Cuando Joseph recuperó la conciencia, se encontró en una cama de hospital, rodeado de susurros y quejidos ocultos detrás de cortinas grises. Se estiró dolorosamente para poder sentarse y servirse un poco de agua, pero en ese momento el enfermero lo vio y lo reprendió.

–Tengo sed– se quejó.

El enfermero le sirvió una vaso de agua y se lo pasó. Luego le quitó las mantas y procedió a revisarlo.

–Disculpa, ¿vino alguien a verme?

–No, capitán.

Eso lo sorprendió. Quizá la noticia de su herida aún no llegaba a Messina y, por ende, tampoco a su familia. Lo alegró, ya que no quería preocuparlos o que le exigieran nuevamente que se retirara del ejército.

–¿Dónde están el capitán Zeppeli y Costello?

–La soldado Costello se encuentra estable, sigue hospitalizada y el capitán Zeppeli no sufrió grandes daños, pero no sé dónde se encuentra actualmente. ¿Necesita averiguarlo?

–Por favor. Ah, ¿y el resto de los soldados?

–Todos se encuentran bien, no hubo bajas.

–Qué bueno.

El enfermero asintió y se fue, no sin antes anotar algunas cosas en la ficha médica del paciente. Joseph dejó el vaso sobre la mesa de su costado y no alcanzó a acostarse nuevamente, cuando apareció la teniente Quattro.

–Oh, hola teniente.

–Capitán– saludó ella, con una inclinación–. Vine a ver cómo estaba.

–Con dolor, pero el enfermero ya se fue, mejor pregúntele a él– dijo Joseph–. ¿Ha visto al tonto e imprudente capitán Zeppeli?

–Sí– dijo ella, vacilante–. El capitán me dejó a mí a cargo de su tropa, puesto que… volvió a la capital. Y no regresará pronto.

Joseph la miró, extrañado. La teniente suspiró.

–El capitán se fue a estudiar medicina, señor. No volverá en unos años, ya que necesita recibir su entrenamiento como médico militar.

Joseph se sintió vacío, extrañamente hueco, como si le faltara un órgano, pero aún así funcionaba. Y fue una sensación que no se apartó de su lado, hasta un año y medio después cuando vio a Caesar Zeppeli de nuevo. Joseph se encontraba de permiso, de modo que decidió visitar a su familia un par de días (en parte porque los extrañaba y en parte para no olvidar quién era) y luego se vistió con ropa común y salió a recorrer su enorme ciudad, infiltrándose entre la gente común como tanto le gustaba hacer.

En sus andadas por los barrios populares, se encontró con un amigo a quien no veía desde hace un par de años, Muhammad Avdol, a quien Joseph llamaba cariñosamente "Mumu". Se había conocido en Araki, una ciudad fronteriza del imperio y "Mumu" lo había ayudado a escapar de los guardias de un comerciante que lo perseguían por haberse acostado con una de sus hijas.

–Dios, qué extrañaba esta cerveza– jadeó Joseph después de darle un buen trago de la primera ronda.

Acababan de llegar a un bar bastante concurrido de la zona y Muhammad eligió la única mesa disponible, que estaba en un rincón del lugar, lejos de la entrada.

–Me imagino. ¿Cómo te ha ido, JoJo? Llevas mucho tiempo perdido por ahí, creí que te habrías muerto, pero luego recordé que de ser así, ya se sabría en todo el imperio.

Muhammad era la única persona que conocía su verdadera identidad. O que al menos la sabía porque Joseph se la había revelado personalmente. El príncipe se rió al oír a su amigo y le contó todo lo que le había pasado desde la última vez que se habían visto.

–Si te contara todo lo que me ha pasado.

Le contó, con detalles, todo lo que había ocurrido desde que no se habían visto. Muhammad era un gran oyente, porque reaccionaba a cada cosa que Joseph le relataba sin interrumpir, solo lo hacía para hacerle las preguntas precisas. Pero se atoró con la cerveza cuando escuchó sobre Caesar.

–¿Me estás diciendo que estás algo así como enamorado de tu colega?– inquirió cuando pudo volver a respirar normalmente.

–No, no es eso… No entiendo qué me pasa con él, normalmente me dan ganas de golpearlo en ese perfecto rostro que tiene, es tan desagradable, yo creo que por eso lo molesto tanto y me gusta reírme de él. Pero también quiero agarrarlo a besos y empotrarlo contra la pared.

