ACTO II
Con la mayoría del cuerpo sumergido en agua caliente, Satoru maldijo a los arcanos por interponerse en su ruta de pensamiento. Él, reconocido por su agilidad de mente desde una corta edad, no era capaz de ingeniar un método de entrenamiento para Yūji.
La actividad física no serviría de nada, otros intentaron aquello con sus espectros en el pasado sin resultados visibles, aunque era útil para que éstos adquirieran dominio sobre las armas.
De momento, las habilidades de Yūji destacaban en la sanación, pero Satoru tenía claro que no era prudente ponerse en situaciones peligrosas de manera continua sólo para permitir que el chico agilizara el uso de su prana.
Era un maldito espíritu, podía manipular el prana a su antojo para hacer nada en especial, además de esas figurillas que invocaba en las manos para entretenerse, como si se tratara de alguna especie de teatro miniatura.
Entonces, los ojos de Satoru se abrieron. Salió del agua casi de un brinco y echó a correr a la habitación, evitando de milagro un buen golpe al agarrarse del lavamanos tras resbalar.
Yūji, sentado a una mesa de piso sobre la que se hallaba una toalla y ropas limpias, esperando al llamado de su amo para ingresar al cuarto de baño y atenderlo, se sorprendió al verlo salir. ¿Acaso había olvidado sus propias órdenes?
No alcanzó a levantarse, pues Satoru subió a gatas a la mesa, llevando el rostro tan cerca del suyo como para percibir el calor residual del agua sobre aquel magnífico y tonificado cuerpo. Los músculos de los brazos eran los que más le impresionaron, con venas claramente visibles; algo característico de un gran espadachín, quiso suponer.
Se echó unos centímetros hacia atrás por reflejo, no por desprecio o repugnancia.
—No escuché que me llam…
—¡Ya sé cómo entrenaremos, Yūji! —Tomó al chico por la parte trasera de la cabeza, atrayéndolo para juntar sus frentes—. Verterás tu esencia sobre mí todos los días. Una y otra vez hasta que ambos estemos agotados, sudorosos y pegajosos.
—Eso…
—De paso me libraré de las reuniones con los viejos molestos —interrumpió—. Soy brillante, brillante como el oro. ¡Un verdadero genio! —exclamó, los brazos extendidos y la mirada alzada.
Después de vestirse y desayunar, Satoru arrastró a Yūji hacia el campo de práctica de la mansión. Se encontraba en un rincón tranquilo entre los jardines. El lugar había sido diseñado para que el espadachín pudiera desarrollar su destreza, mantener la privacidad y, al mismo tiempo, disfrutar de la belleza del entorno.
De pie en el patio pavimentado con grandes losas de piedra, Satoru empuñó su espada y extendió el brazo hacia el frente, con la punta del arma a pocos milímetros del suelo.
—Imbúyela con tu prana —ordenó Satoru a Yūji, en un tono serio que en otras instancias podría considerarse exasperado. Se encontraba ansioso por obtener un arma potenciada.
Yūji asintió, concentrando su energía en toda la hoja, que refulgió aún más bajo los rayos del sol cuando terminó de cubrirla. Un halo delgado y blanquecino, cuyos bordes imitaban a una sierra irregular, se extendía sobre el filo.
Satoru sonrió. No se trataba del cálido gesto que Yūji había presenciado desde que lo conoció; en cierto sentido, ahora le hacía estremecer, como si tuviera a una bestia salvaje delante y dudara entre enfrentarla o huir.
Al blandir el arma, una ráfaga de viento ocasionó un surco fino e irregular sobre un árbol de cerezo, acelerando la caída de varios pétalos. Yūji experimentó una pesadez inusitada en los hombros y el pecho, cosa que le hizo jadear en un vano intento por recuperar el aliento.
Satoru volvió la mirada hacia un extremo donde reposaban estructuras de madera comprimida y sólida que se utilizaban durante los entrenamientos. Esta vez, sostuvo la empuñadura con ambas manos y con todo su peso en juego, ejecutó uno de los fieros movimientos por los que era conocido en el campo de batalla.
