ACTO III

Satoru se adentró en una habitación de paredes revestidas por piedra áspera y húmeda, reflejo de la opresión y la crueldad que solían ver. Tiraba de una cadena delgada, plateada y resplandeciente que emanaba su propia esencia, pues la había imbuido con su sangre para poder retener a Yūji, quien la portaba alrededor de las muñecas.

El chico se estremeció al inhalar el frío y la oscuridad que pululaban en el aire. Unas antorchas permitían la visión de aquel sitio con una luz parpadeante y débil, arrojando sombras inquietantes en cada rincón, pues no había ventanas, ni rendijas por donde se filtrara un rayo de sol.

Caminó descalzo por un suelo repleto de paja y suciedad, reparando en los artefactos metálicos empotrados en los muros, cubiertos de manchas oscuras y misteriosas.

Las cadenas que lo retenían tintineaban con cada paso que daba, hasta que llegó al centro de la habitación donde un aparato de pesada madera ennegrecida y desgastada aguardaba por él.

Además de Satoru y Yūji, cuatro hombres más los acompañaban. No se les podía ver el rostro, lo llevaban cubierto con una tela negra, delgada. Sus cuerpos eran fornidos, trabajados sin descanso para obtener músculos lo suficientemente aptos para doblar el metal con las manos desnudas.

Satoru entregó el extremo de la cadena a uno de los hombres antes de tomar asiento en la única silla limpia del lugar, acomodada por encima de una plataforma de dos escalones que le brindaba la altura suficiente para alcanzar con los ojos cada rincón de la sala.

—Te daré una última oportunidad, Yūji —anunció Satoru, con una mirada intensa, capaz de cortar como el arma que solía portar a la cadera—. Quiero una espada.

Yūji no podía creer que ese Satoru era el mismo que le había otorgado una cama cálida y baños alegres en su compañía.

Ese no podía ser el mismo Satoru por el que había rogado a Sukuna obtener una forma que le permitiera defenderlo de los ejércitos más arrasadores con los que pudiera encontrarse.

Era imposible que ese fuera el Satoru que le hacía temblar las rodillas y derretirse de emoción cada que lo tocaba.

Yūji negó con la cabeza.

—No puedo tr…

Fue interrumpido cuando Satoru chasqueó los dedos y uno de los hombres le propinó a Yūji un golpe certero a la boca del estómago, obligándolo a toser con violencia y caer al suelo.

En un intento vago por recomponerse, terminó escupiendo una mezcla de saliva con jugos gástricos, que le hicieron arder la garganta.

En cuanto levantó la mirada, no necesito escuchar palabra alguna para sentir la advertencia silenciosa de que las cosas habían cambiado y que nada de lo que dijera sería escuchado.

Un nuevo chasquido de dedos resonó y otro de los hombres tomó al chico por los cabellos, con un agarre fiero y desdeñoso, justo para guiar ese pulcro rostro hacia su rodilla, propinándole una repetición de golpes violentos, sin escatimar en fuerza.

Las facciones de Yūji se descompusieron desde el primer impacto. En sus oídos resonó claro y firme el crujir de su tabique nasal, y no supo si fue para el segundo y tercer golpe, pero tres de sus dientes se rompieron cual ramas débiles, viéndolos rebotar contra la piedra.

Pese a querer gritar, no podía; cada sonido era forzado a ahogarse sin piedad en lo profundo de su garganta. Cuando al fin se logró escuchar un gemido lastimero, fue porque Satoru tronó los dedos y el hombre que lo sometía, lo soltó.

Satoru se acercó a paso decidido, frente a Yūji, a la espera de que elevara la cara y, como no lo hizo, con un movimiento de cabeza indicó a uno de los hombres que lo levantara por el cabello.

Algo en el interior de Satoru se retorció en éxtasis al ver el rostro del chico, con la nariz hundida, destrozada y desprendiéndose de la parte superior. Aunque eso ya no podía considerarse nariz, sino una masa amorfa y sanguinolenta, de bordes morados y detalles negruzcos.

La sangre que emanaba de las heridas comenzó a acumularse en un escandaloso charco, al cual, no tardaron en sumarse dos pequeñas cascadas cristalinas.

Los ojos de Yūji se llenaron de lágrimas que no dudaron en desbordarse, marcando un camino de dolor en cada mejilla. Gimoteó, antes de poder agregar cualquier palabra.

—Maestro… —Levantó las manos atadas por la cadena—, no puedo curarme. —Algunas palabras brotaron torpes, silbantes ante la falta de dientes.

