Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 155.
Acción de Gracias (I)
Cuando Samara abrió los ojos, los rayos del sol entraban a raudales por la ventana de la habitación, bañando con su luz el suelo y las sábanas que la cubrían. Afuera se encontró con un cielo despejado, azul como nunca había visto. Se sentó en la cama y estiró sus brazos, soltando un pequeño quejido de satisfacción al hacerlo. Agachó la mirada, y miró con extrañeza su atuendo: un vestido casual color rojo vino, de manga larga, con tela blanca con holanes en sus puños y cuello. Se retiró los tendidos de encima, y vislumbró además que sus piernas estaban enfundadas en unas mallas blancas, e incluso usaba unos botines negros en los pies.
Samara arrugó el entrecejo, pensativa. ¿Se había acostado la noche anterior vestida de esa forma? ¿Incluso con los zapatos? No lo recordaba; y, en realidad, tampoco le dio mucha importancia.
En lugar de darle más vueltas al asunto, se paró de la cama, se colocó frente al espejo del tocador, y tomó un cebillo con la intención de peinarse. Sin embargo, al observar sus largos cabellos negros que caían libres a cada costado de su cabeza, y bajaban como cascada por su espalda, se dio cuenta de que todos estaban justo en su sitio; lacios y brillante, casi como si lo acabara de lavar recientemente.
De nuevo, aquello le pareció sólo un poco curioso; lo usual era que su cabello despertara siendo todo un desastre. Pero de nuevo, no le dio importancia; en especial cuando a su nariz llegó un delicioso aroma proveniente de la planta baja. Delicioso aroma a comida, para ser exactos.
De seguro la Srta. Honey ya había comenzado los preparativos para la cena.
Sin pensarlo mucho, salió de la habitación y se dirigió presurosa hacia las escaleras, bajando cada escalón con rapidez hasta llegar al piso de abajo. Giró rápidamente en dirección a la cocina, y entró en aquel pequeño espacio por la puerta que conectaba con el comedor. Los aromas de la comida se hicieron aún más presentes, bailando alegres en su nariz. Frente a la encimera de la cocina, vislumbró la figura alta y delgada de la mujer, que canturreaba alegre mientras, al parecer, pelaba unas papas.
—¿Quiere que le ayude? —preguntó Samara desde el marco de la puerta, con un inusual entusiasmo.
La mujer dejó lo que hacía y se giró en ese momento en su dirección. La miró con un llamativo brillo de alegría en sus ojos cafés, y una sonrisa grande y risueña.
—Todo está bien por aquí, cariño —le respondió con tono suave y calmado—. Mejor ve y juega con tus amigas.
El júbilo y la emoción que habían inundado a Samara se desvanecieron por un instante, dejando en su lugar sólo absoluto pasmo, que la dejó congelada en su sitio en cuanto su cabeza alcanzó a comprender y reconocer por completo lo que veían sus ojos. Y resultaba extraño que no se hubiera dado cuenta con anticipación que aquella mujer alta de largos cabellos oscuros y rostro de facciones fuertes, no era la Srta. Honey. Pero tampoco era, en lo absoluto, una desconocida…
—¿Mamá…? —pronunció Samara, desconcertada.
—¿Si? —murmuró Anna Morgan, inclinando su cabeza hacia un lado—. ¿Estás bien, cariño? Te ves un poco pálida.
Samara permaneció en silencio un largo rato, con sus ojos bien abiertos fijos en la imagen de su madre de pie ante ella. Su boca se abrió, deseosa de soltar una larga lista de preguntas. Pero, en lugar de eso, lo único que pronunció fue:
—No, nada. —Sonrió después con alegría, haciendo a un lado la sensación agobiante de hace un momento. Sus pies comenzaron a moverse con rapidez, aproximándose hasta la mujer delante de ella, y sin el menor miramiento la rodeó con sus brazos, aferrándose fuertemente a ella—. Todo está bien. Todo está muy bien…
Anna Morgan rio, y recorrió una mano por los cabellos de su hija.
—Pues me alegra escuchar eso —indicó con tono divertido—. Pero si quieres una rica cena de Acción de Gracias, será mejor que vuelva a mi labor.
Samara asintió rápidamente, y se apartó de ella un paso. Alzó su mirada, y le sonrió ampliamente; sus ojos estaban al borde de soltar una lágrima.
—Eso huele delicioso —escuchó Samara que pronunciaba en alto la voz de su padre. Al girarse sobre su hombro, vio al corpulento hombre de cabello cano entrando a la cocina, frotándose sus manos entre sí.
—Mami está cocinando —comentó Samara con entusiasmo.
—No creerías que los caballos era lo único en lo que era buena, ¿o sí? —comentó Richard Morgan con tono bromista. Colocó una mano sobre la cabeza de su hija, acariciándola con cuidado, y luego se inclinó hacia su esposa para darle un pequeño beso en los labios—. ¿Y cómo amaneció mi pequeña princesa? —preguntó a continuación girándose hacia Samara con una sonrisa afable.
—No sé, creo que está un poco rara —indicó Anna, inclinándose hacia su hija para inspeccionar atentamente su rostro—. ¿Segura que estás bien, cariño?
—Sí —pronunció Samara rápidamente—. Estoy bien, de verdad…
Su madre la observó fijamente en silencio, escrutándola de una forma que a Samara la hizo sentir que no le creía. Sin embargo, tras unos segundo volvió a sonreír de la misma forma que antes; despreocupada y feliz.
—Entonces —pronunció Anna con entusiasmo. Se irguió de nuevo y se giró hacia la encimera, tomando de ésta un plato—. Llévale estos pastelillos a tus amigas, para que calmen su hambre en lo que está listo todo. ¿Sí?
—Mis amigas —repitió Samara en voz baja, disimulando su confusión. Tomó el plato con sus manos, y contempló lo que había en él: pastelillos de forma rectangular, con sabores como chocolate, calabaza, zanahoria, fresa y crema, acomodados de tal forma como si fueran los ladrillos de una pirámide—. Sí, yo lo hago —respondió por reflejo, y sin espera se giró hacia la puerta que llevaba hacia afuera de la cocina.
Al poner un pie en el comedor, y echar un vistazo a su alrededor, se dio cuenta de que la mesa estaba ya servida, con un plato, cubiertos, copa y servilleta frente a cada uno de sus ocho puesto. Y tanto la mesa, como las paredes y el resto de los muebles, estaban decorados con colores otoñales, hojas de colores amarillos, naranjas y rojos, calabazas y girasoles. Se preguntó por un momento si acaso ya estaba así cuando pasó por ahí hace un momento. E igualmente, no pudo evitar notar que aquello no se parecía del todo al comedor de la casa de la madre de Matilda, aunque tampoco al de su casa en Moesko.
—Mío —pronunció una voz juguetona a su diestra, un instante antes de alargar el brazo hacia el frente de ella, y hurtar rápidamente un panecillo de fresa del plato que Samara cargaba.
La niña respingó un poco, y se giró rápidamente, encontrándose de frente con el rostro sonriente de una niña de cabellos negros, sujetos en dos colas, en el momento justo en el que daba una mordida al pastelillo que había tomado, y sonreía complacida.
—Nada mal. ¿Los hizo tu mamá?
Samara parpadeó, perpleja.
—¿Esther? —susurró despacio, dubitativa.
—¿Samara? —masculló la niña (¿o mujer?) delante de ella, imitando su mismo tono confuso. Soltó entonces una risotada divertida, y se metió lo que le faltaba a su pastelillo—. ¿Estás bien? Parece como si hubieras visto un fantasma.
