ACTO V

El sol bañaba el cielo con tonos cálidos de naranja y púrpura. Satoru, montado en su yegua, regresaba a su hogar después de una larga cabalgata –pasatiempo que adquirió para alejar el cansancio y las inquietudes–. Se había permitido un breve respiro de sus responsabilidades, confiando en que todo estaría en orden a su regreso.

Al llegar a la entrada de la imponente residencia de los Gojō, sintió una extraña incomodidad. El portón de hierro forjado estaba entreabierto, algo inusual para un lugar donde la seguridad era una prioridad.

Satoru frunció el ceño y desmontó. Las botas resonaban en el empedrado a medida que avanzaba.

La quietud era desconcertante; ni un solo sirviente estaba a la vista para recibirlo, lo que aumentaba su malestar.

—¿Dónde están todos? —susurró para sí mismo, a la par que avanzaba con cautela hacia el interior con los sentidos alerta ante cualquier señal de movimiento.

La mansión, normalmente bulliciosa por la actividad diaria, se encontraba sumida en un silencio sepulcral. Finas corrientes de viento gélido le calaron hasta los huesos pese al espesor de sus ropajes.

—¡¿Hay alguien aquí?! —su voz, molesta, resonó en el vestíbulo vacío donde solo el eco respondió a su llamado.

La sensación de que algo estaba mal se intensificó.

Se adentró en los pasillos con pasos rápidos. Su mirada barría el entorno en busca de cualquier indicio de vida. El corazón se le aceleró al ver una mancha oscura en el suelo de madera. Se agachó para tocarla con la yema de los dedos.

«Sangre». El líquido carmesí era inconfundible, en especial para alguien como él, con tantos cuerpos inertes dejados a su paso.

—Yūji —lo llamó, a sabiendas de que el espectro debía estar cerca, pues se quedó en casa meditando para hacer una conexión con Sukuna, o eso tenía entendido.

A pesar del vínculo que compartían, Satoru percibía a Yūji con claridad, era como si su unión se hubiera debilitado o como si algo estuviera interfiriendo.

La sangre se hacía más abundante a medida que cruzaba entre los pasillos; pequeñas salpicaduras en las paredes y grandes charcos en el suelo. Los vestigios de una violenta lucha se hacían cada vez más evidentes.

Las puertas de los cuartos de los sirvientes estaban abiertas de par en par, revelando habitaciones destrozadas y ensangrentadas, pero ningún cuerpo. La mansión parecía un campo de batalla abandonado.

—¡Yūji! ¡¿Dónde estás?! —bramó, un leve indicio de desesperación comenzaba a teñir sus palabras.

Se detuvo en seco, cerrando los ojos y tratando de concentrarse en su conexión espiritual. Extendió su mente, buscando la presencia familiar de Yūji, intentando encontrar su esencia en algún rincón de la casa, pero lo único que halló fue un silencio espiritual que aumentó sus inquietudes.

Corrió por los pasillos, llamando a Yūji una y otra vez, sin obtener respuesta alguna.

Al poco tiempo llegó al patio interior, donde las fuentes de agua estaban teñidas de rojo y los senderos de piedra se revestían por manchas oscuras.

Desesperado, se dirigió a la sala de meditación de Yūji. La puerta se encontraba entreabierta y el interior de la sala lo envolvía en una penumbra inquietante. Satoru la empujó con fuerza, sin encontrar indicios de Yūji dentro.

Otro cuarto vacío.

La alfombra de meditación estaba en su lugar, pero Yūji, no; no obstante, un débil rastro de la energía de su espectro aún flotaba en el aire.

—Yūji —dijo, en un vago intento por controlar las emociones negativas a punto de desbordarse—. ¡Debes regresar! ¡Ahora!

El silencio persistió, opresivo.

El corazón de Satoru comenzó a latir con una mezcla de furia e inquietud mientras avanzaba hacia la única habitación que todavía no revisaba. Cada paso lo acercaba más a la sala de juntas, un lugar que, en circunstancias normales, era testigo de reuniones estratégicas. Entre más se acercaba, el aire a su alrededor se tornaba más espeso y asfixiante.

Abrió las puertas dobles de la sala de juntas con un empujón firme, petrificándose por milésimas de segundo ante la visión que revelaba frente a sus ojos.

Al centro de la sala, Yūji estaba de pie, inmóvil, en medio de un charco de sangre. A su alrededor yacían los cuerpos sin vida de los padres de Satoru y varios discípulos, con los rostros deformados por expresiones de terror y sufrimiento.

La escena era un cuadro grotesco de depravación, un testimonio mudo de violencia, pero Yūji no había tenido opción, ese era el precio por hablar o buscar consejo de Sukuna y supo que ningún humano conocía ese delicado detalle, pues ninguno se opuso o exaltó cuando manifestó su deseo por meditar cuando su maestro partiera por la tarde.

El primer impulso de Satoru fue correr hacia Yūji y darle una paliza por su aparente traición y por no haber acudido a su llamado. Nadie desafiaba sus órdenes y mucho menos el arma a la que había logrado someter.

