Capítulo 44: Lo que nos destruye
"Some things, once you've loved them, become yours forever. And if you try to let them go... They only circle back and return to you. They become part of who you are...or they destroy you."
(Algunas cosas, una vez que las has amado, se vuelven tuyas para siempre. Y si intentas dejarlas ir... sólo dan la vuelta y regresan a ti. Se convierten en parte de lo que eres... o te destruyen.)
Allen Ginsberg – Kill Your Darlings
La última vez que Draco Malfoy había pisado los escalones de entrada del número 12 de Grimmauld Place había sido más de cuarenta años atrás. En ese entonces, había ingresado de la mano de su madre Narcissa, para visitar a su tía abuela Waldurga Black por su cumpleaños. El recuerdo eran vago, pero persistía en él la sensación de oscuro terror que había sentido al entrar en la vivienda.
Sin embargo, cuando Ted Lupin empujó la enorme puerta y se hizo a un lado para dejarlo entrar, Draco se encontró con que poco quedaba de aquel polvoriento recuerdo. Potter había hecho un gran trabajo reconstruyendo el lugar al heredarlo tras la muerte de Sirius Black.
Con mucho esfuerzo, y la invaluable colaboración de Kreacher y Hermione, habían logrado descolgar la pintura gigantesca de Waldurga que daba la bienvenida a los gritos a todo aquel que cruzara la puerta sin su bendición. Habían sacado el papel descascarado y habían pintado los ambientes en tonos luminosos. Se habían deshecho de las cabezas de elfos en la escalera, y habían eliminado la plaga de doxys que invadía los roperos de la planta alta.
Había tomado años de trabajo duro, pero el número 12 de Grimmauld Place se había vuelto a convertir en un lugar habitable. Y poco a poco, Harry lo había llenado con nuevos y más alegres recuerdos. El pasillo que recorría la planta alta tenía marcas a ambos costados que Teddy había causado al intentar usar su primera escoba de juguete. La chimenea de la sala de estar lucía una serie de fotos familiares que mostraban una versión muy joven de Potter y la chica Weasley recién casados, otra donde Ginevra lucía su orgulloso uniforme de las Hollyhead Harpies y levantaba la Copa de Campeones de la liga nacional, una abultada mesa navideña con todos los Weasley empujándose para entrar en la imagen, Harry tomando un helado con su ahijado Lupin en Diagon Alley, otra foto de Potter y su mujer pero esta vez sosteniendo un manojo de mantas desde donde sobresalía una pequeña cabecilla de cabello oscuro de un recién nacido…
Lo único que quedaba de la vieja casa de Waldurga Black era el tapete de la familia, colgado en la pared de la sala principal, ocupándolo de punta a punta. Era una pieza mágica hermosa, como un árbol cuyas ramas se bifurcaban en un bordado dorado y desde el que se desprendían los integrantes de la familia como hojas.
Los dedos de Draco acariciaron el suave tapete, siguiendo las ramas hasta llegar al relieve del nombre de Narcissa Black.
—Hace unos años, el tío Bill le dijo a Harry que conocía un especialista que podía arrancar el tapete si lo deseaba… Pero por alguna razón, mi padrino quiso conservarlo —comentó Ted a su espalda, y aunque Draco no le podía ver el rostro, sintió el desprecio en su voz que delataba que el muchacho no estaba de acuerdo con la decisión de conservar el tapiz.
—Tú no estás aquí —murmuró Malfoy, tras comprobar que el nombre de Lupin no figuraba.
—No. Pero si estuviera, sería una mancha quemada debajo de esa mancha quemada que es mi madre —señaló el muchacho con una risa amarga. Junto a los nombres de Narcissa y Bellatrix, el de Andrómeda había sido eliminado.
—¿Por qué Potter conservó esta mierda? —siseó Draco, desconcertado, sus dedos retrocediendo instintivamente del tapete, como si temiera que fuese capaz de detectar que él también era ahora un traidor.
Ted se encogió de hombros.
—Algo sobre la luz y la oscuridad que le enseñó su padrino —justificó Lupin, aunque era evidente que no terminaba de comprenderlo ni coincidía con la decisión.
—Que estupidez —gruñó Malfoy, dándole la espalda al tapete—. ¿Dónde guardan el alcohol aquí? —preguntó, mientras se encaminaba hacia lo que creía que era la cocina.
—Hay una botella de whisky de fuego en una de las alacenas si no me equivoco —le respondió Ted, pero mientras lo decía Draco ya se había ocupado de abrir todas las puertas de la cocina con una sacudida de su varita.
No se preocupó por tomar un vaso para servirse. Destapó la botella y bebió directamente del pico hasta que la garganta le quedó en carne viva. Ted lo contemplaba con asombro e incomodidad desde la arcada de la cocina.
—Ya puedes irte, Lupin. Tengo todo lo que necesito —la voz de Draco se escuchó carrasposa, y tosió un par de veces en el camino para lograr aclararse la aspereza del whisky.
Pero Ted no se fue. En cambio, suspiró con cierta resignación e ingresó en la cocina.
—Lamento mucho lo que sucedió, Draco —dijo, y la entonación de pena en su voz solo consiguió irritarlo más.
—Ya —Dio otro sorbo a la botella.
—Sé que es un momento difícil para ti… —siguió Lupin, dando un paso más hacia el interior de la cocina.
—Déjalo ya, Lupin —le advirtió Malfoy.
—Si quieres hablar sobre lo sucedido…
—¿Y DE QUÉ MIERDA VOY A QUERER HABLAR? —gritó Draco, arrojando la botella de whisky contra una de las paredes, golpeando a pocos metros de donde se encontraba Lupin—. ¡MATARON A MI MADRE, CARAJO! ¡LA COLGARON DE UNA PARED Y LA DEJARON ALLÍ PARA PUDRIRSE! ¡TODO PARA DEJARME UN MALDITO MENSAJE A MI! ¡A MI!
El pecho de Draco subía y bajaba a un ritmo vertiginoso mientras intentaba acompasar su agitada respiración. Los ojos se le habían llenado con lágrimas de impotencia. Ya no le quedaban más lágrimas de dolor. Sin otra botella para arrojar, golpeó con su propio puño la mesa de madera frente a él, solo para sentir el dolor eléctrico treparle por los huesos hasta estremecerle el hombro. A pesar de ello, volvió a levantar el puño para asestar un segundo golpe. No llegó a hacerlo. Ted Lupin intervino antes, tomándolo fuertemente por la espalda y enroscando sus grandes brazos en torno a su tórax.
Draco no era fuerte. Al menos no lo suficiente como para contrarrestar a un híbrido con sangre licántropa. Eso no le impidió sacudirse, arañar y morder todo lo que lograba alcanzar. Pero incluso así, no logró soltarse. Lupin mantuvo su firme agarre hasta que pasó un largo rato, y Draco finalmente se agotó y dejó de pelear.
Se dejó caer hasta el suelo, sudado y exhausto, con el cabello rubio pegado a la frente y los ojos enrojecidos. Ted se sentó frente a él con las piernas cruzadas y aguardó. Draco perdió la cuenta del tiempo.
—Podrían haberme matado a mí también si lo hubiesen querido —dijo finalmente, sin atreverse a mirar al muchacho a la cara.
—¿A qué te refieres? —lo incentivó a hablar Lupin. Draco exhaló y dejó caer la cabeza hacia atrás, apoyándola contra la pared con resignación.
—Eligieron atacar mi casa cuando yo me encontraba fuera intencionalmente —intentó explicarse mejor—. Querían que yo sobreviviera. Querían darme una lección. Enseñarme lo que sucede cuando traicionas tu… sangre.
—No es tu culpa, Draco —lo consoló inútilmente Ted. Draco golpeó la cabeza contra la pared.
—Tendría que haber estado ahí. Tendría que haberla protegido —masculló mientras entornaba los ojos. La terrorífica imagen de su madre en su último momento centelló detrás de sus párpados, atormentándolo.
—No habrías podido detenerlos aunque hubieses estado allí —lo hizo caer en la realidad Lupin.
Draco abrió los ojos y se preparó para fulminarlo con la mirada. Pero Ted Lupin ya no era en jovencito ingenuo y deseoso por llevarse bien con un pariente perdido que había conocido tantos años atrás durante su primera misión oficial con la Orden del Fénix. Frente a él había un hombre, maduro y lleno de cicatrices tanto externas como internas al que ya no podía intimidar con la facilidad. Lupin había conocido en carne propia las maliciosas artimañas que sus enemigos eran capaces de usar para conseguir sus objetivos.
De haber estado en su lugar, Draco habría incendiado el mundo entero varios cientos de veces. Habría alimentado un frío resentimiento contra el mundo mágico en general y contra la Rebelión en particular. Habría respondido de la misma forma despiadada y cruel.
Pero contra la adversidad y el dolor, Ted respondía con resiliencia y bondad. Su esencia se mantenía pura. Y con cada golpe, se volvía más fuerte, más resistente, más decidido. No sucumbía a la ira ni la venganza, y volvía a levantarse sin importar los obstáculos que se colocaban en su camino.
Ted seguía creyendo que había luz al final del túnel. Confiaba en que el bien terminaría por vencer. Se negaba a aceptar que la oscuridad pudiese ser más fuerte.
Draco lo admiraba y lo envidiaba. Y agradecía que su abuela Andrómeda lo hubiese criado lejos de su familia de sangre. Se alegraba de que sus nombres hubiesen sido eliminados del tapete de la familia Black. De alguna forma, sentía que así se había salvado de la contaminación que significaba ser uno de ellos. Esperaba que Scorpius también estuviese a salvo.
—No es necesario que te quedes a cuidarme. No voy a suicidarme —fue todo lo que consiguió decir. Ted sonrió.
—Pensé que querrías un poco de compañía —respondió encogiéndose de hombros de manera despreocupada.
—Lo que quiero es saber cómo mierda hicieron para burlar la protección de Versalles —escupió con odio mal contenido.
—Encontramos un bloqueador de barreras en el límite sur de la mansión —la voz de Harry Potter los tomó por sorpresa. Ted se incorporó de inmediato, saltando sobre sus pies como si el suelo se hubiese prendido fuego. Draco se limitó a mirar a su antiguo enemigo desde el suelo. —Dominique lo está desmantelando mientras hablamos, pero parece un trabajo de Stefano Rozzi.
—¿Qué más? —exigió saber Malfoy. Potter se pasó una mano por los cabellos negros, despeinándolos aún más.
—Aún estoy esperando el informe oficial de los aurores franceses… —respondió evasivamente.
—Pues dame la versión extra oficial, entonces —lo interrumpió Draco, ácido.
—Creemos que fue un ataque sincronizado, tu casa y la de Jacques. Parece haber señales de que llevaban varios meses estudiando las barreras… Es posible que incluso usaran la casa de los Wence como centro de operaciones —comenzó a explicar Potter.
—¿Brown ha podido examinar el cuerpo de mi madre?
Harry hizo una pausa, una leve vacilación asomando en su rostro, como si temiera dañar la sensibilidad de Draco. Pero Draco entornó los ojos, presionándolo silenciosamente a que continuara. Harry suspiró.