—Aún peor —masculló la voz burlona de otra niña, de cabellos castaños y ojos azules, que se aproximó por un costado, parándose a lado de Esther y apoyando en un brazo contra un hombro de ésta—. Vio tu cara —añadió con una voz sarcástica—. Suficiente para tener unas cuantas pesadillas.
—Lily —susurró Samara, sorprendida, al reconocerla igualmente de inmediato.
—Qué graciosa —le respondió Esther a la otra chica, sonriendo de forma forzada—. Dame ahora uno de calabaza —dijo justo después, extendiendo su mano para tomar otro pastelillo.
—A mí sólo dame de chocolate —comentó Lily, tomando también del plato con rapidez, como si temieran que alguien se los pudiera ganar.
—Tomen los que quieran —indicó Samara en voz baja, y pasó a colocar el plato sobre la mesa para que pudieran tomar con mayor facilidad. Se giró entonces hacia ellas, inspeccionándolas con la mirada—. ¿Ambas están… bien?
—Define bien —comentó Lily con tono burlón, señalando de forma disimulada con su pulgar hacia Esther—. Ésta de aquí sigue igual de loca que siempre, si a eso te refieres.
—Oh, qué gran boca tienes —rio Esther divertida, dándole un pequeño empujoncito en su brazo de forma juguetona—. Si sigues diciendo esas cosas, te voy a romper esa cabecita tuya en muchos pedacitos —añadió justo después, aunque por su tono parecía ser más una broma interna entre ellas que una amenaza real. Y Lily así pareció tomarlo.
—Primero tendrás que alcanzarme —canturreó Lily, y comenzó entonces a correr por el comedor, riendo divertida. Esther no tardó en unirse a dicha persecución, riendo también.
Mientras las otras dos se correteaban por la casa, Samara se tomó un momento para sentarse en unas de las sillas, pues se sintió de pronto un poco mareada. ¿Todo eso no era un poco… extraño? ¿O quizás estaba exagerando?
—¿Todo bien, Samara? —escuchó una voz nueva ingresando al comedor, y el sólo oírla la hizo sobresaltarse. Se giró hacia un lado, y vio como dos personas ingresaban desde la puerta que daba a la sala: una mujer y un hombre, ambos vestidos de manera formal para la ocasión, caminando lado a lado tomados de la mano.
—¡Matilda! —pronunció Samara en alto, emocionada. Se paró de la silla y se dirigió directo hacia ella, abrazándola tan fuerte como había abrazado a su madre hace un momento.
—Oh, a mí también me alegra verte —bromeó Matilda, rodeándola de forma cariñosa con su brazo libre—. Pero pareciera que no me hubieras visto en años.
—Sólo… temí que no estuvieras aquí —pronunció Samara, vacilante. Se separó entonces un poco de ella, y la volteó a ver con una sonrisita, misma que Matilda le regresó e inmediato.
—¿Olvidas que te lo prometí? —comentó Matilda con seriedad. Se agachó entonces hasta colocar su rostro a su misma altura, como acostumbraba hacer—. Siempre estaré aquí para ti. Ambos lo estaremos —añadió, girándose a ver a Cole que la acompañaba, y aun sujetaba su mano.
—En especial si hay deliciosa comida esperándonos en ese "aquí" —bromeó Cole, a lo que Matilda respondió con una pequeña risilla, y luego Samara le secundó—. ¿Nos sentamos? —propuso, extendiendo una mano hacia la mesa.
—Sí, adelante —indicó Samara, y de inmediato los guio hacia las sillas.
Escucharon en ese momento el timbre de la puerta sonar; con bastante fuerza, de hecho.
—Yo abro —se ofreció Cole, y de inmediato soltó la mano de Matilda y se dirigió hacia la puerta.
Samara se dispuso mientras tanto a sentarse en una de las sillas laterales, pero Matilda la detuvo antes de que lo hiciera.
—No, no, no —pronunció la psiquiatra—. A ti obviamente te corresponde el lugar de honor.
Samara no comprendió al inicio, pero Matilda entonces la guio hacia la silla a la cabecera de la mesa, y la jaló hacia atrás para ella.
—¿En la cabecera? —inquirió la niña, confundida.
—Claro que sí —indicó Matilda, sonando como si fuera lo más lógico del mundo—. Todo esto es gracias a ti, ¿no?
Samara arrugó el entrecejo y meditó un poco sobre aquella afirmación. Por algún motivo, que de momento no le resultaba claro, aquello pareció tener bastante sentido. Así que no lo cuestionó más, y aceptó el puesto que le ofrecía.
—Gracias —musitó en voz baja, esbozando una media sonrisa.
—Miren quién llegó —anunció Cole en alto con voz alegre en cuanto ingresó de nuevo al comedor.
Samara se giró a mirarlo sobre el respaldo de su silla, y notó al instante que alguien venía detrás de él. Se quedó sin aliento en cuanto contempló al muchacho de cabellos oscuros cortos y ojos azules, ataviado en un elegante traje negro, abrigo y bufanda azul.
—Damien —murmuró Samara atónita.
El muchacho sonrió ampliamente, y recorrió con cuidado su mirada por la habitación.
—Disculpen la tardanza —pronunció con elocuencia mientras se retiraba su bufanda y abrigo—. No comieron sin mí, ¿o sí?
—Nada de eso —comentó Matilda con tono jovial—. Llegas justo a tiempo.
Y en ese momento la psiquiatra se aproximó hacia el recién llegado, y le ofreció sin vacilación un abrazo de bienvenida, mismo que Damien aceptó sin más. Samara contempló aquella escena con una mezcla imprecisa de emociones. ¿Damien y Matilda siempre se habían llevado tan bien? Algo en su interior le decía que eso no era correcto.
—¿Y quién es este apuesto jovencito? —preguntó con voz cantarina la Sra. Morgan, ingresando en ese momento al comedor en compañía de su esposo, y mirando con atención a Damien. Antes de que Samara pudiera responderle algo a su madre, alguien se le adelantó dando su propia respuesta.
—Es el novio de Samara —indicó Esther con voz juguetona, tomando asiendo justo a su izquierda en la mesa.
Aquella repentina declaración hizo que Samara se sobresaltara del asombro, y se sonrojara al instante de los pies a la cabeza.
—¿Qué? —exclamó en alto, claramente alterada—. No, cállate. No es cierto.
—Mira su carita —señaló Lily, burlona, tomando el puesto justo al lado de Esther—. Se puso roja como un tomatito.
Samara llevó sus manos a su rostro por mero reflejo, ocultando éste entre ellas. Escuchó las risas de algunos de los presentes, pero ninguno parecía en realidad hiriente.
Para cuando tuvo valor de apartar las manos y echar un vistazo de nuevo, vio como Damien se aproximaba con paso seguro en dirección a sus padres.
—Damien Thorn —se presentó estrechado con firmeza la mano la Anna, y luego la de Richard—. Un placer, señores Morgan.
—El placer es nuestro, muchacho —le respondió su padre con una sonrisa jovial, tomando su mano con si ya fueran viejos amigos.
—Ven, Damien —mencionó Matilda, llamando la atención del muchacho. Estaba de pie detrás de la silla justo a la derecha de Samara, y la jaló hacia atrás para ofrecérsela—. Siéntate aquí, a lado de Samara.
—Gracias, doctora —respondió el muchacho con elocuencia, y sin vacilación tomó asiento en la silla que le ofrecía. Matilda se sentó a lado de él, y Cole después de ella.
Una vez acomodado en su asiento, Damien fijó su mirada en Samara, a la que le sonrió de forma casi galante. Eso, sumado un centellante brillo astuto que adornaba sus ojos azules, hicieron que Samara sintiera un calorcito en su todo su rostro, hasta las orejas, y que su corazón se acelerara un poco más de lo usual.