En esta ocasión, la espada le respondió creando una borrasca encolerizada que destruyó los objetivos de práctica, haciendo que cientos de astillas se desperdigaran en todas direcciones tras un crujido colérico.
Cada fibra de su cuerpo notaba cierta potenciación de los sentidos. Le gustaba.
—Buen trabajo, Yūji —pronunció con una voz arropada con la manta de la soberbia.
Por su parte, Yūji se llevó las manos a las rodillas, la mandíbula debilitada y la respiración agitada. Al parecer, ese era su límite: dos golpes. No era tarea sencilla dirigir su prana hacia un arma tan grande, algo que se complicaba cuando Satoru se alejaba.
Un grito de mujer resonó en el pasillo cercano. Una de los trozos de madera se le había encajado en el muslo, evidenciado por un círculo de sangre que se extendía sobre la yukata a cada segundo que pasaba.
Atrajo la atención de Satoru, quien respondió curvando los labios en una mueca torva, ansiando ver los resultados de ese nuevo poder en un objetivo de carne.
Agitó la espada en un corte simple, desinteresado y carente de brío.
Nada ocurrió.
Enarcó una ceja y repitió la acción: el resultado no fue diferente.
Si centraba su atención, en la hoja ya no existía atisbo alguno del prana de Yūji. Era un vil metal con mucho filo, elegante e imponente por supuesto, pero que no haría daño a no ser que entrara en contacto directo con su víctima.
Chasqueó la lengua cuando otra mujer corrió a auxiliar a la primera, sin atreverse a mirarlo a él, ya sea por miedo o respeto; a Satoru no podía importarle menos conocer los motivos.
Cerró los dedos en torno a la empuñadura, creyéndose capaz de romperla o magullarla si lo intentaba. Aquello le permitió palpar un leve temblor en la espada, como si tuviera frío o miedo.
«Ridículo» dijo para sus adentros.
—¿Qué pasa, Yūji?
El chico, ahora con las rodillas tocando el suelo, levantó el rostro para toparse con la espalda de su señor, en busca de palabras de aliento por su esfuerzo o cxomprensión ante su cansancio; en su lugar, recibió una mirada por encima del hombro, que no irradiaba más que decepción.
—Yo… —Yūji fijó los ojos sobre el pavimento—. Es demasiado para mí.
—¿Demasiado, dices? —resopló Satoru—. Significa que yo debo trabajar duro, ensuciarme las manos y sacrificar decenas de vidas a Sukuna, ¿para obtener a un espíritu mediocre, que come y duerme a sus anchas, sin esforzarse en lo más mínimo? —Una prominente vena en el cuello se tornó visible por el esfuerzo que representaba mantener la compostura—. ¿Acaso te estás burlando de mí?
Los ojos de Yūji se abrieron con preocupación. Ahora entendía la ira de Satoru. Debía explicarle que se trataba de un malentendido.
—¡N-no es eso! Es mi límite —entonó casi con desesperación, sudaba frío y la respiración no se le había acompasado del todo—. Llevo poco tiempo acostumbrándome a mantener esta forma y destino mucho prana en recubrir la espada. Creo… creo que con más práctica podré lograr que realice más ataques potenciados.
Calló por un instante. ¿Sería algo bueno? De haber tenido un mejor control del prana, el recubrimiento sobre el filo de la hoja habría sido más liso y constante, pero también habría otorgado la potencia suficiente para hacer jirones a la sirvienta que ya no estaba en escena.
Eso… ¿estaba bien?
—Hmm. —Satoru se sostuvo el mentón con una mano—. ¿Significa que no intentabas dejarme en vergüenza delante de los criados?
—¡Por supuesto que no! —Dio un golpecito a sus propios muslos con las manos hechas puño y prosiguió con la determinación de un soldado imbatible—. Jamás haría algo que pudiera perjudicar al maestro Satoru.
—Levántate. —Yūji obedeció, intentando descubrir por qué Satoru no lucía para nada convencido—. ¿Lo dices en serio?
—¡Por supuesto!
Acto seguido, Satoru se abalanzó hacia Yūji, frotando su mejilla contra la ajena, cosa que desconcertó al muchacho en más de un sentido.
