Si no quieres enloquecer, deshazte de la manía.


La mira de reojo mientras avanza por el Olimpo. Tiene que admitirlo, jamás en todos sus años de vida se había atrevido a intentar imaginarse como se veía la ciudadela de los dioses que arruinaban y controlaban cruelmente su vida. Este era ya el segundo día de su búsqueda... más o menos, ayer había empezado a buscar solo cuando el sol se ocultó un poco antes de lo habitual —lo tomo como la huida cobarde de Apolo—, pronto el sol volvería a ocultarse, pronto sería Artemisa quien lo mirase desde el manto celestial, no había descansado casi nada, no desde que aquel muchacho le dio aquella idea, no desde que ella apareció.

Le sigue hablando, pero se limita a hacer lo mismo que ha hecha hasta ahora: ignorarla.

Tenía que encontrar aquello que le permitiría vengarse de una buena vez por todas de los crueles actos del Olimpo, tenía que hacerse con aquella condenada criatura escurridiza, lo sentía mucho por el inocente animalillo que había sido condenado por las apáticas Moiras, pero la profecía de hace milenios había sido muy clara, no tenía motivo alguno para ignorar una oportunidad tan gloriosa como aquella.

Con lo que quedaba de Zeus contenidos en gélidos vientos para evitar su inevitable regeneración, el tiempo que el destino le había concedido al peor de los hijos de Poseidón no era suficiente como para perder el tiempo o permitirse descansar.

Mucho menos para escucharla.

—Ni siquiera eres capaz de mirarme —le gruñe Elsa, o lo que queda de su destrozada alma. Le dolía saber que ni tan siquiera podía descansar en el Inframundo, que tenía que mantenerse entre los vivos, llena de rabia y dolor, llena de todo aquel veneno que el Olimpo vertió sobre ella desde que nació—. Me estás usando como tu patética excusa para causar todo el daño posible a gente inocente y ni siquiera tienes los cojones necesarios para mirarme a la cara.

En eso estaba equivocada. No parcialmente ni levemente, sino que estaba completamente equivocada con respecto a lo que estaba realmente ocurriendo en esos momentos.

Podía asumir todas las demás acusaciones que le había lanzado hasta ese momento: Que su muerte era su culpa, en cierto punto era así, Elsa había recurrido al Olimpo cuando él no supo qué decir ante su discusión en Indianápolis, porque le había dejado irse y no la detuvo a tiempo. Que no la amaba de verdad, lo comprendía en cierta forma, aunque él creía que la amaba con todo su ser, entendía lo que había dicho Elsa con respecto a que la manera en la que lo hacía, todo lo que había sentido... todo eso estaba mal, todavía no comprendía cómo exactamente, pero podía aceptarlo. Le había dicho también que era injusto que él siguiera con vida mientras ella estaba atrapada para siempre como una manía. Hiccup no pretendía ni tan siquiera presentar queja alguna ante esa idea.

Pero esta última, la que acababa de decirle, aquello era falso.

Haber destrozado a Zeus, buscar al Taurofidio para sacrificarlo, aliarse con aquel muchacho que se movía junto al viento gélido, prepararse para darle caza a los olímpicos... no, nada de eso era por Elsa, no era precisamente por ella.

No, Elsa no era el único motivo, ni tan siquiera el motivo principal.

La muerte de su amada había sido la última gota que derramaba el vaso. Haberla perdido para siempre era el último empujón hasta la locura que necesitaba, la última ofensa que iba a aceptar del Olimpo.

Lo que Elsa le había contado sobre lo ocurrido con su familia, con Cleóbula, era sencillamente horrible. No era un sorpresa descubrir que una mujer destrozada y unos niños inocentes lastimados habían sido dejados en el olvido por el Olimpo a pesar de los ruegos de la familia restante, no era un sorpresa descubrir que el Olimpo nunca había tenido la intención de rescatar a la pobre Cleóbula y a sus niños, definitivamente eso entraba dentro de su línea, dentro de las cosas que uno debía de esperarse de ellos, pero eso no significaba que no fuera una maldita locura imperdonable.

Cleóbula no era la primera mujer inocente marcada por la crueldad del Olimpo.

Medusa, forzada por Poseidón y castigada por la eternidad por Atenea, condenada a que nadie jamás fuera capaz de acercarse a ella de verdad, condenada a que la historia la recordara y la tratara como un monstruo.

