Reino de Inglaterra. Provincia de Nottingham. Hace un par de años atrás.
—¡My Lady!
Una muchacha de ajuares humildes y semblante turbado, echa carrera por los recovecos de una antigua fortificación en decadencia. Sus pasillos supuran penuria y sus jardines exploran el mal traer de una crisis anual. Hace ya un tiempo que no llueve. Los pastizales se manifiestan escasos de cuidados. La fuente de agua de la entrada, emana aire. Los muebles expelen polvo rancio y viejo. Solo algo de luz, se escurre por los cítricos ventanales semi rasgados. Pero una mujer dotada de fe, aguarda en el último piso de la morada; en total silencio sepulcral. Pues ella es una madre caritativa. Y en algún momento de su vida, ostentó la gloria y la codicia de una posición privilegiada en la corte de su majestad.
Implora a imágenes religiosas, el porvenir de su linaje y de su prole, esperanzada de recibir noticias de su único hijo. El fruto de su intento por permanecer en la historia del reino.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Amelie, interesada.
—Es una carta —revela la chica, con aliento convulsivo—. De Sir Félix. Está vivo y a salvo, mi señora.
—Al fin…—exhala ilusionada la rubia, desgarrando la misiva—. Déjame ver. ¿Qué dice?
«A mi bien honorable; queridísima Amelie.
Por cuanto esta persona tiene que informar.
Te saludo con anhelo, en primera cortesía. Estoy bien, madre. Pero la rueda de nuestro destino, conforme me hallo en mi accidentado viaje; no es la principal de tal encomio. Mi barco sobrellevó las inclemencias del mal temporal de los elementales y acabé varado en una isla de Cantabria. No te precipites a concebir tales angustias por mi abrupta partida, sigo vivo. A salvo y con comida; ropa y compañía indulgente. Llevo un tiempo aquí, descubriendo el sensitivo devenir de mi incidente. Pues me han amparado con afecto y condescendencia, en un austero monasterio.
¿Puedes creerlo? El altísimo me ha entregado sin severidades prejuiciosas el saludo de la misericordia, apelando a la piedad y el abrazo sereno de gente con justo porvenir. Suscribo esta misiva para que conserves tu paz y yo la venia de continuar esta travesía.
Me convertiré en un monje anglicano, convencido de expiar imperfecciones mundanas de las cuales me avergüenzo. Con todo el afán de que aprecies mi ternura más honrada, entre loables sollozos te dicto lo que reposa en mi corazón. Te doy mi palabra; de ser un mejor hombre y de mi individual existencia por cuanto sientas premuras de soledad, me percibas a tu lado. Mi misión ha comenzado. No estoy solo. Tengo a Dios de mi lado. Ganaré mil batallas, bajo el alero de su manto. Puedo sentir su poder en la omnipresencia de lo que me rodea.
Es maravilloso.
Con todo mi afecto, se despide tu único hijo.
Félix Fathom. Sirviente de nuestro señor»
—Esto no puede estar pasando…
Amelie repliega la nariz de modo receloso frente a lo leído. ¿Su Félix, un anglicano? ¿Un servidor del rey? Era una incoherencia sinrazón. En primer lugar, porque no era casto para ejercer tales votos. Y en segundo, lo único que deseaba Charles era cortarle la cabeza. Le pareció una idea aberrante, justificar su vida por un naufragio insensato. Irritada ante la majadería de su hijo, deslizó la carta por la cama. Se limitó a observar el jardín; en un silencio contemplativo. Su ama de llaves, permanecía inmóvil esperando alguna orden. Le pareció anómala su reacción, por cuanto la conocía de tantos años.
—Creí que estaría contenta de tener noticias del señorito…
—No te confundas. Estoy contenta de que esté a salvo —masculló Graham de Vanily, mordisqueándose el dedo pulgar con desazón—. Pero estos no eran los planes. Su barco encalló en una isla y no llegó donde mi hermana.
—Santo dios —inquiere pasmada la joven— ¿Y acaso no puede salir de ahí?
