Si encuentran referencias de libros de Clive Barker, fue porque estudié mucho los escritos de ese señor para poder escribir esto XD
ACTO I
En algún lugar de la galaxia existió el enigmático mundo de Eldrion, donde el prana, la energía vital de cada criatura, fluía como un río de fuerza ancestral, y los clanes más poderosos establecidos en la cúspide del poder, tras décadas de guerras que parecieron no tener fin, gobernaban sobre vastos territorios y dominaban a cada criatura que habitaba el continente.
Sin embargo, no conformes con el poder que ostentaban, desearon algo más: el favor y la protección de dioses desalmados. El más alabado entre ellos era Sukuna, el de la Doble Cara, nombrado así por tratarse de una deidad poseedora de dos rostros, dos pares de brazos y dos pares de armas que blandía en cada uno de estos.
Cuando algún miembro importante de los clanes Gojō, Zen'in, Getō o Tsukumo, cumplía la mayoría de edad, se congregaban en la Cima Sangrienta: un sitio sagrado donde las leyes de la realidad parecían ceder ante el influjo de una magia antigua y primigenia.
Era en el corazón de ese lugar tenebroso, donde las sombras se entrelazaban mediante susurros siniestros alrededor de un altar oscuro, que se presentaba una ofrenda única y aterradora mediante una ceremonia que desafiaba los límites de la moralidad y la razón, destinada a llamar la atención de Sukuna, para que éste les otorgara lo que ellos denominaban tamashigakki, un espectro semihumano capaz de adoptar la forma de un arma a modo de reflejo del poder y la determinación de su usuario.
En el décimo octavo cumpleaños del miembro más prometedor del clan Gojō, se convocó el derecho a dirigirse a la Cima Sangrienta, acompañados por un puñado de diestros guerreros pertenecientes a los otros clanes, dispuestos a presenciar el rito e informar de los resultados a familias menores.
La entrada al santuario nunca se hallaba vigilada, pues el incauto que ingresaba sin el sacrificio adecuado jamás volvía a salir, devorado por el rencor más despiadado que albergaba en la profundidad del sitio.
Los clanes, con sus integrantes ataviados en negras túnicas que les cubrían el rostro, se adentraron hasta una sala del trono, rodeada por una penumbra densa y opresiva, donde la visibilidad la adquirían al invocar los ojos de sus respectivos espectros, haciendo que éstos refulgieran con un brillo carmesí.
Huesos, tomados de víctimas olvidadas, despojados de su carne y pulidos por el paso del tiempo, fueron dispuestos por un lóbrego escultor sin nombre para formar una plataforma elevada, como si la muerte misma hubiera pintado un lienzo en busca de aliviar el aburrimiento.
Cráneos con cuencas vacías se alineaban a lo largo del borde, creando una visión que provocaría escalofríos en cualquiera que lo contemplase, emanando una sensación de antigüedad y abandono. Costillas curvadas brindaban un patrón intrincado que parecía capturar la esencia misma del sufrimiento humano.
Columnas vertebrales se entrecruzan para dar forma a las patas de ese asiento nefasto; brazos y piernas descarnados se extendían en el respaldo hacia el techo en una especie de súplica perversa.
Antes de alcanzar el pérfido trono, se debía trazar un pentagrama que los miembros del clan Gojō se apresuraron a satisfacer con la sangre de esclavos y miembros de familias inferiores sometidas semanas atrás. Jarrones enteros del fluido vital se vertían en el círculo mágico que parecía engullirlo por cada una de sus líneas.
Cuando se hacía presente una risa macabra que parecía salir de todos y ningún lugar a la vez, se consideraba completado el preludio del ritual, otorgando una sensación de vida en medio de la muerte.
De entre la selecta multitud dispuesta en una luna menguante, un joven avanzó a ciegas. Descalzo, atravesó el páramo donde las figuras óseas le dañaban la planta de los pies a cada paso que daba, indicando que el camino recorrido era correcto.
Tomó asiento sobre el altar de restos humanos que fungía como un recordatorio sombrío de la fragilidad de la vida y la eternidad de la muerte. Al instante, el pentagrama sanguinolento pareció palpitar como si tuviera vida propia y pudiera reconocer al que se hallaba en el trono.
La sangre comenzó a manar del suelo, a retorcerse y borbotear, obedeciendo una voluntad omnipresente. Del centro emergió una figura de apariencia masculina y en perfecto equilibrio entre la inocencia del humano y la oscuridad del espíritu que lo habita. El baño de sangre camuflaba un aura inquietante y la enigmática mirada del espectro que luchaba por contener la curiosidad.