—Hola, Samy —dijo Damien, con ligera picaría—. Estás preciosa hoy.
—Gracias —masculló Samara despacio, dándose cuenta de lo realmente nerviosa que se encontraba simplemente por cómo había salido su voz—. ¿Qué haces aquí, Damien?
—¿Qué dices? —exclamó él, risueño—. Tú me invitaste, ¿no?
Samara arrugó el entrecejo, pensativa (otra vez). ¿Ella lo había invitado? Eso no le parecía posible, pero… ¿de qué otra forma podría él estar ahí si no?
—¿No me quieres aquí? —preguntó Damien, sonando dolido.
—Sí, claro que sí —se apresuró Samara a responder—. Pero… ¿no estás molesto conmigo?
—¿Molesto? —musitó Damien, inclinando su cabeza hacia un lado, intrigado—. ¿Por qué lo estaría?
—Por haberme ido ese día con Matilda —masculló Samara, dubitativa—. Por no haberme quedado contigo como querías…
—Ya, no pienses en cosas que no tienen importancia —se apresuró Damien a señalar con tono risueño, agitando una mano en el aire con indiferencia—. Todos estamos ahora aquí, y es lo que cuenta, ¿verdad?
A Samara esa explicación no le resultaba del todo satisfactoria. Abrió la boca para debatirlo de alguna forma, pero nada surgió de ella. ¿Qué podía decir exactamente? Y, en realidad, ¿quería cuestionar más todo eso? Era cierto, estaban todos ahí reunidos al fin; ¿no era eso lo que importaba?
—Y aquí está el pavo —proclamó la Sra. Morgan en alto, en cuanto ingresó de regreso al comedor, cargando en sus manos la bandeja con el pavo recién salido del horno. Todos aplaudieron con entusiasmo en cuanto la vieron, y Samara se les sumó un poco después, aunque más moderada.
Ya todos se encontraban para ese punto acomodados en su asiento. Su madre se paró justo en la otra cabecera, en lado contrario al de Samara, y colocó el pavo con delicadeza en la mesa. El aroma que surgía de él era exquisito, e impregnó rápidamente toda la habitación. Su color rostizado también era hermoso, y estaba además cuidadosamente decorado. Samara se sorprendió; su madre en verdad se había esmerado con el platillo.
Como si hubiera escuchado sus pensamientos, su madre alzó la vista en ese momento desde el otro lado de la mesa en su dirección, y le sonrió con dulzura. Samara le sonrió de regreso.
—Si me permiten, yo haré el primero corte —indicó Anna Morgan con entusiasmo, tomando un largo cuchillo de hoja brillante que estaba colocado en la mesa a su lado. Miró entonces de regreso a Samara—. ¿Qué te gustaría, cariño? ¿Muslo? ¿Pierna? ¿Pechuga? ¿Ala? —Mientras listaba las partes del ave, Anna señalaba con la punta del cuchillo a cada una. Samara meditó un poco su respuesta, pero antes de darla, le extrañó un poco notar que su madre apartaba el cuchillo del pavo y lo alzaba… hacia sí misma—. ¿O cuello…? —añadió con el mismo tono alegre de antes, aunque en esos momentos la punta del cuchillo estuviera apuntando directo al costado de su propio cuello.
La sonrisa en los labios de Samara se esfumó al instante.
—¿Qué? —musitó en voz baja, totalmente confundida.
—¡Cuello!, por supuesto —exclamó Matilda en alto con tono festivo—. Es su favorito.
Samara se giró a mirarla, atónita ante lo que había dicho. Y fue aún peor cuando los demás en la mesa parecieron secundar su propuesta, e incluso algunos comenzaron a vitorear en coro:
—¡Cuello! ¡Cuello! ¡Cuello! ¡Cuello!
Samara los miró espantada, incapaz de decir cualquier cosa para hacerlos callar.
Su madre sonrió ampliamente, complacida al parecer por los ánimos que todos le lanzaban.
—Cuello será —pronunció con tono entusiasmado. Y sin más, presionó la punta del cuchillo contra el costado derecho de su cuello, y como en una morbosa repetición de lo ocurrido aquella noche en Eola, la hoja del cuchillo penetró por completo la piel, abriéndose paso más profundo, hasta que casi la mitad de la hoja quedó escondida en su interior.
Samara se quedó atónita, con sus ojos bien abiertos contemplando tan horrible escena. Sangre roja y brillante comenzó a escurrir de la herida en el cuello de Anna, bajando por éste hasta empapar la blusa y el delantal. Ella, sin embargo, se veía inquietantemente calmada. Seguía mirando fijamente a Samara, y sonreía; incluso cuando la sangre comenzó a también surgir por sus labios y a resbalarse por su mentón.
Tras sólo unos segundos, y con el cuchillo aún bien insertado en su cuello, el cuerpo de Anna se precipitó hacia el frente, quedando su torso recostado sobre la mesa, y su rostro en contra del pavo. La sangre siguió brotando de la herida, bañando al pavo en ésta, y luego escurriéndose por el mantel.
Samara se pegó a su asiento, horrorizada. Todos los demás, sin embargo, aplaudieron con entusiasmo. Lily incluso se estiró un poco desde su asiento hacia el pavo, pasando un dedo por la piel de éste, manchando la punta del dedo con una combinación de la salsa y jugos del pavo, y la sangre de Anna. Llevó el dedo a sus labios y lo chupó.
—Está delicioso —indicó con efusividad. Samara sintió que el estómago se le revolvía.
—Ahora, que cada quien corte su pedazo —propuso el Sr. Morgan con efusividad, y todos lo respaldaron. Y ante la mirada azorada e impotente de Samara, Matilda, Cole, Esther, Lily y su padre tomaron algunos un cuchillo, otros un tenedor, y sin menor vacilación los dirigieron a sus respectivos cuellos, apuñalándose en estos repetidas veces, al tiempo que reían divertidos y alegres.
—No… no lo hagan… —musitó Samara con apenas un pequeño hilo de voz.
Nadie la escuchó, y todos siguieron apuñalándose sus propios cuellos repetidas veces, justo como su madre lo había hecho en aquel pasillo. Y uno a uno comenzaron a caer a la mesa: primero Lily, luego Cole, seguido por Esther, Matilda, y por último su padre. Todos cayeron abatidos a la mesa, con sus rostros recostados contra sus platos. La sangre brotó a borbotones de sus heridas, bañando la porcelana y el mantel entero, y comenzando a escurrirse por éste hasta el suelo. Los ojos de todos estaban bien abiertos, y sus labios torcidos en una sonrisa perpetua.
Samara balbuceó, su voz y todo su cuerpo temblándole por la impresión.
—¿Qué está pasando…?
—¿De qué hablas, Samy? —escuchó pronunciar a su lado, y rápidamente se giró hacia Damien, sentado aún a su diestra. Éste la mirada con candidez, y una sonrisa divertida—. Si todo esto es gracias a ti… —pronunció a continuación, repitiendo las mismas palabras que Matilda había pronunciado antes.
Y antes de que Samara pudiera decirle o preguntarle algo más, Damien tomó con una mano su cuchillo para carne. Y, sin dejar de mirarla, acercó el filo del cuchillo a su propio cuello, y lo rebanó por completo de oreja a oreja, como si se dibujara una segunda sonrisa. La sangre brotó como cascada de la herida, bañándole sus ropas por completo; todo sin quitarle los ojos de encima, hasta el momento en el que, igual que los otros, se desplomó a la mesa, y comenzó a cubrir ésta también con su sangre.