—Sí —respondió tras unos segundos—. La causa de muerte fue… exanguinación —pronunció la última palabra con cautela. Draco meneó la cabeza.
—No había sangre en la habitación, ni bajo su cuerpo —negó Malfoy, aturdido. Potter se removió con incomodidad en su lugar, intercambiando el peso de su cuerpo de un pie al otro.
—Lavender encontró una herida en el tórax izquierdo, a nivel del corazón. Ella cree que… Ella piensa que se llevaron la sangre —se tropezó con sus propias palabras, intentando encontrar la mejor manera de exponer esa desagradable información. Draco sintió que se le revolvía el estómago, y el fuego del whisky volvió a subir por su garganta.
—¿Qué…? ¿Cómo…? —ni siquiera era capaz de formular la pregunta. No estaba seguro tampoco de querer conocer las respuestas. —¿Cuánto tiempo…? —volvió a interrumpirse. Inspiró hondo por la nariz para tomar coraje—. ¿Cuánto tardó en morir?
—Es difícil calcular esas cosas, Draco —evadió la pregunta Potter, compadeciéndose de él. Malfoy se apoyó contra la pared para ponerse de pie. Erguido en toda su estatura le sacaba una diferencia de varios centímetros a Potter.
—Dame tu mejor estimación, Potter —le solicitó. Harry tuvo la decencia de no desviar la mirada al responder.
—Un par de minutos, probablemente —estimó.
Minutos. Su madre había estado durante varios minutos colgando de manos y pies, agonizando en dolor mientras alguien le había clavado una navaja en el pecho y le había extraído hasta la última gota de sangre.
—¿Por qué alguien haría algo así? —comentó Lupin, pálido y asqueado.
—Porque su sangre puede darles acceso a la mansión de Wiltshire, ¿me equivoco, Potter? —comprendió Draco en un momento de chispeante lucidez. Nuevamente una pausa.
—Es una posibilidad —reconoció Potter.
—La Mansión está protegida por el Encantamiento Fidelio. Nadie puede acceder salvo que el Guardián revele su ubicación —contradigo Teddy, pero sus ojos miraban con cargada preocupación de forma alternativa a Draco y a Harry, esperando que alguno de los dos confirmara lo que acababa de decir.
—Antes de ser el Cuartel de la Orden del Fénix, fue nuestro hogar. Mío y de mis padres —le recordó Malfoy, no sin cierta amargura—. Esa casa es parte de nosotros y nosotros somos parte de ella.
—Draco tiene razón. Las casas mágicas son… diferentes. Tiene vida propia. Se alimentan de la magia de sus habitantes, de sus alegrías y sus tristezas, de lo bueno y de lo malo. Reconocen a sus dueños y rechazan a los extraños —explicó con un poco más de detalle Harry.
—Por eso me trajiste aquí. Por eso no quieres que vuelva a la mansión Malfoy —continuó deduciendo Draco.
—Creo que es mejor no exponer la casa a tu marca mágica, al menos hasta que podamos averiguar qué han hecho con la sangre de tu madre. Tu regreso podría interpretarse como un retorno de la familia a su viejo hogar, y nuestros enemigos podrían usar la sangre de Narcissa para burlar la seguridad y atacarnos —explicó Potter.
—¿Pueden hacer algo así? —el espanto se volvía cada vez más intenso en el rostro joven de Lupin.
—No tienes idea de las cosas que puedes hacer con la sangre de un mago. Ella es una de las últimas Black. Su sangre lleva magia ancestral capaz de abrir muchas puertas… No solo la Mansión Malfoy —vaticinó Draco.
—¿La Bóveda Lestrange? —barajó Harry, arqueando las cejas. Draco hizo un gesto con la mano, como si fuese una opción.
—Sabemos que la tía Bella dejó muchas cosas que podrían ser útiles para un guerra en esa bóveda —deslizó con sutileza Malfoy.
—Alexander ha reclamado el apellido Lestrange. Era bóveda le pertenece —intervino Ted.
—Bueno, entonces será mejor que empiece a familiarizarse con todas sus herencias y las reclame antes de que alguien lo haga por él —siseó Malfoy de mal humor.
—Necesitamos una lista de las propiedades a las que podrían obtener acceso con la sangre de Narcissa Black —le ordenó Harry. Draco lanzó una mirada hacia la vivienda donde se encontraba. Como si pudiese comprender lo que conversaban, las paredes crujieron a su alrededor y las bisagras de las puertas rechinaron.
—Esta casa es mía —intervino Harry.
—¿Estás seguro de ello? —lo desafió Draco, deslizando sus dedos con extremo cuidado sobre las paredes aterciopeladas, dirigiéndose con lentitud hacia el sitio donde colgaba el tapete. —¿Crees que esta casa no responderá a ellos más que a nosotros? —preguntó, señalando con el mentón los pocos nombres que todavía podían leerse: todos magos y brujas defensores de la pureza de sangre y cuyas decendencia seguramente apoyarían a la Rebelión (si es que no la estaban apoyando ya).
—Yo también he puesto mucho de mi en esta casa. Confío en Grimmauld Place. Te progerá porque tienes sangre de Black en tus venas, y porque yo se lo he pedido y soy su último dueño —le aseguró Potter—. Tú y Scorpius estarán a salvo, tienes mi palabra.
—¿Qué hay del resto? —intervino Ted—. Felicity y Rick siguen allí, y no es como si pudiesen moverse a cualquier lado, teniendo en cuenta que poseen dos dragones adultos.
—Estamos intentando resolverlo todavía —dijo Potter, aunque era evidente que todavía no tenía una solución—. Nuestra prioridad es trasladar todo lo que sea fundamental aquí mientras Bill y Dominique intentar desarrollar algún sistema de protección para prevenir la magia de sangre.
Magia de sangre. Era magia negra, que pocos sabían hacer y que la mayoría temía profundamente. Era peligrosa y caótica. Pero cuando funcionaba, era poderosa y casi indestructible.
En la sala principal, sonó el reloj marcando las ocho de la noche. Draco había retrocedido su camino de regreso hasta el tapete de la familia Black, y ahora lo observaba con renovado interés, intentando deducir quienes de los que estaban allí podían ser una verdadera amenaza, ¿Cuántos de ellos podrían entrar en la casa sin resistencia por el simple hecho de llevar el apellido Black? ¿O la casa habría desarrollado nuevos requerimientos y filtros para con los invitados? ¿Era posible que la casa no hubiese reconocido a Draco como amigo por su sangre Black sino por su amistad con Ted y Harry? ¿Había cambiado realmente la mansión Black? ¿Potter lo había logrado?
—Hazme el favor: llévale estos mensajes a Scarlet y a Zaira. Ellas sabrán qué hacer. Y pídele a Thomas White que le entregue esta carta al director suplente Grey… Necesito reunirme con él cuanto antes —en ese momento, Harry le estaba dando órdenes puntuales a Lupin, mientras le entregaba distintos rollos de pergamino con diferentes destinatarios.
—Estoy a una llamada flú de distancia, señor Malfoy. Puede llamarme cuando quiera hablar un rato —ofreció Lupin inútilmente. Se despidió con una sonrisa y arrojó el manojo de polvos verdes que lo absorbieron por la chimenea y lo trasladaron de regreso a Hogsmeade.
—¿Cuál es el panorama ahora? —preguntó Draco cuando estuvieron solos. Harry se encontraba de pie junto a él, apreciando el mismo tapiz antiguo.
—Creo que los hemos acorralado. Los estamos obligando a modificar el plan original… y aquí es cuando empiezan a cometer errores —compartió su idea Harry.
—Los has obligado a contra atacar, algo que ellos se estaban guardando para cuando tuvieran el apoyo total de la gente —le siguió la línea de pensamiento Malfoy.
—Sin el ministerio de Magia y sin control sobre Inglaterra, volverán a centrar su atención en el continente: se han desecho de Jaques, por lo que Francia va a ser un caos durante los próximos meses. El gobierno francés era el principal apoyo en armas y milicias para la guerra de la frontera… Sin sus refuerzos, me temo que la guerra se estancará antes de llegar a Moscú. Y si no llegamos a Moscú… —dejó la frase suspendida en el aire.
—No podemos derrotar al ejército de Romanoff sin recuperar Moscú —le resultaba simple enfrascarse en esa conversación. Le permitía distraerse del dolor constante que le perforaba el pecho. Lo hacía sentir útil. Y Draco necesitaba sentir que estaban progresando en la lucha contra el enemigo.
—Si la guerra en la Frontera se suaviza, entonces Romanoff podrá enviarle tropas para ayudar al Mago a reconquistar Reino Unido —hipotetizó Harry.
—¿Crees que el Mago se atreverá a atacar de nuevo? —arqueó las cejas Draco.
—Sí, estoy seguro de que lo hará. La pregunta es cuándo y cómo.
—Si lo hace, será declarar la guerra de forma abierta. La Rebelión de los Magos quedará expuesta como una organización terrorista. La vía política ya no será una opción para ellos —insistió Draco.
—Creo que el Mago finalmente ha perdido la paciencia, Draco —le dijo Harry mirándolo de reojo.
—¿Por qué no pudo matarte? —se burló con sorna de él. Harry dibujó una media sonrisa. La historia tenía una forma curiosa de repetirse.
—Porque creo que ahora sabe que una de las Joyas de la Corona ha sido destruida —confesó algo que muy pocos sabían. Draco Malfoy se quedó momentáneamente congelado, sin saber qué responder.
—Me cago en Morgana, Merlín y todos los Caballeros —blasfemó por lo bajo—. Por favor, dime que no lo dices en serio. Dime que no destruiste el collar.
—Tan pronto como encontré una forma de hacerlo —reconoció Harry.
—¿Cómo mierda destruyes algo así? —la curiosidad fue mayor que su enojo. Harry se sacó las gafas para limpiarlas con el reborde de su camisa.
—El Mago tenía un punto al pensar que yo había llevado el collar a Camelot. Estuvo allí durante varias semanas, mientras debatíamos qué era lo mejor que hacer con él —Harry hablaba en un tono tranquilo, como si no se estuviese refiriendo a una de las piezas mágicas más poderosas del siglo.
—¿Debatían? ¿Quiénes?
—Hermione creía que podíamos intentar transformar esa energía en algo… menos maligno. Disminuir su potencial mediante fraccionamientos más pequeños. Ron quería usarlo para derrotar al Mago de una vez y por todas —siguió contándole. En algún momento de la conversación, se habían sentado en sillones enfrentados de la sala, con el tapete de la casa Black decorando la pared frente a ellos.
—Vaya… no puedo creerlo pero estoy de acuerdo con Weasley. ¿Tienes idea de las cosas que podrías hacer si te colocaras ese collar? —ofreció Malfoy con una mirada significativa.
—Ese tipo de objetos mágicos… Son armas, Draco. Armas que nadie nunca debería disparar —se justificó Potter. Por supuesto que Potter lo vería de esa forma. Por supuesto que el Elegido no se habría dejado seducir por el corruptivo poder de una Joya.
