Capítulo 8: El Cáliz de Fuego
Por la madrugada Ginny despertó, a pesar de no querer levantarse de la cama se esforzó por separarse de la calidez de su novio.
–Es la hora de irse, Harry, cielo– le susurró, dejándolo para ir a cambiarse.
Harry buscó las gafas con la mano, se las puso y se sentó en la cama. Fuera todavía estaba oscuro. Se vistieron en silencio, demasiado adormecidos para hablar, y luego, bostezando y desperezándose, los dos bajaron la escalera camino de la cocina.
Su madre removía el contenido de una olla puesta sobre el fuego, y su papá, sentado a la mesa, comprobaba un manojo de grandes entradas de pergamino. Levantó la vista cuando los chicos entraron y extendió los brazos para que pudieran verle mejor la ropa. Llevaba algo raro, demasiado muggle.
–¿Qué les parece? –preguntó–. Se supone que vamos de incógnito… ¿Parezco un muggle, Harry?
–Sí – respondió Harry, sonriendo–. Está muy bien.
Los gemelos y Ron bajaron de las escaleras, recién levantados.
—¿Dónde están Bill y Charlie y Pe… Pe… Percy? –preguntó George, sin lograr reprimir un descomunal bostezo.
–Bueno, van a aparecerse, ¿no? –dijo su madre, cargando con la olla hasta la mesa y comenzando a servir las gachas de avena en los cuencos con un cazo –, así que pueden dormir un poco más.
–O sea, que siguen en la cama… –dijo Fred de malhumor, acercándose su cuenco de gachas–. ¿Y por qué no podemos aparecernos nosotros también?
–Porque no tienen la edad y no han pasado el examen –contestó bruscamente su madre—. ¿Y dónde está Hermione?
Salió de la cocina y la oyeron subir la escalera.
–¿Hay que pasar un examen para poder aparecerse? –preguntó Harry.
–Desde luego – respondió el padre de Ginny, guardando las entradas en el bolsillo trasero del pantalón–. El Departamento de Transportes Mágicos tuvo que multar el otro día a un par de personas por aparecerse sin tener el carné. La aparición no es fácil, y cuando no se hace como se debe puede traer complicaciones muy desagradables. Esos dos que les digo se escindieron.
Todos hicieron gestos de desagrado menos Harry.
–¿Se escindieron? –repitió Harry, desorientado.
–La mitad del cuerpo quedó atrás – explicó, echándose con la cuchara un montón de melaza en su cuenco de gachas–. Y, por supuesto, estaban inmovilizados. No tenían ningún modo de moverse. Tuvieron que esperar a que llegara el Equipo de Reversión de Accidentes Mágicos y los recompusiera. Hubo que hacer un montón de papeleo, os lo puedo asegurar, con tantos muggles que vieron los trozos que habían dejado atrás…
Harry se imaginó en ese instante un par de piernas y un ojo tirados en la acera de Privet Drive.
–¿Quedaron bien? –preguntó Harry, asustado.
–Sí –respondió con tranquilidad–. Pero les cayó una buena multa, y me parece que no van a repetir la experiencia por mucha prisa que tengan. Con la aparición no se juega. Hay muchos magos adultos que no quieren utilizarla. Prefieren la escoba: es más lenta, pero más segura.
–¿Pero Bill, Charlie y Percy sí pueden?
–Charlie tuvo que repetir el examen –dijo Fred, con una sonrisita–. La primera vez no pasó porque apareció ocho kilómetros más al sur de donde se suponía que tenía que ir. Apareció justo encima de unos viejecitos que estaban haciendo la compra, ¿se acuerdan?
–Bueno, pero aprobó a la segunda –dijo madre, mientras los demás estallaban en carcajadas, cuando volvió a entrar en la cocina, acompañada de Hermione.
–Percy lo ha conseguido hace sólo dos semanas –dijo George–. Desde entonces, se ha aparecido todas las mañanas en el piso de abajo para demostrar que es capaz de hacerlo.
Todos desayunaron de prisa en cuanto se sentaron, y cuando terminaron, Ginny miró a su padre, esperando su indicación para irse.