—¡Bien hecho, Yūji! ¡Pasaste la prueba! —De buenas a primeras, su voz volvió a ser la lisonjera y juguetona que mucha gente conocía, en especial los altos mandos, a quienes les sacaba de quicio—. Sé que mi Yūji hará todo lo que le diga, pero debía comprobar su lealtad para la batalla. No olvides que habrá ocasiones donde estemos entre la vida y la muerte, y sería una gran idea mantener nuestras tripas en el sitio donde pertenecen, en lugar de regadas por el piso, así que tendrás que esforzarte muchísimo para ser una gran arma, ¿vale?
—¡Por supuesto! —Nada le gustaría más que prolongar ese momento, pero la parte de su cuerpo que se mantenía en contacto con el opuesto daba sensación de humedad—. Maestro, deberíamos parar, estoy sudando. —Además, los ojos de los sirvientes habían comenzado a arremolinarse después del ruido y el grito de la sirvienta.
—¿Acaso no te dije que terminaríamos sudorosos y pegajosos? Te recuerdo que aceptaste.
—¡Ni siquiera me dio más alternativas!
En lugar de responder, Satoru rio.
Los entrenamientos se trasladaron a campos abiertos para evitar la destrucción de las propiedades del clan Gojō. También se volvieron más intensos: consistían en una sucesión interminable de técnicas cada vez más complicadas y desafiantes que hicieron colapsar a Yūji del agotamiento en más de una ocasión.
Satoru estaba decidido a extraer el máximo potencial de su espectro, lo que se evidenciaba en su rigor y exigencia. A pesar de sus esfuerzos por ocultar su verdadera intención, cuando el muchacho no lograba seguirle el ritmo, su frustración se filtraba a través de los ojos azules con un filo tan destructivo y poderoso similar al de su propia espada, los comentarios cortantes no hacían más que dejarlo en evidencia.
No obstante, pese a que la práctica resultaba severa e inflexible, Yūji mantenía el ánimo, nunca dejaba de esforzarse, pues, al volver a casa, Satoru mandaba traer una deliciosa comida para ambos, disfrutaban de un largo baño juntos y los futones habían comenzado a colocarse cada vez más cerca, hasta fundirse en uno solo que les permitía compartir calor.
Al final del mes, Yūji desarrolló un sentimiento de posesión tan intenso y difícil de dominar, que su visión se estrechó a modo de que Satoru era lo único capaz de abarcar. Lo deseaba, lo necesitaba, y comenzó a embriagarse de una superioridad emocional al comprender que nadie podía estar tan cerca de Satoru como él.
—Tenemos que partir, Yūji —anunció Satoru, ingresando a la habitación donde Yūji ya había escogido los pijamas.
—¿Entrenaremos? —Nunca lo habían hecho de noche.
—Mucho peor —habló bajo, serio, buscando asustar al chico, pues en realidad no era nada importante.
Yūji tragó saliva como si tuviera un pedazo seco de pan que no pudiera deslizarse bien por la garganta.
Satoru rio por lo bajo tras ver lo pálido que se puso.
—¿Me crees tan desalmado? Será un simple reconocimiento.
—¿A quién tenemos que buscar?
—A quienes —corrigió—. Mi padre ha recibido informes de que en las montañas del oeste se prepara un asedio. Nosotros iremos al sur.
—Eso no tiene ningún sentido.
—Padre cree que es un señuelo, así que sólo debemos ir, corroborar la información y volver. Nadie espera que el hijo del líder de los Gojō vaya solo en una misión suicida, así que no le tomarán importancia a una sombra que salió a hacer sus necesidades a mitad de la noche.
—¡Oh, ahora lo entiendo! —Dudaba que las sombras hicieran sus necesidades, pero se había acostumbrado tanto a las raras analogías de Satoru como para entender que irían camuflados de entrada por salida.
—Una cosa más.
Yūji se detuvo a medio camino de adelantarse a la caballeriza por un medio de transporte adecuado.
—Sólo por hoy te permito disipar tu forma corpórea.
—¡Pero…!