–Eso suena a que estás enamorado, qué quieres que te diga.

–No es eso– gruñó Joseph, sacudiendo su cabello–, yo creo que me falta sexo.

–Quizás– admitió su amigo, vaciando su vaso–. O alcohol.

–O ambas.

Una muchacha curvilínea que traía una bandeja llena pasó por su lado y Joseph la detuvo por el brazo con suavidad para pedirle más cerveza. Ella le guiñó el ojo y se alejó, moviendo sus caderas cadenciosamente. En cualquier otra instancia, Joseph habría ido detrás de ella inmediatamente, pero en lugar de eso se quedó mirándola, admirando la generosidad de esas curvas.

–Oye– le llamó la atención Muhammad–, en realidad tu famoso capitán es, objetivamente, guapo. No de mi gusto, pero es atractivo.

–¿Cómo sabes?

–Porque creo que acaba de entrar al bar.

Joseph giró el cuello tan rápido que sintió que se había lesionado. Y efectivamente, vio a aquel canalla inconfundible conversar con quienes parecían acompañarlo mientras la mesera curvilínea les acomodaba en una enorme mesa cuyos ocupantes se estaban retirando. Una mujer se sujetaba de su brazo y le sonreía, radiante mientras el otro hombre le coqueteaba a la mesera.

No se veían hace un año y un poco más, pese a los infructuosos intentos de Joseph para saber cómo estaba (cartas que nunca fueron respondidas y un par de visitas a la facultad de Medicina que nunca coincidían con la presencia de Caesar en esta) y de pronto lo veía ahí, como si nada hubiera pasado, conversando alegremente. Esa sensación de vacío que anidaba dentro de él de pronto se intensificó.

–Por tu reacción asumo que es él… espera, ¿a dónde vas?

Detuvo a Joseph agarrándolo del brazo porque éste, idiotizado, había hecho el gesto de levantarse.

–Cielos– murmuró Muhammad, golpeando a su amigo en la cabeza–. Siento decirte esto, pero estás enamorado, amigo.

–¡Que no lo estoy!– bramó.

Eso llamó la atención de quienes los rodeaban, entre ellos, la mesa de Caesar. Las miradas del capitán y Joseph se conectaron por unos segundos que parecieron horas, pero fue Caesar quien, sin dar muestras de reconocer a Joseph, rompió el contacto y volvió como si nada a su conversación.

Esto hizo arder algo dentro de Joseph, que se levantó sin pensar y se dirigió a zancadas hacia donde se encontraba el estúpido e insensible Caesar Zeppeli. Golpeó con tanta fuerza el hombro del capitán que éste por poco se golpea la cabeza contra su cerveza.

–Capitán Zeppeli, tanto tiempo sin verlo, mira qué coincidencia encontrarnos aquí.

Caesar alzó la vista para fulminar con la mirada a Joseph, mientras éste le devolvía una mirada cargada de resentimiento, pero le sonreía como siempre.

–Stella– saludó Caesar con calma y sin mirarlo, pero tenía la mandíbula apretada–. ¿Qué haces aquí?

–Estoy de franco– informó, enojado porque Caesar no lo miraba. Idiota–. Perdón por mi mala educación, soy Joseph Stella, colega del capitán Zeppeli.

La mujer castaña y sonriente lo saludó, presentándose como Edith Moguer mientras que el hombre se presentó como Benedetto della Casagrande. Ambos eran hijos de familias nobles, pero ninguno de sus apellidos se le hizo familiar. De todas maneras, a Joseph nunca le interesó conocer a las demás familias nobles del imperio. Eran demasiadas y jamás las pudo memorizar, a menos que fueran las familias principales del imperio (eran como veinte). Como ni Moguer ni el rimbombante della Casagrande eran parte de ellas, no le temía a que lo reconocieran como príncipe. Y si lo hacían, lo negaría hasta la muerte. Se desmayaría o fingiría demencia.

–¿Stella? ¿Está emparentado con alguna familia noble?– preguntó la señorita Edith.

–Nadie importante.

–Soy Muhammad Avdol– dijo su amigo detrás de él, sobresaltándolo, porque no sabía que lo había seguido–. No soy hijo de nadie noble, simplemente un inmigrante que hizo de este imperio su patria.

–Hola– lo saludó Caesar–. Soy…

–Sé quién eres, justo estábamos hablando de ti– lo atajó Muhammad hablando tan informalmente que Zeppeli frunció el ceño–. Pareciera que te invocamos.

