Juan


Lupe le miraba de abajo hacia arriba de cómo lo hicieran usualmente los criados, esperando de él una respuesta que, hasta ese momento, no sabía si entregar o no. Y lo peor, cual darle.

Juan,

Tenemos que hablar, encontrémonos en la playa de Santa Filomena.

A las nueve de la noche.

Aimeé.

Habían pasado tres años o más desde que se vieran por última vez y ciertamente que lo ocurrido en ese momento cambió drásticamente la vida de todos; las condesas habían sido acogidas por sus parientes de España, quienes mantenían mucho más de lo que ellos pudieran riquezas, nombres y abolengo, lo que aparentemente le había conseguido un nuevo prometido a Aimeé. Aquello había roto el corazón de su hermano y, por lo visto, culpaba a su padre de ello, lo que le había alejado de Camporeal y, de una forma bastante radical de su padre a quién, en meses, siquiera había escrito.

― Lárgate ― le dijo con suavidad antes darle la espalda y alejarse, sin embargo la muchacha se adelantó y le tocó su brazo.

― ¿Qué le digo a mi señora, joven?

― La verdad, que no te di respuesta y que te ordene que te largaras.

Si veían a esa muchacha en Camporeal todos la reconocerían y eso si es que Ana o Juanita no la habían visto ya. Asimismo a Juan no le interesaba que la castigarán, después no tendría como explicar el que ella le estaba buscando con un mensaje de Aimeé.

"Debí haberlo destruido"

Con ello en su cabeza se dirigió a las cocinas, en donde solo encontró a Juanita.

― ¿Necesita algo joven Juan?

― ¿Has visto a esa muchacha Lupe? ― Juanita miró cautelosa a su alrededor y asintió, lo mejor sería encargar a alguno de los criados que la llevara a San Pedro, pero aquello llamaría la atención de su padre.

― ¿Joven Juan? ― repitió ella, Juan centró su vista en la muchacha y espabiló.

―Perdón Juanita ― suspiró y la cogió con suavidad para llevarla a un lugar más privado de la cocina ―Necesito tu ayuda ― la muchacha asintió solemne y el procedió a decirle su plan: ―hay que llevarla de vuelta a San Pedro, lo antes posible y de la forma más discreta, mi padre no debe enterarse ― vio a la muchacha calcular para luego decirle:

―Podemos pedirle ayuda a Florindo, hoy tenía que llevar a Quintila con el doctor en San Pedro y aún no parte.

―Arréglalo, por favor ― la muchacha nuevamente asintió y solo le pidió:

―Cúbrame con Ana, joven.

―No te preocupes ― Juan vio a la muchacha salir presurosa de la cocina y cuando Ana llegó y preguntó por ella, tal cual prometiera le dijo a la cocinera que él le había enviado un recado a Bautista para luego sentarse en la mesa central y descaradamente decirle:

― ¡Vamos Anita! Dame comida, que estoy famélico.

Ana primero se río para luego soltarle una retahíla de palabras sobre lo desconsiderado y desagradecido que se había vuelto con los años y que, al parecer, los viajes no le habían enseñado nada y que estaba tan salvaje como el día en que había llegado a la hacienda.

Aun así mientras, conversaba animadamente con Ana no pudo evitar preguntarse que querría Aimeé. No podía ser que con el tiempo transcurrido ella aún creyera que podía tener algún tipo de influencia sobre él y su actuar, que solo por enviarle aquél mensaje él iría corriendo para saber de ella.

En su momento había sufrido por ella, Aimeé por lejos había sido la criatura más exótica que jamás conociera y el que voluntariamente le buscara para enamorarlo y hacerle creer que era correspondido había sido una sensación que igualmente, jamás había experimentado. Aquello le había mantenido completamente ajeno a lo que ocurriera con su hermano y bajo ninguna circunstancia había pensado en que los sentimientos de Aimeé habían sido falsos. Él la conocía, a ella y a su familia y por muchos defectos que Doña Catalina tuviera, la deshonestidad no era uno de ellos. Sin embargo, cuando en un arrebato de ansiedad había decidido ir por ella a Almería sabía que todo su ser estaba alineado a no solo verla, sino formalmente pedirle un compromiso. Ya en sus cartas ambos habían concordado en las expectativas de su futuro aún sin formalizar nada, pero algo le decía en sus palabras que ella lo imaginaba a su lado.

Todo cambio cuando al llegar había sido Mónica quién saliera a recibirlo porque Andrés, había llegado antes y estaba con su hermana.

"― ¿Cómo está usted Juan? ― y la expresión en el rostro de la mayor de las Altamira era todo confusión.