–Tenemos por delante un pequeño paseo –dijo mientras se levantaba.
–¿Paseo? –se extrañó Harry–. ¿Vamos a ir andando hasta la sede de los Mundiales?
–No, no, eso está muy lejos –repuso sonriendo–. Sólo hay que caminar un poco. Lo que pasa es que resulta difícil que un gran número de magos se reúnan sin llamar la atención de los muggles. Siempre tenemos que ser muy cuidadosos a la hora de viajar, y en una ocasión como la de los Mundiales de quidditch…
–¡George! –exclamó bruscamente madre, sobresaltando a todos.
–¿Qué? –preguntó George, en un tono de inocencia que no engañó a nadie.
–¿Qué tienes en el bolsillo?
–¡Nada!
–¡No me mientas!
Ginny se levantó y tomó la mano de Harry, sacándolo de la cocina antes de que comenzaran los gritos, le eran muy desagradables.
o-o-o-o
Caminaron por largo tiempo todos concentrados en seguir respirando. Ginny gruñía de vez en cuando explicándole a Harry que irían a un traslador y lo que era.
–Ha sido un enorme problema de organización –dijo el señor Weasley con un suspiro antes de comenzar a escalar una montaña que parecía gigantesca–. La cuestión es que unos cien mil magos están llegando para presenciar los Mundiales, y naturalmente no tenemos un lugar mágico lo bastante grande para acomodarlos a todos. Hay lugares donde no pueden entrar los muggles, pero imagínate que intentáramos meter a miles de magos en el callejón Diagon o en el andén nueve y tres cuartos... Así que teníamos que encontrar un buen páramo desierto y poner tantas precauciones antimuggles como fuera posible. Todo el Ministerio ha estado trabajando en ello durante meses. En primer lugar, por supuesto, había que escalonar las llegadas. La gente con entradas más baratas ha tenido que llegar dos semanas antes. Un número limitado utiliza transportes muggles, pero no podemos abarrotar sus autobuses y trenes. Ten en cuenta que los magos vienen de todas partes del mundo. Algunos se aparecen, claro, pero ha habido que encontrar puntos seguros para su aparición, bien alejados de los muggles. Creo que están utilizando como punto de aparición un bosque cercano. Para los que no quieren aparecerse, o no tienen el carné, utilizamos trasladores. Son objetos que sirven para transportar a los magos de un lugar a otro a una hora prevista de antemano. Si es necesario, se puede transportar a la vez un grupo numeroso de personas. Han dispuesto doscientos puntos trasladores en lugares estratégicos a lo largo de Gran Bretaña, y el más próximo lo tenemos en la cima de la colina de Stoatshead. Es allí adonde nos dirigimos.
A Harry le costaba respirar, y las piernas le empezaban a fallar cuando por fin los pies encontraron suelo firme.
–¡Uf! –jadeó el señor Weasley, –. Bien, hemos llegado con tiempo. Tenemos diez minutos...
Al otro lado de la cima de la colina, se recortaban contra el cielo estrellado dos siluetas altas.
–¡Amos! –dijo sonriendo el señor Weasley mientras se dirigía a zancadas hacia el hombre. Los demás lo siguieron. El señor Weasley le dio la mano a un mago de rostro rubicundo y barba escasa de color castaño, que sostenía una bota vieja y enmohecida.
–Éste es Amos Diggory –anunció el señor Weasley–. Trabaja para el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas. Y creo que ya conocen a su hijo Cedric.
–Hola –saludó Cedric, mirándolos a todos. Todos le devolvieron el saludo, salvo Fred y George, que se limitaron a hacer un gesto de cabeza.
Ginny aprovechó que el corazón había dejado de latirle como loco para acercarse a Harry y recargarse en su hombro, cansada de la caminata. Él apoyó el brazo en su hombro para que pudiera recargarse mejor. Se distrajo de la plática de los adultos hasta que sintió la mirada del señor Diggory.
–¿Son todos tuyos, Arthur?