–¿Y de qué hablaban?– preguntó Edith–. Tengo curiosidad por conocer más del marqués, ya que nunca habla mucho de él.

–El marqués es muy hermético, llevamos años siendo amigos y nunca nos cuenta nada– rió Benedetto.

–No tengo por qué contarles…– comenzó a decir Caesar.

–¿Amigos?– lo interrumpió Joseph, sentándose a un lado de Caesar al empujarlo con la cadera para hacer espacio en esa banca–. ¿Dónde se conocieron?

–En la Facultad de Medicina– dijo Caesar, escuetamente.

–¿Y nunca les ha contado nada sobre él? Pues pregúntenme lo que quieran, nos conocemos hace cinco años más o menos– dijo Joseph, mirando a Muhammad que se había sentado junto a la señorita Edith.

–Stella– advirtió Caesar.

–Aunque ahora que lo pienso, yo tampoco sé mucho sobre él, es decir, nada más que es un tonto pretencioso y arrogante que es un excelente capitán. Un modelo a seguir, estoico y gallardo como cualquier oficial del ejército.

Caesar lo miró de reojo, tenso, ya que el tono empleado por Joseph sonaba tan frío que no podías saber si era en serio o no. Y así también lo percibieron Edith y Benedetto, porque intercambiaron miradas de confusión.

–Y la verdad no creo que sea buena idea ser amigos de él, ¿saben? Yo creí que éramos amigos e incluso fui a salvarle el trasero una vez que se metió en un problema e incluso, escúchenme bien, fui herido. Cuando desperté en el hospital…

–Stella…

–... me dijeron que se había ido por unos años a estudiar medicina; sin ninguna explicación. Así que le mandé cartas, que evidentemente nunca fueron respondidas e incluso vine a verlo un par de veces, pero nunca me recibió. ¿Qué opinan de una amistad así?

Nadie dijo nada, pero se podía palpar la tensión entre ambos capitanes del ejército. La mesera curvilínea se acercó a la mesa a traerles la cerveza que habían pedido anteriormente.

–Aquí estaban– dijo, dejando las bebidas sobre la mesa–, no los encontré en la otra mesa. ¿Quieren algo más?

–Amigos de verdad, ¿tienes de esos?– le preguntó Joseph, traspasando con la mirada a Caesar, que seguía bebiendo como si nada.

–No, pero puede ser tu amiga si quieres. O algo más– le dijo la mesera, coqueta.

–Me parece una excelente idea– dijo Joseph–, antes de irme a casa, te puedo esperar a que termines de trabajar.

Caesar golpeó la mesa con el vaso ya vacío de cerveza y miró a la mesera con disgusto.

–¿Puedes traernos otra por favor?– solicitó, tratando de sonar amable, pero sonando amenazante.

–Sí señor– dijo la muchacha, retirándose.

–Ey, no es necesaria tu hostilidad– lo reprendió Joseph–. Te cambiaré por ella, estás advertido. Más te vale que respetes a mi nueva amiga.

–Señor Stella, no sea así– le dijo Edith, tratando de sonar cordial–, seguramente el marqués no quiso sonar desagradable.

–No, sí quiso– dijo Joseph antes de beber un trago de su cerveza, que ya no le sabía tan bien–. Ya les conté que es un idiota desagradable.

La señorita Edith se tapó la boca, completamente estupefacta por el lenguaje usado por el capitán Stella, pero Benedetto no se inmutó.

–Debe haber una explicación perfectamente razonable para lo que ocurrió– agregó Benedetto–, ¿no es así, milord?

–¡Claro que la hay!– respondió Joseph–: que es un bastardo malagradecido.

Caesar se levantó y agarró a Joseph de la chaqueta con una mano y sin más, lo arrastró hacia afuera, sacándolo por una puerta lateral que daba a un pequeño y mal iluminado callejón. Al salir empujó a Joseph contra la pared y se quedó muy cerca, respirando agitadamente y con los ojos furiosos.

–¿Qué te pasa? ¡Suéltame!

–¡¿Qué te pasa a ti?!– tronó Caesar, acompañando cada palabra con un empujón a la pared–. ¿Qué haces aquí?

Joseph, como notó que tenía los brazos libre, golpeó el costado libre de Caesar para que lo soltara, lo que logró cuando el otro capitán se apartó con un quejido.