Era evidente que aquel pedazo de metal encantado, aunque lucía frágil y delgado, era una atadura poderosa para criaturas como esa.

Satoru la tomó con una mano.

—Yo derramé sangre por ti, ¿sabes? —Para que esa maldita cadena fuera forjada—. ¿No crees que lo que te está pasando es algo justo?

Yūji se arrepintió de agitar la cabeza en negación, pues una bofetada llegó como rayo y el hecho de tener la piel humedecida con sus propios fluidos, intensificó el sufrimiento que experimentaba.

—Te lo diré otra vez, Yūji. —Envolvió una mano alrededor del cuello del susodicho, ejerciendo presión a cada palabra—. Conviértete en una maldita espada.

Los pulmones de Yūji, desesperados por obtener oxígeno, nublaron cualquier respuesta racional. No recordaba haber dicho nada o siquiera atreverse a gesticular algo que pareciera una respuesta, pero lo obligaron a avanzar a empujones.

Fue arrastrado por las cadenas que lo retenían, hasta terminar sentado en una silla, donde cada una de sus extremidades fue atada.

Aquellos hombres le quitaron los zapatos, también le arrancaron sus prendas con brusquedad, utilizando una navaja para acelerar el proceso, pues era una pérdida de tiempo desvestirlo con delicadeza para lo que estaban por hacerle.

Esas eran las preciosas ropas que su maestro había seleccionado para él, por lo que Yūji bramó de impotencia para que dejaran cada trozo de tela en su lugar. Se retorció en su sitio y de su cuerpo emanó un aura feroz en respuesta automática a las agresiones sufridas.

Sin embargo, aquella aura, fruto de su prana en descontrol, fue suprimida por las ataduras y forzada a regresar a su cuerpo físico, obligándole a experimentar un suplicio similar a que le introdujeran cientos de diminutas agujas por cada uno de los poros.

Emitió un chillido lacerante que marcó el inicio de un nuevo capítulo en el libro de desesperación que él protagonizaba.

Uno de los hombres emprendió el paso hacia una de las herramientas empotradas en las paredes, para bajar unas pinzas de punta plana con relieve. Acto seguido, se arrodilló frente al chico e introdujo uno de los bordes del instrumento bajo la uña del dedo pulgar del pie, tirando de ésta para arrancarla en un solo movimiento, antes de ir por la siguiente.

Yūji se desgañitó en un bramido visceral. Parecía estar a punto de vomitar sus entrañas con cada uña desprendida, pero su sufrimiento no parecía turbar ni un ápice a Satoru, quien, en su sitio, analizaba la escena con una mirada fría.

«¿Esperas que crea ese teatro?», pensó Satoru. Si en verdad le doliera tanto como esos berridos evidenciaban, habría aceptado convertirse en un arma digna, en lugar de seguir con el capricho de conservarse como abanico.

No le creía en absoluto.

Yūji perdió la consciencia cuando sólo faltaban dos extracciones para dejar en carne viva las terminaciones de cada dedo.


—Al fin abres los ojos.

¿Yūji reconocía esa voz? Claro que lo hacía. Era la de Satoru.

El cuerpo le pesaba, punzaba y respirar le desgarraba cada fibra muscular. Se pasó la lengua por los dientes, todos estaban en su sitio.

—Tuve un sueño… —murmuró Yūji.

—Ah, ¿sí? —A Satoru le resultó irascible que pudiera tener lindos sueños en esa situación—. ¿De qué trataba?

—No quiero recordarlo. —Le costaba hablar y abrir los ojos. ¿Por qué?

Cuando Yūji reunió la energía suficiente, notó que se hallaba atado boca abajo en una superficie plana. Las piernas, separadas por un par de correas de cuero a la altura de los muslos, le dejaban en una posición vulnerable y fue entonces que advirtió su propia desnudez.

Se removió, sin éxito de liberarse, notando las cadenas que lo mantenían con los brazos a la espalda en una posición incómoda.

—Estoy esperando —continuó Satoru—. ¿No vas a decirme de qué trató tu sueño?

Los ojos marrones casi se le desorbitaron de las cuencas. Yūji en verdad continuaba viviendo esa hórrida pesadilla, nutrida de la mórbida imaginación de un sádico enfermo.

Para lograr que se recuperara lo justo y necesario, Satoru retiró las ataduras de Yūji; después, lo acomodó en la posición vulnerable en la que se encontraba ahora. Listo para sufrir una segunda ronda de tortura.