—Al menos hasta que lleguemos a nuestro destino —interrumpió Satoru, colocando un dedo sobre los labios de Yūji—. Hoy lo hiciste muy bien, mi chico.
Yūji se derretía cada vez que lo llamaba así: las rodillas le temblaban, amenazando con perder estabilidad, una flama se le encendía a la altura del vientre y se extendía por sus entrañas con la vehemencia de un ave fénix.
—Necesitas descansar —continuó Satoru—, y no dudes que te llamaré si algo sucede, ¿está bien?
Yūji tardó unos segundos en asentir, pero lo hizo. No quería despojarse de la manera tan envolvente con la que las manos de su señor le sostenían el rostro. Anhelaba que se deslizaran por su cuerpo, que exploraran cada rincón de su piel. El día que evolucionara, ¿Satoru accedería a aquello como un premio?
Rogaba que sí.
Con excepción de aquella vez en la que Satoru recibió a Yūji en la Cima Sangrienta, no lo había dejado convertirse de nuevo en esas extrañas flamas azules que se le introducían por cada poro del cuerpo. Era como si… como si ultrajaran y penetraran su alma. Lo odiaba.
No obstante, no era idiota y si Yūji se hallaba exhausto por el entrenamiento de la mañana −cosa que le generó malestar al aceptar la fusión−, no tendría energía suficiente para recubrir su espada en caso de un ataque sorpresa, lo que convertiría la misión de reconocimiento en una suicida.
Sin perder más tiempo, Satoru montó a una yegua plateada, serena y elegante; el cuerpo del animal, bien proporcionado y atlético, emanaba una sensación de gracia a cada uno de sus movimientos; los ojos, grandes y expresivos, reflejaban una inteligencia curiosa; la melena y la cola eran largas y fluidas, con el resto del pelaje impregnado por la luz de la luna.
La criatura no tenía nombre, pero era de Satoru: un obsequio de su décimo quinto cumpleaños. Obsequio, que no solo era una maravilla visual, también poseía una velocidad digna de una gacela o un felino.
Satoru la querría mucho más, al grado de ponerle nombre, de no ser porque en varias ocasiones alabaron más a la yegua que a él, listando cada uno de sus puntos ostentosos de belleza sin igual.
Pasaba de la medianoche cuando desmontó a una distancia considerable y segura del sitio que debía revisar. No escuchó nada que pudiera delatar a un ejército, como fogatas crepitantes, cacerolas y utensilios, charlas apacibles, suspiros de un par de urgidos que necesitaban desahogarse antes de intervenir una batalla.
Nada.
No había nada.
Parecía más una montaña embruj…
«¡Un momento!». Cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, fue demasiado tarde.
Una flecha silbó a través del aire y se estrelló con fuerza en su hombro. El impacto fue tan repentino, que una oleada de sufrimiento lo atravesó. Se tambaleó, apoyándose en un árbol cercano para no caer.
Un dolor agudo se extendió con su respiración.
«¿Envenenada?». Un destello de furia cruzó por su mirada.
Murmuró una maldición por no despertar a su espectro a tiempo.
—¡Yūji! —profirió entre dientes, haciendo que éste se materializara por un lado.
Yūji no tuvo que recibir órdenes, compartió visión nocturna con su maestro y le arrancó la flecha de un tirón, que hizo a Satoru apretar la mandíbula más de lo debido. Por suerte, no se destrozó sus propios dientes.
Gracias a sus habilidades regenerativas, Yūji cerró la herida en cuestión de segundos y aminoró el daño para no dejar cicatriz, de modo que el único recuerdo de lo que alguna vez desgarró la piel de Satoru fue la mancha de sangre sobre la ropa. También desintoxicó su cuerpo de lo que había en la punta de la flecha.
Mientras recibía curación, Satoru enfocó cada sentido en encontrar al culpable, que se le antojó poco estúpido como para mantenerse en su sitio tras disparar.
Por el tipo de arma y la precisión, supo que se trataba de algún integrante del clan Getō.
«Y pensar que el viejo estaba en lo cierto» dijo para sus adentros mientras eliminaba el discurso que tenía reservado para cuando volviera con información que le permitiera acusar a su padre de demencia y tomar su lugar.