—¿Tú eres el enviado por Sukuna? —inquirió el joven, rompiendo el silencio en una mezcla de seriedad y respeto.
—Sí.
—¿Y qué nombre te ha otorgado?
—Yūji.
Entonces, el joven sentado se descubrió el rostro, revelando un cabello blanco como la nieve y ojos de una tonalidad azul imposible, tan claros y extensos como el mismísimo cielo.
—Bien, Yūji, mi nombre es Satoru Gojō y a partir de hoy… —hizo una pausa breve, extrayendo una daga de entre los pliegues de la túnica, para atravesar su propia mano de lado a lado con un certero golpe, conteniendo la respiración—, yo seré el principio y el fin, el alfa y el omega; tú, en cambio, serás mi aliado y responderé a tu sed saciándola con la fuente del agua de la vida.
Pese a que cada palabra brotó de sus labios de manera solemne, a Satoru no podía causarle mayor asco tener que participar en ese desagradable teatro. Odiaba tener que seguir al pie de la letra las estrafalarias costumbres inventadas por ancianos intoxicados con el humo de sus fantasías.
Por desgracia, aquello era necesario si deseaba obtener un poder inigualable. Poder que le permitiría rivalizar con oponentes más grandes, más fuertes y más podridos de mente.
Yūji se acercó hacia la fuente del pacto que le era ofrecido con una mezcla de emoción y miedo. Se detuvo a unos pasos, bajando una rodilla y extendiendo las manos en cuenco para atrapar la sangre chorreante. La sensación era acogedora y reconfortante, en contraposición a la frialdad que había esperado.
Se llevó el fluido a los labios y este se deslizó a través de su garganta, arrojando de golpe una serie de emociones y memorias con la fuerza de una ola que rompe contra las rocas al borde de un mar embravecido.
En ese momento conoció la vida de Satoru, la información actual del mundo en el que se encontraba y descubrió una calidez capaz de trascender el vínculo con Sukuna.
De inmediato, Yūji adquirió el fulgor y la forma de intensas y abrasadoras llamas azules, corriendo y serpenteando alrededor del cuerpo de Satoru, justo antes de fundirse en el interior de este, otorgándole, en primera instancia, la capacidad de discernir entre las más oscuras sombras y, en segunda, la regeneración acelerada de las heridas ocasionadas.
Satoru sonrió, experimentando un placer y una vitalidad embriagadoras. Supo que si quisiera levantarse y masacrar a todos los presentes podría hacerlo en un segundo y también odió que ese arrebato se encontraba potenciado por la esencia de Sukuna que recorría cada una de sus fibras musculares. Si no se conociera a sí mismo, consideraría haberse convertido en un demonio.
Los presentes se retiraron, con excepción de aquellos pertenecientes al clan Gojō, pues para ellos el sol aún estaba lejos de salir.
A partir de ese día, el destino de Satoru y Yūji quedó sellado, y era cuestión de tiempo para que comenzaran a repudiar a la vida y clamar con desesperación a la muerte.
A la mañana siguiente todo el clan Gojō se había enterado de que el pacto entre el heredero mayor y Sukuna concluyó de manera satisfactoria.
—Era de esperarse de la próxima cabeza de familia.
—El joven amo ya es un espadachín prometedor y posee muchísimo prana, destacará aún más ahora que tiene su propio espectro.
—No puedo esperar a ver cómo es su espíritu. ¿Crees que lo presente hoy?
Decenas de intrigantes murmullos resonaban por cada uno de los pasillos de la casa principal. Sirvientas, vasallos y parientes lejanos que residían en el lugar no paraban de especular cómo luciría el espíritu otorgado por Sukuna.
En una de las habitaciones principales, Satoru terminaba de colocarle a Yūji su vestimenta: una túnica negra de manga larga ceñida al cuerpo con detalles escarlata en el cuello y los brazos era la pieza central y de mayor impacto visual. Los pantalones, también oscuros, eran cubiertos de manera parcial por unas botas de cuero, altas y lisas, diseñadas para proteger las piernas y sostener los tobillos de los espadachines en combate.
Yūji no pelearía cuerpo a cuerpo, pero al ser un nuevo miembro del clan Gojō debía portar sus trajes. Entre los accesorios contaba con un cinturón de seda que mantenía todo sujeto y un par de guantes oscuros que debía portar en eventos formales, como las juntas y las cabalgatas.
Satoru vestía un conjunto idéntico, aunque en color blanco con detalles turquesa. De manera adicional, contaba con una capa larga que indicaba su alta posición entre el clan y como su espíritu aún no se fundía del todo con el de Yūji, debía protegerse como cualquier otro: con un arma.