La respiración de Yūji, lejos de estar agitada, se tornó pesada. Cada que inhalaba se intoxicaba con agonía y exhalaba de manera lenta y entrecortada. Un sudor frío comenzó a cubrirle la espalda, siendo el único testigo del terror que vivía.

Un balido a la distancia le hizo girar el rostro, agravando la tensión de su cuello.

—¿Una cabra?

—¡Bingo! —exclamó Satoru con aire lisonjero, sosteniendo entre las manos un tarro de miel.

—¿Qué hace aquí la cabra?

—Pronto lo descubrirás.

Por primera vez, la voz dulce de su maestro le generó escalofríos a Yūji, además de náuseas, incluso se sentía mareado y, por temor a que su castigo se acrecentara, decidió no preguntar más.

A los pocos instantes, Satoru vertió el espeso y pegajoso jarabe sobre el ano del chico, empujando cierta cantidad hacia adentro con un par de dedos.

Yūji gimió ante la incomodidad. Apretó las piernas por reflejo, pero las correas las mantuvieron en su sitio, bien abiertas.

—Sabes, Yūji, las cabras son capaces de comer toda clase de cosas. Una devoró papeles importantes que yo debía entregar cuando era más joven. Mi padre me impuso un molesto castigo en ese entonces —interrumpió el relato con un suspiro cansado—. Y también son unas locas adictas a la miel. Es como su droga recreativa de primera elección.

Satoru dejó escapar una risa lacónica al sentir la tensión de aquel anillo de carne, a la par de escuchar la respiración de Yūji sumergida en una notable angustia, como si estuviera luchando contra una corriente invisible que le impedía llenar sus pulmones.

Retiró la mano de ese inmundo sitio y se limpió con un trapo, previo a lavarse en una tarja cercana a la puerta.

Lo siguiente que hizo fue desatar la cuerda de la estaca donde estaba la cabra y la guió entre las piernas de Yūji. Sin dar indicación alguna, al animal comenzó a olisquear antes de lamer el área, al inicio, con cautela y, a los pocos segundos, imprimiendo un ímpetu casi desesperado por obtener más de ese delicioso alimento.

A Yūji se le hizo un nudo en la boca del estómago. Era repugnante que un animal lamiera sus genitales. La lengua de la cabra era como una lija y la piel de esa zona era delgada y sensible, con muchas terminaciones nerviosas.

—Ra-raspa…

Fue como hablarle a una sombra sin identidad.

Tiró de su cuerpo hacia atrás, en un inútil intento por sacarse de encima a esa estúpida bestia. No hizo más que experimentar náuseas al recibir contacto con el hocico y parte del pelo.

—¡Suficiente! —Gritar tampoco surtió efecto para espantar al animal, el cual, resopló con irritación por no obtener más de la deliciosa miel que parecía irse al fondo del agujero de carne, así que continuó lamiendo con fuerza hasta herir la piel, ahora enrojecida.

Luego de varios minutos, pequeñas máculas de sangre hicieron acto de presencia y la cabra las saboreó sin asco, pues el jarabe las endulzaba, muy poco, pero lo hacía.

Conforme pasaba el tiempo, la zona sensible y lastimada comenzó a abrirse en los sitios donde se ejercía mayor fricción y lo que antes eran gotas se transformaron en tibios riachuelos carmesíes que delineaban las piernas del chico.

—Ma… Maestro. ¡Haga que p-pare, por favor! —suplicó, esperando que alguna de sus palabras fuera oída.

No obstante, Satoru no se llevó a la cabra hasta presenciar el ano destrozado, con la carne vibrante y rojiza expuesta, además de escuchar en el llanto de Yūji una fragilidad desgarradora.

Era como música para sus oídos.

El espectro estaba a punto de romperse y lo sabía.

Sacó a la bestia de la habitación y tomó una jarra con vinagre que reposaba en una mesa aledaña, para bañar con su contenido la zona que antes degustó un animal.

Yūji escupió un quejido lastimero cuando el líquido empapó la herida expuesta. Curvó los labios en un gesto de aflicción y sus ojos se abrieron de par en par. El ácido recorrió cada surco entre las nalgas, en un río agónico sobre su piel vulnerable.

La habitación se llenó de lamentos desgarradores, suplicantes de un descanso, de libertad y de obtener perdón. Perdón por no haber hecho nada malo. Perdón por rogar al Sukuna en su sangre que le diera poder para proteger a Satoru. Perdón por haber nacido.

—Maestro… maestro… maestro…

Para Satoru, los gimoteos de Yūji eran similares a los de un niño, en el sentido de que lo hacía para que cumpliera sus caprichos sin siquiera esforzarse por obtener lo que deseaba. Y, ¿qué más podía esperar de una alimaña creada por Sukuna?

