Aimeé
Andrés llenaba sus días, el sol, los campos y sus salidas, los bailes y las comidas. Juan los silencios, las sombras, las casas de los peones, la enfrentaba y bromeaba con ella, la disminuía y trataba como una niña.
Andrés, era obvio, la adoraba. Juan, la desafiaba.
Juan… con Juan no sabía que ocurriría. No sabía que pasaba por su cabeza, ni que saldría de su boca. En ocasiones la miraba con una intensidad que parecía atravesarla, sus ojos verdes, intensos y fijos eran tan complejos de descifrar como a su dueño.
Además, tenía tras él toda aquella historia, de la cual nadie hablaba, en donde se decía que había nacido del pecado, que su madre; una perdida había caído ante las dotes seductoras de su tío Francisco, violando la sagrada unión del matrimonio y que había muerto al parir a Juan, que este se había criado en medio de la pobreza y que solo de mayor había llegado a Camporeal para que su madre lo convirtiera en un caballero.
Ciertamente novelesco, como si el propio Víctor Hugo hubiera escrito su historia y su destino.
Todo había comenzado, a penas llegaran a la hacienda. Por supuesto que su madre había estado encantada que Doña Alicia las invitara, por supuesto que las ideas o al menos sospechas de un futuro enlace habían llegado a la cabeza de doña Catalina, pero Aimeé no se hacía ilusiones; no tenía dote, aunque si la educación, no tenía un padre que pudiera imponer sobre cualquier joven adecuado un compromiso ventajoso, aunque si la belleza.
Pero ella sabía que señores como Francisco Alcazar y toda su prole, de seguro, buscarían en una esposa mucho más que belleza o educación. Su tío Francisco siempre le había parecido distante y frío, algo bueno para los negocios, pero no necesariamente para buscar la futura esposa de su hijo, y de alguna manera le parecía que él y su gente, incluido Juan, solían mostrarse con un aire de superioridad y suficiencia bastante desagradable.
Ya mucho antes ella había conocido a Juan, cuando no era más que un extraño desarrapado y que constantemente parecía estar luchando contra la limpieza de Camporeal. Era como una macha oscura que se movía furtiva mientras contrastaba con toda la claridad de la hacienda.
Ahora parecía resaltar más que contrastar y tenía un evidente parecido con su tío, de quién había copiado su porte autoritario, su seriedad y un gesto lleno de desdén y orgullo que ante ella y sobre todo su madre, parecía empecinado en querer mostrar.
Por ello su sorpresa fue de lo más grande cuando al ir por Lupe a la cocina, se lo encontró a él sonriendo con la cocinera, y en vez de volver a su porte tan Franciscano con el cual la había tratado hasta ese momento, la ignorara por completo como si ella fuera otra criada más entrada a prestar servicios.
La cocinera en cambio había muto de inmediato su gesto a uno servil y solicito en cuanto entendió quién era ella.
Cuando le dijeron que no sabía donde estaba su criada, fue cuando Juan se le acercó, por primera vez en esos días con un desplante en con el cual, al parecer, no le miraba desde arriba.
— Permítame acompañarla, Señorita Aimeé… — le había dicho, despidiéndose entonces de manera afectuosa de la cocinera.
Lo que le había llenado de dudas.
—Jamás habría imaginado — dijo ella intrigada y llena de curiosidad — que se llevara tan bien con el servicio — recordaba que Juan solo le había mirado como si fuera una tonta lo que le había obligado a cerrar la boca mucho más apretada de lo normal.
Caminaron un par de pasos más en silencio, al ritmo de las botas de Juan, quién se adelantó para abrirle la puerta, mirarla fijamente y decirle.
—Ana no es solo del servicio, tras ella hay una persona.
Y esa había sido la primera vez que la intensidad de su mirada pareció trasladarla a otro lugar. En aquel momento no le quedó más que carraspear.
—Lamento si lo ofendí… — dijo sin saber muy bien que más agregar.
