Francisco
Las cartas de Juan, con el tiempo, se habían vuelto más extensas. Cuando era un muchacho, literalmente, parecían un listado de cosas realizadas y notas obtenidas, las cuales habían madurado junto con él a medida que sus circunstancias cambiaban.
La última la había enviado desde el puerto de Norfolk en la costa este de los Estados Unidos. En donde le había comunicado, zarparía de vuelta a Liverpool para finalmente terminar su recorrido de vuelta ya en Cádiz y poder dirigirse hacia Madrid, donde esperaría su permiso de vacaciones para volver a México durante la temporada.
En tanto, Juan se había dado el trabajo de detallar con, una prosa tranquila, diría él los pormenores de sus recorridos. Como había estado el clima y la apreciación de los caracteres de quienes le acompañaban, así como a quienes conociera. Jamás habría imaginado aquel talento en su hijo para la narración, pero lo agradecía.
Quizás con el tiempo, podría incentivarlo a relatar sus viajes en un libro.
Cuando cerró la carta vio sobre su escritorio aquella que le dirigiera Andrés. Voluntariamente la había dejado para el final, sin tener una idea clara del por qué.
"No te mientas, si lo sabes"
Con Andrés las cosas habían sido más que complejas los últimos años. Sobre todo, desde que los Condes de Altamira ofrecieran su ayuda a Catalina y sus hijas. Él que siempre había creído que a Andrés le había faltado más mundo, se topó con un muro inescrutable cuando en la lejanía Aimeé de Altamira, se comprometió con un industrial alemán, mientras su muchacho cursaba su segundo año como alférez en la Armada Española.
Las noticias les habían llegado gracias a unas invitadas que su esposa llevara a Camporeal con la intención de buscarle una compañera a Joaquín, y tal vez a sus muchachos. Sin embargo, el ánimo de Andrés había muerto desde que se le comunicara aquella noticia. Y ese año cualquier intento por explicarle fue infructuoso.
Del desanimo paso al desinterés y no fue capaz de conciliar ninguna palabra con él, antes del término de esas vacaciones. Por supuesto que no se sentía culpable, se convenció una y otra vez que Andrés debía conocer el mundo. Pero ya lo había hecho y cada misiva que le enviara estaba enmarcada en lo formal y lo oficial. Si Juan hacia listas de pequeño, ahora era Andrés quién no daba más noticias de una línea o un párrafo, menos de la mitad de una página y desde ese momento no volvió a preguntar por él o la hacienda.
Al abrir la carta se encontró con el mismo mensaje que se viniera repitiendo desde hace un par de años. Y tenía muy claro, como es que eso le estaba afectando.
—¿Qué decía Andrés en su carta? — le preguntó su esposa cuando la comida de la tarde los reunió.
—Nada — contestó con tranquilidad y centró su atención en la comida, razón por la cual no vio el gesto de esta, preocupado hacia él.
—¿Y Juan? — en aquel momento comenzó a expresar más, aunque claramente, lo único que estaba haciendo era decir la verdad.
Lo que le irritaba es que incluso en ese aspecto había perdido más de lo que creía cuando Aimeé se comprometiera con Herr Beierdorsf. Catalina no se había tomado la molestia siquiera de informarle sobre los pormenores del compromiso, ya que claramente él se había encargado de romper cualquier tipo de conexión que entre ambos pudiera haber existido.
Aquella mujer debería sentirse exultante ante su triunfo social, el cual entendía, como el hombre de negocios que era, lógicamente habría beneficiado a los patrocinadores de la muchacha; los condes de Altamira.
"Tantas oportunidades perdidas"
¿Y que tenía él más que su hacienda y sus propiedades?
De seguro servirían para cualquiera, pero reconociéndose como el hombre ambicioso que era, entendía que lo conseguido por Aimeé, era precisamente a lo que él había deseado para sus hijos. Una heredera de una familia con importancia, le daba lo mismo el título que ostentara mientras fuera importante y tuviera poder.