―Muy bien, señorita Mónica ¿Cómo ha estado usted? ― Mónica le había contestado con seriedad que bien y la preocupación en su rostro no pudo menos que asustarlo. Había pensado en Aimeé y que algo le había ocurrido.

"Que tonto fui"

Y sin mayor preámbulo, la brutal honestidad con la cual Mónica solía conducirse salió de su boca.

― Andrés esta acá ― no había entendido bien por qué ella le dijo eso hasta que las imágenes de Camporeal y cómo es que su hermano había tratado a Aimeé llegaron a su cabeza.

"¿Él también está enamorado de ella?"

En aquel momento se había resistido a la idea, no podía ser que Andrés sabiendo de él le hiciera eso. Luego recordó que Andrés no sabía nada, que todo lo que hicieran había sido a escondidas y que él no le había dicho nada a su hermano sobre sus cartas con Aimeé.

"Habría podido aceptar que ella jugara conmigo, pero con Andrés…"

Y aquello se debía también a lo que su hermano era; un muchacho noble, considerado, atento y gentil. Tenía todas las virtudes de un hombre ejemplar que había visto aplastado sus sentimientos con el juego de una muchacha absorbente y embriagante que siquiera lo había esperado, que siquiera había luchado por él.

"Tampoco lo hizo por mi"

Si no que llegó a su lado, tratándolo como un reemplazo de su hermano alguien con quién conformarse cuando su plan inicial no saliera acorde a lo que ella había esperado. Y en caso de que el compromiso con Andrés hubiera resultado ¿le habría buscado también?

¿Qué se podía esperar de alguien así? ¿Qué tipo de relación o matrimonio podía tenerse con alguien de pasiones tan superfluas y vanas?

Aquello era demasiada crueldad para tratar a su hermano y ciertamente que Andrés no se lo merecía. Era lo que definitivamente había hecho desaparecer cualquier tipo de consideración que él tuviera hacia ella, lo que aplastó incluso su embriagante belleza.

Ahora solo debía guardar silencio, lo de Aimeé no solo había sido una falla en su juicio sino que ahora incluso sin compromiso alguno con Andrés, ella era la mujer de la cual su hermano se había enamorado. Cualquier cercanía que ella buscara hacia él era una afrenta hacia el recuerdo y lo que su hermano significaba para él. Y todo aquello sin mencionar como reaccionaria su padre en caso de siquiera sospechar lo que Lupe le había llevado.

Fue en ese momento en que Juanita hizo ingreso a la cocina, a lo que él se apresuró a preguntar:

― ¿Le diste mi recado a tu tío Juanita? ― la criada lo miró con cautela y respondió:

―N… no joven Juan, no estaba ― él le sonrió y se puso de pie acercándose a Ana que los miraba a los dos llena de sospechas.

― ¿En que se andan ustedes dos? ― preguntó llevándose ambas manos a la cintura.

― ¿Tienes bizcocho? ― dijo Juan tratando de alcanzar los pastelillos de manzana que Ana siempre tenía en la cocina y que en ese momento escudaba tras ella.

―Contéstame Juan ― exigió la cocinera.

― ¡Ay, Ana! El joven ya le dijo, me dio un recado para mi tío.

― ¿Y porque no se lo llevaste tú? ―preguntó mirando a Juan.

―Sigo de vacaciones y me da pereza salir al campo ― dijo dándole un mordisco a uno de los pastelillos ― hace mucho calor.

― ¿Cómo siquiera trabajas en un barco si no eres capaz de caminar al campo? ― Juan le dio un beso en la mejilla a la cocinera y se robó otro pastelillo.

―Solo disfruto de mis privilegios como un Alcázar y Valle ― Ana negó sonriendo al igual que Juanita.

―Malcriados estos… ― dijo, Juan se giró y le apuntó con el dedo.

―Eso también es tu culpa ― y con una última carcajada escapó de la cocina. Después le haría llegar algún regalo a Juanita por su ayuda y algún engañito para Ana, no fuera que de nuevo comenzara a darle a ambos el discurso sobre lo peligroso que era que la servidumbre y los señores se relacionaran.

A su gusto Ana estaba demasiado cómoda en su lugar. Al crecer en Camporeal, Juanita había sido una silenciosa y agradable compañía para él en un sentido que Andrés jamás lo sería, como hijo natural Juan tenía ciertas libertades de tránsito que al hijo del señor no se le permitían, mientras que Andrés obligatoriamente aprendía inglés o francés, Juan había compartido con los criados que arreaban el ganado y contaban sus historias de mujeres cuando muchachas como Juanita les llevaban la comida a la merienda, mientras él había aprendido a usar el machete para cortar la caña y otras cosas, a Andrés le metían en la cabeza filosofía, humanismo y teoría política. La muchacha incluso se había vuelto una compañía habitual cada vez que él se iba a refugiar con Ana cuando el hambre, a la hora que fuera, arreciaba.