Samara soltó un gritito ahogado, y sólo hasta entonces logró reaccionar, parándose de inmediato de su silla para apartarse de la mesa. Sin embargo, en cuantos sus pies se movieron, pudo sentir el movimiento del agua al hacerlo. Bajó rápidamente su mirada, y entonces lo notó: cinco centímetros de agua que cubrían el suelo debajo de ella, que se mezclaba poco a poco con la sangre que caía a gotas desde la mesa.
Ese inusual y repentino detalle, resultaba ser en verdad revelador.
—No —susurró despacio en el momento en el que la comprensión llegó a su cabeza.
"Agua. En mis pesadillas siempre hay agua."
Recorrió rápidamente su mirada por el resto de la habitación, notando como el escenario se degradaba rápidamente ante ella. Las paredes se descarapelaban y carcomían, y manchas de humedad y moho surgían por todos lados. Ese escenario terminó por dejar más en evidencia al responsable de todo ello. Y en cuanto dirigió su mirada al frente, justo al otro extremo de la mesa, detrás del cuerpo de su madre, ahí la vio: la Otra Samara, con sus cabellos largos oscuros cayéndole sobre el rostro, y su vestido blanco gastado y manchado.
—Tú —exclamó Samara, alarmada, retrocediendo un paso, arrastrando el agua con sus pies.
La Otra Samara alzó su rostro, y uno de sus ojos nublados la miró de regreso a través de la maraña de cabellos oscuros. Y al instante se subió como un animal a la mesa, y se dirigió hacia ella, pasando en sus cuatro patas por encima de su madre, y derribando todo a su paso.
Samara reaccionó al instante, y se giró rápidamente en dirección a la salida. El agua no la detuvo hasta llegar a la puerta, que abrió rápidamente de par en par, para luego prácticamente saltar al exterior. Sin embargo, en cuanto puso un pie afuera, se detuvo de golpe al notar lo que se alzaba justo delante de ella, a unos cuantos pasos de la puerta por la que, en teoría, había salido: un pozo, de forma circular, viejo y hecho de piedra. Un pozo que ella reconocía bien.
Antes de poder hacer cualquier otra cosa, sintió como la tomaban con fuerza por detrás, una mano tomándola firmemente de sus cabello, y otra de su hombro, y la empujaba con fuerza hacia al frente. Samara, sin embargo, logró apoyar sus manos firmemente en la orilla del pozo, oponiendo resistencia. La mitad de su cuerpo quedó suspendido sobre la abertura del pozo, y sobre la completa negrura que yacía en su interior.
—Así es como tiene que ser —le susurró la carrasposa voz de la Otra Samara a lado de su oído, mientras seguía intentando empujarla hacia adentro del pozo—. Si sigues sin hacerme caso, todos a los que amas terminarán muertos por tu culpa; igual que tu madre. Y si no es así, entonces lo serás tú en cuanto todos ellos te den la espalda.
—Tú lo harás —espetó Samara en alto con energía—. Tú eres quién les quiere hacer daño, ¡no yo!
—Sigues sin entender nada —sentenció la Otra Samara, exasperada—. Soy la única que se preocupa genuinamente por ti. Así que deja de resistirte de una maldita vez…
—No —pronunció Samara con firmeza—. Cole me dijo que tú ya no tienes poder sobre mí… ¡Y no dejaré que lo tengas de nuevo!
Subió en ese momento un pie hasta la orilla del pozo, y se empujó con fuerza con éste hacia atrás, provocando que tanto ella como la Otra Samara se precipitaran de espaldas al suelo…
O al menos eso es lo que ella esperaba, pues lo único que sintió su espalda al instante siguiente fue la suavidad del colchón de la cama, que se volvió aún más vivido cuando abrió los ojos y se encontró con el techo de la habitación de Matilda justo sobre ella.
Se sentó rápidamente, y recorrió el cuarto con la mirada para cerciorarse de que en esa ocasión sí se encontraba en efecto en dónde creía estar, y todo parecía indicar que así era. La cama, el tocador, los estantes… todo parecía concordar. El cobertor era también el mismo al igual que sus ropas.
Podía sentir su corazón palpitar en su pecho, e incluso sus pulmones ensanchándose y contrayéndose mientras respiraba agitada.
El sol entraba fragante por la ventana, marcando el inicio de una hermosa mañana.
Estaba despierta, o eso parecía.
Hacía un tiempo que no tenía una de sus pesadillas, en especial una en la que apareciera la Otra Samara. Y, quizás lo más alarmante de todo, no recordaba haber tenido una tan vivida y horrible. Había creído que ya se había librado enteramente de todo eso, pero era obvio que no era el caso. Pero Cole se lo había advertido; debía estar alerta y no bajar la guardia.
Alguien llamó a la puerta en ese instante, y eso la hizo sobresaltarse un poco, pero se forzó a mantener la calma.
—Adelante —pronunció en alto, y la puerta se abrió un instante después. Del otro lado surgió el rostro sonriente de Matilda, que se asomó hacia el interior del cuarto.
—Hey, ¿ya te despertaste? —preguntó con tono risueño. Samara fue incapaz de reaccionar lo suficientemente rápido y darle una respuesta, y eso al parecer preocupó un poco a Matilda—. ¿Todo bien, pequeña?
—Sí, muy bien —se apresuró Samara a responder en ese momento.
Matilda ingresó un par de pasos más al interior del cuarto y la observó fijamente. Samara supo de inmediato que no le creía; ella tampoco lo haría en su lugar. Pero la conocía bien, y sabía que no le insistiría en que le dijera algo si ella no quería. Y en ese momento, definitivamente no quería hablar de su pesadilla; lo que deseaba más que nada era olvidarla por completo.
—De acuerdo —masculló Matilda tras un rato, asintiendo—. Alístate que tenemos una cita. No lo olvidaste, ¿verdad?
—No, claro que no —exclamó Samara negando con la cabeza. Y, de hecho, ese horrible sueño no había más que afianzado su convicción con respecto a esa "cita" de la que Matilda hablaba—. Estaré lista en un momento.
Matilda asintió de nuevo, y se retiró del cuarto para permitirle vestirse en privado.
Samara se levantó de la cama y, similar a cómo había hecho en su sueño, se dirigió al tocador y tomó un cepillo. Volteó a ver su reflejo en el espejo, y se quedó un rato inmóvil, viendo la maraña desigual que formaban sus largos cabellos negros; muy diferente a como se había visto en su sueño al despertar. Pero, aun así, demasiado parecido al de aquel otro ser…
Respiró hondo por la nariz y agitó su cabeza, intentando disipar todos esos amargos recuerdos del sueño. Y comenzó entonces a cepillarse aquellos largos cabellos. Y con suerte, y si todo salía bien, sería la última vez que lo haría.
Este año el Día de Acción de Gracias estaría bastante concurrido en la residencia Honey. Jennifer y Máxima no sólo contarían con la presencia de Matilda, sino además de algunos invitados adicionales como la pequeña Samara, el Det. Sear, la Sra. Wheeler y su hija Sarah, e Igualmente Abra había prometido ir al menos a saludarlos un rato. Así que todo parecía indicar que sería una cena grande, como quizás no se había tenido en aquella casa en mucho tiempo; desde los tiempos en los que los padres de la Srta. Honey seguían con vida.
Pero antes de poder sentarse a comer con su madre y amigos, esa mañana Matilda tenía algunos asuntos que atender primero. Y uno de ellos involucraba también a Samara; una petición repentina que la niña le había hecho el día anterior, y que Matilda estuvo más que dispuesta a cumplirle. Lo cierto es que la psiquiatra tenía ya un plan para temprano ese día, pero decidió aplazarlo para después de esa pequeña diligencia.
