroheim detrás.
–¿Cuántos hay persiguiéndonos?– preguntó Caesar a gritos.
–¡Smokey dijo que tantos como nosotros hace un rato!– dijo Stroheim–. ¡Los otros deben estar siguiendo a la teniente Quattro!
–¡A correr entonces, los caballos aguantan!– gritó Caesar, azuzando a su yegua.
No pudieron avanzar mucho más, porque sintieron disparos cerca de ellos. Caesar les gritó que se dispersaran en parejas y que llegaran al roquerío lo antes posible. Costello dio un toque con la trompeta que llevaba para indicar las instrucciones y se separaron del resto hacia el oeste. Cabalgaron por unos diez minutos hasta que un disparo aparecido de la nada derribó al caballo de Costello.
¿Cómo mierda los alcanzaron tan rápido? ¿Por qué estaban tan decididos a atacarnos?
–¡Costello!– gritó Caesar, deteniéndose.
–¡Capitán, huya!– gritó ella desde el suelo. Tenía una pierna debajo del caballo y una mueca de dolor le atravesaba la cara.
Caesar sacó la espada y la enterró en el caballo para que dejara de sufrir y de moverse. Después la envainó y trató de sacar a Ermes, pero ella se quejó audiblemente. Sentía jinetes y disparos acercándose. Necesitaba más manos para poder mover al caballo y sacar a la Ermes. Ésta le murmuraba que la dejara ahí, pero él se negaba a hacerlo. ¿Cómo podría? Después de analizar el pequeño claro en el que se encontraban, rodeados de robles y peumos, tomó una decisión.
–Ermes– era la primera vez que la llamaba por su nombre–. No te dejaré sola, pero desapareceré unos minutos. ¿Estarás bien?
–Me entrenó bien, cap– dijo ella, tratando de moverse–. Creo que no tengo nada roto.
–No te muevas, lo más probable es que sí te hayas roto algo, fue dura la caída–dijo Caesar, revisando la alforja del caballo muerto–. Y no sé dónde está Higashikata para ayudarte. Quédate quieta
Josuke Higashikata era el oficial médico (en entrenamiento), un muchacho de unos dieciséis años que iba acompañado siempre de Mark Meine (recién salido de la academia). Como eran dos, cada uno se había ido con un grupo cuando se separaron la primera vez: Higashikata iba con ellos. Pero ahora no sabía dónde andaba. Esperaba encontrarlo en el roquerío si él y Ermes lograban sobrevivir.
–¡No irá a buscarlo!– exclamó la muchacha.
–No por ahora, enfoquémonos en vivir, ¿de acuerdo?– dijo el capitán, sacando una espada corta de la alforja para pasársela desenvainada a su soldado–. ¿No tienes otra pistola?
–Prefiero la espada. No necesito recargarla a cada rato.
Caesar asintió y se subió a su caballo.
–Trata de no hacer ruido, estaré cerca.
Cabalgó unos metros y ocultó a su caballo detrás de unos frondosos arbustos. Trepó un robusto roble para tener una mejor visión del perímetro: desde donde se encontraba podía ver perfectamente a Ermes. Desde el norte (o sea, su izquierda) aparecieron unos cinco soldados a caballo, con pistolas en una mano y la espada en la otra. Contra cinco, podía si se sumaba el factor sorpresa. Disparó al que tenía el fusil. Mientras los soldados enemigos miraban tratando de definir de dónde había venido el disparo, Caesar cargó rápidamente la otra bala y volvió a disparar. Dos menos. No podía disparar más porque los tipos ya habían averiguado su posición y le estaban apuntando, de modo que saltó del árbol sin dudar, cayendo con agilidad.
–¡Mátalo, mátalo!
–¡No lo veo, saltó!
Caesar acortó la distancia ocultándose entre los árboles y saltó sobre una soldado, que cayó al suelo con un golpe sordo. Él se levantó en un segundo y la remató con la espada. Los otros dos soldados lo atacaban con sus espadas también y Caesar se encontraba en desventaja al estar de pie. Esquivó un golpe, sacó un cuchillo del cinturón y se lo clavó a un caballo, que derribó a su jinete al pararse en dos patas.
A lo lejos escuchó gritos y más disparos. Mierda, tenía que terminar con esto ya, pero el jinete que quedaba era hábil y el que había caído estaba dándole batalla con su espada también. Caesar se giró, pateó al menos hábil en la rodilla y estaba por clavarle la espada al otro, cuando una mancha azul se le cruzó y se le adelantó, ocupando su lugar.
–¿QUÉ MIERDA HACES AQUI?– alcanzó a gritar cuando lo reconoció.