—¿Cómo la destruiste?
—Usé a Excalibur —respondió con simpleza, aunque las mejillas se le colorearon suavemente. Draco le dedicó una mirada escéptica.
—¿Excalibur? ¿La espada del rey Arturo? ¿La más poderosa de todas las espaldas, la que protege Camelot y nadie puede tocar o esgrimir? —se burló con excesivo sarcasmo, haciendo que Harry se sonrojara aún más. —Carajo, ¿cómo conseguiste siquiera levantarla?
—Zaira me dio la idea durante una charla en la sala Redonda, tiempo atrás… Dijo que Excalibur podía ayudarnos a pelear contra la Rebelión si alguien se animaba a esgrimirla. No puedes sacar la espada de Camelot sin provocar cambios catastróficos en la magia de la fortaleza… ¿Pero qué sucedería si intentara usarla para algo dentro de Camelot?
—Creía que solo las personas destinadas a usarla podían esgrimirla —recordó la leyenda Draco. Harry hizo un gesto con la cabeza, un cuasi asentimiento.
—Excalibur es la protectora del mundo, el escudo de Camelot… El estandarte de los Aurores. Teóricamente, todo auror tendría que poder levantarla, si sus intenciones son buenas —terminó de explicar encogiéndose de hombros como si nada.
—¿Y? ¿Cómo fue? —ahora quería saberlo todo.
—Fue como una sobredosis de magia corriendo por mi cuerpo, electrizando cada fibra nerviosa, volviéndome absolutamente consciente de la magia que habita dentro de cada una de mis células —trató de explicarle Harry, y una expresión soñadora le usurpó el rostro durante una fracción de segundos. Se frotó las yemas de los dedos entre sí, como si el recuerdo todavía cosquillease en sus manos. —Hasta que golpeé el collar. Hubo un chasquido y la habitación quedó completamente a oscuras. Un dolor quemante trepó por ambos brazos, y siguió avanzando hasta llegar a todo mi cuerpo. Caí de rodillas y tuve que apretar los dientes para no gritar. Perdí la conciencia durante unos segundos. Zaira tuvo que ayudarme a incorporarme pero no se animó a tocar a Excalibur. La espada resplandecía, pero había algo más… unas ondulaciones oscuras, negras y púrpuras, que se enroscaban, subían y descendían. Como si parte de ese poder que había sido liberado del collar se hubiese quedado adherido hasta fusionarse con ella.
—Potter, ¿crees que esas cosas sean como lo que hizo…? —se horrorizó Draco. Incluso después de tantos años, seguía teniendo dificultades para decir el nombre de Voldemort. Harry tragó saliva.
—No, no son Horrocruxes —aseguró Harry. Pero una sombra se posó sobre su mirada verde e hizo que Draco se preocupara.
—Pero se parecen —comprendió el rubio.
—Es antinatural, Draco. Ningún objeto debería tener tanta magia acumulada en su interior —dictaminó Potter.
Hizo girar el trozo de papel entre sus pálidos dedos una y otra vez. El sonido de las voces llegaba hasta ella desde la planta baja como un eco apagado y distorsionado. Afuera, había comenzado a nevar. Sus ojos se enfocaron en los copos de nieve, todavía delgados y frágiles, que flotaban de forma etérea en el aire hasta tocar alguna superficie y desintegrarse en agua. Tardaría algunas horas en comenzar a acumularse la nueve en los alfeizares de las ventanas y en las calles. Pero inevitablemente, el invierno terminaría por cubrirlo todo, implacable y hermoso.
Era diciembre. La Navidad estaba próxima. El año estaba llegando a su fin. Y su tío estaba muerto.
Volvió a bajar la mirada hacia la carta que sostenía entre sus dedos. La había sujetado con tanta fuerza que los extremos de la misma se habían arrugado. No era como si necesitara volver a leerla. Las palabras estaban grabadas a fuego en su memoria.
Golpearon a la puerta detrás de ella y el suave crujir de las bisagras anunció que alguien había ingresado. No le fue necesario girar a mirarlo. Su aroma impregnó el aire de la habitación saturándole los sentidos en cuestión de segundos. Habría reconocido ese perfume en cualquier lugar, con los ojos cerrados y los oídos sordos.
—Te he traído algo para tomar —le dijo James, y casi podía visualizar la amable sonrisa en su rostro preocupado mientras lo decía.
Lo escuchó caminar con lentitud hacia ella y sintió el peso de su cuerpo cuando se sentó en la cama a su lado. Torció la mirada hacia él. Se le hizo un nudo en la garganta en cuanto sus ojos se encontraron. James le extendió un vaso colmado de un líquido rojo espeso.
—No tengo hambre —argumentó Hedda, pero incluso mientras lo decía, algo dentro de ella se removió ansioso, acelerándole el pulso y llenándole la boca de saliva. No era hambre, era algo mucho más visceral y salvaje.
—Teddy dice que podrías necesitarlo —suspiró James, su voz prácticamente un ruego.
Hedda aceptó el vaso y lo bebió sin resistencia. Dentro de su pecho, la bestia con la que convivía respiró aliviada, su sed saciada transitoriamente. No podía confesarlo en voz alta, pero Hedda no quería calmar a la bestia. Quería sentir su rabia, su brutalidad, su inclemencia y su sed. Prefería sentir eso al vacío que quedaba en su lugar. Prefería que su sangre burbujeara con la ira salvaje de un vampiro a que su corazón se partiera en cientos de fragmentos con el dolor tan humano que sentía en ese momento.
—¿Has dormido algo? —le preguntó James, tomando el recipiente vacío de sus manos y colocándolo a un lado sobre la mesa de luz. Sus ojos se desviaron veloces hacia la cama que continuaba armada. Le había cedido su habitación para que descansara, pero Hedda no quería saber nada con eso.
—No quiero dormir —respondió ella, prácticamente sin pestañar. No sentía cansancio.
—Hedda... Háblame —le suplicó James, y una de sus manos se aferró a la de ella, intentando llegar de alguna forma.
El calor de su cuerpo golpeó contra la piel helada de Hedda causándole un escalofrío. Cerró los ojos, su respiración entrecortándose por unos segundos. Todavía podía sentir. Todavía lo sentía a él.
—Lancelot me ha contactado —masculló en un hilo de voz estrangulado. Sintió cómo James se envaraba a su lado y la mano que la sujetaba tembló casi imperceptiblemente.
—¿Cuándo? ¿Cómo? —había cierta desesperación en la voz de James lo delataba. ¿Celos? No, era algo más profundo, más intenso… Era miedo. Su mirada recorrió de forma instintiva la habitación, como si esperara que Lancelot surgiera de entre las sombras.
A modo de respuesta, Hedda le tendió la carta que sostenía sobre su regazo. James vaciló antes de tomarla. Se puso de pie y comenzó a pasearse por su propia recamara mientras la leía.
—Dime que no estás pensando en ir —jadeó Potter con el rostro desencajado.
—Sí —respondió ella de manera escueta. James soltó una carcajada amarga y sin gracia.
—Es una trampa, Hedda —afirmó, sacudiendo la nota frente a ellos como si fuese evidencia suficiente.
—Tal vez —reconoció ella. James la observó anonadado.
—No irás. No estás pensando con la cabeza. No voy a dejar que te suicides —le ordenó, arrugando la nota y tirándola a un lado, como si de esa forma quedara el tema zanjado.
—Debo ir —insistió Hedda, tranquila e imperturbable. Eso solo consiguió irritar más a James.
—¿Por qué? ¡No le debes nada! —estaba enojado y Hedda lo entendía. Todo esto era demasiado para él. Demasiado para todos.
—¿Si fuese Albus quien te escribiera? ¿O Lily? ¿No irías también, incluso si creyeras que puede ser una trampa? —trató de hacerlo entrar en razón. James resopló.
—¡No es lo mismo! ¡Lancelot no es tu hermano! —ahora era él quien intentaba hacerla ver algo que Hedda no parecía dispuesta a aceptar.
—Es toda la familia que me queda.
—¿Qué hay de mí? —se quebró finalmente James, acortando la distancia entre ellos y arrodillándose frente a ella para que sus rostros quedaran a la misma altura.
Hedda le acarició la mejilla con dulzura y James se estremeció bajo su tacto, entrecerrando los ojos e inclinando la cabeza contra su palma. Odiaba verlo sufrir. Odiaba ser ella la causa.
—¿Todavía lo amas? —le preguntó James en voz baja, sin abrir los ojos.
—Sí —respondió Hedda escuetamente. James se encogió como si lo hubiese golpeado en el pecho.
—¿Y a mí? ¿Me amas? —se atrevió a preguntar, abriendo los ojos para mirarla mientras lo hacía. Hedda sonrió.
—Tanto que duele —le reconoció.
James le tomó el rostro con ambas manos y tiró de ella para acercarla hacia él hasta que sus labios se tocaron. La besó con vehemencia, casi con desesperación. Era la primera vez que la besaba en meses, desde que se había enterado lo de Lily. Podía sentir su necesidad, esa búsqueda silenciosa por parte de James de marcarla como suya. Podía sentir la distancia que los había separado esfumándose en ese beso. La había extrañado. La deseaba. La amaba. La necesitaba.
Y ella a él.
—Necesito hacerlo —fue lo primero que dijo Hedda en cuanto sus labios se despegaron, mientras jadeaban para recuperar el aliento.
—Déjame ir contigo, entonces —le pidió inútilmente. Hedda apoyó su frente contra la de él y le acarició la nuca, entretejiendo sus dedos en su cabello.
—Debo hacerlo sola —se negó ella.
—Lancelot ya no es la persona que recuerdas —intentó advertirle James.
—Soy consciente de eso, James —aseguró Le Blanc. Pero la expresión de James había cambiado, dándole a entender que había cosas que ella ignoraba.
—No, no creo que lo seas —la contradijo de manera condescendiente. Vaciló, mordiéndose el labio como si no quisiera seguir hablando. Pero Hedda lo atravesó con la mirada, apremiándolo a continuar—. La razón por la que hemos perdido todo registro de Lancelot desde que escapó de Hogwarts es porque ha estado trabajando de manera clandestina para la Rebelión… Haciendo trabajos que solo pueden hacerse a escondidas —le explicó, ganando tiempo inútilmente.
—¿Qué tipo de trabajo? —le exigió saber ella. Pero lo sabía. Lo había sospechado todo este tiempo. Lo había sentido en sus huesos. James tomó aire.
—Se dedica a torturar y asesinar prisioneros para la Rebelión, Hedda.
El pecho volvió a rasgársele con un dolor inconcebible. El monstruo dentro de ella rugió, enfurecido y herido. El mundo a su alrededor se tornó rojo.
Comprobó la hora en su reloj una vez más, a pesar de que tan solo habían pasado unos minutos desde la última vez que había chequeado. Lanzó una nueva mirada a su alrededor, inspeccionando el espacio entre los árboles en un intento por divisarla. Era absurdo. Si lo deseaba, ella podía ser silenciosa y letal. Él nunca la vería llegar.