—No es que no pueda salir, de la isla —sentencia, por sobre el hombro—. Es que no quiere. El muy necio se enclaustrará en un monasterio anglicano. ¿Puedes creerlo?
—Vaya…—parpadea, atónita—. No lo esperaba de el…
—¿Te sorprende? —se voltea a encararla—. Porque a mí no. Dadas las circunstancias en las que nos encontramos, ya todo es posible.
—¿Qué es lo que le molesta realmente? —cuestiona la chica—. Se podría decir que rechaza la idea porque usted detesta a la monarquía.
—¿Cómo no hacerlo? Mataron a mi esposo. Tuve que desterrar al único heredero de la familia y para colmo, me auto exilié a la fuerza justamente para tener algo de paz —gruñe—. No hay forma de que pueda hacer las paces con la familia real.
—Al menos…ahora tiene su dirección —sugiere la sirvienta— ¿No desea escribirle? Digo, como para que sepa de sus aprensiones y sentimientos.
—Si. Claro que lo haré —exhala la rubia—. Sin embargo, nada de lo que le diga cambiará las cosas. Él no va a regresar. Y si llega a ir a algún lado, no será un camino fácil. No solo la guerra nos azota ahora. Esas cosas…deambulan por ahí, destruyendo todo a su paso —hace una pausa, ensimismada—. Trae mi pluma y las hojas. Aun puedo apelar a que por lo menos, se aleje de los campos de batalla.
La moza titubea unos segundos, antes de reanudar sus demandas. Comprende las inseguridades de su patrona, dado que está al tanto del destino que corren los hombres de fe en estos tiempos. Si Félix realmente cumple su objetivo, lo único que les queda es dilatar su muerte…si es que el altísimo se apiada de él.
[…]
—Papas, frijoles negros, pan de cebada y leche de cabra fermentada —repara Félix, cargando sobre sus hombros dos cubetas de agua—. No he logrado cagar bien en semanas. Y si sigo con esta dieta, moriré tapado en mierda.
Isla de Cantabria. Monasterio. Un año después.
—Félix, no deberías ser tan desagradecido con el señor —comenta Marc, caminando a su lado—. Al menos tienes alimentos en tu mesa.
—Tú no sabes lo que es degustar la comida ¿O sí? —cuestiona Fathom, arqueando una ceja—. La tragas y la masticas, incluso si no sabe a nada.
—La glotonería es un pecado del cual no debemos sentirnos tentados —aclara Anciel, jovial—. Además, son tiempos de hambruna. Hay que ser austeros con los demás.
—¿Austeros? —chista el inglés, irascible—. Pues la panza de esos gordos arzobispos de allá no parece ser el mejor ejemplo. ¿Ya has visto lo que desayunan? Carne de ciervo rojo, vino francés y cerveza normanda. A mí no me engañan.
—Supongo que has escuchado el dicho de: "El hábito no hace al monje" —ríe el pelinegro, vaciando las fuentes dentro de un gran tonel—. Mucha gente lo confunde con el estilo de vida que llevan. Pero en el fondo se trata de la ropa.
—¿Qué insinúas? —se detiene.
—Nada realmente —se encoge de hombros, limpiando el sudor que recorre su frente—. Solo digo que no deberías fijarte en lo exterior. Lo que importa es el cómo sobrellevas el peso de tu alma y tus acciones —suspira—. Escucha, sé que al principio todo esto te debe de resultar frustrante. Y es natural. Eres un noble inglés, después de todo. Creciste con todos los lujos y la comodidad de un señor feudal. Pero con el entrenamiento y los estudios adecuados, terminarás entendiendo el propósito de esto.
—¿Y ese cual sería, según tu? —sugestiona, altivo.
—Que Dios provee a los hombres de buena fe —decreta, sereno—. Si tus intenciones son puritanas, no solo las puertas del cielo estarán abiertas para ti. Te esperan muchas más bondades ahí afuera. Tu descuida. Se paciente y pon mucha atención a los designios que nos muestran el camino. Mantente estoico, hasta que tu destino se revele frente a ti. Ahora trae esas escobas. Tenemos que terminar de limpiar el pabellón del ala oeste.