Pero Joseph no le respondió y en un par de toscos movimientos, clavó la espada en el vientre del enemigo. Caesar hizo lo mismo con el otro y de pronto estuvo mirándose cara a cara con el idiota de Joseph. Se veía agitado, cubierto de sangre y tierra y con una feroz expresión en su mirada.
–¿Qué mierda haces aquí?– repitió Caesar, jadeando.
–Se dice de nada– dijo Joseph, respirando con dificultad–. ¿Dónde está tu caballo? ¿A dónde ibas? ¿Dónde están los demás?
–Ven.
Sabía que no valía la pena discutir con él en ese minuto. Llamaron a sus caballos con un silbido, montaron y Caesar lo guió hasta Ermes quien, sorprendentemente, había matado a un soldado que yacía tirado sobre el caballo, ejerciendo más peso.
–¡Oh, no, Ermes!– dijo Joseph, apeándose de un salto.
–Hola, JoJo–lo saludó ella con voz vacilante.
–Ayúdame a sacarla– pidió Caesar, ya al lado de ella–. Yo levanto y tú la mueves, ¿está bien?
Joseph asintió. Caesar tomó aire y levantó al animal mientras el otro tiró a Ermes con nada de delicadeza en los breves segundos que le dio Zeppeli. Pero no fueron suficientes: Ermes pegó un grito cuando el caballo volvió a caer sobre ella a la altura de la rodilla.
–¡Mierda!– dijeron los dos capitanes a la vez
–Perdón, querida–dijo Joseph–, debí hacerlo más rápido.
–Yo la saco– dijo Caesar, sintiéndose ligeramente culpable–, tú levanta al caballo esta vez.
Así lo hicieron y lograron sacar a la soldado. Revisaron su pierna y no se veía tan mal, solo un poco hinchada, pero Ermes sudaba y se veía pálida. Caesar estaba en cuclillas, con las manos listas para levantarla, cuando ella chilló de nuevo.
–¡No te hice nada!– gritó Caesar.
–¡Es JoJo!
Caesar miró a su compañero, que estaba de rodillas y respirando con dificultad: una oscura mancha le estaba cubriendo el uniforme rápidamente a la altura de las costillas. ¿Estaba herido? ¿En qué momento? ¿Dónde? ¿Por qué sangraba tanto? ¿Qué mierda hacía ahora con dos heridos?
Hay dos caballos. Piensa, Caesar, piensa.
Pero Joseph ya se veía más pálido y Caesar sintió un vacío en el estómago. Los ojos turquesa de Joseph se veían opacos. Se asustó. Estiró una mano para tocarlo y de pronto el hombre cayó en su regazo.
–¿Joseph?
–Lo siento, Caesar.
oOo
Una semana después, Caesar entró con furia en el despacho de Messina, con un documento que prácticamente le lanzó al escritorio.
–Buenos días para ti también, Caesar– dijo el coronel, apenas levantando la vista de un mapa que leía y que ahora estaba cubierto por el papel que se veía oficial.
–Necesito que firme eso– pidió el capitán–. Por favor.
Messina tomó el papel, lo leyó y frunció el entrecejo. ¿Una solicitud para la Academia de Medicina?
–¿Es una broma?
–Nunca hago bromas.
–Nunca te interesó la medicina antes.
–Ahora sí, viendo que los oficiales médicos que tengo son unos inútiles.
–Capitán, tú y los oficiales médicos hicieron lo que pudieron con Stella y Costello… no fue culpa de nadie.
–¡Lo que le pasó a Joseph y Costello fue porque nos interceptó el enemigo, no recibimos apoyo y mi oficial médico es un niño de dieciséis años que apenas sabe dónde está el norte!
Su aprendiz lanzaba chispas por la mirada. Fue casi como verlo a los doce cuando le dijo a él y a su padre, Lord Zeppeli, que quería ser militar también.
–Son tres años de entrenamiento básico, muchacho. Cinco si quieres especializarte de verdad. Te necesito aquí esos tres años, no allá abriendo cadáveres.
–Mire, coronel. O me firma esto o buscaré a otro superior que lo haga. Pero no voy a permitir que algo así ocurra de nuevo. No si estoy a cargo.
Messina, derrotado, firmó el papel y estampó su sello. Pero se dio cuenta de algo que nunca había pasado antes. Le tendió el documento a Caesar y este lo tomó, pero el coronel no lo soltó.
–Me alegra que hayas hecho amigos, Caesar.
–¿Qué?
–Me refiero al capitán Stella, ya hasta lo llamas por su nombre.
Caesar abrió mucho los ojos, sorprendido, mientras Messina le daba una mirada divertida. El capitán abrió la boca para decir algo, pero luego lo pensó mejor y no dijo nada. Ofuscado, le arrebató el papel y se retiró sin despedirse.