–¡Es una nación y voy donde quiero!– le gritó Joseph–. ¡¿Acaso crees que estaba buscando por ti?! ¡Por favor! ¡Ya entendí que no te interesa en lo más mínimo tener una amistad conmigo! ¿Por qué vendría a la capital solo a verte?

–¿Y qué rayos fue ese desborde de reproches frente a mis colegas? Que no te respondí las cartas, que no sé qué. ¡Hablaste como esposa despechada!

La sensación de vacío fue reemplazada completamente por una ira, roja, ciega, que lo dominó. Se acercó a Caesar y le mandó una patada al pecho que habría envidiado cualquiera y que mandó a su "amigo" varios metros más allá, arrojándolo sobre un charco. Pero como el militar entrenado que era, se levantó ágilmente y le mandó una patada al Joseph, que este no alcanzó a esquivar del todo (culpó a la cerveza) y lo arrojó hacia la pared. Alcanzó a agacharse justo antes de que Caesar lo noqueara con su puño derecho, pero Joseph agarró al capitán del torso y le hizo una llave para arrojarlo al suelo. Caesar enredó su pie en el de Joseph y terminaron cayendo los dos al suelo, determinados en matarse a golpes certeros y letales.

Hubiesen seguido ocupados en matarse el uno al otro de no ser porque sintieron el sonido de un arma posarse en sus cabezas. Se quedaron quietos y obedecieron cuando una voz rasposa y femenina les pidió que se levantaran con las manos en alto. Era una mujer mayor, baja y de pelo canoso, armada hasta los dientes y rodeada de muchos hombres con pinta de delincuentes.

–Vaya, qué tenemos aquí, dos príncipes– dijo con voz burlona–. Cubiertos de lodo.

–¿Tendrán algo de valor?– preguntó uno de los tipos.

–Revísenlos– dijo la mujer–. Y no hagan nada raro, principitos. Tengo tan buena puntería como poca paciencia.

Dos hombres cachearon a Caesar y Joseph minuciosamente, hasta en la ropa interior. Joseph se sentía completamente ultrajado y estuvo tentado de darles una patada a esos tipos, pero se contuvo. No debía meterse en problemas, menos siendo quien era y estando con Caesar. El tipo podía ser un imbécil, pero sería una tremenda pérdida para el ejército que a su capitán dorado le pasara algo. Sí, definitivamente eso era lo más importante. El hecho de que tuviera sentimientos por él no tenía nada que ver.

–¿Qué es esto?– preguntó el delincuente que lo revisaba al encontrarse con un anillo muy lujoso colgando de un bolsillo de su chaqueta.

Ay, mierda, pensó Joseph. Maldito anillo vistoso.

–Déjame ver– dijo la mujer, entrecerrando los ojos–. Oye, esto se ve lujoso, parece que de verdad eres un principito. Mirándote bien, pareces un noble o alguna mierda como esa. ¿Ese debe ser el anillo familiar?

Joseph no dijo nada. El hombre que lo revisaba le pegó en la boca del estómago, casi haciéndolo vomitar la cerveza que había tomado.

–Jefa– dijo el otro hombre que había revisado a Caesar–, este anda con plata y con esto– le pasó un saquito con dinero y un broche de plata–. Es médico.

–¿Cómo lo sabes?

–Sólo los médicos andan con esta estrella de ocho puntas– explicó–. Los he visto.

–¿Qué hacemos con ellos, jefa? Pueden ser más valiosos vivos que muertos.

La jefa de la banda pareció meditarlo solo unos segundos. Miró a esos esbeltos y atractivos jóvenes y sonrió maliciosamente.

–Tráiganlos.

Joseph quiso protestar, decir que podían pedir rescate por ellos, pero un golpe en la nuca lo sumergió en la oscuridad.

oOo

–¿Estás despierto?– le preguntó Joseph cuando sintió que Caesar, al estar atado a su espalda, se movía ligeramente. Escuchó un gruñido como respuesta–. Bien– respondió, golpeando con su cabeza la cabezota dura de Caesar–. ¡Eres un idiota!

Tenía ganas de matarlo, pero no podía porque estaban sentados espalda contra espalda y lo único que podían mover era la cabeza y la boca, ya que el resto de sus extremidades estaban atadas.

–¡Ay! ¿Yo soy el idiota?– preguntó Caesar.

–¿Quién fue el tarado que nos sacó al callejón en primer lugar?

–¿Quién fue el imbécil que comenzó una pelea por una estupidez?