Así que a media mañana, y antes de que Eleven y Sarah arribaran, Matilda y Samara se montaron al vehículo de la Srta. Honey, y se dirigieron juntas hacia una pequeña plaza comercial al este de Arcadia. Al llegar, se estacionaron justo delante del local al que iban: Salón de Belleza Divinity. El local tenía en su vidrio frontal un vinil microperforado que, además del nombre del salón, tenía la imagen del rostro de una hermosa mujer, de largos y ondulados cabellos castaños que se extendían hacia atrás de ella como movidos por el aire. Sobre la puerta había un coqueto toldo rosado y blanco, y un par de sillas y una mesita en la parte exterior.
—Aquí es —indicó Matilda con entusiasmo una vez que apagó el motor del vehículo. Se giró hacia la niña sentada en el asiento a su lado, que contemplaba fijamente el local con cierta suspicacia—. ¿Estás segura de esto? —le preguntó Matilda una última vez, con tono calmado.
Samara se viró hacia ella, y asintió lentamente sin titubeo.
—Bien, vamos entonces —propuso Matilda de nuevo con actitud positiva.
Ambas se bajaron del vehículo, y se dirigieron juntas de la mano hacia el interior del local. Éste se encontraba totalmente vacío, salvo por una persona: una mujer robusta de piel morena y cabello oscuro rizado, que en el momento en el que entraron se encontraba barriendo. Al escuchar la campanita de la puerta, alzó su mirada del suelo hacia las recién llegadas.
—Buenos días, Carmen —la saludó Matilda con sonrisa afable.
—Hey, Matilda —exclamó la mujer llamada Carmen con marcada emoción—. Dichosos los ojos que te ven.
La mujer dejó de momento la escoba, y se aproximó hacia ella para darle un gentil abrazo, mismo que Matilda le devolvió.
—Perdón por hacerte trabajar en Acción de Gracias —se disculpó Matilda, algo apenada.
—No digas tonterías. Yo nunca le saco la vuelta al trabajo, ni siquiera en días festivos. En especial para una de mis niñas favoritas.
Matilda y Carmen se separaron tras un rato, y ésta última le echó un rápido, y un tanto sospechoso, vistazo de arriba a abajo a la psiquiatra. Aunque el motivo de aquello no tardó en ser revelado.
—Escuché que te dispararon. ¿Es verdad?
Matilda dejó escapar un pesado suspiro de resignación. Que le hicieran ese comentario se estaba volviendo ya bastante común.
—En verdad los rumores vuelan por aquí, ¿eh? —murmuró con cierto humor en su tono—. Ya estoy bien. Sólo un poco de ardor ocasional.
Carmen asintió como respuesta a sus palabras. Era claro que deseaba preguntar más al respecto, pero tampoco quería ser grosera o impertinente. En su lugar, centró su atención en la niña que estaba de pie a un lado de Matilda, aún bien sujeta a su mano.
—Y ésta debe ser la jovencita de la que me hablaste —comentó Carmen con entusiasmo, inclinándose ligeramente hacia ella.
La mano de Samara se aferró un poco más a la de Matilda, e inconscientemente buscó ocultarse un poco de la vista de aquella mujer.
—Adelante, no seas tímida —le instó Matilda con amabilidad.
Samara la miró, suspiró un poquito, y entonces miró al frente con mayor seguridad; o al menos con la mayor cantidad de seguridad que le era posible fingir.
—Mucho gusto —murmuró despacio—. Soy Samara Morgan.
—Encantada, Samara —le respondió la mujer con una sonrisa afable—. Yo soy Carmen. Me dijeron que quieres hacerte un corte, ¿correcto? —Samara asintió lentamente como respuesta—. Pues estás en el lugar correcto. Pasa y siéntate.
Carmen las guio hacia una de las sillas, e invitó a Samara a tomar asiento en ella. La niña tomó su sitio, mientras que Matilda se sentó en una silla de espera más atrás, para observar todo, pero desde una distancia prudente.
—Qué cabello tan hermoso —señaló Carmen, al tiempo que pasaba sus dedos por los largos cabellos oscuros y lacios de la niña—. Apuesto a que lo cepillas cada noche para mantenerlo así de liso, ¿verdad?
—Cien cepilladas cada noche —respondió Samara, con cierto dejo de orgullo al hacerlo—. Mi mamá me enseñó a hacerlo.
—Entiendo —respondió Carmen, asintiendo—. ¿Hace cuánto que lo tienes así de largo?
—Desde que recuerdo. Mi mamá siempre me quitaba sólo las puntas.
—¿Y eso es lo que te gustaría? ¿Sólo un despunte?
Samara vaciló un instante, antes de poder darle forma clara a una respuesta.
—No. Lo quiero corto —indicó con firmeza. Alzó entonces su mano derecha, y la colocó de forma horizontal un poco por encima de la altura de sus hombros—. Hasta aquí, más o menos.
Carmen no pudo evitar soltar un pequeño silbido de asombro.
—Es una decisión un poco radical, pequeña.
—Quizás un poco —intervino Matilda desde su asiento—. Pero Samara está segura de que es lo que quiere, ¿verdad?
La niña asintió lentamente como respuesta al cuestionamiento. Su mirada se fijó entonces en el espejo colocado en la pared, justo delante de su silla.
—Quiero un cambio —comentó con cierta seriedad en su voz—. Ya no quiero parecerme a la Samara del reflejo…
Aquello desconcertó un poco a Carmen. Se giró a mirar a Matilda, preguntándole con su sola expresión qué significaba aquello. Matilda se limitó a sólo sonreír y negar con la cabeza, sin más. Por supuesto, Matilda sí que tenía una idea de a qué se refería Samara con ello, pero no consideraba pertinente compartirlo. Aunque hubiera querido, igualmente la confidencialidad médico-paciente se lo hubiera impedido.
—Muy bien, así lo haremos —exclamó Carmen tras un rato—. Pero es una lástima cortar un cabello tan bonito. ¿No te interesaría donarlo?
Samara arrugó un poco el entrecejo, al parecer intrigada y confundida por la repentina sugerencia.
—¿Donarlo?
—Conozco una organización que acepta donaciones de cabello —explicó Carmen—. Y con él hacen pelucas para niños en tratamiento de cáncer. Creo que una niña estaría muy contenta de tener una peluca hecha con un cabello tan bonito como el tuyo.
Samara tomó entre sus dedos uno de sus mechones de cabello, y lo observó de reojo, pensativa. Luego se giró sobre su hombro a mirar a Matilda, muy seguramente para preguntar su opinión al respecto.
—Sería un acto muy noble de tu parte —le comentó Matilda—. Pero al final es tu decisión, pequeña.
Samara meditó el asunto un rato más, antes de compartir al fin su resolución final:
—Supongo que estaría bien.
—Perfecto —dijo Carmen con entusiasmo—. Déjame entonces hacerte una trenza para poder cortarla.
La estilista comenzó entonces a amarrar una trenza con los largos cabellos negros de Samara, demostrando además una notable maestría en sus dedos al hacerlo.
—¿Cómo has estado, Matilda? —le preguntó a su otra invitada, mientras continuaba con la trenza.
—¿Además del disparo? —bromeó Matilda, y tanto ella como Carmen rieron divertidas—. He estado bien. Ocupada con muchas cosas, pero ahora todo está más tranquilo.
—Escuché que tu hermano está en la ciudad —comentó Carmen súbitamente, y aquello tomó a Matilda bastante desprevenida. Y, principalmente, la puso un tanto incomoda.