Aun así, la buscó. Pronto se cumplirían dos años desde la última vez que la había visto. Muchas cosas habían cambiado en ese tiempo. Él había cambiado.
Tal vez por eso, de entre todos los lugares donde podría haberla citado, había elegido ese lugar. Le recordaba a épocas mejores, antes de que su vida se convirtiera en un infierno. Cuando aún vivía bajo la falsa ilusión de que podía elegir.
Ella llegó como una sombra, sin nada que la anunciara. La reconoció incluso con la capucha puesta y el rostro oculto. Se movía con esa gracilidad que la caracterizaba, como si flotara sobre el suelo. Fue como si su presencia hubiese absorbido todo el sonido ambiental. Dejaron de escucharse los pájaros, el crujir de las ramas cuando el viento las sacudía, el gotear la nieve derretida sobre el césped reseco.
—Viniste —fue todo lo que Lancelot pudo pronunciar.
Hedda se bajó la capucha, y Wence sintió que se le cortaba la respiración. Estaba más bella y terrorífica que nunca antes. Su piel eran tan blanca que se camuflaba con la nieve, y el cabello le caía negro y brillante como una noche sin estrellas. Pero fueron sus ojos los que lo hicieron estremecerse y retroceder casi sin darse cuenta. Chispeaban con el escarlata de la sangre de una forma que la hacía inhumana e hipnotizante.
Él, en cambio, había envejecido una década en el lapso de tiempo que habían estado sin verse. Su piel había perdido color, pero a diferencia de Hedda, tenía un aspecto verduzco enfermizo, como alguien que se está recuperando de una fea enfermedad. O se está muriendo. Su cabello se había tornado opaco y frágil, y sus ojos verdes ya no brillaban con la arrogante juventud que lo había caracterizado durante sus años en Hogwarts. Arrugas prematuras decoraban las esquinas de sus ojos y la piel de su frente. La cicatriz que Katya le había dejado seguía deformándole el cuello, y los trazos de su veneno aún podían distinguirse en un entramado anárquico, como una red venosa que se bifurcaba en infinitas ramas debajo de su piel y avanzaba hacia el resto de su cuerpo. La barba crecida de varios días lograba disimularlo en gran parte, pero Lancelot sabía que había cosas que no se podían ocultar. No a alguien como Hedda.
Ella podía olerlo en su piel. Podía sentirlo en el palpitar de su sangre. Sabía que Lancelot estaba contaminado. Era imposible esconderle algo así. Pero si sentía pena o tristeza por él, supo disimularlo a la perfección, manteniendo una expresión indescifrable y distante.
—¿Qué quieres? —la voz de Hedda resonó entre los árboles como un eco sombrío, erizándole los vellos de la piel.
—Yo… Lo siento mucho… Jaques… —intentó dar con las palabras adecuadas.
No llegó a terminar la frase. En un pestañeo, Hedda había recorrido el trecho que los separaba y le había asestado una cachetada con tanta intensidad que Lancelot se tambaleó sobre los pies. Se llevó la mano instintivamente a la mejilla, enrojecida a causa del golpe, y levantó la mirada hacia la muchacha, ahora a escasos centímetros de él.
—No pronuncies su nombre —le espetó ella, furiosa, mostrando los dientes, filosos y letales. Por primera vez en mucho tiempo, Lancelot recordó lo que era sentir miedo. Un dolor sordo le escoció a nivel del cuello, recordándole la última vez que había estado así de cerca con una híbrida.
—Lo lamento —volvió a decir, intentando conservar su voz calma. Una risa amarga brotó de los labios de Le Blanc, resonando en su pecho y haciendo temblar el suelo.
—¿Lo lamentas? —repitió con un gélido sarcasmo.
—Por favor… —rogó él, cerrando momentáneamente los ojos para escapar de la escalofriante imagen que era la muchacha frente a él.
Las fosas nasales de Hedda se dilataron, inspirando el miedo que exhudaba de su piel. Pero Lancelot no le temía a la muerte. ¡Por Merlín, la muerte habría sido un regalo para él! Había visto demasiado sufrimiento, había causado demasiado sufrimiento, como para temerle a la muerte. No, su miedo era más profundo y más agónico.
Lancelot temía que ella nunca lo perdonara.
Hedda pareció percibirlo porque retrocedió, tomando distancia como si estar cerca de él le resultara repugnante. Lo observó de pies a cabeza, buscando alguna señal del muchacho del cual se había enamorado. Intentando comprender cómo habían llegado hasta aquí, con tanto odio y tanta muerte separándolos. Ellos, que habían sido como hermanos. Más que hermanos.
—Tenías razón —se atrevió a hablar de nuevo Wence. Ella lo miró a los ojos. Lo que vio reflejado en esa mirada lo terminó por quebrar. —Siempre tuviste razón —dijo y se dejó caer de rodillas en el suelo, agotado.
Estaba cansado de vivir así. Estaba cansado del dolor, de la sangre y de la muerte. Cansado del Torreón, y de la Rebelión, y de todo. Del ciclo infinito de destrucción y soledad en el que giraba día tras día, sin escapatoria.
—Yo solo quería protegerte —siguió hablando al ver que Hedda se limitaba a contemplarlo en silencio, posiblemente asqueada por la lastimosa piltrafa en que se había convertido.
—¿Lo sabías? —habló ella, observándolo con inclemencia desde toda su imponente altura. Lancelot debía de pesar al menos el doble que ella, y sin embargo, en ese momento se sentía diminuto bajo su mirada. —Te hice una pregunta. ¿Sabías que iban a matar a mi tío?
—No —respondió de inmediato Lancelot, sacudiendo la cabeza de un lado al otro en un vehemente gesto negativo.
—Orquestaron el ataque desde la casa de tus padres —le informó Hedda. Lancelot sintió que las palabras le estrujaban un poco más el pecho—. Mírame a los ojos y dime que no lo sabías —le exigió ella, la voz temblándole con la ira contenida.
—Jamás lo habría permitido. Habría preferido morir a permitir que hicieran algo así —le juró él, su voz quebrándose en la desesperación porque le creyera.
—Has hecho cosas peores para ellos —señaló Hedda despiadadamente.
—Pero nunca te haría algo así a ti —reconoció sin vergüenza.
El brillo escarlata en sus ojos fluctuó hasta apagarse. La mirada de Hedda recuperó gradualmente su color azul, pero su expresión se mantuvo dura y distante.
—¿Recuerdas este lugar? —le preguntó Lancelot cuando hubieron pasado varios minutos sin que ninguno de los dos se moviera o dijera algo.
—Sí.
—¿Qué teníamos, nueve años? —intentó recordar. Últimamente, los recuerdos de su infancia se habían vuelto borrosos y distantes, como si le pertenecieran a otra persona. A otra vida.
—Yo tenía nueve. Tú tenías once. Fue durante el primer invierno después de que entraras a Hogwarts —recordó ella, infalible.
—Intentaste convencerme de que no volviera al colegio —dijo Lancelot con una sonrisa triste.
—No quería estar lejos de ti —reconoció Hedda.
Había sido un día inusualmente cálido en medio del crudo invierno inglés. Jaques Le Blanc había tenido que viajar a Londres para un congreso sobre pociones, y Hedda y Lancelot habían insistido en acompañarlo. Se habían pasado el día jugando en el parque. Hedda no quería que Lancelot volviera a Hogwarts después de las vacaciones de invierno. Él se habría quedado con ella en ese lugar para siempre.
—Fuimos felices, ¿verdad? —una vez más, era él quien rompía el silencio. Pero necesitaba saberlo. Necesitaba escucharlo de sus labios. Necesitaba recordar que había existido una época en la que había sido feliz. Con ella.
—Sí, lo fuimos —para su sorpresa, Hedda le devolvió una sonrisa. Se sentó en el suelo, a pocos metros de él, reclinándose contra uno de los árboles, y exhaló. Ella también parecía agotada. —¿Por qué estamos acá, Lancelot? —le preguntó con cierta resignación. O talvez era lástima.
—No tengo derecho a pedirte nada, pero no sé a quién más acudir —confesó, quebrándose frente a ella—. No puedo seguir haciendo esto. No quiero seguir haciéndolo, Hedda.
Y entonces, lloró. Lloró por todas las veces que no había llorado en los últimos dos años. Por todas las voluntades que había quebrado, por todas las almas que había matado. Por las humillaciones y las heridas sin sanar. Por Katya. Por Jaques. Por Hedda.
Lloró por él, por la persona en que se había convertido y la que podría haber sido de haber elegido diferente.
No merecía su ayuda, ni su perdón. Pero esperaba recibirla de todos modos.
Era su última oportunidad.
—No puedes creer lo que dice —estalló James—. Es un psicópata, un asesino… ¡Es un maldito Rebelde!
Pero Hedda no lo estaba mirando a él. Su atención estaba puesta en Harry Potter, sentado detrás de su escritorio en el Valle de Godric, con los codos apoyados sobre el mismo y las manos cruzadas delante de su rostro en un gesto pensativo.
Albus permanecía callado, con ambas manos sujetas a la repisa de la chimenea y la mirada perdida en el fuego que crepitaba en su interior. Había escuchado el relato de Hedda sin emitir ninguna opinión, y ahora analizaba con cautela la energía que flotaba en el ambiente.
Era la primera vez que la familia Potter volvía a estar junta desde que su padre había sido acusado de asesinato y se había visto forzado a esconderse. El contexto que volvía a reunirnos estaba lejos de ser el ideal. La abuela de Scorpius había sido asesinada, al igual que Jaques Le Blanc y Gabrielle Delacour. La Orden del Fénix había perdido su ventaja en Francia, y tanto Scor como Hedda se habían visto forzados a reubicarse en Inglaterra.
El funeral de Jaques Le Blanc había sido modesto e íntimo. Hedda se había trasladado a la casa de los Potter en el Valle tras terminar la ceremonia. Y luego, había desaparecido sin avisar para volver horas más tarde solicitando una reunión con Harry.
Allí, sin más, le había pedido a Harry asilo para Lancelot Wence. El mismo Lancelot que dos años atrás había ayudado a la Rebelión durante el ataque en Hogsmeade. El mismo que había torturado a Katya Danilova. Cuya familia financiaba las operaciones clandestinas que tenían lugar en el Torreón, y cuya participación en la muerte de Jaques Le Blanc aún no quedaba clara.
Por supuesto que James había perdido los estribos de inmediato. Su relación con Hedda se encontraba transitando un espectro de grises que Albus no lograba definir. El hecho de que Hedda solicitara la protección para su ex novio no colaboraba a que la confianza entre ellos mejorara. James estaba llegando al límite de lo que podía tolerar.
Albus prefería no opinar. No confiaba en Lancelot Wence. Nunca había confiado en él. No creía que la gente fuese capaz de cambiar, no de la forma que Hedda parecía esperar. Había mucha oscuridad en Lancelot como para poder remediarlo.
Pero Hedda siempre había creído en que Lancelot podía redimirse. Incluso ahora seguía creyéndolo. Y Albus le debía demasiado a Hedda. Ella lo había apoyado ciegamente. Ahora era su turno.