Y era así como con el pasar de los años, no había conseguido ningún tipo de unión que le diera ventaja a su familia, así como su heredero parecía no tener interés alguno en contactarse con él y menos de saber cómo iba la hacienda.
Solo Juan parecía querer mantener contacto y a todas luces le resultaba insuficiente.
Ese verano cuando finalmente Juan arribó a la hacienda, Francisco notó que el muchacho ya era un hombre. Se había dejado crecer el cabello y lo llevaba elegantemente recogido hacia atrás, había crecido en porte y sus hombros se habían ensanchado, así como su mandíbula robustecido dejando finalmente atrás cualquier imagen que él tuviera en su memoria del último verano en que lo viera (casi 3 años atrás) antes de que lo nombraran teniente.
Alicia y Joaquín, quien también se encontraba en Camporeal por las vacaciones, salieron junto a él para recibir a su hijo mayor y aunque sus preguntas por Andres parecían pender en el aire, nadie y menos él, dijo nada sobre ello.
Y así como Juan había madurado en su escritura y fisionomía también lo había hecho en su trato y palabras. Les habló, tal cual lo hiciera en sus cartas sobre sus viajes y alguna que otra anécdota sobre la vida en la marina española.
Demasiado orgulloso como para dejarse vencer por el recuerdo del hijo ausente, juntos recorrieron parte de la hacienda y, a diferencia de otras ocasiones, Juan se mostró más que interesado en los temas refrentes a la cosecha de caña de azúcar, aunque claro nada que le diera idea alguna de que ese interés era extensible a llevar una vida como hacendado.
La primera vez que Juan le manifestara su intención de volver a San Pedro, Francisco había creído que se trataba de exigir derechos como heredero de Camporeal, ahora parecía ser que no era así. Quizás lo había juzgado mal todo el tiempo.
Pasó cerca de una semana, antes de que finalmente y ante la ausencia de noticias Francisco se atreviera a peguntar a su hijo por Andrés, ocurrió durante una noche después de la cena cuando ambos se encontraran a solas.
—¿Sabes si tu hermano tiene interés en volver? — Juan no le miró directamente al contestar, algo en lo cual también tardó más de lo usual.
—No me lo dijo, aunque si lo que te preocupa es como esta, debo decir que bien. Antes de venirme había tomado la decisión de unirse a la tripulación del Capitán Rogelio Vargas de Mendoza, ordenada por su majestad, el rey.
Aquello le sorprendió. No tenía idea de quién era el dichoso Rogelio, pero ante la mención del Rey de España, claramente su interés fue por ese camino.
—¿Es una expedición ordenada por la corona? — Juan asintió como si nada.
—La mayoría lo son, aunque claro, no todos tienen la suerte de estar bajo el mando de Vargas, es un buen capitán.
—¿Lo conoces?
—Si, ambos — le dio un sobro a su mezcal — nos instruyó en nuestro primer año de la armada y ya habíamos viajado con él a Gibraltar en la academia. Aunque claro, ahí solo era un teniente.
—¿Y cuál será la ruta?
—Cruzarán el estrecho de Magallanes, luego se dirigirán hacían la Polinesia y se ahí seguirán hasta Asia.
"Asia…"
Francisco no notó como es que Juan se le quedó observando y solo le prestó atención cuando este le dijo.
—Estará fuera casi tres años — y aquello lo hizo aterrizar en el suelo confundido.
—¿Tres años? — Juan asintió.
Tres años y Andrés a su regreso ya tendría 27 años. Edad suficiente para involucrarse en la hacienda. Eso en caso de que decidiera actuar como tal.
—¿Qué harás entonces? — le preguntó de pronto Juan sacándolo de sus cavilaciones.
—¿Sobre qué?
—Andrés, este viaje lo alejará más aún de Camporeal, la hacienda y de ti.
—Andrés ya es un hombre — fue todo lo que se le ocurrió contestar — sus decisiones, por mucho que no me parezcan, son su responsabilidad — Juan encogió la mirada y le dio un sorbo final a su trago.
— Hasta mañana padre — le dijo Juan antes de salir del salón.