—No importa — corto él antes de que alguna otra idea llegara a su cabeza, para de nuevo darle un gesto lleno de desdén que resulto casi contraproducente.
Muy diferente a los que esa tarde Andrés le dedico durante la velada.
Ahí Aimeé había encontrado la forma de vengarse de ese muchacho. Joaquín y Andrés eran más que serviciales con ella, y esa tarde Aimeé había disfrutado de preguntarles sobre las rutinas de cada escuela; la militar a Andrés y la de los Franciscanos a Joaquín. Le habría gustado dirigir algunas preguntas a Juan, pero este solo se mantenía en silencio centrado en su lectura.
Aimeé lo dejó, le parecía humillante el tratar de buscar la aprobación del hijo natural de su tío.
Por tanto, decidió no tratarlo.
Aunque claro, al día siguiente al volver de la misa con su madre el único que estaba en el salón a la espera del desayuno era este. Y si bien tuvo la idea de ir a su cuarto y fingir no sentirse bien, aquello solo le daría la razón a él… ¿sobre qué? Aun no lo sabía, pero si ella le desagradaba el problema era de él.
¿Por qué entonces debía esconderse ella?
—Buenos días, Juan — dijo en cambio, saludo que su madre copio antes de realmente fingir que le dolía la cabeza y ausentarse del salón.
Humillada por la poca delicadeza de su madre, Aimeé miró avergonzada a Juan y su gesto era completamente divertido, aquello le irritó.
—Su madre, parece, mantener todo el afecto que siempre me demostró… — Aimeé alzó el rostro y a vistas de que Juan no haría nada, arrastró su silla con deliberaba lentitud, para luego sentarse y mirarlo fijamente.
—Mi madre siempre ha sido muy justa, le guarda el mismo afecto que usted y de seguro son sus modales los que la espantaron.
Se miraron fijamente, ella completamente feliz de poder haber articulado una respuesta contundente y diseñada para callarlo y mostrarle que aún con todo su orgullo y porte intimidante, ella podía con él.
Solo que no esperaba que el se riera tan abiertamente de ella, ni menos que su gesto se frunciera o el calor que sintió.
—Quizás no hizo tan buen trabajo — contratacó él.
—Quizás no era tan bueno el material — replicó ella.
Y estaba segura de que él le contestaría sino fuera porque tanto Andrés como Joaquín y doña Alicia hicieron ingreso al salón.
Ese vaivén de ataques comenzó a hacerse a diario y bastante más extenso a medida que se topaban con mayor frecuencia y pasaban más tiempo juntos. Bastaron un par de días más para que en cualquier excursión que los muchachos realizaran ella fuera invitada, para que las veladas antes y después de la cena ella fuera quién llevaba la conversación y entre más peleaba con Juan, con mayor frecuencia era este el receptor de sus bromas.
Y cuando Juan comenzó a reír, ya no con sarcasmo, sino que, de verdad ante sus ocurrencias, Aimeé sentía que su pecho saltaba un poco. Solo un poquito.
Fue cuando inevitablemente aquél salto en su corazón comenzó a urgirla a moverse más, a estar más, a ser más visible para él. Por supuesto que le encantaba ser el centro de atención de los muchachos, pero le habría gustado mucho más si solo Juan se hubiera encontrado con ella ahí. Así comenzó sus tretas, tratando de parecer desinteresada y casual, en más de una ocasión encontró los espacios suficientes para intercambiar palabras y/o ideas, y que sus conversaciones se volvieran mucho menos formales.
Entonces los tonos se volvieron más íntimos y las distancias comenzaron a reducirse. Algo que, ambos sabían, se interrumpía, en cuanto alguien más hacia acto de aparición. Y en más de una ocasión quién interrumpió fue su madre o su tío Francisco, y si bien ninguno dijo nada, fue su madre la primera en advertirle lo mal que se veía ese tipo de cercanía con alguien como Juan.
Palabras que no hicieron más que rebelarse ante la idea de que su madre podía dictar sobre sus sentimientos.