Resultó que el viejo tenía razón y el avance del escandaloso ejército por el oeste era una distracción.
Ahora, gracias a su visión mejorada, los detalles de la noche quedaron al descubierto y pudo vislumbrar la forma oscura de su atacante a la distancia. Sin perder un segundo, aprovechó la oportunidad y se movió con una velocidad impresionante hacia el enemigo, indicando a Yūji que revistiera su espada.
Ahora, el halo sobre el filo era una fina capa que parecía suave al tacto, nada más lejos de la realidad, pues ya rebanaba incluso el metal y la roca con facilidad.
En cuestión de segundos tuvo delante al agresor. Sus ojos azules, gélidos como el hielo, determinados y sin una pizca de compasión, se encontraron con los del enemigo, mientras una sonrisa apenas perceptible le curvaba los labios.
En un rápido y certero movimiento, la afilada hoja de Satoru recorrió en diagonal a su agresor. Al inicio, ambos mantuvieron la posición y, en un parpadeo, el cuerpo del hombre se partió en dos, evidenciando la limpieza del corte; ni siquiera la columna o las costillas opusieron resistencia.
Para rematar, clavó la punta del arma en la garganta del individuo, ahogando los sonidos moribundos del infeliz en una pequeña laguna de sangre. Repitió la acción también con el hombro.
—Ojo por ojo —musitó con una venganza venenosa entre labios—, diente por diente… y hombro por hombro.
—Maestro. —Se acercó Yūji con un trote lento, volviendo la cabeza en todas direcciones—. Este lugar…
—Lo sé —le tomó la palabra—. ¿Puedes hacer algo al respecto?
Yūji negó con la cabeza. Su existencia sobrenatural le otorgaba una percepción única de los fenómenos a su alrededor y, desde que se materializó, un sutil cosquilleo en la piel le advirtió que algo no estaba del todo bien.
Distinguió un hechizo poderoso tejido en los alrededores, ocultando y oscureciendo la presencia del resto de guerreros. Era como si una cortina se interpusiera entre ellos y los otros. Sin embargo, poco podía hacer para disiparla. No era brujo ni hechicero y su dominio sobre la magia tenía limitaciones muy marcadas.
—Ya tenemos la información. Es hora de irnos. —A Satoru le costó trabajo pronunciar esas palabras.
Él no era de huir con el rabo entre las patas, pero mucho menos deseaba que su nombre se conociera por morir antes de los veinte años tras enfrentar a lo estúpido a una decena, centena o millar de hombres; desconocer la cantidad le frustraba todavía más. Odiaba verse y sentirse tan débil.
«Si tan sólo Yūji fuera capaz de transformarse…». Tuvo que morderse el labio inferior para contener su línea de pensamiento.
Sin embargo, Satoru, cuyos sentidos y habilidades se habían afilado casi tanto como su propia espada, notó que algo no andaba nada bien.
Su intuición se disparó cuando una ráfaga de energía cortó el aire. En un parpadeo, desenvainó y, con un movimiento preciso, el acero de la espada chispeó a unos centímetros de sí al colisionar contra un arma invisible.
Yūji se hizo a un lado para no estorbar los movimientos de su maestro, experimentando una impotencia inenarrable. Se suponía que él debía ser el apoyo y la protección de Satoru, no el espectador de sus batallas.
Decidió concentrar todo su prana para disipar la cortina de oscuridad y revelar la posición del enemigo, pero el resultado fue como lanzar una minúscula piedra contra una muralla impenetrable.
«Uno. Dos. Tres». Satoru logró detectar a tres oponentes hábiles en comparación al promedio; imbéciles por retar a la próxima cabeza del clan Gojō, cuya destreza era insuperable en el arte de la esgrima.
Cada uno de sus ataques eran ejecutados con una precisión milimétrica, sin movimientos innecesarios, además de elegantes y contundentes.
Aguzó el oído, anticipando con precisión las siguientes acciones de sus oponentes por el descuidado movimiento de pies delatado por el crujir de las hojas y las diminutas ramas secas en el suelo.
