ACTO IV

Con la confianza que Satoru contaba ahora que poseía un arma, el número de misiones en solitario se incrementó.

La encomienda que tenía en curso consistía en erradicar a un grupo de traidores entre los Gojō −informantes de los Getō− que huyeron cuando la noticia de la masacre en el bosque se esparció.

El trayecto que Satoru y Yūji recorrían era coloreado por un cielo gris y opaco, el anuncio perfecto de una tormenta que parecía estar en sintonía con la oscuridad que envolvía el corazón de Yūji.

A lomos de sus caballos, Satoru y Yūji avanzaban por un estrecho sendero montañoso. Satoru cabalgaba con la gracia imperturbable que lo caracterizaba y Yūji, en cambio, se mantenía en un inusual silencio, preso de sus propios pensamientos.

Aunque el viento helado cortaba la piel de Yūji, pese a ser su elemento de afinidad, no lograba adormecer la agonía de su interior. Los días oscuros que había soportado se repetían con insistencia en lo profundo de su cabeza. Satoru había sido tanto su salvador como su torturador, un ser de dos caras cuya sonrisa ocultaba horrores que nadie más podía comprender. En ese sentido, le recordaba un poco a Sukuna.

Cada herida y cada grito, eran un eco en la mente de Yūji. Eco, que con el paso del tiempo se convirtió en una persistente pesadilla. La mano de Satoru, que una vez lo acarició con ternura, había sido la misma que lo quebró sin piedad.

Sin embargo, Yūji no podía encontrar ni el más mínimo desprecio en su corazón para Satoru. Esa incapacidad para odiar era un tormento aún mayor. Cada vez que sus ojos se posaban en la espalda erguida de su maestro, sentía una mezcla de emociones que lo desgarraban por dentro: admiración, resentimiento, tristeza y una inexplicable devoción, se enredaban en una maraña imposible de deshacer.

«¿Por qué?» se preguntó Yūji, con los ojos cubiertos por una fina tela de lágrimas cristalinas que se negaban a derramarse.

Durante los días posteriores a la liberación de Yūji, Satoru mantuvo una actitud despreocupada, como si nada malo hubiera pasado entre ellos. No mostraba signos de remordimiento, pero sus ojos revelaban un destello de algo profundo, algo que Yūji no lograba descifrar, algo que envolvía a Satoru con una necesidad de poder y control.

Mientras avanzaban, el paisaje rocoso se volvía cada vez más hostil. La vegetación escasa y las rocas afiladas creaban una atmósfera que parecía reflejar la tensión entre ambos. Tensión de la que sólo Yūji era consciente.

Yūji se aferró a las riendas del caballo, apretando el cuero rugoso como una manera de contrarrestar el dolor emocional que lo asfixiaba. Sus pensamientos volvían una y otra vez a la misma pregunta: ¿Por qué no podía odiar a Satoru?

Tal vez era porque, a pesar de todo, Satoru era el único que lo había tratado como algo más que una simple herramienta, aunque fuera de la manera más retorcida. O quizás era porque, en algún rincón oscuro de su ser, Yūji se repetía que su maestro no había tenido otra opción. Aunque esa segunda opción parecía cada vez más ajena a sí mismo.

Las sombras se alargaban a medida que el sol se ocultaba tras las montañas, y el sendero se tornaba cada vez más peligroso.

Al poco tiempo, Satoru levantó la mano en puño.

Yūji supo que debía detenerse y tiró de las riendas del animal para frenar. Con la agudeza de sus sentidos, descubrió que un grupo de personas los había flanqueado y eso tampoco pasó desapercibido para su maestro, quien rompió el mutismo con una pregunta:

—¿Cuántos y en qué dirección?

Yūji hizo un sondeo con ayuda del viento antes de responder.

—Quince personas. A las seis en punto.

Satoru sonrió, divertido de que se las hubieran ingeniado para colocarse a espaldas de ambos.

—Yūji. —Fue la única palabra que salió de sus labios mientras extendía la mano derecha, dejando la palma expuesta hacia arriba.

Yūji supo lo que debía hacer y su cuerpo tembló ante la inminente transformación que estaba a punto de sufrir.

Con un suspiro resignado, cerró los ojos y permitió que la oscuridad lo envolviera. Una sensación conocida, pero nunca menos angustiante, se apropió de él cuando su cuerpo comenzó a cambiar.

El dolor llegó en oleadas, apoderándose de sus huesos, retorciéndolos y acomodándolos bajo la piel. A pesar de que ese suplicio no se comparaba con la tortura a la que Satoru lo había sometido semanas atrás, no lograba acostumbrarse del todo a soportar la agonía.