—Sí, así es —respondió en voz baja.
—Recuerdo a ese muchacho, siempre holgazaneando y perdiendo el tiempo por ahí con sus amigos, igual de holgazanes que él. Lo siento, sé que es tu hermano, pero…
—Descuida —musitó Matilda con seriedad.
—¿Y le ha ido bien?
Matilda suspiró con pesadez.
—No tan bien como podría.
Si acaso Carmen deseaba preguntar o comentar algo más sobre ese tema, de momento no lo hizo pues la trenza de Samara ya estaba al fin terminada.
—Listo —comentó orgullosa. Y como el cabello de Samara era bastante largo, la trenza resultante lo fue también. Carmen tomó entonces la trenza de su extremo con una mano, y con las otras unas largas y filosas tijeras—. Ahí vamos entonces. ¿Lista? —Samara asintió rápidamente. Carmen acercó las tijeras al final de la trenza, y de un corte rápido y certero la separó del resto del cabello.
Samara respingó un poco, y contempló fijamente como el resto de sus cabellos oscuros, ahora bastante más cortos, caían libres sobre sus hombros. La apariencia entera de su reflejo se había transformado ante sus ojos.
—No dolió, ¿o sí? —comentó Carmen con humor en su tono. Samara negó lentamente. No había dolido como tal, pero sí había sido más impactante de lo que se esperaba—. Ahora vamos a darle forma.
Durante los siguientes minutos, Carmen le lavó el cabello, y pasó las tijeras por él para dejarlo más parejo, y acomodarle además su fleco. Al final de toda esa rápida jornada, Samara terminó justo con lo que había solicitado: un peinado corto por encima de sus hombros.
—Terminamos —declaró Carmen con entusiasmo—. ¿Qué te parece?
Samara se inspeccionó profundamente en el espejo, moviendo su cabeza hacia un lado y hacia el otro para intentar apreciar cada sección de su nuevo peinado.
—¿Cómo me veo? —preguntó con ligera aprensión, girándose a mirar a Matilda.
—Te ves bellísima —indicó la psiquiatra con optimismo.
—Resalta más la forma de tu cara —indicó Carmen con orgullo—. Si no me crees, intenta sonreír un poco y verás toda la diferencia.
Samara se giró de nuevo hacia el espejo, contemplando su reflejo unos momentos más. Luego, hizo justo lo que Carmen el sugirió, dibujando en sus labios una pequeña pero alegre sonrisa. Y en efecto, pudo ver ante ella justo la diferencia que ella tanto deseaba ver.
Terminado su asunto, y tras despedirse de Carmen, Matilda y Samara salieron de la estética de nuevo tomadas de la mano. El ánimo de la niña se percibía un tanto distinto, aunque en su caso siempre era difícil decir si para bien o para mal.
—¿Cómo estás? —le preguntó Matilda con cautela—. ¿Era cómo te lo imaginabas?
—Creo que sí —murmuró la niña, despacio. Y de nuevo, fue complicado vislumbrar el sentimiento real que la acompañaba.
—Muy bien. Te dejaré en la casa y volveré más tarde, ¿de acuerdo? Puedes ayudar a la Srta. Honey con la cena.
—¿Vas a salir? —preguntó Samara, notándose un tanto confundida.
—Sí, hay un asunto del que tengo que encargarme antes de esta noche. Pero no tardaré mucho.
Samara la contempló fijamente unos segundos al tiempo que avanzaban hacia el vehículo. Ya estando justo frente a la puerta del copiloto, la niña soltó abruptamente:
—Vas a ver a tu padre.
Matilda se detuvo en seco al escucharla. Aquello no era una pregunta, sino una certera afirmación. Siendo Samara, no debería sorprenderle mucho que la niña a veces supiera cosas que no debería saber; ya sea por escuchar por accidente, o por detectar pensamientos flotando en la superficie de la mente de las personas. No sabía en ese caso cuál de las dos había sido, pero al final de cuentas no era tampoco que se tratara de un secreto; sólo un tema del que no le apetecía hablar demasiado, al menos que fuera necesario.
—Sí, así es —respondió Matilda, asintiendo.
—¿Por qué? —preguntó Samara con curiosidad—. Pensé que no te agradaba.
Matilda no pudo evitar soltar una pequeña risilla como respuesta a ese comentario, quizás algo fuera del lugar dado el tema en cuestión. Se preguntó si eso también lo había captado en su mente… o quizás simplemente fue que la discusión acalorada que había tenido con Michael la otra noche, no había sido en lo absoluto discreta.
—Es algo que tengo que hacer —explicó—. Algo que me sugirió Cole. Pero no te preocupes por eso, ¿sí? Iré hasta allá, hablaré con él unos minutos, y estaré en la casa a tiempo para cenar.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó Samara de pronto, tomando a Matilda un tanto desprevenida.
—No cariño, no creo que sea buena idea. El sitio al que voy no es ideal para una niña. Además, de seguro no dejarán pasar a más de una persona.
—Tu padre está en prisión, ¿verdad? —masculló Samara, pensativa—. No creo que sea muy diferente al hospital en Eola…
Había cierto pesar en su voz, del cual Matilda se sintió un tanto contagiada. El psiquiátrico no era como tal una prisión, pero… concordaba en que ciertas circunstancias que la niña había vivido ahí podían hacer que se sintiera como tal.
—Te esperaré en la sala de espera —propuso Samara—. Vas a necesitar de alguien que te apoye cuando salgas de ahí. Yo… quisiera poder hacerlo por ti. Al menos una vez.
Matilda sonrió, aflorando en su pecho una mezcla de emociones. Deseaba decirle que no era su responsabilidad velar por los problemas de los adultos, en especial los suyos. Y que no le debía nada, que todo lo que había hecho por ella lo hizo porque era su trabajo, y porque así lo quiso por el cariño que le tenía. Y pensaba explicarle todo eso y más una vez que estuvieran en el vehículo.
Sin embargo, quizás Matilda no fuera telépata, pero no lo necesitaba para darse cuenta de que algo angustiaba a Samara desde que se despertó esa mañana, o quizás incluso desde antes. Y que aquel gesto, junto con ese repentino corte de cabello, eran acciones que significaban mucho en la mente de la pequeña. Quizás reflejos de su deseo de dejar atrás las cosas malas que había hecho, y enmendarse aunque sea un poco; en especial con ella. Era una situación complicada, que quizás siendo sólo su psiquiatra hubiera podido manejar de mejor forma. Pero era claro que hace tiempo ya no era sólo eso.
—Está bien —masculló Matilda con optimismo—. Entonces vamos, antes de que se haga más tarde.
Samara asintió, efusiva. Ambas ingresaron al vehículo, y emprendieron juntas el recorrido hacia la Prisión Estatal de California, en Lancaster.
Jane y su hija Sarah fueron los primeros invitados en llegar a la residencia Honey ese día. Sarah se ofreció de inmediato a ayudar a la Srta. Honey en la cocina en preparación de la cena. Cocinar no era precisamente su fuerte, pero estaba segura que de algo podían ser de utilidad un par de manos extras.
Eleven, por su parte, tuvo que optar por tomar asiento en la sala de estar, en compañía de Máxima. Aunque quizás "compañía" era mucho decir, pues la pareja de la Srta. Honey estaba más que nada enfocada en la televisión, y en los preparativos para el juego de americano que estaba próximo a comenzar. El no era muy fan de dicho deporte (o de alguno en particular), pero tampoco le molestaba demasiado. Así que en lugar de ver la televisión, aprovechó ese tiempo de relativa tranquilidad para hacer una videollamada con su familia en Indiana.