Así que se mantuvo en silencio mientras James despotricaba y su padre analizaba las alternativas. Su silencio era lo mejor que podía ofrecerle a su amiga.
—¿Dices que está arrepentido? —intervino Harry. Hedda asintió con firmeza. —¿Y tú confías en él? —insistió en ese aspecto. Hedda lanzó una mirada de soslayo hacia James antes de responder.
—Sí —dijo. James bufó, alzando las manos en el aire en un gesto de completo desconcierto.
—Esto es increíble —farfulló por lo bajo—. Papá, no podemos confiar en él —Su padre le respondió con un asentimiento tranquilo de cabeza, pero cuando volvió a hablar, se dirigió nuevamente hacia Hedda.
—¿Está dispuesto a hacer lo que sea necesario para la Orden del Fénix? —preguntó en un tono imperturbable.
—Me ha entregado esto, en señal de buena fe —dijo Le Blanc, extrayendo un trozo de papel de uno de sus bolsillos y tendiéndolo hacia Harry. El padre de Albus lo tomó y lo leyó en silencio. —Son las coordenadas de entrega de un… cargamento. Saldrá del puerto de Calais mañana por la noche. La compañía de los Wence se encarga de la logística de entrega en Dover. Lleva prisioneros capturados en la Frontera.
—Espléndido, ahora puedes agregarle a su historial el tráfico ilegal de personas. Un currículo criminal excepcional —exclamó con sarcástico James.
—Le diré a Dominique que compruebe esto —aceptó Harry, guardando el papel con las coordenadas y se reclinándose hacia atrás sobre la butaca, contemplativo. —Mientras tanto, Lancelot permanecerá dentro de la Rebelión. Tiene que ganarse nuestra confianza, Hedda.
James guardó silencio, incapaz de contradecir a su padre. Era evidente que la decisión no terminaba de convencerlo, pero al menos Harry no estaba aceptando a Lancelot sin más. Lo estaba poniendo a prueba. Era lo mejor que Hedda podía pedir para él.
—Se lo informaré —aceptó también Hedda. Se dirigió hacia la salida del estudio, pero se detuvo en el umbral— Gracias —agregó y salió.
—Esto es un error —musitó James, rumiando las palabras, y salió también del despacho, golpeando la puerta detrás de sí. Albus y Harry quedaron a solas por primera vez.
—Has estado inusualmente silencioso —rompió el hielo Harry, frotándose el puente de la nariz donde apoyaban las gafas. Sus ojos verdes se clavaron en Albus a través del cristal. —Dime, ¿tú confías en Lancelot Wence? —le preguntó sin rodeos.
—Confío en Hedda —respondió Albus, encogiéndose de hombros. Harry le dedicó una sonrisa paternal.
—Por supuesto —aceptó su respuesta.
El crepitar de la leña bajo las llamas era el único sonido en la habitación. Su padre no parecía presuroso por volver a hablar, pero Albus empezaba a sentir la ansiedad creciendo dentro de él. Las cosas que no se habían dicho entre ellos latiendo ominosamente.
—¿Por qué me pediste que venga a la reunión, papá? —no pudo soportarlo más. Harry arqueó las cejas.
—Conoces a este chico Lancelot mejor que yo. Y sospecho que tu opinión sobre él es más objetiva que la de tu hermano —le respondió con simpleza. Albus no pudo evitar reír entre dientes.
—¿Desde cuándo me consultas sobre este tipo de decisiones? —murmuró por lo bajo, incapaz de contener el resentimiento que todavía anidaba dentro de él. Harry exhaló con pesadez.
—Lamento si alguna vez te hice sentir que tu opinión no era importante, Albus —le dijo su padre, acentuando su sonrisa. Solo consiguió irritarlo más.
—¡Deja de hacer eso! —se enfureció Albus.
—¿Hacer qué?
—Fingir que no estas enojado conmigo.
—No lo estoy.
—¡Pues deberías estarlo! —estalló Albus.
La habitación vibró con la energía de su magia. Harry no se movió de su asiento. Esperó a que la respiración de Albus se normalizara y su ira cediera antes de responder. Luego, se levantó para servir dos copas y tendió una en su dirección.
Albus vaciló unos segundos antes de aceptarla. Su padre le hizo un gesto para que tomara asiento. Bebieron en silencio, sentados uno frente al otro.
—Cuando eres padre intentas proteger a tus hijos de todo lo malo que hay en el mundo. Quieres evitarles todos los errores, facilitarles todos los aprendizajes. Quieres ahorrarles el dolor y el esfuerzo que tomó a ti aprender a vivir —mientras hablaba, Harry hacía girar su vaso entre sus manos. Sus ojos estaban perdidos en el fondo del cristal, sumergidos en sus propios recuerdos—. Y a veces, te olvidas lo que es ser adolescente. Te olvidas lo mucho que te molestaba cuando los adultos te trataban como un niño. Cuando te ocultaban cosas que tú sabías que podías manejar. Intentas protegerlos tanto que terminas empeorando las cosas.
No supo qué responder. De todas las conversaciones que había imaginado en su mente, aquella no era una de ellas.
—Sé que creías estar ayudando a Lily. Y eres un gran mago, hijo. Pero tu arrogancia es tu mayor debilidad —agregó Harry su mirada volviendo a elevarse para encontrarse con Albus.
Las palabras le dejaron un sabor amargo en la boca. Albus sabía que lo correcto era guardar silencio y aceptar el error. Pero sentía la urgente necesidad de explicarle a su padre por qué lo había hecho.
—Las clases de oclumencia no eran suficiente para controlar las visiones —intentó justificarse Albus.
—Y creíste que si en lugar de sellar el Tercer Ojo, lo abrías, entonces ella tendría el control —lo interrumpió Harry, y la decepción en su voz se hizo tan evidente que Albus sintió un vacío desagradable instalarse en su estómago.
—Ella estaba sufriendo —no le gustaba la forma en que la mirada de su padre lo hacía sentir. Tuvo que hacer un esfuerzo por no desviar la mirada.
—Y tú querías demostrar que tenías razón —disparó Harry. Los segundos se prolongaron dolorosamente hasta que Albus finalmente bajó la mirada, avergonzado. —Te advertí que era magia peligrosa con la que no debían involucrarse, pero aun así lo hiciste —Harry exponía la verdad con una crudeza simple y sin elevar la voz, lo cual era aún más doloroso para Albus. Había preferido los gritos de James a ese diálogo sereno y humillante.
—¡Ella vino a pedirme ayuda! ¿Qué se suponía que hiciera? ¿Ignorarla? —empezó a incomodarse. No le gustaba cuando sus errores quedaban en evidencia. Menos frente a su padre.
—Tendrías que haber acudido a mi —lo regañó gentilmente Harry.
—Tú habías dejado en claro que no tenías intención de explotar el poder de Lily —le recordó Albus.
—¿Crees que Draco y yo no lo pensamos? ¿No evaluamos esa alternativa también? —por primera vez, Harry elevó la voz. Sus ojos relampaguearon con advertencia, recordándole a Albus que se encontraba no solo frente a su padre, sino frente a uno de los magos más poderosos del país. —Pero sabíamos que intentar abrir un Tercer Ojo en una niña de su edad implicaba exponerla a un poder demasiado grande, demasiado brutal. Ni siquiera los magos más experimentados podrían con algo así sin antes fortalecer su mente, sin aprender a separar la realidad de la visiones. No le enseñamos Oclumencia para evitar que las visiones se introdujeran en su mente, sino al revés. Debía controlar primero su mente para evitar perderse en las visiones. Intentar abrir el Tercer Ojo sin un dominio total sobre su propia mente… —Harry resopló, intentando recobrar la calma—. Lo que hicieron podría haberla matado, Albus —sentenció.
Albus se encerró la cabeza entre las manos, agobiado. Había estado demasiado cerca de perder a su hermana. Había sobrestimado su capacidad para controlarla, tanto a ella como a Amadeus Relish, y la situación se le había ido de las manos.
—Yo no sabía de esa poción, papá. Jamás habría accedido a algo así —fue la mejor disculpa que logró articular.
—Pero avalaste otras cosas a mi espalda… Y me mentiste —no era solo la decepción, sino el dolor que irradiaba la voz de su padre lo que terminó por romper a Albus.
—Lo siento… Yo… Me equivoqué, papá. Lo siento —se había quedado sin excusas. Ya no podía mentirse siquiera a sí mismo. Había ido demasiado lejos. Había jugado con fuego. Y no solo se había quemado a sí mismo, sino que había incendiado a todos a su alrededor.
Su padre se inclinó hacia delante y colocó una de sus manos sobre el hombro de Albus, consolándolo. Albus se sintió aún más miserable. No se merecía la comprensión de su padre.
—Me recuerdas mucho a mí cuando tenía tu edad —comentó Harry, su voz suavizándose una vez más—. Pero estas batallas no pueden pelearse solos, Albus. Necesito que confíes en mí. Porque habrá momentos en los que esa confianza será todo lo que tendremos. ¿Me entiendes?
Creía que lo entendía. Esperaba entenderlo. Creer o no creer. Confiar o no confiar. Al final, todo se reducía a eso.
Todo en la casa del valle seguía igual que como ella lo recordaba de su última vez allí. Excepto que ya nada era lo mismo. Su hogar ya no se sentía como su hogar. O talvez, era ella la que ya no encajaba en él.
No sabía dónde se suponía que encajaba ahora tampoco. Definitivamente, no en el centro de rehabilitación a donde la habían mandado tras el desafortunado accidente en Hogwarts. Pero al menos allí no había tenido que pretender ser alguien que ya no era. Podía pasarse horas, incluso días, encerrada en la habitación, sin más compañía que su propia mente. Y vaya que había aprendido a recorrerla, a ordenarla y fragmentarla. Draco estaría orgullosa de ella. Lily no se enorgullecía de muchas cosas sobre sí misma, pero sí que había conseguido dominar la Oclumencia en los últimos meses. Una de las ventajas del encierro y la soledad.
Aunque no había estado sola, no de verdad.
Querida Lily,
Me siento confiado al afirmar que tu tiempo en Francia llegará pronto a su fin. Después de todo, nada es para siempre.
Sigo comprometido con tu causa, hoy más que nunca. Espero ansioso el momento en que volvamos a vernos para poder compartir contigo las novedades. Con un poco de suerte, talvez consiga visitarte para la Navidad.
Mientras tanto, mantente fuerte y sigue entrenando.
A.
Había sido la última carta que la sanadora había logrado contrabandear antes de que Francia se convirtiera en un gobierno acéfalo y a Lily la trasladaran con urgencia a San Mungo. Con Victoire Weasley vigilándola tiempo completo, Lily no había tenido oportunidad de responder. Pero confiaba ciegamente en él. Y si él le había prometido visitarla en Navidad, entonces cumpliría.