Mientras su carne se convertía en metal, Yūji sentía cómo se le drenaba la energía, cual red incapaz de atrapar el agua o hasta los propios peces.

No era la primera vez que lo intentaba, por lo que era más veloz que antes, aunque Satoru debía tener paciencia si quería tener entre los dedos un arma perfecta e inmaculada.

Cuando la metamorfosis llegó a su fin, Satoru sostenía en la mano una espada de doble filo, larga, pero ligera. La hoja era una obra maestra que reflejaba la belleza cruel y despiadada que Satoru siempre había admirado.

Sin embargo, Yūji sabía que, a pesar de su apariencia deslumbrante, el filo no era lo suficientemente agudo para cumplir con las expectativas de Satoru. Dependía del viento, su aliado invisible, para ejecutar cortes precisos y letales.

A través de la conexión entre ambos, Yūji podía advertir la satisfacción de Satoru. Una extraña satisfacción que mezclaba el alivio con la desesperación. Alivio porque, al menos por un momento, Satoru estaba complacido con su forma actual, y desesperación porque sabía que esa satisfacción nunca sería duradera.

Satoru se sentía fuerte, seguro e invencible al sostener un arma que había blandido durante años, pero para Yūji la cosa era distinta: podía soportar el dolor de huesos y el cansancio, aunque esas desagradables sensaciones eran un recordatorio de su fragilidad.

Satoru dirigió una sonrisa fría y petulante al brillo de la hoja. La forma actual de Yūji era un símbolo de su poder y dominio, un recordatorio de su capacidad para moldear la realidad a su voluntad.

Mientras aquello pasaba, Satoru terminó rodeado de una docena y media de figuras hostiles. Sus ojos azules brillaron con una intensidad glacial y proyectaron destellos que parecían enardecerse en anticipación a la batalla que se avecinaba.

Sus enemigos lo miraban con desprecio y temor, conscientes de la leyenda que envolvía al sucesor del clan Gojō. Cada uno de ellos estaba armado hasta los dientes, con espadas, lanzas y arcos, pero sabían que enfrentarse a Satoru era enfrentarse a la muerte misma.

El líder de los atacantes, un hombre de aspecto severo y cicatrices en el rostro, avanzó un paso, blandiendo una espada curva que reflejaba su determinación.

—Gojō Satoru, hoy es el día en que tu arrogancia encontrará su fin —su voz resonó como un trueno, confiado por ver a su presa en soledad. ¿Qué heredero de clan sería tan estúpido y orgulloso como para enfrentar a un grupo de hombres él sólo? La respuesta era evidente: Gojō Satoru.

Satoru sonrió, una mueca fría y sin humor.

Con un grito de guerra, los enemigos cargaron hacia él. Satoru no se movió hasta el último instante y, entonces, como un relámpago, desató la furia apenas contenida por su mirada.

El primer golpe fue como un susurro de destrucción. Una ráfaga de viento surgió de Yūji y cortó a través de los primeros enemigos con una precisión aterradora. Los cuerpos cayeron al suelo en un silencioso alarido, las armas les siguieron con un estruendo sordo mientras la sangre empapaba la tierra.

Satoru desmontó con la excusa de estirar las piernas un rato. Ninguno de los atacantes iba montado, por lo que les concedería a esas basuras una pizca de honor al enfrentarlos en igualdad de condiciones, incluso si la sola presencia de Yūji hacía la brecha tan grande como un abismo.

Con movimientos rápidos y fluidos, Satoru abatió a cada hombre presente con una brutal elegancia. El viento que lo rodeaba, desviaba los ataques de sus contrincantes y les arrebataba el aliento a cada paso que daba.

Un grupo de arqueros intentó rodearlo, disparando flechas que se dirigían a su corazón, pero Satoru, con un giro de muñeca, hizo que la hoja de Yūji interrumpiera la trayectoria de cada una de ellas y se abalanzó hacia ellos, perforando sus pechos como planearon hacer con él.

La espada, aunque no tenía un filo extraordinario por sí misma, se convertía en un instrumento mortal en manos de Satoru, amplificando su destreza con el poder elemental de Yūji. Cada rival que se acercaba a él era cortado como si de una hoja de papel se tratase.

El líder, viendo caer a sus hombres uno por uno, gritó en un arranque de desesperación y furia. Corrió hacia Satoru con una espada alzada, dispuesto a dar el golpe final, pero Satoru, sin un atisbo de piedad, desvió el ataque con un movimiento casi perezoso, y con un elegante giro, atravesó el esternón del hombre con la espada. La hoja brilló con una luz fría mientras el líder caía de rodillas, con la vida desvaneciéndose en una exhalación.