–¿Estupidez? ¡Me trataste como…!– tan solo pensar en admitir que le había afectado como lo había llamado lo hizo callar por vergüenza–. No importa. Mejor pensemos cómo salir de aquí.

–Me quitaron todo, hasta el cuchillo que traía– informó Caesar–. Así que, a menos que tengas algo con filo, no podemos escapar.

Joseph miró su entorno y estrujó su cerebro para pensar: estaban en una habitación de piso y paredes de madera, como si estuvieran en una cabaña. Las ventanas estaban cerradas, así que la poca luz que entraba se colaba por las rendijas de las tablas. Dedujo, debido a esto, que debía ser de mañana y que el lugar donde se encontraban debía estar aislado, como una bodega a mal traer o algo así.

–¿La puerta está de tu lado?– le preguntó a Caesar.

–Sí.

–¿Cómo es?

–Vieja, de madera, el seguro debe estar por fuera.

–¿Cómo se ven las bisagras?

–Mmmm, oxidadas.

–No creo que nos podamos mover hacia allá, ¿o sí?

–No creo que se rompan con un golpe, además, tenemos hasta los pies atados, ¿vas a golpearlas con tu cabeza? Pensándolo bien, sí es buena idea. No es como que la uses mucho de todas maneras.

–¿Cuál es tu problema?– le preguntó Joseph, cansado–. Creí que habíamos acordado llevarnos bien, de hecho, lo estábamos haciendo. A ti te dio por irte sin explicaciones e ignorarme. ¿Te hice algo? ¿O es algo que no hice?

–¿Crees que es el mejor momento para hablar de esto?– respondió Caesar–. Hay que salir de aquí, tengo que estar temprano en el hospital para mis rondas. ¡Y deja de moverte tanto!

Joseph resopló y extendió lo que más puso sus piernas para que el clavo que sobresalía del viejo piso de madera penetrara en la cuerda que ataba sus tobillos. Siguió moviéndose y frotando el objeto contra la cuerda hasta que logró cortar una de las fibras al cabo de unos minutos. No era mucho, pero para él fue un avance significativo.

–Hay que hablarlo en algún momento– dijo, interrumpiendo el silencio.

–¿Por qué? ¿No podemos dejarlo así y ya?– replicó Caesar.

La punta afilada del clavo rompió dos fibras más y Joseph intentó separar los tobillos con toda la fuerza que tenía para ver si cedía. Y lo logró. Agradeciendo la cantidad absurda de ejercicio que estaba forzado a hacer por ser militar, dobló sus piernas para acercar sus botas a sus manos atadas a la espalda. Ese movimiento generó que las cuerdas que aprisionaban ambos torsos se incrustaran en sus cuerpo, pero Joseph, ignorando las quejas de Caesar, intentó alcanzar su bota. Pero no era tan flexible como para que sus manos y mucho menos su boca alcanzaran su calzado.

–No, exijo una explicación. Si no quieres ser más mi amigo, dímelo como un hombre a la cara y no tengas estas reacciones estúpidas e infantiles como ignorarme por meses o hacer como que nada ha pasado. ¿Qué eres, un adolescente?.

–¡Por Dios, ya deja de moverte tanto!– pidió Caesar, enojado–. Estoy perdiendo la circulación de las manos.

–Estoy… tratando… de sacar… el cuchillo… que tengo… en la bota– explicó Joseph, forcejeando–. Así podremos cortar las cuerdas y salir de aquí.

Hubo unos segundos de silencio en los que Joseph pudo jurar escuchar el cerebro de Caesar trabajar.

–¿En qué parte de tu bota está? Creo que mis manos pueden alcanzarlo.

–Tienes las manos a la misma distancia que yo– argumentó Joseph.

–Sí, pero soy más flexible que tú–explicó Caesar, forcejeando ahora con sus manos y hombros para doblarse de una forma extrañísima, logrando tocar la bota de Joseph–. ¿Dónde está?

–El taco tiene una ranura.

Caesar enterró su uña en dicha ranura cuando la vio y empujó hacia abajo. Una parte de la suela se desprendió y vio la empuñadura de un cuchillo que estaba adherido perfectamente en un compartimento especial. Forzando a sus articulaciones a estirarse y doblarse de una forma que sabía no era natural, tomó el cuchillo y estuvo varios minutos maniobrando para poder cortar las cuerdas de sus muñecas.

–Dame esto, eres un inútil– lo reprendió Joseph, peleando para arrebatarle el cuchillo de las manos sin ver realmente lo que hacían.