En la cintura de Satoru destacaba una obra maestra de la forja de espadas, diseñada de manera exclusiva para encajar con su imponente presencia. El largo se equilibraba con su figura y el ancho era el justo para brindar tanto velocidad como ligereza, sin comprometer su vida útil o arriesgarla a rupturas. Por su doble filo debía mantenerse en la vaina siempre que no estuviera en uso, pues comprometería tanto a la salud del portador como la de los individuos cercanos.
—¡Perfecto! —exclamó Satoru al juntar las manos en un aplauso.
—¿En verdad todo esto es necesario? —A Yūji no terminaba de gustarle andar vestido—. Incluso si soy capaz de sentir el clima sobre la piel, no me enfermaré. ¿De qué sirve usar ropa?
—Es elemental, mi querido Yūji. —Levantó un dedo en acción de enseñanza—. Sirve para que no me multen por indecencia pública cuando salgamos a la calle.
Yūji entrecerró los ojos, mirándolo con cierta duda. ¿En verdad alguien podría multar a un Gojō? ¿A alguien capaz de producir una decapitación en segundos, con un tajo más firme y certero que el de una guillotina?
Suspiró, resignado.
—Agradece que soy muy amable y te permito no usar capa. —Tiró de la suya propia, previo a colocar las manos en jarra.
—Es que la capa es lo que menos sirve.
—¡Claro que lo hace! Tiene una función super, super, super importante. ¡Es de vida o muerte!
Los ojos marrones de Yūji parecieron aclararse al tono de la caoba tras escuchar eso. ¿Acaso las capas ocultaban un misterio mágico que aún desconocía?
Atrapado por las palabras de su nuevo amo y señor, se aventuró a preguntar:
—¿Cuál es esa función super, super, super importante?
—Ondear dramáticamente al viento, claro está. —Colocó el pulgar y el índice de una mano en escuadra bajo el mentón, fungiendo como soporte de su linda cara mientras una sonrisa petulante le enaltecía las facciones—. ¿Acaso no era obvio?
Yūji levantó las cejas y apretó los labios como quien come algo muy ácido. Esperaba esa razón de un niño de cinco años, no de un maestro espadachín destinado a liderar el clan.
¿Cómo le haría para no reírse de cosas así si a Satoru se le antojaba soltarlas en público?
—¿Qué pasa con esa cara? —agregó Satoru—. Sólo te falta pujar para pensar que estás teniendo alguna clase de diarrea espiritual.
Yūji no pudo más y soltó la carcajada.
Satoru apreciaba momentos como ese, no sólo porque eran mil veces más entretenidos que asistir a las pláticas con los viejos y los sacerdotes, sino que incrementaban la calidad de su vínculo con su tamashigakki, algo que necesitaba elevar a límites inconcebibles para que Yūji lograra asumir su rol como arma y, así, poder deshacerse del pedazo de hierro molesto que cargaba en la cintura.
La posterior presentación de Yūji no fue llamativa ni ostentosa. Se trató de un evento casual para que conocieran su voz y su apariencia. Casi nada dentro del clan ameritaba grandes celebraciones, con excepción de los consejos de guerra y el cumpleaños del cabeza de familia.
Yūji siguió a Satoru durante todo el día y, al caer la noche, se adentraron a una recámara donde ya se disponían dos futones contiguos.
—Toma el que quieras —indicó Satoru—. A partir de ahora también estaremos compartiendo habitación, así que siéntete como en casa.
Yūji esperaba no tener que tomarse aquello demasiado literal, pues su «casa» era un lúgubre tugurio con almas prorrumpiendo en constantes súplicas y lamentos. La mayoría deseaban la muerte y Sukuna los hacía atravesar ese calvario cientos de veces para divertirse.
—Eh, mi Seño…
—¡¿Hah?! —Las facciones de Satoru se le deformaron en una mueca ofendida—. ¡¿En serio vas a llamarme: señor?! Tengo dieciocho apenas.
—¿Amo? —titubeó.
—Demasiado formal.
—¿Próxima cabeza de familia?
—Demasiado largo. —Acompañó la negativa con una mano rompiendo el aire.
—¿Maestro? —Se le estaban agotando las ideas.
Satoru hizo una pausa. No sonaba mal. Podía decirlo en público para mantener las apariencias que le imponía su jerarquía y no ponía demasiada distancia entre ambos.
—¡Me gusta!
«¡Al fin!» vitoreó Yūji para sus adentros.