El viento se arremolinó cerca de la espada, acariciando con suavidad su filo como si quisiera brindarle consuelo. Yūji, atrapado en su forma metálica, solo podía sentir la tristeza y el dolor que lo consumían. Cada victoria de Satoru era un recordatorio de su propia derrota, de la prisión en la que estaba atrapado, una prisión de elegancia y muerte.

Satoru miró a su alrededor con una sonrisa oscura dibujando sus facciones.

—La verdadera desesperación —murmuró, retomando las últimas palabras de su enemigo—, es saber que soy tu único oponente.

De entre las sombras emergió una figura que Satoru no anticipó al cegarse con su falsa victoria. Yūji tampoco le advirtió por la fatiga de mantener su forma actual.

El nuevo sujeto, de mirada calculadora, portaba un arma poderosa: una lanza que le dio mala espina a Yūji tras sentir la vibración del aire una vez que estuvieron lo suficientemente cerca.

La escasa distancia hizo que Satoru recibiera una estocada brutal por la espalda, obteniendo una perforación de lado a lado con una precisión devastadora.

Satoru soltó un gruñido de dolor. Apretó los dientes mientras caía de rodillas, con una mano aferrando de manera violenta la empuñadura de su propia arma.

El atacante extrajo la lanza y se preparó para el golpe final con una sonrisa de triunfo asomando en sus labios; no obstante, la espada en la que Yūji se encontraba trasformado recogió la hoja y, en un abrir y cerrar de ojos, se transformó en un magnífico abanico desplegado que frenó en seco la segunda estocada.

En un movimiento desesperado, Satoru agitó el abanico. De inmediato se desató un remolino de viento que rugió como una bestia descarriada, creando un torbellino imparable que arrasó con todo a su paso.

El rival de Satoru fue lanzado por los aires como una hoja en una tormenta y su cuerpo quedó destrozado por la fuerza implacable con la que fue arrojado contra las rocas puntiagudas.

Los cadáveres que yacían dispersos fueron barridos como si se tratase de ramas viejas, arrastrados hasta un rincón apartado donde se amontonaron fuera de la vista. El aire se llenó de polvo y escombros, hasta que el paso quedó despejado, limpio de la presencia de los enemigos caídos.

El abanico se cerró y Yūji volvió a su forma humana, cayendo de rodillas junto a Satoru. Su cuerpo temblaba de agotamiento, pero su mente estaba enfocada en una sola cosa: salvar a Satoru y evitar las consecuencias de su posible ira.

Colocó sus manos sobre la herida de Satoru, canalizando el poder regenerativo que le quedaba. Un brillo suave y verduzco emanó hacia la carne desgarrada, que comenzó a cerrarse poco a poco.

La sangre dejó de fluir y el dolor en el rostro de Satoru se suavizó. Yūji, jadeando por el esfuerzo, se inclinó más cerca, vertiendo su energía en las fibras musculares expuestas de las que escurría sangre a borbotones.

A pesar de que estaba sanando, la presión sobre Yūji era inmensa. Sabía que su propia existencia dependía de la recuperación de su maestro.

Cuando la herida cerró por completo, sin rastro de cicatrices, Satoru abrió los ojos, la mirada fija en Yūji. Había una mezcla de sorpresa y reconocimiento en su expresión, una chispa de algo que Yūji no pudo identificar del todo.

—Bien hecho, Yūji —murmuró Satoru, en un agradecimiento que carecía de amabilidad—. Recuerda que no puedes dejar que nadie te vea en esa forma. Si otros miembros del clan estuvieran presentes y vivos… Bueno, lo importante es que esa no fue la situación.

«Y pensar que no me guarda ninguna clase de rencor» dijo Satoru para sus adentros, tras juzgar cómo se apresuró Yūji a salvar su vida. «Los malditos espectros de Sukuna sí que son peculiares».

Yūji se dejó caer sobre el suelo, exhausto y extrañamente aliviado. El miedo a la tortura que tanto temía aún estaba presente, pero por un breve momento se permitió sentir una chispa de esperanza.

El viento le susurró palabras de consuelo mientras le acariciaba el rostro. Yūji cerró los ojos, dejándose llevar por la brisa, esperando que el perdón que tanto deseaba no fuera un sueño inalcanzable, sino una realidad que pudiera tocar, aunque fuera por un breve instante.