–No, sólo los pelirrojos –aclaró el señor Weasley, señalando a sus hijos–. Ésta es Hermione, amiga de Ron... y éste es Harry, es el novio de mi niña...
–¡Por las barbas de Merlín! –exclamó Amos Diggory abriendo los ojos–. ¿Harry? ¿Harry Potter?
–Ehhh... sí –contestó Harry. Aún sin creer en cómo lo había presentado el señor Weasley ¿así lo veían? Casi se sintió demasiado satisfecho de sí mismo.
–Ced me ha hablado de ti, por supuesto –dijo Amos Diggory–. Nos ha contado lo del partido contra tu equipo, el año pasado... Se lo dije, le dije: esto se lo contarás a tus nietos... Les contarás... ¡que venciste a Harry Potter!
A Harry no se le ocurrió qué contestar, de forma que se calló. Fred y George volvieron a fruncir el entrecejo. Cedric parecía incómodo. –Harry se cayó de la escoba, papá –masculló–. Ya te dije que fue un accidente...
–Sí, pero tú no te caíste, ¿a que no? –dijo Amos de manera cordial. Harry sólo sonrió con incomodidad mientras apretaba la mano de su novia para calmarla, quien había enfurecido por las palabras del hombre y estaba demasiado lista para saltar a defenderlo. Finalmente, todos comenzaron a dirigir su atención al traslador y dejaron la charla.
Para Harry el traslador fue demasiado incomodo y apenas y pudo ponerse de pie cuando llegaron. Delante de ellos había un par de magos cansados y de aspecto malhumorado. Uno de ellos sujetaba un reloj grande de oro; el otro, un grueso rollo de pergamino y una pluma de ganso. Los dos vestían como muggles, aunque con muy poco acierto: el hombre del reloj llevaba un traje de tweed con chanclos hasta los muslos; su compañero llevaba falda escocesa y poncho.
–Buenos días, Basil –saludó el señor Weasley, cogiendo la bota y entregándosela en mano al mago de la falda, que la echó a una caja grande de trasladores usados que tenía a su lado. Harry vio en la caja un periódico viejo, una lata vacía de cerveza y un balón de fútbol pinchado.
–Hola, Arthur –respondió Basil con voz cansina–. Estás libre hoy, ¿eh? Qué bien viven algunos… Nosotros llevamos aquí toda la noche… Será mejor que salgan de ahí: hay un grupo muy numeroso que llega a las cinco y quince del Bosque Negro. Esperen… voy a buscar dónde están… Weasley… Weasley…– Consultó la lista del pergamino.
Una vez les dio la dirección, se encaminaron y observaron unas tiendas.
Nada más verlo, Harry reconoció que era un muggle, probablemente el único que había por allí. Al oír sus pasos se volvió para mirarlos.
–¡Buenos días! –saludó alegremente el señor Weasley.
–Buenos días –respondió el muggle.
–¿Es usted el señor Roberts?
–Sí, lo soy. ¿Quiénes son ustedes?
–Los Weasley… Tenemos reservadas dos tiendas desde hace un par de días, según creo.
–Sí –dijo el señor Roberts, consultando una lista que tenía clavada a la puerta con tachuelas–. Tienen una parcela allí arriba, al lado del bosque. ¿Sólo una noche?
–Efectivamente —repuso el señor Weasley.
–Entonces ¿pagarán ahora? –preguntó el señor Roberts.
–¡Ah! Sí, claro… por supuesto… –Se retiró un poco de la casita y le hizo una seña a Harry para que se acercara–. Ayúdame, Harry –le susurró, sacando del bolsillo un fajo de billetes muggles y empezando a separarlos–. Éste es de… de… ¿de diez libras? ¡Ah, sí, ya veo el número escrito…! Así que ¿éste es de cinco?
–De veinte –lo corrigió Harry en voz baja, incómodo porque se daba cuenta de que el señor Roberts estaba pendiente de cada palabra.
–¡Ah, ya, ya…! No sé… Estos papelitos…
–¿Son ustedes extranjeros? –inquirió el señor Roberts en el momento en que el señor Weasley volvió con los billetes correctos.