No era ningún estúpido, sabía que Sukuna era capaz de manipular diferentes armas, por lo que no debería ser complicado para un espectro alternar entre una u otra. Yūji sólo tenía una salida a todo el sufrimiento que experimentaba y si no hacía lo que le pedía, en el fondo, era porque lo disfrutaba.

Una vez más, tomó asiento en la silla que se alzaba frente a escasos metros de Yūji, quien lucía pálido, desgastado; lo colores que daban variedad a la piel eran dos, el primero de ellos era el morado, profundo e hinchado bajo los ojos, remanente del agotamiento del sueño y del prana; el segundo, era el rojo en distintas tonalidades, el más intenso se deslizaba entre sus piernas, algo diluido por el vinagre, y la tonalidad más clara la competían el cabello y los bordes rosados donde las correas lo retenían.

Satoru torció los labios en una mueca irónica, cargada de un desdén sutil, porque debía aceptarlo: Yūji era realmente lindo, una obra de arte mancillada por sus manos y sus palabras.

Al poco tiempo, entraron dos hombres de aspecto tanto corpulento como desgarbado. Destacaban a la vista por características peculiares, en especial en torso y los brazos, donde se evidenciaban marcas de una vida en confinamiento con trabajo forzado; en sus rostros se reflejaba la violencia y los ojos se les iluminaron con un grotesco brillo de lujuria en cuanto se toparon con un culo expuesto y desgarrado.

—¿Este es el chico? —preguntó uno de ellos.

—Así es —respondió Satoru sin levantar la mirada de un Yūji angustiado por desconocer lo que se hallaba a sus espaldas.

Satoru les había prometido a los hombres que les reduciría su sentencia por violación infantil, si destrozaban a Yūji y le eyaculaban dentro, siendo libres de hacerle lo que quisieran para obtener placer, menos quitarle las cadenas que sellaban su poder o liberarlo de las correas que mantenían la humillante posición.

—¿Y es verdad lo que nos prometió? —inquirió el otro hombre.

—¿Te parece que soy alguien cuya palabra no es de fiar? —Esta vez, Satoru sí que los miró, con un aura de peligro tan tangible como él mismo.

Incluso si el par de hombres habían cometido una cantidad considerable de crímenes, temían al par de ojos que se posaron sobre ellos. Era como si el espectro de la muerte se asomara a través de aquella azul inmensidad en la que estaban sumergidos.

Sintieron el primer parpadeo como un latigazo de advertencia, por lo que el menos acobardado de ellos salió a defensa de ambos.

—¡Pa-para nada, mi Señor! Es sólo que la oferta es demasiado tentadora. Parece u-un sueño. —Efectuó una reverencia al terminar, luciendo como una torpe bolsa de músculos que se frotaba las manos, similar a las moscas. O así se veía para Satoru.

Satoru se encogió de hombros para hacerles saber que no había cuidado en esa pequeña e inútil charla y, con un vago movimiento de mano, les indicó que hicieran lo suyo y que no se preocuparan por su presencia.

El primero de los hombres, que se mantuvo callado, ya tenía un notable bulto bajo los pantalones, tal vez por eso no pudo articular palabra; Satoru imaginaba a qué se debía, pues desde que éste cruzó el umbral y vio el trasero de Yūji, casi comenzó a babear.

Él fue quien se apresuró a posicionarse tras el chico y extraer su erección. Habían pasado siglos desde que se la pudo meter a alguien. Con un par de dedos palpó el ano desgarrado, descubriendo que la sangre se encontraba casi seca, por lo que empleó las uñas, como un perro escarbando con furia la tierra, para hacer que de la carne manara de nuevo ese precioso fluido carmesí.

No le preocupaba utilizar la sangre como lubricante, de hecho, prefería a los niños para obtener placer, ya que ellos sangraban con mayor facilidad ante una penetración; además, no tenían enfermedades de transmisión sexual y, según los rumores, esas armas espirituales de la gente acomodada tampoco podían contraer ningún tipo de padecimiento.

Si los gritos desgarradores de Yūji cortaban el aire con su angustia, empeoraron al sentir cómo un pene endurecido le abría a la fuerza una zona previamente ultrajada.

—¡No quiero! No, maestro… ¡Por favor! ¡Duele!

Alaridos de sufrimiento, capaces de rasgar el alma misma, escapaban de sus labios, aunque eso sólo hizo que el otro sujeto comenzara a excitarse. No había nada tan delicioso como hundir a quien pide clemencia con cada estocada.