—¿Hasta que mi destino sea revelado…?
Eran habladurías para mí. Llevaba meses intentando postergar mis preguntas, con la esperanza de encontrar las respuestas a mis inquietudes. Deseaba saber, por qué personas como Marc u otros jovencitos, se entregaban con tanto esmero a una causa sin rumbo. Los anglicanos habían jurado servir a un ser superior. Pero en cuestiones políticas, era lo mismo que ser esclavos de su regente. Puesto que el rey, es en palabras simplonas, el representante de tal credo. El líder máximo. Dios, hablaba a través de él. ¿Podía tragarme ese cuento? Lo veía bastante distante de la realidad. Charles mató a mi padre en una ejecución publica, a vista y paciencia de todos. De paso, buscaba mi cabeza también. Y de ser posible, ojalá de toda mi descendencia. ¿Era entonces el altísimo, un ser tan despiadado? ¿Acaso era el, quien comandaba las directrices de este conflicto entre ingleses y franceses, con más de 100 años de antigüedad? Se que muchos dirían que era justicia, por la muerte del Duque. Pero vamos. ¿Quiénes somos para juzgar a otros? Hay muchas cosas que se contradicen en ese sentido. Profesan una cosa, practicando otra. Se jactan de sostener una serie de costumbres sumisas, incluso objetando bandos en esta cruzada.
No tenía nada en contra de los religiosos. Lo que me irritaba en demasía, era la hipocresía que algunos ejercían con tal descaro. Y todo en "nombre de". Si quitarle la vida a otra persona, conquistar terrenos y repudiarlos por hablar otro idioma, estaba permitido. ¿Qué más podía esperar de la humanidad?
Me costó trabajo vislumbrar, que no era yo el del problema. Marc también se debatía muchas cosas. Todas, en su cabeza, claro. No obstante, supuse que la diferencia de estatus social nos separaba mucho más que nos unía. Sin animosidad de pretender ser soberbio. Pero él era pobre e ignorante. Aprendió a leer dentro de estas cuatro paredes con tan solo 10 años. Yo a esa edad ya hablaba tres idiomas fluidos, cabalgaba a pelo y cazaba con puntería de águila.
Jamás toqué tal tema. Lo último que buscaba, era ofender al chico que salvó mi vida de morir ahogado en esa playa. No hubo noche ni día que no repasara lo sucedido desde que salí de Hastings. Y siendo sincero, no estaba en mis planes quedarme atorado en este trozo de tierra infértil. Compartí muchas cartas con mi madre. En donde ella me mostraba con angustia sus inquietudes. Yo ya le había dejado muy en claro, que mi paso por acá sería solo provisorio. Ella no lo comprendía. Tampoco le traspasé mis inseguridades. Siempre firmaba con un "todo estará bien. Yo me encargo" y nuestras conversaciones morían ahí. Solo estaba aguardando el instante exacto para largarme. Y ese día, finalmente tocó mi puerta una mañana de primavera.
Venía de la mano del cardenal inglés, quien portaba consigo una orden directa de su majestad. Estaban necesitando monjes para unirse a las tropas en los campos de Calais. Era ir directo a la boca del lobo. Afrontar las penurias de una muerte prematura. Pero para mí era la excusa perfecta. Y fue así, como terminé enlistándome en sus filas de primera línea.
Sorpresivamente, Marc me acompañó también. Dijo que aspiraba a la grandeza de hacer cosas buenas por los hombres faltos de anhelo. Él era un excelente orador, con una memoria dotada de un conocimiento basto en pasajes bíblicos. Lo suficiente como para revivir a un moribundo con pretensiones de suicidarse.