–¿Extranjeros? –repitió el señor Weasley, perplejo.
–No es el primero que tiene problemas con el dinero —explicó el señor Roberts examinando al señor Weasley—. Hace diez minutos llegaron dos que querían pagarme con unas monedas de oro tan grandes como tapacubos.
–¿De verdad? –exclamó nervioso el señor Weasley.
El señor Roberts rebuscó el cambio en una lata.
–El cámping nunca había estado así de concurrido –dijo de repente, volviendo a observar el campo envuelto en niebla. –Ha habido cientos de reservas. La gente no suele reservar.
–¿De verdad? –repitió tontamente el señor Weasley, tendiendo la mano para recibir el cambio. Pero el señor Roberts no se lo daba.
–Sí –dijo pensativamente el muggle–. Gente de todas partes. Montones de extranjeros. Y no sólo extranjeros. Bichos raros, ¿sabe? Hay un tipo por ahí que lleva falda escocesa y poncho.
–¿Qué tiene de raro? —preguntó el señor Weasley, preocupado.
–Es una especie de… no sé… como una especie de concentración –explicó el señor Roberts–.
Parece como si se conocieran todos, como si fuera una gran fiesta. En ese momento, al lado de la puerta principal de la casita del señor Roberts, apareció de la nada un mago que llevaba pantalones bombachos.
–¡Obliviate! –dijo bruscamente apuntando al señor Roberts con la varita.
El señor Roberts desenfocó los ojos al instante, relajó el ceño y un aire de despreocupada ensoñación le transformó el rostro. Harry reconoció, casi horrorizado, los síntomas de los que sufrían una modificación de la memoria.
–Aquí tiene un mapa del campamento –dijo plácidamente el señor Roberts al padre de Ginny–, y el cambio.
–Muchas gracias –repuso el señor Weasley.
El mago que llevaba los pantalones bombachos los acompañó hacia la verja de entrada al campamento. Parecía muy cansado. Tenía una barba azulada de varios días y profundas ojeras. Una vez que hubieron salido del alcance de los oídos del señor Roberts, le explicó al señor Weasley: –Nos está dando muchos problemas. Necesita un encantamiento desmemorizante diez veces al día para tenerlo calmado. Y Ludo Bagman no es de mucha ayuda. Va de un lado para otro hablando de bludgers y quaffles en voz bien alta. La seguridad antimuggles le importa un pimiento. La verdad es que me alegraré cuando todo haya terminado. Hasta luego, Arthur.
Y, sin más, se desapareció.
–El señor Bagman era el director del Departamento de Deportes y Juegos Mágicos —dijo Ginny sorprendida mirando a Harry, como explicándose, para después volverse a su padre—. No debería ir hablando de las bludgers cuando hay muggles cerca, ¿no es verdad?
–Sí, es verdad –admitió el señor Weasley mientras los conducía hacia el interior del campamento—. Pero Ludo siempre ha sido un poco… bueno… laxo en lo referente a seguridad. Sin embargo, sería imposible encontrar a un director del Departamento de Deportes con más entusiasmo. Él mismo jugó en la selección de Inglaterra de quidditch, ¿sabéis? Y fue el mejor golpeador que han tenido nunca las Avispas de Wimbourne.
Caminaron con dificultad ascendiendo por la ladera cubierta de neblina, entre largas filas de tiendas. La mayoría parecían casi normales. Era evidente que sus dueños habían intentado darles un aspecto lo más muggle posible, aunque habían cometido errores al añadir chimeneas, timbres para llamar a la puerta o veletas. Pero, de vez en cuando, se veían tiendas tan obviamente mágicas que a Harry no le sorprendía que el señor Roberts recelara.
En medio del prado se levantaba una extravagante tienda en seda a rayas que parecía un palacio en miniatura, con varios pavos reales atados a la entrada. Un poco más allá pasaron junto a una tienda que tenía tres pisos y varias torretas. Y, casi a continuación, había otra con jardín adosado, un jardín con pila para los pájaros, reloj de sol y una fuente.
