Juan
Levantó la vista y miró la escritura de su hermano, le sorprendió que su letra fuera tan directa, recta y concisa. En general solía parecerle que Andrés era un afeminado, sus modales, la estoicidad con la cual guardaba silencio ante bromas que se burlaban de él, su constante esto se resuelve como caballeros, todo aquello para él eran tonterías asociadas a la cobardía, o al menos, eso era lo que le había enseñado vivir en los arrabales de San Pedro, y al parecer era algo que había quedado tan marcado a fuego en él, que difícilmente podría olvidarlo, incluso como alumno en la Academia ya que claro, su forma de pensar al único que le había tenido problemas con los profesores había sido a él, por precisamente no aguantar esas bromas y no dar señal alguna de tener aquellos dichosos modales.
Era un mundo tan diferente al que creciera. Quizás doña Catalina tenía razón y él sencillamente no tenía remedio.
Por eso y más, lo de la letra fue una sorpresa.
Miró su escrito, hace poco que estaba dominando la caligrafía, pero había servido de sobra para que su padre Don Francisco de Alcázar, ya cumplida la edad, los enviara a ambos a la academia naval. Y realmente, si no fuera por la compañía y ayuda de su hermano, Juan sabía, no habría durado ni una semana.
Todos le miraban con desconfianza y el sentimiento era mutuo. Jamás habría creído que extrañaría la hacienda, a Don Noel, a Anita de la cocina, incluso a la señora Catalina que tantos regaños le habría propinado en su afán por hacer de él un caballero digno de los Alcázar.
Suspiro.
—¿No entiendo por qué tienes ese resultado? — dijo finalmente en voz baja, Andrés se giró hacia su medio hermano y miró su cuaderno.
Juan notó como es que analizaba el problema y el desarrollo del resultado, para finalmente decirle:
—Estás calculando mal ese porcentaje, las millas náuticas se evalúan de acuerdo con esta fórmula — y procedió a escribirla en otro sector de la hoja — si reemplazas los valores — los encerró en círculos — el resultado debería ser este — finalizó apuntando a su problema.
Juan suspiró. No tenía paciencia para ello. Aun así hizo el esfuerzo de concentrarse y tratar de hacer el dichoso reemplazo que Andrés le había indicado para dar con el resultado.
El resto de la hora pasó de la misma forma y cuando él se levantó para mostrar su cuaderno Andrés ya había salido del salón hace bastante rato. De todas maneras, le estaba esperando afuera del aula. Tenía en sus manos una carta y cuando lo vio se la entregó.
— ¿De quién es? — preguntó, no muy seguro de leerla si es que la respuesta no le gustaba.
—De nuestro padre… está en España — Juan cogió la carta y comenzó a leerla.
—Vienes a vernos — señaló, y no lo notó, pero Andrés asintió.
—Es por la fiesta de los de último año — con un gesto casual, su hermano le señaló que caminaran, Juan sabía que era hasta sus habitaciones.
—¿Lo han invitado? — preguntó
—Es lo más seguro, tengo entendido que el director de la escuela fue profesor del Gobernador en San Pedro, quizás la invitación era para él y este invitó a papá.
—Dice que trae a su nueva esposa… — en ese momento Juan miró a Andres y no vio reacción alguna en su rostro.
—Mamá ya lleva muerta unos cinco años, ya era hora de que se buscara a una mujer. ¿no crees?
Juan no lo sabía, la idea de su madre muerta, que sabía lo estaba no solía afectarle como si lo hiciera con Andres. Pero era entendible. Andrés había vivido y conocido a su madre, adorado por lo que sabía. En cambio, para él la figura era lejana y difusa, lo más parecido había sido doña Catalina y en verdad le había parecido un suplicio el tener que lidiar con ella y su esfuerzo por convertirlo en un caballero.
—Supongo — dijo finalmente.