Ambos acabamos en territorio enemigo, luchando espalda con espalda en las más sangrientas afrentas. Yo lo protegía a él y el a mí. Nos volvimos grandes amigos. Colegas. Camaradas de oscuras noches y escenas horrorosas repletas de cadáveres pudriéndose al sol. Durante mi estadía en Francia, aprendí a curar heridos. Fui adoctrinado en el arte de blandir toda clase de armas. Desde una pesada espada, hasta un escueto arco con flechas. El general de mi división era un hombre fornido, de semblante templado, pero con un imponente respeto. El me enseñó geografía y algo de cartografía, mapeando rutas de huida en caso de una retirada inoportuna. Lo seguí fiel, como un perro a su lado. Aportando ideas estratégicas para generar ocasiones de emboscadas e incluso, procurar postergar peleas que consideré, derramamiento de sangre innecesario.
Incontables veces, lo alivié. De innumerables dolores que producto de las heridas, se sentía muy consumado de perpetuar. Con el paso de los años, me fui haciendo cada vez más conocido. Mi nombre saltaba a la palestra de numerosas conversaciones. Muchos soldados me solicitaban presencia al borde de la desesperación, buscando consuelo. Una palabra de aliento. Algo que los motivara. Pero yo solo actuaba un papel. Un rol protagonista de una tragedia anunciada. No voy a endulzarlo. En el fondo, mentí. La mayoría de las veces, incluso asumí hermosos porvenires. Cuando en el fondo sabía que perecerían lejos de casa, lejos de sus esposas e hijos. Lejos de todo. En tierras insospechadas. Morirían solos, meados encima, atravesados por lanzas, desmembrados, hediondos y sucios. Embarrados de mierda.
Con todo el miedo y pavor que produce el silencio del abrazo mortuorio, recé mientras agonizaban, desangrados. Pasaron así, muchos inviernos. Con sus lunas y sus soles. Hasta que finalmente estos seres, nos alcanzaron. Y la desalmada agonía, me miró directo a los ojos. Nunca olvidaré ese día. Lo llevo clavado en la piel a fuego. Esa mañana llovía a destajo. El enemigo nos había rodeado por unos peñascos de cara al abismo. El capitán al mando, intentaba infructuoso reagrupar a sus hombres a modo de salvaguardar las flechas que se desplomaban en nuestras cabezas. En algún momento, llegué a pronosticar mi propia muerte. Pues no había a donde más escapar.
Pero fue el grito desgarrador de uno de los franceses, lo que me heló la sangre y contuvo la pelea por unos instantes. Interrumpido el asalto, los ingleses se paralizaron expectantes frente a lo que avistaban. Boquiabiertos, contemplaron enteleridos como los rivales comenzaron a agredirse entre ellos, literalmente comiéndose a mordiscos. Los vivos no muertos, aparecieron nuevamente. Lo primero que se me vino a la cabeza, fue la escena en el castillo del Duque. Yo ya había presenciado esto antes. Por lo que distinguí de inmediato el problema y sin vergüenza alguna, aullé.
—¡Mi señor! ¡Debemos irnos de aquí! —advirtió Fathom— ¡Ordene que rompan filas y tomemos los pocos caballos que van quedando! ¡Hay que cruzar!
—¡¿Dices que los atravesemos?! —cuestionó el hombre, atormentado con su propuesta— ¡¿Te has vuelto loco?! ¡Nos matarán!
—¡Usted no lo entiende! ¡Ya se están matando entre ellos! —berrea Félix, montando un jamelgo— ¡Si no nos vamos ahora, todos moriremos!
—¡¿Se atacan?! ¡Con mayor razón debemos quedarnos entonces! —revela el general, quitándose el yelmo para recibir la lluvia sobre el rostro— ¡Soldados! ¡A las armas!
—¡No, general! ¡Aguarde! —insiste Graham de Vanily, con el pavor en los ojos— ¡Créame! ¡Esas cosas, ya no son humanas! ¡No son franceses lo que enfrentamos ahora!
—¡¿Y qué es lo que afrontamos entonces?! —cuestionó finalmente, aturdido.
—¡Son-…!