–Siempre es igual –comentó el señor Weasley, sonriendo, Harry apenas y le puso atención, la expresión molesta de Ginny lo distrajo, no era usual que ella mostrara tantas emociones sin estar solos. –. No podemos resistirnos a la ostentación cada vez que nos juntamos. Ah, ya llegamos.
Habían llegado al borde mismo del bosque, en el límite del prado, donde había un espacio vacío con un pequeño letrero clavado en la tierra que decía «Weezly».
–¡No podíamos tener mejor sitio! –exclamó muy contento el señor Weasley– El estadio está justo al otro lado de ese bosque. Más cerca no podíamos estar. Bien, siendo tantos en tierra de muggles, la magia está absolutamente prohibida. ¡Vamos a montar estas tiendas manualmente! No debe de ser demasiado difícil: los muggles lo hacen así siempre… Bueno, Harry, ¿por dónde crees que deberíamos empezar?
Harry no había acampado en su vida. Sin embargo, entre él y Hermione fueron averiguando la colocación de la mayoría de los hierros y de las piquetas, y, aunque el señor Weasley era más un estorbo que una ayuda, porque la emoción lo sobrepasaba cuando trataba de utilizar la maza, lograron finalmente levantar un par de tiendas raídas de dos plazas cada una. Se alejaron un poco para contemplar el producto de su trabajo.
Nadie que viera las tiendas adivinaría que pertenecían a unos magos, pensó Harry, pero el problema era que cuando llegaran Bill, Charlie y Percy serían diez. También Hermione parecía haberse dado cuenta del problema: le dirigió a Harry una risita cuando el señor Weasley se puso a cuatro patas y entró en la primera de las tiendas.
–Estaremos un poco apretados –dijo–, pero cabremos. Entrad a echar un vistazo.
Harry se inclinó, se metió por la abertura de la tienda y se quedó con la boca abierta. Acababa de entrar en lo que parecía un anticuado apartamento de tres habitaciones, con baño y cocina.
–Bueno, es para poco tiempo –explicó el señor Weasley, pasándose un pañuelo por la calva y observando las cuatro literas del dormitorio–. Me las ha prestado Perkins, un compañero de la oficina. Ya no hace cámping porque tiene lumbago, el pobre.
Harry salió discretamente de la tienda y fue a encontrarse con Ginny en la tienda que ella compartiría con Hermione. Eran demasiados para que tuvieran consideraciones con ellos.
Ambos salieron de la tienda cuando Ron los alcanzó y comenzó a discutir con Hermione. Ginny lo tomó de la mano y le sonrió, indicándole que le podía preguntar lo que tenía en la punta de la lengua.
Con el sol que acababa de salir y la niebla que se levantaba, pudieron ver el mar de tiendas de campaña que se extendía en todas direcciones. Caminaban entre las filas de tiendas mirando con curiosidad a su alrededor.
Hasta entonces Harry no se había preguntado nunca cuántas brujas y magos habría en el mundo; nunca había pensado en los magos de otros países. Los campistas empezaban a despertar, y las más madrugadoras eran las familias con niños pequeños.
Era la primera vez que Harry veía magos y brujas de tan corta edad. Un pequeñín, que no tendría dos años, estaba a gatas y muy contento a la puerta de una tienda con forma de pirámide, dándole con una varita a una babosa, que poco a poco iba adquiriendo el tamaño de una salchicha. Cuando llegaba a su altura, la madre salió de la tienda.
–¿Cuántas veces te lo tengo que decir, Kevin? No… toques… la varita… de papá… ¡Ay!
Acababa de pisar la babosa gigante, que reventó. El aire les llevó la reprimenda de la madre mezclada con los lloros del niño:
–¡Mamámala!, ¡«rompido» la babosa!
Un poco más allá vieron dos brujitas, apenas algo mayores que Kevin. Montaban en escobas de juguete que se elevaban lo suficiente para que las niñas pasaran rozando el húmedo césped con los dedos de los pies.