Cuando los tres incautos decidieron coordinar un ataque para actuar al mismo tiempo fue que sentenciaron sus últimos alientos.
El primero de ellos se lanzó con la espada en alto. Satoru respondió con un ágil corte horizontal, que, potenciado por Yūji, partió al contrincante por la mitad. La columna no opuso resistencia y se resquebrajó con un crujido. Los órganos se rebanaron cual mantequilla, empapando la hoja con la caliente y exquisita sangre que brilló entre la oscuridad.
Aprovechó el impulso para girar sobre sus talones, donde el segundo enemigo pretendía atacar por la espalda. Al ser la espada una extensión de sí mismo, supo que rebanó el cuello, pues no tardó nada en tocar de nuevo el aire en comparación al primer sujeto.
Con un movimiento de muñeca, que sólo él podía hacer ver más fácil de lo que realmente era, cambió de forma brusca el trayecto de la hoja, abriendo al tercer sujeto en dos.
Ahora podía retirarse con la cabeza en alto, dejando tres cadáveres como advertencia para que no lo siguieran.
El inicio de una sonrisa orgullosa se borró cuando una ráfaga de flechas llovió sobre su cabeza. Logró evitar heridas mortales al blandir el arma potenciada a modo de barrera improvisada, utilizando una gran cantidad del prana de Yūji y desapareciendo el recubrimiento de la hoja en el proceso.
Yūji estaba exhausto. No podía hacer más en su estado actual, ni siquiera curar a Satoru si llegaba a herirse.
Ambos sabían que la retirada era necesaria y antes de que Satoru pudiera pronunciar palabra, una segunda lluvia de acero descendió sobre ellos.
El cansancio físico se mezcló con un desazón de debilidad y miedo en el interior de Yūji. No estaba listo para perder a la persona más importante para él desde que tenía uso de razón. El sentimiento le resultó extraño porque nunca antes había sentido una conexión tan fuerte con alguien, ni siquiera con el mismísimo Sukuna.
No podía permitirlo.
Con el primer parpadeo percibió que todo a su alrededor se volvía turbio, como un huracán que advertía con destruir lo que más valoraba y, por un instante, deseó ser justo eso: un huracán.
La preocupación y el temor se convirtieron en furia de un momento a otro. En medio de su agitación, algo en su interior se desató; algo violento, agresivo y arrasador. Un poderoso vendaval se apoderó de Yūji y su figura se fundió con el entorno como si se tratara de una densa bruma.
Satoru creyó estar en el ojo de un tornado, pues veía cómo las flechas eran desviadas en todas direcciones sin llegar a causarle el mínimo rasguño, alejando incluso la inmundicia de la sangre residual a su alrededor.
Sentía el prana de Yūji girar a su alrededor en un torrente de emociones intensas: cariño, terror, determinación. Aquella energía era tan densa que creyó ser capaz de cortar con la espada si intentaba extenderla.
El viento a su alrededor rugió amenazas destructivas. Cada segundo que pasaba se volvía más agresivo y vengativo, hasta que se expandió de golpe y, entonces, una serie de gritos se convirtieron en el coro de una ópera sanguinaria.
Se oyeron cuerpos humanos chocar entre ellos, estampándose contra los árboles, cuyas copas se inclinaban pidiendo súplica ante tal tempestad.
Satoru comenzó a discernir a algunos individuos entre la penumbra, como resultado, quizá, de la muerte de la persona que mantenía activo el hechizo de tinieblas.
Los cráneos se reventaban al estrellarse con abrupta crueldad sobre los troncos más gruesos. Algunas armas clavaban a sus víctimas en la madera para que hallaran su trágico destino al ser azotados con restos humanos, huesos fracturados y objetos de metal.
El torbellino cesó al no sentir ningún remanente humano vivo y el dantesco espectáculo fue coronado cuando la sangre contenida en aquel ejército cayó como aguacero, empapando el cabello, la cara y las ropas de Satoru.
Un hedor a metal bañó la tierra, que pronto alimentaría a cada planta del lugar para que sus frutos ofrecieran el sabor de la devastación.