Ya era demasiado tarde. Pensé que había lanzado esa advertencia a tiempo. Pero no fue así. No trascurrieron ni diez segundos, que dos bestias salvajes se abalanzaron violentamente sobre los ingleses, rompiendo así toda la fila de retirada. Diezmada la estrategia, eché un vistazo fugaz hacia mi espalda. Marc temblaba con lágrimas en los ojos. No sé si era producto del aguacero o realmente estaba cagado de miedo. Lo que, si sabía, era que no podíamos quedarnos ni un segundo más ahí. Lo jalé del brazo abruptamente, obligándolo a subirse conmigo. Talonee el estómago del animal, trazando un camino virtual por la izquierda. Con todo el afán de salir de ahí.
Lo que no tenía contemplado, era que mi propio general clavara una estocada certera en el caballo, haciéndonos caer de bruces al suelo. ¿Pero que mierda? Desorientado, lo miré a los ojos. No nos iba a dejar ir por nada del mundo, de eso estaba claro.
—¡No seas traidor, Fathom! —vociferó, colérico— ¡Ustedes se quedan a morir conmigo! ¡Le deben su vida al rey!
—¡¿Qué no lo entiende?! ¡Esas cosas ya no son personas! ¡Están muertos! —chilló una vez más, el rubio— ¡Nos van a comer vivos!
—¡Entonces serás alimento! —sentencia el hombre.
Increíble…
—¡Félix! ¡¿Qué estás haciendo?! —cuestionó Anciel, acongojado— ¡No podemos irnos! ¡Debemos salvar a los hombres!
—¡¿Qué no te das cuenta?! —berreó Félix, zarandeándolo— ¡Nadie va a salvar nada aquí! ¡Si no nos vamos ahora, moriremos!
—Es a lo que venimos ¿No? —murmuró grácil, el pelinegro—. No le temo a la muerte. Nuestro señor…me espera en su reino.
¿Pero esta gente de que iba? ¡Con un puto carajo! ¿Realmente nadie me haría caso? Esto ya no se trataba de ingleses, franceses, proceres, territorios ni dios. ¡Era el mismísimo mal encarnado en persona! Noté como los dedos que sujetaban los hombros de mi compañero, me empezaron a fallar. Ya no me respondían. Mis piernas, eran dos piedras congeladas producto del pavor. Mis propios latidos, me abandonaron. Nunca había experimentado nada igual. ¿Acaso mi alma había salido de mi cuerpo? Marc me regaló una última sonrisa. De esas, que te provocan un vació de arrojo a la extinción misma.
Completamente en shock, mis oídos se taparon. La vista se me nubló. Le vi levantarse casi en cámara lenta, recogiendo del barro una daga acabada y sacando pecho con gallardía.
Era el fin.
—Nos vemos del otro lado, amigo mío…
Me dijo.
Las siguientes secuencias, son difusas. Pero aún tengo pesadillas con ellas. El general siendo devorado por una horda de zombis. Marc Anciel, mi compañero de ilustradas lecciones, cerrando los parpados como si hubiera recibido el beso de su madre luego de una larga aventura. Lo último de nuestras milicias, rugiendo con la garganta desgarrada en carne viva. Tripas, estómagos, corazones, cabezas abiertas, cerebros. Todo eso, siendo consumido por la voraz hambre de esos irracionales animales. No hay cuento de terror, que se asemeje a lo macabro que presencié.
Si alguna vez tuve sentimientos por algo o alguien, yacían en el olvido. Todo cambió para mí. El rostro amorfo de Colt, riendo a carcajadas ignominiosas me visitó esa tarde. Lo vi, tan claro como el día, entre medio del tumulto de cuerpos inanimados. Estaba feliz. Gozaba, del placer morboso de la sangre. No. No era él. Era el diablo…en persona.
Me limpié la cara, con las manos embarradas de fango y sangre.
—No pienso morir aquí.
Me dije a mi mismo, levantándome del suelo para alcanzar al único caballo que aún se alzaba a dos patas traseras, espantado. Se acabó. De un brinco, me incrusté sobre la montura ajada y emergí corriendo a galope limpio, por la única salida que divisé viable.