Aracne, una simple mujer orgullosa de su maravilloso arte, convertida en monstruo por la incapacidad de Atenea de aceptar una derrota justa.

Psique, su único pecado había sido ser hermosa, aquello fue lo único que hizo falta para que Afrodita entrara en cólera y decidiera usar a Eros para castigarla con un cruel amor, solo para que el dios se obsesionara con la muchacha, la privara de su libertad y luego se atreviera a ofenderse cuando sintió la curiosidad de saber cómo lucía el hombre que la tomaba cada noche.

Helena, entregada como un maldito trofeo por Afrodita tan solo para ganar una puñetera manzana dorada, culpada por la historia y por el mismo Olimpo por la Guerra de Troya, cuando la pobre literalmente fue secuestrada por un hombre sencillamente obsesionado con su belleza.

La propia Quíone, utilizada por Poseidón, forzada a abandonar a su hijo, separada de su querida hermana, utilizada como un simple herramienta por eones hasta que decidió rebelarse contra aquellos que tanto la habían lastimado.

Alcipe, Sémele, Leto, Ariadna, Penélope, la hija de Dedalión Quíone, Rea Silvia, Deméter, Perséfone, la propia Hera.

Su madre... si alguien podía acusarlo de estar usando su desgracia como excusa para dejar libre toda su violencia esa era su madre. Los dioses no le permitieron ni un solo día de felicidad, no le permitieron nada bueno, le arrebataron todo aquello que adoraba y apreciaba. Su madre había sido torturada por el Olimpo toda su vida, su madre, todo lo bueno que había tenido en su vida hasta que Elsa llegó para darle un alivio momentáneo, hermoso e inolvidable, pero momentáneo.

Iba a hacerlo tarde o temprano, eso lo sabía perfectamente, tarde o temprano algo lo iba a destrozar y se iba a llevar a los mayores cabrones del Olimpo consigo, había pensado asegurarse de que no pudieran relacionar a Elsa con él cuando llevara a cabo su plan, había pensado en alejarla lo suficiente cuando el momento llegara, que viviera su vida sin dolor alguno y luego decidiera si era capaz de darle una nueva oportunidad en el Más Allá. Quería asegurarse que estuviera a salvo antes de atacar el Olimpo... pero ahora, ahora que aquello era imposible, bueno, eso significaba que no tendría que contenerse en lo absoluto.

No quería lastimar a nadie del Campamento Mestizo, odiaba a la mayoría de esos pequeños imbéciles, pero en cierto punto comprendía que eran solo niñatos estúpidos que seguían lo mejor posible las formas de sus horribles padres en una forma desesperada de obtener algo de aprobación. Pero no pensaba tenerle piedad a ninguno de los idiotas que sabía que tarde o temprano vendrían a tocarle las narices, a querer detenerlo.

No supo a quién rezarle para pedir que no fueran ni Astrid ni Heather quienes vinieran a por él. Las apreciaba, a su manera, pero las apreciaba, no quería lastimarlas, no quería tener que deshacerse de ellas, no quería que la sangre de alguna de esas dos manchara sus manos. No sabía a quién rezarle para que ellas se hicieran a un lado, para que ellas comprendieran que no podía dejar que el Olimpo se saliera con la suya una vez más.

—No causas nada más que sufrimiento, no traes más que miseria —le gruñe, esta vez en cierto punto admite que está ahí, solo porque siente la presencia de ese renacuajo que siempre va sonriendo. Sus ojos azules siempre brillan con malicia, su sonrisa es siempre juguetona y su cabello blanco se funde con el viento al igual que su brillante quitón plateado. Le pregunta con la mirada, solo porque necesita alguna prueba contundente, algo que afirme sus sospechas.

Aquel niño vuelve a fundirse con el viento, riendo juguetonamente.

Es solo cuando los ecos de su risa dejan de resonar por la enorme escalera que finalmente ocurre.

—Mírame —le ordena la manía—. ¡Hipo, mírame!

Hipo... los griegos siempre lo llamaron así, fue el nombre que con él siempre usaron, porque Hiccup era algo complejo fonéticamente.

—Hiccup —ella había corregido así a Quirón—. Su nombre es Hiccup.

No le gustaba tener que hacerlo, pero ahora sin ninguna duda, finalmente voltea para mirarla.