Le marcó a su hijo Jim, y tanto el rostro de éste como el de su hija Terry no tardaron en aparecer en la pequeña pantalla de su teléfono. Mirarlos llenó el pecho de Eleven de una sensación cálida, y no pudo evitar sonreír. Los dos chicos la bombardearon con preguntas sobre lo ocurrido, la conferencia de prensa y todo lo que ocurría allá en Los Ángeles. Eleven les respondió lo que pudo, guardándose los detallas más escabrosos para no causar confusión o miedo en ellos.
Terminados los cuestionamientos, los dos chicos pasaron hacia la cocina para enseñarle como estaba quedando la cena.
—Y éste es el pavo, recién traído del restaurante donde lo mandamos a hacer —le informó Jim, enfocando con su teléfono el hermoso pavo rostizado sobre la encimera de la cocina.
—Dios nos libre de cocinarlo nosotros mismos —murmuró Terry con tono burlón.
—Oye, no escuché que te ofrecieras.
Los dos muchachos rieron, y su madre los acompañó. Siguieron enseñándole el resto de los complementos que acompañarían la cena, todos comprados a excepción del dulce de calabaza, que su tío Will había preparado él mismo.
—Todo se ve delicioso, chicos —indicó Eleven con entusiasmo—. Me encantaría estar ahí con ustedes.
—Podemos tener otra cena cuando Sarah y tú vuelvan —propuso Terry—. ¿Cuándo lo harán, por cierto?
—Si todo sale bien, a más tardar el domingo estaremos ahí.
Y no lo decía por decir. Lo único que faltaba por hacer era planear el viaje de Matilda y Samara de regreso al estado de Washington, para dar por concluido ese tema. Terminado eso, El podría volver a casa y descansar como había prometido.
Aunque claro, había una conversación importante más que deseaba tener antes de eso. Pero, si todo salía bien, podría también zanjar ese asunto ese mismo día.
Detrás de Jim y Terry, Eleven pudo ver cómo alguien más entraba a la cocina y miraba en su dirección por un instante. Ella lo reconoció rápidamente; difícil no reconocer a tu esposo de tantos años. Los chicos debieron notarlo en el pequeño recuadro que mostraba su propia pantalla, pues se giraron a mirarlo.
—¿Quieres hablar con papá? —comentó Terry, y antes de que Eleven pudiera responderle, se giró de nuevo hacia Mike—. Papá, es mamá —le informó con entusiasmo, pero Mike en ese momento siguió de largo, saliendo del alcance de la cámara—. ¿Papá?
—Ahora no —respondió con cierta brusquedad, y se pudo escuchar al momento siguiente como azotaba un poco la puerta de la cocina al salir al patio.
Ambos chicos se quedaron en silencio por un rato, y fue Jim el que al final tomó la iniciativa de recobrar el humor, aunque fuera un tanto a la fuerza.
—Está ocupado —le informó esbozando una pequeña sonrisa.
—Sí, claro —susurró Jane despacio, igualmente forzándose a sonreír.
La reacción de Mike le dolía, pero no le sorprendía. Su esposo fue el que estuvo en mayor desacuerdo en que hiciera ese viaje justo después de despertar de su coma. Y, por lo que podía ver, el enojo derivado de ello no se le había pasado ni un poco.
—Permíteme, Jim —se escuchó que la voz de alguien más pronunciaba fuera de cámara, y Jim no tardó en pasarle el teléfono a dicha persona. Un instante después, el rostro que ocupaba la pantalla era el de su viejo amigo, Will Byers—. Hey, El. ¿Cómo lo llevas?
—Hola —le saludó Jane, sonriendo con mayor autenticidad que antes—. Sigo en una pieza, y es lo que cuenta, supongo…
A pesar de la recuperación milagrosa que Eleven había tenido, Will no había vuelto aún a New York. Había decidido quedarse en Hawkins unos días más, por lo menos hasta que Eleven volviera. De seguro sabía que Mike iba a necesitar de alguien con quien hablar, y como el buen amigo que siempre había sido, estuvo más que dispuesto a ser ese alguien. La presencia de Will en su casa resultaba reconfortante para Eleven. Si alguien podía cuidar a Mike en su lugar, era él.
Will se tomó la libertad de caminar junto con el teléfono de Jim hacia algún sitio más apartado, en donde ninguno de los dos jóvenes pudiera oír por completo sus palabras.
—No te preocupes —le murmuró Will en voz baja, pero con tono reconfortante—. Sabes que Mike no puede durar mucho tiempo molesto contigo.
—Sí, lo sé —suspiró Eleven con pesar. Amaba a Mike, pero los años le habían demostrado lo terco y cabeza dura que podía ser en ocasiones; quizás eso era algo que tenían en común—. Gracias por estar ahí para él; y también para Jim y Terry.
—No te preocupes por nada —declaró Will con firmeza—. Aquí estamos todos cuidando el fuerte por ti. Sólo encárgate de lo que debas, y vuelve pronto. ¿De acuerdo?
—Gracias, Will —masculló El, esbozando otra sincera sonrisa—. Les vuelvo a hablar más tarde, ¿de acuerdo?
Luego de un par de despedidas adicionales, ambos colgaron, y Jane se permitió dejar salir todo ese cúmulo de emociones en la forma de un profundo y pesado suspiro. Recargó además su espalda entera contra el respaldo del sillón, dejando en evidencia todo lo agotada que se sentía; física y mentalmente.
—¿Todo bien, Jane? —le preguntó Máxima desde el sillón de enfrente, mirándola con ligera preocupación en su mirada.
—Sí, todo bien —se apresuró Eleven a responder, forzándose además a sentarse derecha—. Sólo unos cuántos problemas sin resolver en casa. Pero todo se solucionará pronto; yo lo sé.
—Qué así sea —indicó Max, alzando su botella vacía. Se paró en ese momento con clara intención de dirigirse a la cocina—. ¿Gustas una cerveza?
—No, te lo agradezco. Estoy tomando algunos medicamentos.
Max asintió con comprensión, y se retiró de la sala, dejando a Eleven sola; y sí que ella lo necesitaba.
Sin embargo, ese tiempo a solas no sería mucho, pues justo mientras Máxima pasaba por el vestíbulo de camino a la cocina, alguien llamó en ese momento a la puerta. Eso la hizo detenerse y girar sus talones hacia la puerta. Al abrirla, del otro lado se asomaron dos caras conocidas; un hombre alto y una jovencita delgada más pequeña a su lado.
—Hey, qué agradable sorpresa —exclamó Max con entusiasmo.
—Hola —saludó Abra Stone con un curioso dejo nervioso, inusual en ella.
—Esperamos no importunar —añadió su tío, Dan Torrance, justo después—. Abra en verdad quería venir a saludar.
—Y como buen tío, vino para acompañarla, ¿no es cierto? —masculló Max con tono burlón—. Pero pasen, están en su casa.
Max se hizo a un lado para dejarles el camino libre. Abra y Dan aceptaron la invitación sin chistar.
—Sólo será un rato —indicó Abra ya estando adentro—. Mi padre llega esta tarde, y mi madre quiere que cenemos todos juntos en el restaurante del hotel.
—Suena a un buen plan —comentó Max, cerrando la puerta—. Matilda y Samara no están, pero volverán en un rato. Y el Det. Sear aún no llega. Pero Jane está en la sala, así que pasen y pónganse cómodos; con confianza. ¿Una cerveza?
—Sí —respondió Abra casi por instinto, pero justo después logró sentir vívidamente sobre su nunca la mirada de desaprobación de su tío—. Digo, no —se corrigió rápidamente, apenada.