—¡Yūji!

Sus pasos resonaron contra el suelo cuando se lanzó hacia Yūji y en el instante que su mano alcanzó el hombro contrario, algo inesperado ocurrió: en un movimiento rápido y preciso, Yūji se giró, con un brillo extraño en la mirada.

Antes de que Satoru pudiera reaccionar, sintió un dolor agudo y penetrante en el pecho. Volvió la vista hacia abajo, incrédulo, encontrando un estilete ensangrentado emergiendo de su propio corazón.

Previo a su llegada, Yūji había extraído una de sus costillas, transformándola en una daga maldita, a la espera de la llegada de su maestro.

Después de burlarse de su deplorable situación, Sukuna le había dicho una sola cosa: «Más te vale no decepcionarme, mocoso», y el modus operandi quedó en manos de Yūji.

Satoru, atónito, sintió cómo la vida se le escapaba a través de la herida, con el cuerpo paralizado por la sorpresa.

—¿Qué... qué has hecho? —dijo Satoru, salpicando sus palabras con veneno y desprecio.

Los ojos de Yūji, con la mirada fija y decidida, se fundían con la oscuridad creciente que nublaba su visión.

—Cumplo con mi destino —respondió Yūji, con una voz fría y resuelta. La herida en su pecho, de la que había arrancado la costilla, se había cerrado con rapidez: una muestra de su naturaleza no humana y de la energía que acumuló para ese momento.

Satoru intentó retirar el hueso deformado en estilete, pero sus fuerzas lo abandonaron. En su lugar, la pieza se hundió lenta y dolorosamente en su interior, como si tuviera vida propia e intentara encontrar refugio en sus entrañas.

La agonía fue insoportable y su visión se oscureció con cada segundo que pasaba, esforzándose al máximo por no emitir sonido alguno que evidenciara su sufrimiento.

Sin embargo, Satoru se dio cuenta de algo aterrador: a pesar de que el golpe impactó en un órgano vital, su cuerpo no cedía a la muerte.

—Ya no hay un clan Gojō —dijo Yūji, con los ojos reflejando una tristeza profunda y un odio contenido, interrumpiendo los pensamientos de Satoru—, y nosotros no podemos procrear con los vivos ni entre otros de nuestra especie.

Satoru quedó atónito al comprender el significado de esas palabras.

—Ahora no hay un clan de espadas al que debas someterte —agregó Yūji, con una mueca fría y un rostro vacío, en un intento distorsionado por imitar la sonrisa que tantas veces había observado en su maestro—. Yo honraré tu pacto de sangre con Sukuna al estar siempre contigo, cuidándote y protegiéndote.

La realidad se apoderó de la mente Satoru. El dolor en su pecho no desaparecía y su corazón seguía latiendo, retorciéndose en su sitio. Cayó de rodillas, las manos se le empaparon con un sudor frío. La maldición de Sukuna… No, de Yūji, estaba en marcha y ya era demasiado tarde para revertirla.

Yūji observó su alrededor con una expresión inmutable. La sangre de los padres de Satoru y de algunos discípulos se mezclaba con la suya propia, creando un mar oscuro y espeso que simbolizaba el destino trágico que compartirían por el resto de la eternidad.

Incapaz de aceptar su nueva realidad, Satoru levantó la vista hacia Yūji. Tenía los ojos llenos de una mezcla de odio y súplica, pero Yūji no mostró piedad ni remordimiento.

Con una serenidad inquietante, Yūji se arrodilló junto a su maestro, le tomó el rostro con ambas manos, manchando sus mejillas de un rojo profundo que contrastaba con la palidez de la piel.

—Ahora serás el más fuerte —agregó Yūji—. Por siempre y para siempre. Y yo estaré a tu lado para asegurarme de que así sea.

Al finalizar, Yūji unió sus labios con los de su amado Satoru, quien supo que la maldición de Yūji era más que un castigo: era una sentencia eterna, una cadena inquebrantable que los uniría en un eterno y retorcido vals tétrico, sin posibilidad de redención ni escape.

Entonces, Yūji supo que las fuertes emociones que sentía por Satoru no eran nada más que amor y devoción. Se encontraba agradecido con él por enseñarle sobre lo bueno y lo malo, por hacerle consciente de que los humanos eran la peor escoria existente.

No obstante, ahora que ambos se encontraban del lado correcto, tendrían un oscuro y lúgubre futuro por delante para los dos solos.

Así, en medio de un mar de sangre, comenzó una nueva era para Satoru y Yūji. Una era de sufrimiento interminable y de un vínculo forjado en el odio y la traición, destinado a durar más allá del tiempo, la eternidad y la muerte.


Siento que me superé en muchos sentidos al escribir esta historia, pues no sólo tuve que leer bastante sobre un género que no acostumbro, sino que intenté explorar un modo distinto de narración para que no reflejara tanto una "fantasía" sino un ambiente "tétrico" que poco a poco se vuelve desolador. Espero haberlo logrado de alguna manera. Así que, ¡gracias por leer y llegar hasta aquí!