Además, Juan era un Alcazar, al igual que Andrés. Y el crimen del cual se le culpaba, no había sido su responsabilidad.
Fue cuando Juan comenzó a desaparecer de las reuniones que solían tener sumiéndola en la más extraña molestia.
Entendía las razones de ello, pero eso no implicaba que le gustara. Así que solo para luchar contra la idea de que otros como su madre o su tío podían dictar sobre ella sencillamente comenzó a sentirse mal, con la única intención de también ausentarse.
Primero yendo a su habitación y después avisándole a su madre que saldría a rezar para perderse en la hacienda, si era posible buscando a Juan.
La primera vez sus pasos la guiaron a una pequeña plazoleta de fuentes y estatuas que, según su madre, su tía Sofía había mandado a hacer para impresionar a sus invitados. El lugar, a la muerte de esta había sido abandonado y ahora la vegetación lo invadía, así como las aguas que aún se mantenían estaban llenas de nenúfares, insectos y sapos, dándole un aspecto perdido en el tiempo.
Juan estaba recostado sobre la maleza que había reclamado como suya una banca de intrincado diseño, se había sacado las botas y su camisa estaba fuera de su pantalón, como la figura de héroe trágico.
Entonces supo que siquiera de quererlo, Andrés podría sacarle de su cabeza a Juan.
Cuando este la notó, ahora sí, en ese momento actuó como si hubiera visto un fantasma.
—¿Qué haces acá? — le preguntó casi violento, mientras cogía sus botas y el resto de su indumentaria, ella diría que casi avergonzado.
—Vaya bienvenida… — contestó ella nerviosa.
En esa ocasión Juan la dejó a solas después de ese breve intercambio.
Después fue ella quien se excuso de su presencia y, en esa ocasión, le pidió a Lupe mentir mientras volvía ir a ese lugar. En esa ocasión Juan estaba completamente vestido y ella segura de que esperándole.
— Al parecer esta vez no te asuste — dijo casi desafiante, aunque incapaz de mirarle.
—¿Qué quieres? — preguntó él directo.
—¿Querer? — en esa ocasión ella sonrió — ¿Qué podría querer yo de ti? — y antes de siquiera decir algo más, Juan ya estaba a centímetros de ella cortando cualquier distancia que se considerara apropiada.
—Solo tu lo sabes — le susurró haciendo que su corazón se disparara.
Vino otro torbellino y así como había llegado, Juan se fue.
El problema fue la tercera vez. Ya que desde ese momento las cosas habían cambiado del cielo a la tierra, agitándola como una muñeca sin voluntad, ni la capacidad para oponerse. Sacándole el alma del pecho a tirones mientras trataba de componerse y corregir el ritmo regular de su corazón.
Una tormenta completa y eterna que la cogió de las piernas para llenarla de electricidad y espasmos que jamás en su vida olvidaría.
Ese día, solo ella había llegado. No era un día normal del verano en Camporeal, sino que el viento corría con fuerza desde la noche anterior meciendo las palmeras y la vegetación que la rodeaba, en ocasiones las nubes se movían lo suficiente como para dejar pasar algunos rayos de sol, los cuales iluminaron las estatuas agrietadas y erosionadas por el paso del tiempo, destinadas a mantenerse ahí hasta el final de los tiempos.
—¿Qué haces acá? — volvió a preguntar él, haciéndola girar en redondo hasta donde se encontraba su voz.
Aimeé se dijo que bastaba de juegos. Lo había estado extrañando y aquellas toscas palabras que intercambiaran habían sido el único consuelo en esos días.
Pero, sencillamente, ella quería más.
—Vine por ti — dijo con suavidad y tan trémula como le fue posible.
Entonces acaeció la tormenta y no le importó en lo absoluto. No mientras Juan la sujetara de esa forma, la apretara contra él como si su vida dependiera de ello, la besara como si buscara sacarle el aire.
Ahí, en ese momento, la tormenta podía irse al diablo.