—Estamos bien, gracias —secundó Dan con tono afable.
Max se retiró en dirección a la cocina, por lo que los dos recién llegados siguieron su consejo y se dirigieron hacia la sala. Como les había dicho, Jane estaba ahí. Había escuchado sus voces en el vestíbulo, así que los aguardaba.
—Sra. Wheeler —pronunció Abra con notable emoción al verla, y al instante se dirigió hacia ella, aunque de seguro no tan rápido como le hubiera gustado debido a su herida.
—Abra —murmuró Eleven con alegría, abrazando a la jovencita con delicadeza una vez que estuvo lo suficientemente cerca—. Qué gusto volver a verte. Igual a usted, Sr. Torrance.
—Lo mismo digo —comentó Dan desde su posición, asintiendo.
La mirada del enfermero se fijó fugazmente en el televisor encendido, en el cual continuaban los preparativos para el juego.
—¿Es fan del americano, Sr. Torrance? —preguntó El con curiosidad.
—No particularmente de este juego —respondió Dan, negando con la cabeza.
—En ese caso, no les molestaría acompañarme afuera un rato los dos, ¿verdad? Hay un par de cosas que me gustaría que conversemos, y me parece que sería mejor hacerlo con un poco más de privacidad.
—Con gusto —respondió Dan, asintiendo.
Eleven hizo en ese momento el intento de levantarse del sillón apoyada en su bastón, pero fue claro desde el inicio que aquella tarea le resultaría más complicada de lo que pensó.
—¿La ayudo? —propuso Abra, disponiéndose de inmediato a tomarla de un brazo. Dan, sin embargo, se apresuró a detenerla antes de que lo hiciera.
—Mejor yo me encargo. Aún no puedes hacer esfuerzos bruscos por tu herida.
—Ni me lo recuerdes —masculló Abra con molestia.
Dan tomó entonces a Eleven y la ayudó a levantarse con sumo cuidado. Se permitió además ofrecerle su brazo para que se apoyara mientras los tres caminaban de nuevo hacia afuera. Era notable la experiencia que Danny tenía en ese tipo de tareas, gracias a su trabajo en la casa de asistencia.
Una vez en el pórtico de la casa, los tres tomaron asiento en la pequeña salita de jardín; la misma en la que días atrás Danny, Abra y Lucy discutían sobre lo que había ocurrido.
—Muchas gracias, Sr. Torrance —murmuró Eleven agradecida, una vez que le ayudara a sentarse en uno de los sillones—. ¿Cómo se ha sentido usted?
—Bien, pero estoy llevando la fiesta tranquila aun así.
—Quizás yo deba hacer lo mismo —bromeó Eleven, y fijó entonces su atención en Abra, que se acababa de sentar en el sillón de enfrente, al lado de su tío—. ¿Y tú, Abra?
—Mi herida sigue doliendo, pero dicen que ya casi estoy lista para viajar —respondió la jovencita de malagana, colocando sutilmente una mano sobre su costado herido.
—No pareces muy contenta con la idea de volver a casa —señaló Eleven.
Abra suspiró, casi pareciendo abatida al hacerlo.
—No sé si podré simplemente volver, enfocarme en la escuela y en los exámenes para la universidad… luego de todo lo que ha pasado, y siento que aún no ha terminado.
Su voz sonaba apagada y distante, casi como si pronunciarlas le resultara doloroso.
—Vimos la conferencia de prensa —comentó tras unos segundos—, y cómo le echaron toda la culpa a esa mujer.
—Y te molesta que Thorn salga librado sin culpa de esto, ¿verdad? —se aventuró a concluir Eleven.
—Por supuesto que sí —exclamó Abra, un poco exasperada, pero logró calmarse al instante siguiente—. Pero entiendo por qué ni siquiera podían mencionarlo. No existe nada que pueda demostrar legalmente que tuviera algo que ver con todo el asunto, ¿cierto? Además de que su familia es muy poderosa; terminarían sepultando cualquier acusación, e incluso perjudicando gravemente a los que se atrevieran a hacerla.
—Fueron algunos de los motivos, en efecto —asintió Eleven.
—Aun así, hay algo que no entiendo —añadió Abra, sonando casi como una acusación—. El otro día usted me dijo que Damien estaba en un sitio en donde no deberíamos preocuparnos por él, pero en las noticias siguen diciendo que está descansando tranquilamente en su casa.
—Claramente su "familia poderosa" intenta ocultar lo ocurrido lo mejor que puede. Pero con respecto al verdadero paradero del muchacho, me temo que no estoy en posición de darles más información de la que ya he compartido con ustedes. En parte porque, en realidad, no tengo forma de constatarla por completo. Y en parte, también, porque hacerlo podría ser más peligroso que no hacerlo.
—Una respuesta bastante evasiva —indicó Dan con recelo.
—Lo sé, y créanme que para mí esto no es tan fácil como puede parecer. Pero me considero una persona que prefiere decir una verdad a medias, que una mentira. "Los amigos no mienten", es mi lema. Así que pueden estar seguros cuando les digo que no deben preocuparse de momento por Damien Thorn.
Para Eleven fue claro que sus palabras no bastaban para traerles calma, y si acaso quizás había logrado provocarles mayores dudas. Pero, al menos de momento, tendría que dejarlos así.
Eleven volvió a suspirar, apoyó ambas manos en su bastón, y agachó su mirada, como si se sintiera avergonzada. Y cuando volvió a hablar, lo hizo con un tono mucho más cauto y serio. Eso que quería hablar con ellos dos, era ese otro asunto que necesitaba repasar antes de volver a casa, y que esperaba poder zanjar justo ese día. Y las dos personas adecuadas para lograrlo, eran justo las que estaban sentadas delante de ella en ese momento.
—Y, pese a que no puedo ser tan comunicativa con ustedes, me veo en la penosa necesidad de pedirles que ustedes sí lo sean conmigo, pues hay algo importante que necesito preguntarles.
Alzó en ese momento su mirada, y observó a cada uno firmemente.
—Es sobre la mujer que trabajaba para Thorn; la que asesinó a Kali. Me han informado que es probable que ustedes la conozcan.
La pregunta tomó un poco desprevenidos a Dan y Abra, aunque no demasiado. Abra le había compartido a Dan, posterior a la charla con Lucy, los detalles de aquel incidente en la bodega y lo que había visto, así que sabía de lo que estaba hablando. Y aunque en efecto no eran ignorantes del tema, quizás no tenían a la mano la información que la Sra. Wheeler estaba esperando.
—No la conocemos a ella, precisamente —aclaró Abra—. Pero hace unos años, tuvimos un encuentro desafortunado con unas criaturas similares. Y mi impresión es que ella pertenecía igualmente a ese grupo.
—¿Podrían contarme sobre ese encuentro desafortunado? —solicitó El, notablemente interesada.
Abra y Dan se miraron entre ellos, cuestionándose con la sola mirada si aquello sería buena idea.
—Es una larga historia —comentó Dan, dubitativo.
—Me gustan las historias, en especial las largas —indicó Eleven con humor—. Tengo un par en mi repertorio que podría intercambiarles; al menos las que sí pueda contarles.
De nuevo tío y sobrina se observaron, y al final Abra simplemente se encogió de hombros, indicándole con ese simple gesto que dejaba a decisión de su tío si quería o no hablar de aquello. Después de todo, gran parte del contexto inicial necesario para entender esa "larga historia", lo involucraba más a él que a ella.
—Bueno, ¿por dónde empezamos? —exclamó Dan con tono casi teatral—. ¿Ha oído hablar alguna vez sobre un hotel llamado Overlook?
FIN DEL CAPÍTULO 155