Fue en aquél momento en que Ana los sentó a ambos para preguntar si algo pasaba entre ellos, le dijo a Juan que incluso como hijo natural él ahora tenía un apellido al cual ceñirse y que a medida que creciera sus obligaciones para su padre y su hermano solo aumentarían. Con Juanita sentada a su lado todo fue bastante más brutal; la trató de irresponsable y buscona por hacerle compañía, que las muchachas como ella siempre salían mal paradas cuando se trataba de los señores y que si quería, en algún momento, conocer a un buen hombre que la cuidara debía mantener la cabeza gacha.

Y vaya que le había resultado extraño el tratar de entender que era él. El hijo el señor y un bastardo, un muchacho a cual no se le prestaban mucha atención y el que llevaría cabo las obligaciones de la hacienda a nombre de su padre y hermano.

En cuanto a Juanita, él la consideraba linda y agradable, le gustaba el tono suave en que decía las cosas incluso cuando estaba enojada, la había observado crecer y actuar y le parecía por lejos bastante más interesante y elegante que muchas muchachas europeas o norteamericanas que había conocido, le gustaba que en su rostro se pudieran ver rastros de su ascendencia mexica y la disciplina que enmarcaba todos sus gestos y acciones. Y, por sobre todo, la consideraba una mujer inteligente a la cual otras como Ana buscaban, quizás con la mejor de las intenciones, el mantener en su lugar.

Juan sabía admirarla, más allá de cualquier romanticismo que él sabía había existido hasta ese momento solo para Aimeé. Sin embargo, no negaba que quién tuviera los ojos lo suficientemente abiertos para ver y entender a Juanita sería un condenado muy, pero muy afortunado.

Los días continuaron transcurriendo con una deliberada lentitud, la cual Juan agradeció. Tanto su cuerpo como su cabeza cedían agradecidos ante la atención y los mimos de Camporeal, cuando volviera a su rutina diaria se levantaría con el sol y llevaría a cabo cada una de las ordenes que algún teniente o capitán le diera, trabajaría con los cabos y tendría que estudiar las corrientes marítimas que les harían los viajes más expeditos.

Por otro lado, afortunadamente ningún mensaje volvió a llegar desde San Pedro, Juan sabía que había hecho bien en ignorar la solicitud de Aimeé, pero no estaba seguro de su fortaleza si es que ella volvía a solicitar una reunión. Le había fastidiado enormemente el entender que por más bien que hiciera en despreciarla, no le era indiferente y jamás podría serlo. Lo entendió cuando un alivió le recorrió las piernas al saber, por doña Alicia que Aimeé, su madre y su prometido habían ido rumbo a la capital con la intención de comprar una propiedad más céntrica para que la vibrante prometida no se aburriera en San Pedro.

― Es lógico ― dijo doña Alicia ―Aimeé es una muchacha joven y después de su temporada en Europa, San Pedro debe parecerle un pueblo casi muerto.

―Cuando lleguen los hijos deberá centrarse lo quiera o no ― dijo su padre y la mención de ello le apretó el estómago.

En sus momentos de mayor embobamiento había imaginado a sus hijos con Aimeé. Había jurado al cielo que la haría su esposa y, en cierto sentido, era capaz de incluso de tolerar que fuera Andrés su marido, correspondía, sobre todo al saber que este estaba enamorado de ella. Toda su vida, sobre todo en la academia Andrés le había guiado y protegido, tenía sentido que él le devolviera la mano incluso si eso significaba ceder a algo tan importante como Aimeé.

Con Andrés estaba bien o eso creía. Pero no con otro.

"No con otro".

El día de su marcha su padre le dio un abrazo que le pareció más extenso de lo normal. Había tratado de hablar sobre Andrés con él una última vez, pero al parecer todos los Alcázar y Valle tenían una predisposición hacia la necedad que rallaba en lo absurdo, lo que claramente no comentó. Doña Alicia le dio un beso en la mejilla y le dijo que no se preocupara que ella trataría de hablar con su padre para reducir aquél abismo que se había abierto entre ambos.

Fue así como abandono Camporeal, en una nublada tarde de verano el viento cálido del mar le traía recuerdos de su infancia en la playa de Santa Filomena. No había visitado el lugar desde hace muchos años a pesar de añorar la sensación que le inundara en su infancia. No sobre la hambruna o los maltratos a los cuales lo sometiera Carmona, había ocasiones en las cuales tenía jornadas tranquilas y sosegadas jugando a la orilla del mar, algunas mujeres se había compadecido de él y le permitían vivir bajo su cobijo, le alimentarían junto a sus niños y le vestirían con los mismos harapos con los cuales vistieran a los suyos, lo esconderían de Carmona todo lo que pudieran y sanarían sus heridas. En aquellos momentos una sensación balsámica le inundaba el pecho y los miembros, miraría al horizonte sobre las olas y vería al sol salir y esconderse, podría jugar y reír.