Leyó una última vez la nota y luego la tiró dentro de la papelera vacía que había junto a su escritorio. Seguía sin tener su varita mágica, así que en cambio tiró un chasco explosivo en el interior de la papelera y observó cómo las chispas del mismo consumían el papel hasta reducirlo a cenizas. Luego, salió de la habitación.
Hacía tres días que había regresado a la casa del valle como parte de un permiso excepcional que los sanadores de San Mungo le habían concedido para pasar las fiestas con su familia. No había sido ella quien lo había solicitado, sino su padre. Si de ella hubiese dependido, no habría regresado. Desde entonces, se había pasado la mayor parte del tiempo encerrada en su habitación. Kreacher era quien más frecuentemente la visitaba. Le traía comida y ropa limpia. A veces, Lily hablaba con él. Otras, simplemente se hacían compañía silenciosa, mientras el elfo limpiaba y ella lo miraba desde la cama.
Su padre había intentado en varias ocasiones hablar con ella, sin éxito. Lily sabía que Harry estaba preocupado por su salud, y se odiaba por ser una causa más de malestar en su vida. Pero simplemente no podía encontrar dentro de ella la fuerza necesaria para contarle la verdad.
Llovía. Estaba cayendo. Oscuridad.
La última visión había crecido dentro de ella como una mancha venenosa, oscureciéndole la mente y enfriándole el corazón. ¿Cómo explicar algo que ni siquiera ella terminaba de entender? ¿Cómo transmitir lo que ella había sentido durante esa fracción de segundo antes de saltar hacia su propia muerte? Sabía lo que su padre pensaría si ella se lo decía: creería que había perdido finalmente la cabeza. O peor, pensaría que Lily estaba planeando suicidarse. La encerraría para siempre en el manicomio. Nunca volvería a ser libre. No volvería a ver a Amadeus. No dominaría nunca su Ojo.
Incluso James había intentado en un par de ocasiones hacerla salir de la habitación. La había invitado a jugar un partido de quidditch con sus primos en el jardín trasero. Había llevado un tablero de ajedrez mágico a su habitación por si prefería hacer algo en el interior de la casa. Al tercer día, le había dicho que estaba siendo ridícula y que no podía quedarse encerrada para siempre en la habitación. Al menos, esa última actitud se había parecido un poco más al James que Lily estaba acostumbrada. No le gustaba la versión más reservada de James, esa que la trataba como si ella fuese una pobre niña frágil que necesita que la manipulasen con cuidado, alguien que en cualquier momento podría perder la cordura y hacer una estupidez. Internamente, estaba segura de que eso era lo que su hermano mayor pensaba. Y eso la enfurecía con él.
Pero más enojada estaba con Albus. En todos los tres días que Lily llevaba allí, Albus no se había acercado ni una vez a su puerta. No se habían cruzado en ningún momento. Ni siquiera había intercambiado una palabra. Su hermano se había refugiado en la excusa de que dos de sus mejores amigos habían sufrido muertes horripilantes de familiares cercanos y necesitaban de su compañía. Pero Lily sabía la verdad. Albus tenía miedo de cruzarse con ella. Porque él era, posiblemente, el único que comprendía la dimensión del poder que Lily estaba alcanzando, y sabía que ya no podía controlarla. Él había abierto una caja de Pandora y ahora tenía miedo de lo que saliera de allí.
El único bálsamo dentro de su familia había sido su madre. Ginny había regresado al valle poco después de que Harry recuperara su inocencia. Había tramitado una internación domiciliaria, y desde entonces, la madre de Lily vivía y trabajaba desde el valle. Estaba lejos de ser la hermosa y autosuficiente mujer que siempre había sido, pero había vuelto a su antiguo trabajo como editora para el Profeta, supervisando algunas noticias, y lentamente recuperaba parte de la vieja normalidad.
Debía beber varios brebajes diferentes a lo largo del día que la ayudaban a mantenerse alerta y con fuerza. Pero cuando llegaba la tarde, la energía empezaba a decaer. Y era entonces cuando Ginny buscaba a su hija Lily. Golpeaba a la puerta de la habitación y se introducía con una sonrisa cansada en los labios, un pedido silencioso de compañía. Lily se hacía a un lado en la cama, y Ginny se acurrucaba junto a ella. Dormían juntas, Ginny recuperando energías y Lily nutriéndose del calor humano que a veces se olvidaba que necesitaba.
Su mamá nunca le preguntaba nada. No lo obligaba a hablar, o a salir de la habitación, o a jugar a algo. No la ignoraba. No la castigaba. Simplemente estaba allí, tarde tras tarde, abrazándola en silencio. Y mientras Ginny dormía, presa de los resabios de la maldición, Lily se permitía llorar en silencio contra el pecho de su madre.
Lloraba por el dolor constante que le comprimía el pecho desde que había tenido la visión de su propia muerte. Lloraba porque intuía que el futuro traería solo dolor y arrepentimientos. Lloraba porque se sentía sola e incomprendida. Y estaba más perdida que nunca.
Ese mañana, la casa estaba particularmente silenciosa. James había ido a un evento del club de quidditch por las festividades, Harry estaba resolviendo los últimos preparativos de seguridad para garantizar que nada malo sucediera durante la Navidad, y Albus… No estaba segura de dónde estaba él. Pero no le sorprendía que fuese lejos de ella.
Pasó caminando en puntillas de pie por delante de la habitación de sus padres, intentando hacer el menor ruido posible, pero alguien se movió en el interior de la misma, percibiéndola.
—¿Dragoncita? ¿Eres tú? —la llamó Ginny desde el interior. Lily se mordió el labio, dudando si responder o fingir que no la había escuchado y continuar. Exhaló pesadamente, resignándose a que no podía simplemente ignorarla.
—No quería despertarte —se excusó, entrando en la habitación.
Esa mañana Ginny no se veía bien. Los días previos se había sometido a grandes esfuerzos intentando preparar por su cuenta la cena navideña. Por supuesto que Kreacher había estado ayudándola a hurtadillas, pero para el final del día, la madre de Lily apenas podía sostenerse en pie y todavía restaba terminar de armar los pasteles dulces y cocinar el pavo.
Ese esfuerzo excesivo se había cobrado caro en Ginny. Sus ojos estaban rodeados por marcados círculos oscuros, señal de profundo cansancio, y su piel había perdido el poco color que tenía.
Recostada en la cama, con varias almohadas sobre su espalda para asistirla a mantenerse sentada, y una taza de ese brebaje maloliente entre sus manos, Ginny era la viva imagen de una persona convaleciente.
—Lamento no haber ido aún a visitarte, cariño. Estaba esperando recuperar un poco de fuerzas, ¿sabes? —explicó mientras levantaba la taza frente a ella como para reforzar su argumento.
—No pasa nada, mamá —le aseguró Lily, aunque era una mentira. Le dolía ver a su madre así. No quería verla frágil. Una simple mortal. Quería a su madre de antes, la valiente, la fuerte, la que siempre estaba allí cuando ella la necesitaba.
—Ey —la llamó con gesto de su mano, indicándole que se acercara a la cama. Lily obedeció.
La luz fría del invierno se filtró por entre la nieve acumulada en los marcos de las ventanas de la habitación, dándole un aire aún más fantasmagórico a la figura de Ginny. Pero a pesar del cansancio, y seguramente a través del dolor que debía de sentir, Ginny estiró una mano hacia ella para sujetarla y sonrió.
Esa sonrisa estaba viva. Era la misma sonrisa que Lily recordaba. La sonrisa que le había cantado canciones de cuna cuando no podía dormir. Que le había besado la coronilla y la había acunado aquel día que se cayó de la escoba por primera vez y se golpeó la cabeza. La misma sonrisa con que la había despedido en su primer día a Hogwarts desde la plataforma 9 ¾. Era ella, su madre, incondicional, en todos los momentos.
Le acarició el rostro con una de sus manos delgadas y temblorosas y le peinó el cabello pelirrojo detrás de la oreja. Tenían el mismo cabello, rojo y febril, como ellas. Las mismas pecas en la nariz. Y cuando sonreían, lo hacían con la misma picardía. Solo que hacía mucho tiempo que Lily no sonreía.
—Sabes que puedes conversar conmigo cuando quieras, cariño. De cualquier cosa. Siempre —le recordó Ginny. Lily tragó saliva en un intento por desarmar el nudo que le entrelazaba la garganta.
¡Tantas cosa que quería conversar con ella!
Seguía lloviendo. El viento rugía, empujándola. Y ella saltaba hacia el vacío. Hacia el final.
—Sí, lo sé —fue su respuesta, educada y practicada, mientras una sonrisa hipócrita que lejos estaba de reflejar su verdadero interior se dibujaba en sus labios.
—¿A dónde vas? —le preguntó Ginny cuando la vio alejarse. Lily se encogió de hombros.
—Solo… quería pasear un rato —respondió con honestidad—. ¿O tampoco lo tengo permitido? —agregó luego de manera atrevida.
Su madre dudó un instante. Fue suficiente para que Lily lo percibiera. Últimamente, pocas cosas se le pasaban por alto.
—Intenta no alejarte mucho —fue la respuesta de Ginny.
Por un instante, Lily pensó en quedarse allí con ella. Pero esa desagradable oscuridad que se había anidado en ella se revolvió inquieta, comprimiéndole el pecho, como si fuese capaz de detectar su debilidad.
Lily se marchó sin decir nada más.
Al principio, caminó sin rumbo. El pueblo se encontraba activo, los últimos preparativos para la nochebuena en curso. Toda la escena le resultaba irreal, parte de un mundo que le era completamente ajeno. Allí estaban todas esas personas comprando regalos, riendo y paseando, llevando una vida ordinaria y mundana que Lily envidiaba de forma dolorosa. La presión el su pecho se intensificó, dificultándole la respiración.
Caía hacia la nada misma.
Respiró hondo y volvió a abrir los ojos. Estaba en el Valle de Godric, se repitió mentalmente. A veces necesitaba recordarse a sí misma la diferencia entre lo que sucedía en su mente y el mundo real. Una visión. Era una visión. No había sucedido aún. Todavía estaba a tiempo de enmendarlo.
Se alejó del bullicio, buscando algún lugar tranquilo donde calmar su agitado corazón. Las manos le temblaban y no precisamente a causa del frío. Dobló en la siguiente esquina y se internó en el cementerio. Era un lugar extraño para buscar un poco de paz, pero ella era una chica extraña.
Se sentó en uno de los bancos, la nieve cayendo sobre ella como un manto blanco. Perdió noción del tiempo mientras contemplaba a la gente ir y venir, depositando flores que no tardarían en congelarse o quedar enterradas bajo la nieve fresca. Le gustaba el silencio reverencial con que se movían, como si pudiesen perturbar a los muertos. A ella no le importaban los muertos. Eran los vivos quienes la preocupaban.
Alguien se sentó junto a ella, envuelto en un abrigo grueso y oscuro. Lily exhaló el aire que había estado conteniendo inconscientemente.
—¿Cómo supiste dónde encontrarme? —susurró sin girar a mirarlo, su aliento condensándose en una nube de vapor tibio frente a su rostro.
—Nunca te perdí —le respondió Amadeus, como si fuese una obviedad.