Frente a los ojos de Satoru, una estructura rectangular cayó del cielo, clavándose en el suelo. Era de apenas un palmo de anchura y de casi dos metros de altura, negra y con un brillo similar a la obsidiana.
Estiró una mano para acariciar la superficie, fría y lisa como el metal, gélida y… de alguna manera, cálida y familiar.
—Yūji. —Más que una afirmación, se trataba de un hilo de voz tan sorprendente como confuso.
Levantó el objeto con ambas manos, esperando que fuera pesado o difícil de maniobrar. Se sorprendió en demasía cuando, en un movimiento precipitado, esa cosa se desplegó en abanico, porque eso era: un abanico. Uno anormalmente grande.
Las hojas, de un color tan oscuro como el más profundo e insondable de los abismos, estaban adornadas con intrincados patrones que parecían moverse y cambiar en respuesta a las emociones de Yūji, que pasaron de ser caóticas y agitadas a tenues ondas marítimas
Los ojos de Satoru se fijaron en un punto lejano a la distancia, contemplando todo y nada a la vez.
Cayó de rodillas.
De regreso en el clan Gojō, Satoru avanzó con mirada decidida, importándole poco el estado de sus ropas. Los sirvientes se apartaban de su trayecto, evitando hacer preguntas y agachando la cabeza.
Ordenó a Yūji preparar el baño mientras él informaba a su padre acerca de la situación y lo que había ocurrido, por lo que entró solo a la habitación donde el jefe del clan solía tomar decisiones importantes junto al consejo de guerra.
El padre de Satoru era muy parecido a él, aunque con surcos más marcados en el rostro. Ese hombre despachó a los consejeros con un gesto silente, quienes cerraron las puertas al salir para dejar al padre y al hijo entablar una conversación en privado.
Los ojos del padre de Satoru, pese a ser igual de azules, carecían de brillo, brindándole un aspecto frívolo y desalmado. Miró a su hijo con una mezcla de autoridad e intriga antes de pronunciar palabra alguna.
—Informe.
Satoru no inclinó la cabeza como solía hacer durante los eventos públicos o las reuniones en compañía de los sabios.
—Tus sospechas eran correctas —declaró Satoru—. Los Getō mandaron un ejército grande y poderoso por el sur, atravesando las montañas. Tenían a un hechicero con ellos para agilizar la exploración y ocultarlos en el proceso.
—¿Tenían? ¿Te deshiciste de él antes de volver? —Eso explicaría su apariencia ensangrentada, aunque de todas formas debía cerciorarse.
Satoru asintió antes de continuar.
—Del hechicero… y de toda la avanzada.
El padre de Satoru abrió los ojos exhibiendo un destello que se apagó casi al instante, devolviéndole el semblante estoico por el que era conocido. Sólo existía una manera de que un hombre pudiera enfrentarse a un ejército.
—Eso significa…
—Yūji al fin adoptó su forma de arma.
El jefe del clan exhaló con suavidad. Satoru se había convertido en su digno heredero y podría dejar de engendrar más. Decidió que a la mañana siguiente mandaría asesinar al resto de los hijos que mantenía alejados en regiones vecinas y también a las mujeres embarazadas. Ya no necesitaba nada de eso ahora.
—Muéstramelo —exigió el padre.
—De eso quería hablarte.
El jefe del clan asintió con gesto solemne, indicando a Satoru que procediera.
—Yūji tiene una gran afinidad con el viento.
«Una espada elemental», pensó el jefe del clan. «Han pasado siglos desde el último registro de un espadachín mágico». Eran demasiado raros y conocidos por marcar un quiebre entre las eras, encabezando batallas y reclamando territorios.
La aparición de un arma así indicaba el inicio de otra gran guerra.
—Pero Yūji no es una espada, padre. Es… un abanico.
El jefe del clan frunció el ceño, mostrando un indicio de incredulidad. Acto seguido se echó a reír, un sonido suave, casi elegante, que no podía considerarse divertido.
—Vaya, te había escuchado hacer bromas entre lacayos y con otros miembros del clan, pero nunca creí que me harías una a mí.