—Oh, cielos, este chico es virgen, es un puto virgen —dijo quien lo estaba penetrando, permitiendo que la saliva escapara de su boca y empapara más el sitio de unión entre ambos—. ¡Cómo aprieta, Dios!

Comenzó a deshacerse en éxtasis, disfrutando el dolor punzante al que su miembro era sometido; la fuerza de un esfínter que intenta resistirse de manera ridícula e inútil, le hacía arder las entrañas, era como si lo invitara a dejarlo tan usado, al punto de ser incapaz de volver a apretar en la vida.

Entraba y salía de manera brusca y repetida, deleitándose con la imagen de la última parte del recto, aferrada a su erección, saliendo un poco, antes de regresar. A ese paso, tenía fe en que podría desgarrar los tejidos que soportaban los órganos, para producir un prolapso rectal a su víctima.

Disfrutaría más si el muchacho pudiera resistirse, patalear, morder, incluso insultar bastaría, pero no intentaría liberarlo; apreciaba su vida y más ahora que disfrutaba tal acto, así que no se arriesgaría a ofender al maldito noble que lo había colocado frente a esa jugosa recompensa.

Las lágrimas de Yūji eran amargas, incluso si se creía incapaz de que sus emociones adquirieran una forma líquida, continuaban brotando de sus ojos como un arroyo cristalino que se ennegrecía con aflicción y desesperanza, para terminar seco y vacío.

El llanto se silenció, no porque el dolor y la desolación desaparecieran de su corazón y sus entrañas, sino porque la voz se desvaneció bajo el peso abrumador de sollozos roncos, casi ahogados.

Sin embargo, cuando su interior recibió aquella carga de semen caliente y viscoso, su estómago se retorció con malestar. Un sabor amargo hizo acto de presencia en la boca junto con una sensación de ardor en la garganta y, en menos de un parpadeo, volvió una sustancia babosa, semitransparente y verdosa, en el suelo de piedra inmunda.

El vómito no paró en un vil escupitajo de bilis, en especial porque el estómago no dejaba de contraerse en sonidos repugnantes que acompañaban al aroma nauseabundo.

¿Cómo era posible que alguien ajeno a su maestro contaminara los lugares más recónditos e íntimos de su ser?

No podía más. Prefería que le arrancaran a tiras la piel, bañándolo en vinagre cada vez, antes de permitir que otra criatura profanara su cuerpo.

Cuando tocó el turno del otro hombre, Yūji perdió la consciencia.

Satoru sonrió.

Después de unas horas, Yūji abrió los ojos con pesadez. Una sensación caliente, opresiva y angustiante le nublaba la vista. La piel le ardía como si estuviera sobre el fuego, pero no había rastro alguno del elemento, con excepción del que se alzaba en las antorchas que iluminaban esa espantosa habitación.

La silueta borrosa de Satoru se dibujó frente a él, de pie, terminando de beber el contenido de una copa. No sería alcohol, pues tenía entendido que el otro no lo consumía ni en eventos que lo requerían.

—Maestro… —susurró, atrayendo su atención.

—Oh, ¿despierto de nuevo? —dijo Satoru—. Estaba pensando en qué será lo siguiente que…

—Lo haré.

—¿Uhm? —Parpadeó de incredulidad, tal vez había escuchado mal.

—Seré… Seré su espada… —la voz de Yūji, alguna vez llena de ilusiones y anhelos, ahora exhibía notas de apenas audibles, arrastradas con pesadez desde el fondo de la garganta.

—¡Eso es excelente, Yūji! —Lanzó la copa de metal, importándole poco dónde caía o el ruido que hacía y se acercó corriendo hacia su chico para quitarle las cadenas y las correas—. ¿Ves cómo sí podías hacerlo? Siempre tuve fe en ti. ¿Por qué me hiciste llegar a tales extremos? Si tan solo me hubieras escuchado…

Yūji dejó de oír.

Las palabras de Satoru bailaban en un tono juguetón que Yūji había percibido cientos de veces; sabía que para su maestro era como si las torturas anteriores jamás hubieran ocurrido e incluso le hacía sentir culpable por haberlo obligado a hacer aquello.

Una parte de Yūji se alegró por estar en brazos de Satoru nuevamente, incluso sentía cómo el prana volvía a su cuerpo, casi arrastrándose para reconfortarlo; no obstante, el asco no se vaciaba de sus entrañas.

Había una dualidad dentro de sí, compitiendo por lo que debería hacer con su maestro a continuación: pedir perdón y disfrutar de su antigua vida una vez más o…