Lily sonrió por primera vez en meses. Estiró su mano enguantada por sobre la superficie del banco hasta rozar los dedos de él. Esta vez, él no la rechazó.
—No sé cuánto tiempo tengamos hasta que empiecen a buscarme —cayó en cuenta la pelirroja, girando a mirarlo. Lucía tal como lo recordaba de aquel último día en Hogwarts, con sus gafas inmensas y sus mejillas hundidas. Y seguía mirándola con esa admiración reverencial que solo él podía sentir por alguien como ella. —Dijiste que tenías novedades —se forzó a apresurarlo.
Amadeus asintió, pero no respondió de inmediato. Lily lo vio debatirse con las primeras palabras de manera nerviosa.
—He encontrado la forma de ayudarte —soltó por fin, mordiéndose el labio inferior mientras lo decía.
—¿Cómo? —Lily en envaró en el asiento, la ansiedad filtrándose por cada poro de su piel.
—Debes entender que antes de llegar a esta conclusión, analicé todas las opciones posibles y… y… esta es la mejor… posiblemente la única manera si verdaderamente quieres dominar por completo el Tercer Ojo —tartamudeó Relish, en esa forma apresurada que tenía de hablar cuando estaba emocionado y nervioso al mismo tiempo. Un escalofrío recorrió la espalda de Lily ante la cauta introducción de su amigo.
—¿Qué manera, Amadeus? —las palabras salieron como un susurro de su garganta, mientras aguardaba lo inevitable.
—Me he contactado con La Rebelión de los Magos —confesó Relish en una exhalación que le desinfló el pecho.
Lily le soltó la mano y retrocedió en el asiento, tomando toda la distancia que podía de él.
—Oh, Amadeus… ¿Qué has hecho? —jadeó con los ojos enormes y aterrados.
—No son lo que tú crees —intentó hablar Relish.
Pero Lily ya se había levantado del banco, respirando de forma agitada. Amadeus se incorporó detrás de ella e intentó acercarse, una mano extendida en su dirección en un gesto casi suplicante.
—Esto ha sido un error —masculló ella, sintiéndose mareada y a punto de vomitar. Se tambaleó para alejarse de él, para salir de ese cementerio que repentinamente se sentía como una tumba.
—Ellos fueron los que me dieron la receta de la poción —soltó bruscamente Amadeus, en un intento desesperado por retenerla.
Funcionó. Lily quedó congelada en el sitio donde estaba, mientras las palabras asentaban en su cerebro y cobraban sentido.
—No, no. Conseguiste el libro en la Biblioteca de Alejandría. Yo misma te envié a que hablaras con la bibliotecaria… —lo contradijo ella, pero mientras lo decía, cayó en cuenta de lo ingenua que había sido. La sonrisa que le dedicó Amadeus, una mezcla de vergüenza y condescendencia, terminó por confirmarlo. —Por Merlín, ella es una de ellos, ¿verdad?
—Sí —le confirmó Amadeus, empujando los anteojos sobre el puente de su nariz en un gesto reflejo—. Después de que la poción fracasara, volví a visitarla. Necesitaba encontrar dónde había estado el error —agregó casi con desesperación.
Por supuesto que Amadeus había regresado a buscar respuestas. Alguien como él nunca se habría conformado con el fracaso al primer intento. Lily había contado con eso. Conocía a Relish lo suficiente como para saber que no se rendiría con facilidad. Era una de las características que más le gustaban de él… Una de las razones por las que lo necesitaba a su lado. Solo él era capaz de seguir hasta el final.
Pero nunca se había imaginado que el final conduciría hasta allí.
Lily se tambaleó, inestable y con la visión borrosa. Pestañó varias veces, pero con cada parpadeo, el cementerio se desvanecía más y más a su alrededor. Intentó abrir la boca para pedir ayuda, pero ningún sonido salió de garganta. Las piernas le flanquearon y cayó de rodillas.
Estaba de nuevo en esa torre. De nuevo temblando bajo la lluvia. El rugir de la tormenta la aturdía y apenas podía vislumbrar sus propias manos a través de la cortina de lluvia.
Estaba de pie junto a la cornisa y nunca se había sentido tan sola en su vida. Tenía sentido que eso fuese el final. No quedaba nadie junto a ella. Los había perdido a todos.
El fracaso le pesaba como plomo sobre los hombros, empujándola hacia el precipicio. Miró hacia la oscuridad, el inminente final resultándole dolorosamente tentador. Cualquier cosa era mejor que esto.
Alguien gritaba su nombre. Pero daba igual. Llegaba tarde.
Saltó.
—¡Lily! —la sacudió Amadeus, haciéndola volver a la realidad. Estaba en el suelo y el chico la sostenía sobre sus rodillas, intentando evitarle el contacto con la nieve húmeda y fría.
Se incorporó con torpeza, aceptando la ayuda de Amadeus. Aún persistía ese letargo posterior a las visiones, donde las piernas parecían hechas de manteca y la lengua le cosquilleaba en la boca.
—Por favor, déjame ayudarte —rogó una vez más Relish.
—Puedes empezar por alejarte de ella, pedazo de mierda —interrumpió James, avanzando entre las lápidas hacia ellos.
Sostenía la varita en alto mientras apuntaba con ella directamente a Amadeus. No iba solo. Albus estaba con él, y aunque su varita no estaba visible, Lily estaba segura de que bastaba solo con un movimiento ágil para que la desenfundara. Amadeus obedeció, retrocediendo un par de pasos y levantando las manos en alto para mostrar que no se encontraba armado.
—Creí haber sido claro contigo, Amadeus —siseó Albus en un tono tranquilo que le erizó los cabellos de la nuca incluso a Lily.
—No he venido a pelear —se apresuró a aclarar Relish.
—No, has venido a secuestrar a nuestra hermana —se burló James con un sarcasmo carente por completo de humor.
—Nunca te forzaría a hacer algo que no quieres —se defendió Amadeus, tragando saliva con pesadez, hablando directamente hacia ella—. El Mago sólo quiere conversar contigo, Lily.
—¿Igual que quería "conversar" la última vez cuando incendió Hogsmeade? —siguió arremetiendo James. Estaba furioso. Hacía mucho tiempo que Lily no veía a su hermano mayor tan enfadado. Los ojos de Lily saltaban de un extremo al otro del cementerio, entre Amadeus y sus hermanos, sin saber qué hacer.
—Te di mi palabra que te ayudaría a encontrar la forma de controlar las visiones —volvió a hablar Amadeus. Aún sostenía ambas manos en alto, indefenso y frágil ante la imponente autoridad de James y de Albus—. Solo escucha lo que tiene para decir… Y si después sigue sin convencerte, yo mismo te traeré de regreso aquí.
—Lily, no lo escuches —intervino una vez más James, dando un paso hacia ellos—. Es una trampa.
—No, no lo es —contra atracó Amadeus.
—Una vez que te tengan con ellos, no te dejarán volver —afirmó James—. Ven con nosotros, Lily.
—¿Y luego, qué, James? —habló finalmente ella, la pregunta quemándole en el pecho mientras la decía. Le bastó mirar un segundo a su hermano para saber que él no tenía respuestas. Al menos, no las que ella necesitaba. —No quiero volver a ese manicomio. No estoy loca. No volveré allí —agregó, lanzando una mirada significativa a Albus.
Su hermano se había mantenido inusualmente silencioso, pero todo en él, desde su mirada alerta hasta su postura levemente agazapada indicaban que estaba listo para el combate. Cuando la escuchó hablar, sin embargo, algo en Albus cedió casi imperceptiblemente. Un instante de vacilación. Un momento de silenciosa empatía. Como si él pudiese entender lo que ella buscaba.
—Podemos encontrar otra forma —dijo Albus en un tono muy suave, casi un susurro.
—Lo intentaste… Y fallaste —le recordó ella, con una sonrisa melancólica. Albus hizo una mueca, las palabras hiriéndolo por dentro.
—Suficiente —estalló James, al ver que Albus estaba quebrándose—. Vuelve a casa, Lily —le ordenó.
—No —se paró firme la pelirroja, cruzándose de brazos.
—James… —intentó advertirle Albus, leyendo a la perfección la tensión que comenzaba a chispear en el aire entre ellos.
Pero su hermano mayor no estaba escuchándolo. Esto era demasiado, para todos. Para Lily que llevaba meses encerrada, rumiando la visión de su propia muerte y su inevitable fracaso. Para James que había cargado con responsabilidades demasiado grandes a una edad demasiado temprana. Para Albus que había intentado ayudar, pero cuyo ego solo había conseguido que las cosas se volvieran peor entre ellos. Todo estaba torcido y roto, y ninguno de los tres sabía cómo volver a encaminarlo.
—¡Por Merlín, deja de comportarte como una niña estúpida! —estalló James. Albus cerró los ojos, consciente de que en ese instante, con esa sola frase, habían perdido a Lily.
—¡No me hables así!
El suelo tembló y se quebró bajo sus pies a causa de la magia descontrolada y peligrosa que surgió como un huracán furioso desde Lily. Albus reaccionó a tiempo, materializando un escudo que logró contener la mayor parte del impacto. Las lápidas a su alrededor crujieron y se partieron, y los escombros salieron despedidos en varias direcciones.
Lily permaneció de pie en el centro, jadeante y sudorosa, con las manos cerradas en puños, y los ojos ensombrecidos con el enojo que había encapsulado demasiado tiempo.
—No soy una niña —gruñó entre dientes apretados, temblando de impotencia y dolor—. Y no soy estúpida. Las cosas que he visto… —cerró los ojos con fuerza, conteniendo las imágenes que presionaban con invadir su retina. La magia crepitaba como fuego debajo de su piel. Le costaba contenerla. Llevaba mucho tiempo sin usarla.
—Lily… —intentó llamarla Albus, incorporándose con mucha lentitud, como alguien que se intenta acercar a un león salvaje que muestra los dientes.
—Necesito respuestas —se disculpó dirigiéndose hacia él. Esperaba que Albus la entendiera. Si alguien podía hacerlo, era él.
Se giró hacia Amadeus y éste le extendió una mano como bienvenida. Sus dedos se cerraron entre sí, y con un chasquido, se desaparecieron del cementerio.
Cuando sus pies volvieron a tocar el suelo, se encontraba muy lejos del Valle de Godric. La recibió una ráfaga helada de viento y tuvo que entornar los ojos para poder ver.
Un castillo antiguo a medio camino de su reconstrucción se alzaba frente a ella. Era el único edificio, una fortaleza solitaria en medio de un páramo elevado. Allí hasta donde sus ojos podían ver no había nada más que naturaleza salvaje, ondulaciones de terreno y bosquecillos aislados.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se mordió los labios para contener el gemido que moría por escapar de su garganta. Por Merlín, ¿qué estaba haciendo?
—Ey, respira —le recordó lo básico Amadeus, colocando una mano sobre su hombro para hacerle saber que no estaba sola.
Por primera vez en meses, no estaba sola. Él estaba con ella. Lily respiró.