Se ve tan pálida, en verdad levemente traslucida, con los ojos rodeados por tonos rojos. Si se hubiera mejor en ella se hubiera dado cuenta antes, eso que llevaba puesto no era el mismo conjunto que tenía cuando Zeus la mató.

Sonríe con crueldad a la manía, bueno, a la falsa manía. —Vaya, has durado poco, ¿eh? Pensé que sería capaz de seguir con tu papel por un poco más —dice, ladeando la cabeza, poniendo un falso tono cariñoso, como si fuera capaz de sentir pena.

Quien sea quien estuviese fingiendo ser Elsa frunce el ceño en ese momento, abre la boca, pero no dice nada gracias a que la mano del hijo de Poseidón encarcela rápidamente su garganta. Realmente no le gustaba estar haciendo aquello, pero repetirse que, por varios motivos, esa evidentemente no era Elsa, lo ayudaba a calmarse.

Primeramente, una manía no puede ser ahorcada. Son fantasmas, la ira de un fallecido hecha entidad para poder atormentar a aquellos que le imposibilitaron descansar en paz. Hubiera sido poético si fuese verdad, el alma de una inocente semidiosa, eternamente vagando en el Olimpo, mirando siempre a Zeus para recordarle que no era otra cosa que un monstruo sin compasión ni cordura alguna.

Segundo, una manía no teme al ser estampada contra el suelo —si es que pudiera ser estampada contra el suelo—, no chilla cuando su nuca choca contra un escalón, no muestra dolor. Es lo único bueno, que ya no sienten el dolor físico, tan solo el emocional.

Tercero, una manía no teme, está tan limitada a la furia, el resentimiento y al dolor de sus vidas que no temen ante la posibilidad de dolor físico. Una manía no debería de temblar como ella lo hace ahora al ver como el Tridente de la Sangre se convertía en un daga brillante que apuntaba a su ojo.

Cuarto, una manía no interpondría su mano para detener un arma, es lo mismo para ellos que los apuñales en un lado u otro.

Quinto, una manía no chillaría de dolor.

Sexto, una manía no intentaría quitarte de encima, solo se esfumaría.

Séptimo, una manía no sangra.

Octavo, e incluso si una manía sangrara, su sangre no sería dorada, de su cuerpo no saldría icor.

Noveno, una manía no se mostraría derrotada solo porque le apuñalaras la mano en un intento de apuñalar su ojo.

Décimo... una manía no puede transformarse en otra cosa.

Hiccup sonríe con crueldad mientras ladea la cabeza. —Señor D —saluda con falsa amabilidad—, ¿viene a salvar a su pobre padre? ¿por qué no lo ha hecho ya? Con un poco de paciencia hubiera logrado que tanto el niño ese y yo nos alejáramos lo suficiente de la cárcel de lo que queda de Zeus.

Pero la furia de Dioniso no se debe a las partes de Zeus retenidas en prisiones de viento.

—¿Dónde está? —ruge el dios, con los ojos brillando como dos pequeños soles mortíferos—. ¿¡DÓNDE ESTÁ ARIADNA!?

Hiccup dibuja una mueca en su rostro. No recuerda qué había pasado con las ninfas y los sirvientes del Olimpo, recuerda que las musas necesitaron verle una vez para desaparecer de inmediato, algo similar hizo el copero de los dioses, pero no recuerda mucho más del resto de dioses menores que suelen pasearse por el monte Olimpo.

—¿Y yo qué sé? —le responde gruñendo, viendo como el icor gotea desde su mano hasta su rostro—. Búscala tú mismo, dudo mucho que ningún semidiós esté para hacerte tus recados, señor D.

Ni siquiera se molesta en mirarle un solo segundo más, ni siquiera se molesta en responderle de alguna manera. Dioniso desaparece en ese preciso momento, dejando absolutamente nada él detrás, únicamente enfocado en descubrir dónde estaba su esposa.

Hiccup se levanta, limpia la hoja de su daga y retoma su camino.

¿Dónde estaba el bendito Taurofidio? ¿De verdad Zeus había tenido la inteligencia suficiente como para esconder correctamente a esa criatura? No le quería dar tanto mérito al dios más imbécil de todo el panteón.

Tendría que haber alguna pista, algún tipo de juego mental que tuviera que superar, esos doce idiotas siempre hacían las cosas de esa manera, no veía por qué el tema de ese maldito bicho debería de ser mínimamente diferente al resto de todas sus molestias.