Solo esperaba que no fuera con él como Doña Sofía, podía creer que no todas las damas de la alta sociedad lo mirarían como un paria. Aunque claro, él ya era un Alcázar, ya tenía la educación y aparentemente los modales. No sería el desarrapado que había llegado a Camporeal, ya no lo era.
Juan había cumplido los diecisiete solo hace unos meses atrás, mientras que Andres pronto cumpliría los dieciséis, aun así, valiéndose de sus contactos más los méritos propios de su hermano, la Academia Naval de Guerra de España no había puesto objeciones para que los dos cursaran el mismo nivel.
Aquello les permitió incluso irse de grumetes durante seis meses en una fragata de la armada española, en donde ya habían servido de meseros, apeadores, barrenderos y lavanderos, trabajos que para el gusto de Juan le habían enseñado bastante bien lo que era el obedecer, aunque eso era algo de lo que no solía quejarse, ya que no solía molestarle, al finde cuentas ese viaje le había permitido conocer la costa española de los mares de Alborán y Balear, así como el estrecho de Gibraltar y parte de Marruecos y Argelia. Situación que le había complacido sobremanera. Sin embargo, aquello no quitaba que en ese momento no quisiera mandar todo al diablo de una buena vez.
En cambio, Andrés parecía mucho más cómodo en su papel de lo que él estuviera nunca.
—Si quieres mandar algún día Juan, primero tienes que aprender a obedecer — y claro eso era algo que les decían día a día, quizás para moldear sus caracteres al espíritu marcial de la armada.
Era solo que en eso sí que no se sentía cómodo. Menos cuando se trataba de mantener aquella firme posición mientras que los alumnos de cuarto año que ya pronto entrarían oficialmente a la Armada Española, les pedían que les trajeran tal o cual bocadillo, tal o cual trago.
Literalmente se habían convertido en meseros.
De todas maneras, eso no pareció sorprender a Don Francisco de Alcázar y Valle cuando llegó a la cena como invitado del Gobernador Don Aureliano Costomo de la Vega, celebre estudiante de la escuela. Ambos, más la mujer que se había convertido en la señora de Camporeal, se acercaron a ellos para saludarlos.
—Hijo — le habló mientras le extendía la mano gesto al cual Juan respondió de la misma forma y que repitió cuando saludó a Andrés.
Solo que Andrés fue el único que contestó:
—Padre, es un gusto verte.
—Igualmente — contesto Francisco sin dejar de mirarle a él.
Juan sencillamente no sabía cómo actuar, si ya la figura de madre para él era difusa, la de padre era una mezcla de la crueldad de Carmona, la indiferencia de Francisco y el palabrerío aburrido de Don Noel y ciertamente qué de todo ellos, prefería al viejo abogado.
Fue entonces cuando don Francisco procedió a presentarles a su nueva esposa. De acuerdo con la carta que les enviara su padre doña Alicia de la Guerra era viuda en segundas nupcias de un acaudalado hacendado de Boca de Río al sur de San Pedro con quién había tenido un hijo, el cual, al igual que ellos se encontraba estudiando, en su caso, con los monjes Franciscanos en Italia.
Ella ya era una mujer rica antes de ese matrimonio, ya que de acuerdo con Andrés la había casado casi a los catorce años con un primo que murió al poco tiempo de fiebres de verano, tenía cerca de treinta años y a la vista resultaba de una belleza fulminante, tenía los ojos claros al igual que la piel mientras que su cabello era de un negro azabache, iba a vestida a la usanza española con un peinado alto cubierto con un velo blanco mientras que los rojos y los negros se destacaba en su indumentaria.
A Juan le pareció una tontería el que quisiera dárselas de española, hasta que recordó que Andres le había dicho que lo era, incluso si es que solo era por haber vivido ahí hasta su primer año de vida.
De todas maneras, les habló en Francés cuando les extendió la mano para que ellos se la besarán.
—Enchanté, sympa de vous recontrer le gars — Andrés fue quién le contestó, ya que de idiomas Juan entendía muy, pero muy poco de otro que no fuera el español o lo básico del inglés.