Los días pasaron sin que él o Juan volvieran a hablar de Andrés. Las veladas eran tranquilas en la hacienda con su hijo y Joaquín recorriendo la hacienda o San Pedro, podía ver que ambos se llevaban bien y que mantenían una relación amena basada principalmente en el humanismo.
Joaquín siendo educado con los Jesuitas, solía hacerle observaciones sobre los peones de la hacienda y el estado de sus condiciones de vida. Algo que en general no solía llamarle la atención, hasta que inducido por el muchacho y su esposa comenzó a mejorar las condiciones de estos en general.
Primero fueron las viviendas, así como el permiso para ir a la capilla de la hacienda en cualquier momento. Juan al ver eso sugirió, además, la opción de comenzar a educar en diferentes oficios a los hijos de los peones con la intención de aprovechar el material adicional que por no uso, se desperdiciaba en la hacienda. Y ese era una idea que le continúo dando vueltas. Aunque se encontraba lejos de lo que el consideraría una prioridad para los trabajadores. Educarlos en oficio podría alejarlos de la hacienda y por ende a él de la mano de obra que necesitaba.
Un par de semanas más y tanto él como Juan y Joaquín se vieron dirigiendo sus pasos hacia San Pedro. Principalmente ante la necesidad de terminar con la adquisición de algunas maquinarias, que también Juan le había sugerido adquirir para comenzar a industrializar la producción de la azúcar de caña. Aquello también había traído a un par de ingenieros desde la capital, quienes capacitarían sobre su uso a parte de los peones y a alguno de los capataces.
Por alguna razón el pueblo le pareció más animado y concurrido de lo normal. San Pedro siempre le había parecido tranquilo y postergado en el tiempo. Sin muchos atractivos, para él, más que la casa del gobernador. Pero el nuevo gobernador no le gustaba ya que ponía demasiados peros al tratar de hacer las cosas como siempre se habían hecho.
—Tengo entendido que Fonseca es liberal — dijo Joaquín ante su explicación de porque le parecía un mal gobernador, lo que sintetizaba su opinión más que cualquier gestión que este hiciera.
—¿Existen liberales en México? — preguntó Juan.
—Demasiado diría yo — contestó — la carga productiva de este país siempre ha estado en las manos de los hacendados empezar a poner trabas como aumento de impuestos o exigencias laborales, solo perjudica a nuestro gremio y le entrega a la gobernación nuestro trabajo y el control sobre nuestros trabajadores al convencerlos de que deben regirse por un contrato.
Francisco no notó como es que entre Juan y Joaquín intercambiaron miradas, pero si captó que este estaba distraído cuando le dijo.
—Tú que tendrás que hacerte cargo de Estancia de Guerra, tendrás que lidiar con todos estos problemas, deberás estar preparado.
Vio a Joaquín mirar a su hijo para con toda la calma del mundo decirle:
—Yo estoy de acuerdo con esos cambios Don Francisco. El contrato protege tanto a hacendados como a trabajadores, y el aumento en los impuestos irá en directo beneficio de los caminos, escuelas y Hospitales.
Aquello lo dejó sin palabras. Tanto por la molestia como por la incredulidad.
"Muchachos tontos"
Subió los escalones que daban al despacho de Noel Mancera con cansancio, mientras era dejado atrás por ambos muchachos. Aquello más las palabras de Joaquín, la aparente seriedad de Juan, así como todas aquellas ideas nuevas que trajeran, pareció corregir en su cabeza esa definición de muchachos tontos.
Era él quién se estaba volviendo viejo.
Por tanto, cuando ambos muchachos le esperaron para que fuera él quién se anunciara ante el abogado, más que un símbolo de la autoridad que él ejercía sobre ellos sintió que lo hacían por consideración, lástima.
Y no sirvió de mucho que al cuando le abrieran la puerta del pequeño despacho se encontrara frente a frente con la mirada clara y coqueta de Aimee, con los ojos azules y curiosos de su prometido y con la mirada llena de suficiencia de Catalina.
Habría sido como retroceder en el tiempo, si no fuera porque, frente a todos ellos, se sentía completamente desvalido.