Mientras me alejaba de la masacre, el monzón sobre mi nuca se encargaba de lavarme el rostro. Esto ya era personal. Ya no me interesaba seguir sirviendo necios hombres faltos de fe. Ni mucho menos me permitiría sentir culpa por acabar con sus vidas. Me juré a mí mismo, con el altísimo de testigo; que, si me los volvía a topar en mi camino, los mataría. A cada uno. Sin importar quienes fueron en vida. Para mí, ya estaban muertos.
Y de ambularía así…hasta que mi destino fuese revelado. Tal y como dijo, mi buen amigo Marc.
Me llamaron de muchas formas luego de esa batalla extraviada. "Argos". El que todo lo ve. El vigía de noctívagas penurias. El traidor. Rápidamente, la historia se divulgó como la peste por los nobles que aún seguían contendiendo sus tierras. Propagando así, un mito estrambótico que no se asemejaba al verdadero contexto. Seguí deambulando en Francia como un viajero nómada, acabando con esas cosas por cuantos me topé en el camino. Tiempo después, me apresaron en un campamento inglés y uno de los obispos me excomulgó, sentenciándome de nuevo a muerte.
¿Cómo se atreven? Yo ya había fallecido hace muchos años atrás. Logré escapar de ahí y permanecí oculto por un par de inviernos más. Me había fijado un objetivo. Hallar el origen de la carta que aún guardaba escéptico entre mis prendas. La que le quité a Colt, esa mortífera noche. Buscando por aquí y por allá, el supuesto porvenir de mi fortuna, viví mis días en soledad y anonimato; jugando a mi título de monje incólume. Hasta que di a parar con Luka Couffaine. Un herrero analfabeto de origen humilde pero noble corazón, que curiosamente trataba con los Bourgeois. Y desde ese momento, todo comenzó a tener sentido para mí. Conocí a Marinette Dupain-Cheng. Me reencontré con mi primo hermano Adrien. Visité a mis tíos, los Agreste. Me enteré de cosas. Volví a escapar, como de costumbre. Me topé con Chloé. Me apandillé con su media hermana.
Pero ahora mismo, yo no sé si este es mi destino. ¿Realmente lo he alcanzado? ¿O aún falta un episodio más de esta eventual casualidad?
Estoy a punto de averiguarlo…
[…]
—¿Y ustedes? —farfulle Chloé, disgustada— ¿Qué hicieron para acabar aquí?
Calabozos del castillo Bourgeois. En el presente.
—Yo nada —explica Lila Rossi, contemplando el exterior desde el ventanal—. Soy una simple boticaria haciendo un trabajo.
—Yo menos —se excusa Nino, levantando ambas manos como quien no comprende el hilo de la trama—. Soy escudero.
—¿Y tú? —fisgonea la rubia, esta vez dirigiéndole la palabra al más callado de los tres—. Tu cara se me hace familiar. ¿Te conozco de algún lado?
—No creo —sisea Adrien, sin animosidad de entablar una conversación—. Pero mi rostro es fácil de confundir.
—Lo es —comenta Bourgeois, con altivez—. Te pareces mucho al idiota de Félix. ¿Eres su hermano gemelo?
Silencio sepulcral.
—Oye. Es de mala educación dejar a una dama con la palabra en la boca —demanda la chica—. Responde ya.
—Es su primo hermano —contesta Rossi, con semblante sagaz—. No le des muchas vueltas.
—Ja. ¿Tu propio primo te apresó? —bufa Chloé, en tono sarcástico—. Que no te extrañe. Mi hermana hizo lo mismo conmigo. Es el problema de tener familia. Son una molestia al final.
—Mi primo no me encerró ¿Ok? —refuta el Agreste, incomodo con sus palabrerías. De paso, la fulmina con la mirada— ¿Y tú por qué estás aquí? ¿Qué hiciste?
—Soy inocente —explica la fémina, injuriada—. Simplemente me tiene envidia por ser más guapa y exitosa que ella.
—Realmente lo dudo…—balbucea el ojiverde, mosqueado.
—Como se nota que comparten la misma sangre —rezonga hastiada, la duquesa—. Eres igual de mal educado que él.