—Bueno, maestro, no creo que dos futones sean necesarios. Será suficiente con que disipe mi forma física para recuperar prana. Haciendo eso tampoco es necesario que yo coma o beba.
Satoru lo sabía. Todos los que eran bendecidos con un espectro lo sabían. Ellos utilizaban la fuerza y el alma de su portador para mantener la vitalidad, por lo que no era inusual que éstos comieran o durmieran más de la cuenta.
Claro que si, por la razón que fuere, permanecían en su apariencia corpórea, debían alimentarse y descansar como cualquier otro humano. No les representaba ninguna clase de riesgo.
—No, Yūji. —Cada palabra era un paso más en dirección al muchacho—. Mantendrás tu apariencia física hasta que te indique lo contrario. Comerás, dormirás y vivirás del mismo modo en que yo lo hago.
—¿Por qué? —Parpadeó, confundido por la inusual decisión.
—Porque… ¿Sabes algo? —añadió con una mirada seria que bien podría aparentar contener el disgusto y la ira—. Entre todos los subalternos que poseen una creación de Sukuna, nunca he visto que alguno de ellos cuestione las decisiones de su amo.
Yūji se llevó ambas manos a la boca, emitiendo un ininteligible sonido que pretendía ser una disculpa.
De buenas a primeras, el gesto de Satoru se transformó en una sonrisa amable.
—Pero a ti te lo permito porque eres bastante lindo. —Le colocó una mano sobre los cortos cabellos rosados, que resultaron ser mucho más agradables al tacto de lo que imaginaba—. Puedes sentirlo, ¿no es cierto? —Con una suave caricia bajó por el rostro y el cuello del chico, hasta posar la palma de la mano al centro del pecho—. Aquí. El vínculo que tenemos.
Yūji bajó los brazos, experimentando un leve escalofrío, acogedor en cierto sentido, pues Satoru no se había limitado a dejar la mano quieta, sino que frotaba el área con un empeño que bien podría clasificarse como deseo… o posesión. Todavía era joven para distinguir ese tipo de cosas.
Una risa gentil y complacida por parte de Satoru no tardó en hacerse oír cuando arrebató un suspiro de los labios opuestos.
El chico asintió, disfrutando del exquisito masaje. Estaba seguro que se sentiría mejor sin ropa.
—Y supongo que también puedes sentir lo fino que es aún nuestro vínculo, Yūji.
—Eso… eso es porque llevamos sólo un día juntos.
—Claro, pero si te permito descansar en mí, ese vínculo tardará mucho tiempo en crecer. Haremos que madure a la fuerza.
—¿Y eso es seguro? —A Yūji le preocupaba que pudiera repercutir en la salud de su nuevo amo.
—Por supuesto. Puede que te llegues a sentir más cansado de lo habitual durante los primeros días, pero si eso sucede —hizo una pausa para rodear al muchacho por la cintura y apegarlo más a sí—, siempre puedes venir a mí. Yo me encargaré de mantenerte seguro hasta que te recuperes.
Yūji miró a los ojos de Satoru, notando la sinceridad en su expresión. Si bien, esa solicitud le parecía extraña, confiaba en su maestro y con un asentimiento decidió aceptar la indicación.
Recargó la cabeza en el pecho que tenía delante, aprovechando la cercanía. Por alguna razón, era la primera vez que escuchaba a su propio corazón latir con semejante fuerza. Si no fuera inmortal, podría asegurar estar a punto de experimentar una muerte por exceso de trabajo cardiaco.
Él no lo sabía, pero Sukuna despojaba a sus creaciones del asco y la repulsión que albergaba por los humanos y la sustituía por una admiración desmesurada que podía confundirse con la pútrida fantasía del amor. De ese modo, se veían obligados a siempre asistir a sus usuarios y éstos, a su vez, le ofrendaban más vidas que aumentaban su poder.
Satoru sonrió. Estaba dispuesto a todo cuanto fuera necesario para evolucionar su lazo con Yūji, incluso si eso significaba implantar deseos y sentimientos románticos.
No tenía preferencia por ningún hombre o mujer en particular, así que eso resultaría sencillo, en especial porque Yūji no estaba nada mal en cuanto a físico y apariencia. Podría tirárselo de ser necesario y nadie lo consideraría inusual.
Se sabían de casos particulares donde los portadores abusaban de sus espectros, en especial cuando llevaban semanas o meses en el campo de batalla y la necesidad de sexo se convertía en urgencia.
No obstante, Satoru decidió ser benévolo y le daría medio año para comenzar a ver resultados, antes de tomar medidas corporales y desesperadas.