Un mago del Ministerio que parecía tener mucha prisa los adelantó, y lo oyeron murmurar ensimismado: –¡A plena luz del día! ¡Y los padres estarán durmiendo tan tranquilos! Como si lo viera…
Por todas partes, magos y brujas salían de las tiendas y comenzaban a preparar el desayuno. Algunos, dirigiendo miradas furtivas en torno de ellos, prendían fuego con sus varitas. Otros frotaban las cerillas en las cajas con miradas escépticas, como si estuvieran convencidos de que aquello no podía funcionar.
Tres magos africanos enfundados en túnicas blancas conversaban animadamente mientras asaban algo que parecía un conejo sobre una lumbre de color morado brillante, en tanto que un grupo de brujas norteamericanas de mediana edad cotilleaba alegremente, sentadas bajo una destellante pancarta que habían desplegado entre sus tiendas, que decía: «Instituto de las brujas de Salem.»
Desde el interior de las tiendas por las que iban pasando les llegaban retazos de conversaciones en lenguas extranjeras, y, aunque Harry no podía comprender ni una palabra, el tono de todas las voces era de entusiasmo.
Finalmente se animó a preguntar: –¿Es común que les hagan eso a los muggles?
–Por supuesto. – Contestó Ginny, sabiendo a qué se refería. –Hacen lo que sea necesario para mantener el secreto.
Harry sintió disgusto, era demasiado horrible ver cómo manipulaban la mente de las personas sin ningún remordimiento, como si fueran nada. Entonces vio como Ginny observaba con detenimiento una casa de campaña especialmente extravagante, vio cómo su semblante se ensombrecía y la ira llenaba su rostro, incluso la mano que sostenía la apretó tan fuerte que le resultó doloroso. –Y aún así se atreven a exhibirse de esa forma, se merecen todo lo que les pasará.
La joven a su lado dio un respingo y lo miró con sorpresa, como si esas palabras se le hubieran escapado por accidente, y Harry no quiso seguir escuchando. Así que sólo siguió avanzando mientras la arrastraba de la mano.
o-o-o-o
Ginny estaba hastiada, no podía dejar de sentir esos malos presentimientos, su miedo y ansiedad aumentaban cada minuto que pasaba allí. Y se ponía peor mientras más cercana estuviera a Harry, así que decidió permanecer junto a su hermano favorito.
–Gin ¿hice algo malo? ¿estás enojada? – Preguntó Harry con la mayor discreción que podía, sin embargo, todos los hermanos de su novia lo escucharon y los gemelos comenzaron a burlarse ante su tono parecido al ruego. Ella lo miró casi con indiferencia, aunque casi rio cuando observó a Hermione mirándolos con sorpresa, probablemente acababa de darse cuenta de que su relación era verdad, tal vez el tener sólo dos amigos, y por añadidura hombres, no la hacía brillar en el área de relaciones personales. Ginny sonrió con dulzura y a sabiendas de que todos los estaban viendo dio un paso hacia delante y lo besó en los labios con ternura.
Harry quedó demasiado pasmado de espanto ante esto y no pudo corresponderle, pero a la chica no le importó.
–No te preocupes mi amor, es sólo que quiero que te diviertas con mi hermano y tu amiga, yo iré con Percy mientras, hace mucho que no convivo con él, ha estado tan ocupado. – Le dijo cuando se separó de él y tomó la mano de su hermano mayor, obligándolo a avanzar con ella.
Pasó el partido, ganó quien tenía que ganar y mientras todo el estadio festejaba, ella y Parcy parecían un par de amargados quejumbrosos molestos por el ruido, Ginny intentaba con todas sus fuerzas poner atención a la conversación, pero los escalofríos, el sudor frío y la boca agría no la abandonaban. Percy la conocía tan bien que ni siquiera le preguntó qué le pasaba y sólo parloteó de cosas de la oficina mientras le pasaba un brazo por el hombro de forma protectora mientras miraba con sospecha por todo el estadio.
Ella se sentía en tanto peligro que podía enloquecer en cualquier momento. Y cuando todo pasó y estaba abrazada a Harry en la tienda de dormir, esa sensación seguía sin irse, incluso cuando estuvieron de vuelta en la Madriguera.
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