—Te aseguro que lo que digo es cierto. No entiendo del todo sus habilidades ya que es la primera vez que las presencio, pero parece capaz de influir en la naturaleza.
—Un abanico —siseó, el semblante se le volvió una máscara de furia contenida. Las venas en su cuello comenzaron a hincharse—. ¡Nuestro clan es de espadachines! ¡Hemos mantenido una noble tradición durante decenas de generaciones! ¡Y no permitiré que nuestra herencia sea mancillada por absurdas manifestaciones! ¿Qué sigue? ¡¿Convertirnos en mascotas de los Zen'ín?! —Cada palabra resonaba en la habitación como si de una tormenta eléctrica se tratase.
El hombre estampó un puño en la mesa, haciendo que las fichas del tablero se tambalearan, algunas cayeron al piso.
Satoru lo miró sin turbar su expresión.
Cuando el jefe del clan fue consciente de su arrebato, con la respiración agitada e irregular, tomó asiento. Las manos le temblaban un poco y las palpitantes venas en su cuello eran evidencia física de la tormenta emocional que lo había envuelto.
Inhaló con profundidad para recobrar la compostura. No todo estaba perdido.
—No dejes que nadie lo observe convertirse en esa ridiculez —habló después de varios minutos, despejando el remolino de su mente y el odio en las pupilas—. Esa cosa debe convertirse en una espada sin importar qué. No me interesa que recurras a la violencia o a la tortura, Yūji debe convertirse en una espada y harás que eso ocurra incluso si debes arrancarle los huesos y acomodarlos en forma de un arma digna, ¿entendiste?
—Sí, padre.
—Entonces —se pasó una mano por el rostro, en un intento de borrar la tensión—, puedes retirarte.
Satoru asintió, giró sobre sus talones y caminó hacia la salida, dejando la habitación sumergida en un silencio cargado de significado.
Después de un largo y poco gratificante baño, Satoru, vistiendo ropa para dormir y con una toalla alrededor del cuello, volvió a la habitación, donde Yūji lo esperaba sentado sobre sus rodillas.
El chico se puso en pie para acudir a su encuentro, como haría cualquier perro faldero.
Satoru lo miró con una chispa traviesa en los ojos.
—Yūji, ¿qué tal si cambias de forma por un momento?
—¿Cambiar de forma? ¿A qué se refiere, maestro? —Parpadeó sorprendido ante la inesperada solicitud, pues fue el propio Satoru quien le prohibió convertirse dentro de la mansión. ¿Acaso pretendía probar su memoria?
—Me refiero a la comodidad de ambos. —Una sonrisa maliciosa curvó sus labios—. Será mucho más cómodo llevar una espada a la cintura, que un gran abanico en la espalda. Sé que puedes hacerlo.
—Maestro —dijo, nervioso, sintiendo el corazón latir más rápido mientras intentaba buscar las palabras adecuadas—, lo siento, pero no puedo simplemente... cambiar de forma.
La expresión de Satoru se deformó de manera abrupta. La sonrisa se le desvaneció a la par que fruncía el ceño.
—¿Me estás tomando el pelo, Yūji? ¿A mí? ¿A estas alturas? —Apretó las manos hechas puño a los costados. El mismo ademán que su padre momentos atrás.
—¡No! No es eso.
—¿Entonces? ¿Por qué no puedes hacerlo?
—No… No sé cómo hacerlo. —Quizá se debía a su vínculo espiritual, pero un mar de emociones negativas le oprimían el pecho y le hacían difícil respirar. Resentía la furia contenida de su señor, algo que nunca antes había experimentado y con lo que no sabía lidiar.
—¡No puedo creer que trates de engañarme de esa manera! ¡¿Acaso crees que soy imbécil?!
—¡No, no es eso! —Yūji dio un paso hacia atrás—. ¡En verdad, no puedo hacerlo!
La tensión en la habitación era palpable. Las palabras de Yūji chocaban contra la exasperación de Satoru.
—Bien, Yūji. Si así quieres jugar, jugaremos —añadió con un gesto pérfido, cargado de malas intenciones—. Descubrirás lo que le ocurre a todos los que se ponen en mi contra y anhelan verme caer.
