CXV

Mike le ofrece el asiento frente a su escritorio. Él, por su parte, va a sentarse en la cama.

—Entonces, ¿vamos a hablar de lo que sucedió? —pregunta con un tono que pareciera intentar ser jocoso, mas se queda a medias.

Eleven ignora el anzuelo y sencillamente replica:

—No hay nada que decir.

Lógicamente, Mike no lo entiende al principio; ladea la cabeza y se cruza de brazos, una expresión confundida curvando sus facciones.

—Uh, pero viniste a hablar conmigo, ¿no? Entonces, debe haber algo que…

Y porque está cansada y sabe que es lo correcto, aunque no lo parezca, tan solo lo interrumpe diciendo:

—Quiero terminar.

—¿QUÉ? —Mike no puede disimular ni su sorpresa ni su indignación—. No, Jane, espera un momento, si me explicas lo que sucede…

Sin embargo, no puede explicárselo, ¿o sí? Ciertamente, él hubo cometido algunos errores, mas esa no es la verdadera razón.

No la razón principal, al menos.

—No hay nada que explicar: quiero terminar. Solo eso.

—Pero… ¡Pero estábamos tan bien! —farfulla él, poniéndose de pie y extendiendo los brazos en un gesto entre ofendido y suplicante—. Si esto es por mi reacción ese día, bueno, me sorprendiste, y tal vez hasta me molesté un poco en el momento, pero… Pero, lo siento, es solo que no sabía qué hacer: fue una locura, pasó muy rápido, pero no tiene por qué cambiar nada, no importa. Tú sabes que me importas demasiado.

En otro momento, habría señalado que ambos ya habían usado las palabras «te amo» en su relación en demasiadas ocasiones como para que ella pudiese contentarse con un simple «me importas».

Sí, en otro momento; en otra vida, quizás.

En una vida donde Henry no existiese o no estuviese en su vida, y ella y Mike se hubiesen conocido en otras circunstancias.

Así que tan solo levanta la vista y repite:

—Quiero terminar, Mike.

—Pero ¡estás siendo ridícula, Jane! Eres la persona más increíble en el mundo y no puedes dejar que estos idiotas —que gente como Angela— arruine lo que tenemos! ¡No son nadie!

Sus palabras casi le roban una sonrisa: ¿quién pensaría que en un momento como este él y Henry coincidirían, sin saberlo, en esta noción de que los demás no importan?

Como sea, Eleven se levanta y camina hasta Mike. Toma sus manos entre las suyas y, antes de que el alivio que ve asomar tras sus ojos logre enraizarse, dice:

—Lo siento, Mike. Pero quiero terminar.


Eleven no culpa a su —ahora— exnovio por no acompañarla hasta la puerta: es lo suficientemente empática como para comprender que cuanto antes se aparte de él, mejor para ambos. Después de todo, tampoco es como que ella haya salido ilesa: incluso ahora siente afecto hacia Mike. Tal vez la palabra «amor» falle en describir lo que han compartido, pero la experiencia en sí fue algo valioso y real mientras duró.

Sí, Eleven no lo culpa ni desea causarle dolor, y es por eso por lo que tan solo decide buscar a Nancy —quien la hubo recibido en primer lugar— para avisarle que ya se marcha.

No tiene que esforzarse: la encuentra escaleras abajo, sentada en el sofá de la sala escribiendo en un cuaderno. Abre la boca para despedirse cuando nota que no está sola: frente a ella, en el suelo, jugando con una casa de muñecas, se hallan Holly…

… y Henry.

—¿Hola…?

Los adultos dirigen la vista hacia ella primero; Holly no tarda en imitarlos.

—¡Jane! —exclama emocionada a la par que se apresura a ponerse de pie y arrojarse a sus brazos; Eleven la atrapa sin pestañear—. ¡Ven a jugar con nosotros!

Nancy le lanza una mirada de disculpa a la par que abandona el sofá.

—Holly, creo que Jane y Henry ya tienen que irse; pronto vendrá una tormenta.

La niña hace un puchero ante las palabras de su hermana.

—Pero vinieron muy poco tiempo…

Eleven desearía asegurarle que pueden venir otro día, mas tampoco desea mentirle. Nancy parece notar su reluctancia a hablar —sabe, después de todo, que ella siempre se ha preocupado por Holly— y se apresura a poner en práctica un plan de contingencia:

—Ey, Jonathan vino hace rato, ¿y sabes lo que trajo? ¡Helado!

Sus palabras cumplen su misión: la pequeña se distrae y suelta a Eleven.

—¿De frutilla?

—Por supuesto —ríe Nancy, abrazando a su hermanita—. ¿Qué tal si te sirvo un tazón? —La niña asiente, emocionada ante el prospecto de algo dulce—. Pero primero despidámonos de Jane y Henry, ¿sí?

Con su interés puesto el helado, Holly no tarda en hacer caso.

—Muchas gracias por venir a jugar —les dice a ambos, corriendo nuevamente a abrazar primero a Eleven, y luego a Henry—. ¡Vuelvan pronto! ¡Chau, chau!

Ella tan solo responde con un gentil «chau, chau», mientras que Henry le ofrece una sonrisa y una palmadita en la cabeza.


—¿Todo bien? —le pregunta Henry mientras dejan atrás la morada de los Wheeler y se dirigen al coche.

—Todo bien —contesta ella, pues es verdad suficiente; ahondar más en el asunto podría invitar preguntas que no está lista para responder ahora mismo.

—Qué bueno —comenta él a la par que se adelanta para abrirle la puerta.

Está por preguntarle sobre Holly y cómo ha terminado jugando con ella, cuando nota un par de gomitas rosas que separan apenas unos mechones rubios en un simpático intento de emular dos coletas en la parte posterior de su cabeza.

Ante esto, decide guardar silencio: no quiere escuchar las justificaciones de Henry. A decir verdad, prefiere tan solo guardar en su corazón este momento en que ha vislumbrado este lado suyo: el lado capaz de tomarse el tiempo de alegrarle el día a una pequeña niña sin motivo ulterior alguno.