Todo aquello había llegado a su memoria aquél día hace años, en el cual la señorita Mónica había narrado a su primo el conde sobre San Pedro, las palabras de ella lo habían trasladado precisamente a esos momentos, a esos lugares. Pero lo había evitado y cuando Aimeé le enviara su carta, por supuesto que no había pensado en volver.

Sin embargo, ella seguía en la capital y él tenía tiempo. Podría pernoctar una noche en San Pedro y visitar el lugar en el cual creció.

Don Noel lo recibió con alegría y un deje de orgullo en sus ojos.

―Mírate nada más ― le había dicho el abogado ― estás más alto de lo que recordaba ― y era cierto, la última vez que lo viera Juan estaba entrando a su último año en la academia.

―Han sido muchos años don Noel ― dijo aceptando el asiento que este le ofrecía ― me da gusto ver que usted también está bien.

―Favor que me haces muchacho, vengo recuperándome de un catarro de aquellos ― notó como don Noel le miraba analizándolo y le sonrió.

―Pareció no afectarle mucho, se le ve muy recuperado ¿Cómo va su trabajo don Noel?

―Pues bien, no me quejo. Con la llegada de ese muchacho, el prometido de Aimeé han aumentado muchos los interesados en la compra de bienes en San Pedro.

A veces sentía que era como un fantasma que le perseguía, por suerte ella no se encontraba en el pueblo.

― ¿Están comprando terrenos en San Pedro? ― preguntó para distraerse de su turbación.

― Si, al parecer somos una joya escondida, es un lugar tranquilo y con tierras baratas, de momento. Estos europeos siempre están buscando lugares cálidos en los cuales asentarse.

Quizás no sería una mala idea el también pensar en cómo adquirir también una propiedad en San Pedro.

―Don Noel, yo quería pedirle un favor por esta noche ― dijo interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.

―Claro muchacho, pudiendo ayudar, desde luego.

―Es solo si puedo alojarme con usted esta noche, mañana a primera hora parto de vuelta a México.

― ¿Ya te vuelves a España? ― Juan asintió.

―En tres semanas debo presentarme para que designen a un nuevo barco y capitán ― don Noel volvió a sonreírle lleno de orgullo.

― ¿Sabes dónde irás esta vez? ―Juan negó, realmente no lo sabía. Aunque si esperaba volver a encontrarse con Andrés.

Esa noche se alojó en el despacho de Don Noel, se despidieron antes de que este fuera a su casa consciente de que ambos tendrían cosas que hacer a la mañana siguiente. Solo que en vez de dormir, en cuanto le fue posible salió a recorrer el pueblo. Y si, San Pedro estaba muy cambiado, habiendo recorrido siempre los mismos lugares, no había reparado en que, por ejemplo, las luminarias del pueblo ahora eran eléctricas, que había un mercado mucho más amplio que la feria en donde más de una vez robara para no morir de hambre. Vio, al menos, tres cafeterías aún abiertas, un bar y a la policía recorriendo las calles a caballo.

Bajando por la vieja calle del convento, el cual seguía tan oscuro como lo recordara, era posible ver el océano y un tranquilo oleaje que poco a poco, se dejaba iluminar por la luna que, en ese momento, se asomaba por sobre las nubes. El aire seguía siendo cálido y sus pasos con o sin querer lo guiaron a la playa de Santa Filomena.

Algo parecido a la desazón lo inundó cuando vio que ya no habían casuchas en el lugar, que la playa estaba limpia y plana a todo lo que alcanzaba la vista, que cualquier vestigio de miseria había sido borrado, ya fuera por los hombres o el tiempo.

Fue cuando vio la silueta de una mujer. Pasmado se quedó estático mientras el corazón se le salía del pecho, estaba esperando que en cualquier momento lo llamara por su nombre y se lanzara a sus brazos, pero la ilusión desapareció junto a la luz de la luna cuando las nubes se la volvieron a tragar.

Incomodo sacó un puro de su bolsillo y lo encendió.

Había esperado que fuera Aimeé, había deseado que ella estuviera ahí incluso si es que no sabía qué hacer o que decirle, había pensado en gritarle y asustarla, amenazarla así como abrazarla y besarla.

"Sigo siendo en tonto"

No había otra conclusión y al comprender eso no le quedo más que sentarse sobre la arena, en donde cruzo las piernas mirando hacia el horizonte quedándose ahí, sin pensar en nada y en todo hasta la llegada del amanecer.


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