–¡Ten cuidado, te vas a cortar!

–Ahora te preocupas por mí, qué dulce– replicó Joseph sarcásticamente. Pero ambos hicieron un mal movimiento y el cuchillo cayó entre ambos–. Eres un idiota.

Sintió a Caesar suspirar y reclinar su cabeza contra la suya como si buscara paciencia en el techo. Y al parecer la encontró, porque siguió moviendo sus manos por el suelo hasta que encontró el cuchillo. Batalló un poco más hasta que lo pudo tomar entre sus dedos entumecidos.

–¿Lo tienes?– le preguntó Joseph.

–Sí.

–Pásamelo–le ordenó–. Tengo más experiencia estando amarrado que tú, capitán. Te lo puedo asegurar.

A regañadientes, Caesar le pasó el cuchillo y Joseph maniobró hasta que pudo cortar lo suficiente de la cuerda para liberar sus manos. Con mayor libertad, movió el cuchillo hasta la cuerda de su torso y también la cortó rápidamente. Cuando se levantó, se tambaleó y se giró para ver a Caesar aún atado.

–¿Qué esperas? ¡Desátame!– exigió Caesar moviéndose.

Joseph se quedó en cuclillas frente a él, jugando con el cuchillo y mirándolo con una mezcla de autosuficiencia y gracia.

–Podría, pero antes debes contarme qué rayos te pasa conmigo.

–Joseph– era la primera vez desde que se encontraron que lo llamaba por su nombre–, no es el momento. Debemos escapar y averiguar quiénes nos raptaron, además de recuperar nuestras cosas.

–Mientras antes hables, antes haremos esas cosas– dijo Joseph, simplemente–. Y si no quieres, pos bueno, te dejo aquí. Supongo que un marqués es lo suficientemente valioso para pedir rescate, no creo que te maten.

–No serías capaz de dejarme aquí.

La mueca burlona que se pintaba en la cara de Joseph se tornó seria. Demasiado. Acercó su rostro al de Caesar, quedando sus narices a unos centímetros de distancia.

–¿Ah no?

–No– aseguró Caesar. Pero algo en los ojos de Joseph lo hizo dudar, sin embargo, no dejó que su rostro lo mostrara.

–¿Cómo estás tan seguro?

–Porque armaste tremenda rabieta porque te ignoré unos meses– dijo Caesar, simplemente–. Eso me hace creer que te importo más de lo que quieres admitir. No me dejarías aquí…¡AY!

Joseph le había agarrado violentamente del cabello, haciéndolo lagrimear ligeramente.

–¡Claro que me importas, idiota! ¡Pero eso no significa que no te deteste y que no sea capaz de dejarte aquí tirado! ¿Por quién me tomas?

Era una mentira y lo sabía, pero no sabía si Caesar sabía. Detestaba sentirse expuesto y desesperado. Lo miró a los ojos tratando de transmitirle lo mucho que lo odiaba, pero eso, en lugar de intimidar a Caesar, lo hizo reír.

–Ya vete– le dijo–. Si tanto me odias, vete. No tengo porqué darte explicaciones de lo que hago o dejo de hacer. ¿Por quién me tomas?

–Por alguien cuya vida salvé y creí, por un instante, que éramos amigos– dijo Joseph gravemente–. Pero ya entiendo que para ti no significa nada.

Los ojos de Caesar se abrieron de la sorpresa, pero no alcanzó a decir nada más porque vio a Joseph alejarse y tomar el cuchillo amenazante. Caesar cerró los ojos, esperando a sentir el cuchillo enterrándose en alguna parte de su cuerpo, pero nada de eso ocurrió. Abrió los ojos y vio que Joseph había cortado las cuerdas de las piernas y ahora estaba detrás de él cortando las de las muñecas y torso.

–Odio admitir que tienes razón– le escuchó decir suavemente a sus espaldas–, pero esta es la última vez.

–¿La última vez de qué?– respondió Caesar a su pesar, frotándose las muñecas mientras se levantaba con dificultad.

–Que busco tu aprobación o atención. O amistad– dijo Joseph tranquilamente guardando el cuchillo–. Saldremos de aquí, tomaremos nuestras cosas y después no quiero volver a verte ni hablarte, a menos que sea estrictamente necesario.

Y antes de que Caesar pudiera replicar, Joseph pateó las bisagras de la puerta y salió sin mirar atrás.