Lo siguió hacia el castillo, concentrándose en inhalar y exhalar el aire, sin soltar su mano en ningún momento. Extrañamente, Amadeus tampoco la dejó ir. Podía sentir la tensión en sus músculos extendiéndose desde su mano por todo su cuerpo a causa del contacto físico constante con ella. Pero no la soltó.
Las puertas del castillo se abrieron para ellos cuando Amadeus alzó la mano y mostró un relampagueante anillo con un rubí en el centro. Entraron. Con un golpe seco, las puertas se cerraron detrás de ellos, sellando a Lily en su interior. Inhaló y exhaló, y siguió caminando.
—¿Dónde estamos? —le preguntó Lily, mientras lanzaba rápidas miradas a su entorno, intentando captar todo el lugar en un solo intento.
—Alguna vez fue el hogar de una de las brujas más importantes de su generación… Pero los años pasaron y su descendencia se desvaneció, y la gente olvidó que un sitio como éste había existido alguna vez —le contó Amadeus—. Quedan pocas personas en el mundo mágico que recuerden el nombre de Aquilanest.
—Aquilanest —repitió Lily, e inevitablemente lo hizo de forma reverencial. Había algo poderoso en los nombres. Había algo especial en aquel lugar. Incluso ella, una adolescente de quince años, podía sentirlo. —¿Es esta la base de operaciones de la Rebelión? —preguntó intrigada. Amadeus hizo una mueca.
—No exactamente —dijo evasivamente. Empujó una de las puertas para abrirse paso hacia un nuevo salón.
—¿Y qué es, entonces? —insistió Lily.
—Mi hogar —le respondió una voz nueva, grave y profunda, como en mar.
Un hombre los aguardaba en el interior del salón. El amueblado era precario y limitado. Una mesa larga donde era evidente que se llevaban a cabo reuniones multitudinarias, sillas diversas colocadas en torno a la misma, y una chimenea donde el fuego se encontraba apagado.
La túnica roja de la Rebelión le cubría el cuerpo y le ocultaba el rostro. Pero Lily no necesitaba verle la cara para saber quién era. Ese hombre había sido un protagonista esencial prácticamente de todo lo que le había sucedido durante los últimos cinco años.
—Me alegra mucho que aceptaras mi invitación, Lily —le dio la bienvenida el Mago. Incluso sin verle la boca, Lily supo que estaba sonriendo—. Puedes esperar afuera, Amadeus — indicó luego de forma cordial pero sin dejar lugar a dudas.
—No —Lily se aferró con más fuerza a su amigo.
—No voy a hacerte daño —le prometió el Mago.
—Dice la misma persona que intentó secuestrarme a la fuerza en dos ocasiones —le recordó ácidamente Lily. El Mago rió por lo bajo, e hizo un ademán con la mano como si se sacara un sombrero, reconociéndole el argumento.
—Un terrible error de mi parte, y por el que me disculpo —dijo como si con eso quedara todo resuelto. Aún así, Lily no se soltó de Amadeus. El Mago suspiró—. Verás, Lily, tengo una tendencia a rodearme con magos y brujas excepcionales. Una especie de… coleccionista, podrías decir. He dedicado gran parte de mi vida a buscar a esas personas únicas, con poderes maravillosos… Personas como tú, pequeña —se justificó.
—¿Por qué? —se atrevió a presionar ella, entornando los ojos.
—Porque creo que las personas excepcionales deben recibir un trato excepcional —fue la respuesta certera del Mago.
Excepcional. Solo Amadeus la había considerado alguna vez como una persona única. Lentamente, sus dedos empezaron a aflojar el agarre sobre la mano de Relish. El muchacho se sobó la palma dolorida a causa de la presión que había recibido, pero no emitió ningún sonido de queja. Con una última mirada de apoyo incondicional hacia Lily, se retiró de la sala.
—Sé quién eres y lo que buscas hacer —espetó la pelirroja tan pronto estuvieron a solas.
—¿Ah, si? —el Mago sonaba divertido.
—Vas a destruirlo todo —vaticinó la chica.
—¿Es eso lo que crees… o es lo que te han dicho que debes creer? —disparó el hombre, astutamente.
—Quieres matar a mi padre. A mi familia, a mis amigos. ¡Has intentado destruir todo lo que aprecio! —estalló Lily, cerrando las manos como puños a ambos lados del cuerpo, conteniendo así el impulso de lanzarse hacia delante y golpearlo. El Mago inclinó la cabeza hacia un lado, como si estuviese sopesando sus palabras.
—No quiero matar a tu padre, niña. He hecho todo lo posible por no matarlo —la contradijo.
—Mentira —lo interrumpió descaradamente.
—No quiero destruir nuestro mundo, pequeña —repitió el Mago inmutable—. Quiero salvarlo.
—¡Estábamos perfectamente bien antes de que tu Rebelión llegara!
—¿Lo estaban? —de nuevo volvía a jugar con las preguntas retóricas, haciéndola dudar e irritándola. Lo cierto era que Lily ya no estaba segura de nada. —Dime Lily, ¿tú te encuentras perfectamente bien? — la citó, y esa pregunta la atravesó como una bala, de lado a lado, cortándole el aire.
—Yo… —tartamudeó, sin poder responder. El Mago asintió, atribuyéndose así la razón. No, Lily no estaba perfectamente bien. Llevaba mucho tiempo sin estarlo.
—¿Tienes idea siquiera de lo valiosa que eres? ¿De lo importante que es tu poder? —siguió presionando el hombre. Lily tragó saliva, incómoda bajo las palabras reverenciales del Mago—. No tendrías que estar ocultándote y conteniéndote, con miedo y avergonzada de ti misma. ¡Tendrías que ser capaz de explorar tu potencial hasta sus máximos niveles! Alcanzar lo que estás destinada a ser —la incentivó con palabras febriles y encantadoras. Lily sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas una vez más, una mezcla de impotencia y dolor, acumulados durante años de frustración. —Sígueme. Hay algo que quiero mostrarte —le ofreció el Mago, haciendo un gesto con la mano hacia la puerta.
Lily no olvidaba quién era ese hombre. Recordaba el día que Woodgate la había hipnotizado y su padre había tenido que pelear contra ella en las mismísimas puertas de Hogwarts. Recordaba los cadáveres y la sangre. Recordaba los dementores en el Valle de Godric. Recordaba el ataque a Hogsmeade. Cómo la habían golpeado y amordazado, intentando llevársela a la fuerza. Recordaba el pueblo en llamas. Recordaba la muerte de Minerva. Recordaba a su madre en San Mungo, a James en el Lago, a Albus empapado en la sangre de Scorpius. Recordaba a su padre ausente por un asesinato que no había cometido.
Pero también recordaba la primera vez que había tenido una visión. Recordaba el agua del Lago en su garganta, incluso cuando ella nunca había estado dentro del mismo. Recordaba el frío de los dementores mientras succionaban toda la felicidad de su entorno. Recordaba el dolor y el odio de Albus, la oscuridad que había aflorado en su piel. Recordaba el calor del fuego mientras Felicity caminaba entre las llamas de un dragón.
Recordaba la torre. La lluvia. La oscuridad. El vacío. Y esa caída inevitable que era su destino.
Lo siguió, porque recordaba todo, y ya no podía soportarlo. Necesitaba respuestas. Necesitaba encontrar la forma de terminar con todo aquello. Sentía que si podía hacerlo, entonces podía cambiar el futuro. Su futuro y el de todos.
—Por Morgana —jadeó al entrar en la habitación hacia la que la guió el Mago.
Las paredes estaban cubiertas de libros, una biblioteca inmensa que Lily dudaba que una persona pudiese leer al completo aunque viviera cien años. Era una de las pocas zonas del castillo que había sido completamente refaccionado y amueblado. Era hermoso.
En el centro, una mesa de lectura sobre la que reposaba un libro, abierto, como si alguien hubiese estado leyéndolo recientemente.
—¿Sabes que es esto? —le preguntó el Mago, señalando el tomo.
—¿Un libro? —se atrevió a responder descaradamente. Para su sorpresa, el Mago rió.
—Esto es lo que tu amigo Amadeus y tú han estado buscando con tanta desesperación —la corrigió el Mago—. Aquí —golpeteó el dedo índice sobre el libro, acentuando sus palabras— está la solución que has estado buscando.
—¿Cómo? —se apresuró junto al Mago y se inclinó para poder leer el libro. Se sintió decepcionada al comprobar que estaba escrito en un idioma que no conocía.
—No eres la primera bruja que muestra un Tercer Ojo tan poderoso, Lily. Pero sí eres la última en hacerlo —le explicó el Mago, mientras sus manos rozaban con delicadeza las hojas del libro. La piel estaba arrugada y manchada, denotando su edad. El anillo de la Rebelión era la única joya que llevaba decorando sus dedos. —Siglos atrás, el poder de la Adivinación era un don frecuente, un poder habitual entre los magos. Prácticamente cualquiera de nosotros era capaz de espiar aunque fuese por un instante hacia el futuro. Pero con el paso de los años, nos hemos visto forzados a ocultarnos, a retraer nuestro poder de tal forma, que éste ha ido decayendo, perdiéndose de generación en generación —exhaló con pesadez, como quien carga con el peso del mundo sobre sus hombros—. Llegará un momento en que terminará perdiéndose por completo.
—¿Perdiéndose? —se sintió confundida Lily.
—Vamos camino a la extinción, muchacha —predijo el Mago crípticamente.
—No… No es posible —se negó a aceptarlo.
—Tomará siglos, talvez milenios. Pero tarde o temprano, los magos dejarán de existir —afirmó sin lugar a dudas—. Eso asumiendo que los muggles no nos destruyen o esclavizan antes —agregó con un ademán despectivo de su muñeca—. Pero tú… —levantó la cabeza para mirarla.— Tú puedes cambiarlo todo. Puedes salvarnos a todos, Lily.
Allí, en Aquilanest, de la mano de la persona menos esperada, Lily por fin encontraba las respuestas que había estado buscando.
Con cada capítulo, me quedo con menos cosas para decirles o comentar. Las historias empiezan a cerrarse pues estamos llegando al final del libro.
Sé que tendrán muchas cosas para criticar de este capítulo, porque sé que lo que sucede en él es... intenso. Pero como siempre, les pido que me sigan acompañando.
Me ha tomado mucho tiempo llegar hasta este punto de la historia, y puedo asegurarles que he intentado mantener la mayor coherencia posible en la historia. Me gusta creer que todo lo que sucede en ella tiene un sentido, una razón de ser. Conduce hacia algún lado.
Las cosas que amamos vuelven a nosotros... Nos completan o nos destruyen.
Draco. Su pasado. Su familia. Su sangre.
Hedda y Lancelot. Y James. Y las decisiones que tomaron en el camino.
Albus y las consecuencias de sus actos finalmente alcanzándolo.
Lily con sus visiones. Las frustraciones acumuladas, la soledad, las adicciones, el distanciamiento de su familia y su necesidad por encontrar una razón, un propósito.
Amadeus, que prometió que iría hasta el fin del mundo y más allá para ayudarla.