Francisco los miró nuevamente antes de volver a saludarlos y dejarlos de lado cuando vio a un teniente que se acercaba a darles más ordenes para la velada.
La tarde siguiente, como a muchos alumnos de la academia se les dio saliente puesto que iniciaba una semana de descanso al concurrir de manera seguida las fiestas de la Constitución y de la Inmaculada, no eran vacaciones propiamente tal, pero los estudiantes de los grados de Andrés y Juan convenientemente tendrían varios días libres, era algo común dentro del calendario académico y esas horas, Andres y Juan solían pasarlas juntos.
Andrés, quién de los dos era quién más trato social tenía, solía ser invitado a las casas de sus compañeros que se encontraran cerca de la academia en Sevilla y Málaga. Y solo en contadas ocasiones acudían a Madrid, en donde su padre poseía una serie de propiedades que pocas veces frecuentaba.
Sin embargo, aquello les había permitido mantener cierta independencia en los casos en los cuales el volver a la academia dentro de pocas horas no era posible. Ahora, ambos estaban siendo esperados por Francisco, quién los llevaría a Madrid con la intención, asumieron ambos muchachos de compartir más tiempo con su nueva madre.
El viaje, el cual realizaron en tren, terminó dándole a Juan un terrible dolor de cabeza. Por lejos prefería los viajes en barco o a caballo, pero la idea de mantenerse encerrado en un cubículo ruidoso solía fastidiarle como pocas cosas, razón adicional por la cual los viajes a Madrid eran muy reducidos.
Aquella idea le llevó a mirar a su hermano; Andrés, después de cambiar las correspondientes cortesías con su padre y doña Alicia, se había a dedicado a leer un estudio sobre armas que él había encontrado aburridísimo.
Cuando miró a su padre, este mantenía la vista sobre él, con un gesto casi divertido que en más de una ocasión le deseo borrar a golpes. Dona Alicia a su lado dormitaba sin perder en un ápice su elegancia.
— El capitán Gallegos me ha dado muy buenas referencia sobre ti hijo — la sola palabra le resultaba tan desagradable de escuchar como intuía le resultaba a Francisco decirla.
La imagen de Gallegos llegó a su cabeza, el viejo le había dado veinte azotes en el primer año cuando Juan le contestó con palabrotas e insultos ante una acusación de debilidad, la cual con el tiempo entendió solo se había tratado de una provocación para hacer al más tonto caer, el cual para su propia vergüenza admitía que había sido él.
Andrés, claramente se había mantenido en sus cabales sin caer en esa estupidez. De todas maneras, Juan había aprendido la lección, quizás a eso se refería el viejo con sus buenas referencias.
—Solo no me he metido en su camino — contestó él con tono aburrido.
—Es un buen plan si quieres pasar desapercibido… Gallegos puede hundirte, así como darte una carrera brillante hijo.
—Los métodos de Gallegos no son los de un educador, padre — intervino Andrés sin interrumpir su lectura.
—Gallegos es un soldado, no un profesor y tiene que formar soldados — era lo que le había contestado en una carta, cuando su hermano furioso había tratado de denunciar a Gallegos por el castigo que él había recibido.
Aquello le había acarreado muy mala disposición a Andres de parte de la dirección de la Academia, pero como todo su hermano no se dejó arrastrar a ello y se mantuvo firme, lo que termino granjeándole, al cabo de muchos meses, el reconocimiento de varios en la academia.
—Solo el tiempo dirá si con ustedes ha perdido o no el tiempo — Juan se imaginó al mando de una fragata con niñitos como lo fueran su hermano y él limpiando la cubierta y otros arreando velas, en medio de cabos y cuerdas, como lo hicieran antiguos y celebres capitanes que habían estudiado en esos años.
La idea no le parecía del todo mala. Cuando miró a su hermano notó que Andrés miraba a su padre. Y este le respondía de la misma manera. Algo mareado se levantó y los dejó solos un par de minutos para ir a lavabo.
A su vuelta doña Alicia había despertado y tanto su padre como su hermano trataban de recuperar el aliento.
Habían estado discutiendo y no querían que él lo supiera. Sin embargo, Juan era mucho más perceptivo de lo que ambos creyeran y si bien barajó varias razones de ello. No pudo concretar ninguna idea hasta que todos arribaran a Madrid.
Esa noche antes de ir a la cama, en su habitación privada, decidió que debería hablar con su padre de algo que desde que lo viera le venía molestando. Por tanto, se acercó a su despacho y con suavidad golpeo la puerta, el "adelante" no se hizo esperar con energía y dureza.
Cuando entró las luces estaban apagadas y su padre bebía y fumaba a la luz de chimenea, el brillo hacía que las cosas de metal dentro del despacho; ceniceros, candelabros, tinteros y marcos brillaran con el rojizo de las llamas como si se encendieran una decena de velas a su alrededor. Lo mismo ocurría con los ojos claros de su padre.
—Juan— le dijo con tono tranquilo, aunque en él Juan escuchó además el cansancio.
—Señor — era lo único que se le venía a la cabeza cada vez que debía de hablarle, los años a su lado no le habían convencido de decirle padre, habría sido tan antinatural como golpearse.
—Habla ¿necesitas algo? — Juan suspiró, algo tenía Francisco de Alcazar que le hacía querer cerrar la boca y marcharse.
Aunque no era solo él, con Andrés también le ocurría.
"Es todo este circo, el hermano, el padre… no somos nada de eso"
—Quería preguntar ¿que pasara conmigo? — Francisco se extraño y dio una calada a su habano.
—¿A qué te refieres?
—Cuando termine la Academia.
—¿Acaso no querías ser marino? — Juan asintió, inseguro de que decir —¿entonces? — volvió a preguntar Francisco.
Juan dio un paso adelante y habló:
—Me gustaría volver a San Pedro — dijo entonces con firmeza y alzando el mentón como varias veces había visto a Andres hacer, cada vez que buscaban fastidiarlo.
Solo que frente a él no se encontró a Francisco de Alcazar su llamado padre. Sino al hacendado, pudo notarlo por la dureza que llenó sus ojos y la frialdad de su mirada.
"Como todo el metal de esta habitación"
—No — fue todo lo que dijo. Y Juan sintió como es que su costado era picado por algo, como una aguja, como el colmillo de alguna bestia desconocida e invisible.
—¿Por qué? — preguntó enfrentándolo.
—Debes, al igual que tu hermano hacer carrera acá, solo una vez que termines podrás aspirar a tener una profesión honorable.
—¿Y porque no en San Pedro?
Francisco apoyo ambas manos sobre la mesa y se alzó.
—No me da la gana.
—Eso no es respuesta.
—A mi me basta — aquello le llevo a apretar los dientes y para cuando lo notó se había inclinado al igual que su padre sobre la mesa para desafiarlo directamente.
—¡Eso no es respuesta! — Francisco retrocedió, no por miedo claro, sino para esbozar la más desagradable de las sonrisas y por un segundo, muy largo, Juan quiso saltar sobre el escritorio y borrársela.
—¿Es por Camporeal acaso? — preguntó de pronto, sorprendiéndole.
¿Camporeal? Por supuesto que no. Él siquiera había pensado en la hacienda, sino en la playa, en las pequeñas calles llenas de palmeras y árboles frutales.
—¿Qué…?
—Siquiera lo pienses muchacho — le dijo apuntándole con el puro encendido, volvió a sentarse — mi hacienda le pertenece a mi hijo, la adquirí con la cuantiosa dote de Sofía, es justo, por tanto, que la heredé él. Confórmate tú con lo que has recibido y con lo que tendrás. Ahora retírate.
"Mi hijo..."
Quiso hablar y decir que no, que no le interesaba la hacienda, sino solo volver al que era su hogar. Pero algo tenía Francisco de Alcazar que le hizo cerrar la boca y marcharse.