—Félix no es mal educado. Es un caballero —debate frustrado, el médico—. Y ya deja de hablar en ese tono. Eres muy pesada.
—¡¿Qué dijiste?! —chilla en respuesta, inflando las mejillas.
La puerta se abre de golpe. Uno de los guardias hace amago de silencio, golpeando su garrote contra la pared. Los cuatro muchachos se miran entre sí, confundidos.
—¿Qué está pasando? —espeta Bourgeois, deslucida— ¡Hey! ¡Inútil! ¿Cuándo van a sacarme de aquí? ¡Este lugar apesta y me aburro!
—Lady Zoé demanda hablar con el heredero de la familia Agreste —enuncia el caballero— ¿Quién de ustedes es?
—A mí no me mires —se mofa Lahiffe—. Tengo la piel demasiado oscura para serlo.
—Estoy igual —Lila se encoge de hombros.
—Soy yo —Adrien se levanta del suelo, garboso— ¿Qué sucede?
—Menos preguntas y más acción —demanda con voz hosca, el soldado—. Camina, Agreste.
—No —se niega el rubio, frunciendo el ceño—. Primero me dices con que propósito me necesita y por qué me ha encerrado.
—Esas preguntas se las podrás hacer a ella en persona, si obedeces —masculle el guardián— ¡Andando!
—¡¿Por qué mi hermana quiere verlo a él y no a mí?! —reclama Chloé— ¡Esto es un ultraje hacia mi persona! ¡Soy una Bourgeois! ¡Tengo derechos!
—Ok. Iré —sentencia Adrien, con inmodestia—. Pero demando una audiencia también con la condesa Dupain-Cheng y el Duque Graham de Vanily.
—¡Que camines te digo, joder! —vocifera tedioso el individuo, dándole una patada certera en la espalda para desplazarlo hacia el exterior— ¡Y ustedes guarden silencio o serán azotados! Ordenes de la señora.
—¡Inmundos traidores! —brinca Chloé, enfurruñada en un berrinche de aquellos— ¡Se van a enterar! ¡Cuando salga de aquí ordenaré que les corten la cabeza! ¡¿Me oyen?! ¡Bola de asquerosos campesinos mal agradecidos!
—Mierda. Como chilla esta cría malcriada —repasa Rossi, en su cabeza— Mas te vale que me saques de aquí, Adrien. O te juro que te arrepentirás de haberme conocido.
—Tengo hambre —murmura Nino, cabizbajo— ¿Al menos nos darán de comer?
—No pienso cenar con escuderos en frente —exclama la rubia, gesticulando una mueca nauseabunda—. Son todos unos piojentos.
—Oiga, señorita. Estoy desparasitado —se ampara el moreno—. Tampoco exagere.
—Estoy rodeada de engendros —exhala Lila, anulada.
Adrien Agreste es escoltado aun con cadenas en muñecas y tobillos, por el pasillo hacia el segundo piso. En la entrada de una habitación, es recibido por una de las doncellas que tiene como misión encargarse del orden y la pulcredad del recinto. Ordena que le quiten las cadenas y de manera gentil, le arregla un poco el cabello; removiendo el polvo de sus prendas. Finalmente, lo invita a pasar. Le espera una tinaja de agua caliente, jabón y ropa limpia. Liado, el medico tuerce los labios.
—¿Y esto?
—Por favor, sea tan amable de asearse. Lo esperan en el salón para cenar —explica grácil, la fémina—. No tarde. Lady Zoé no tolera los retrasos.
—Quiero ver a mi hija —solicita Adrien— ¿En dónde está Emma?
—También asistirá. La verá, sin duda —asiente jocosa la lozana—. Pero primero debe hacer esto. Imagino que desea presentarse pulcro para ella.
Adrien no se muestra del todo convencido. Pero entre seguir perdiendo el tiempo en discusiones banales y darse un baño, se decanta por la última opción. En cuanto la chica hace abandono del cuarto, se deshace de los harapos y se introduce en la tina. Nada lo motiva más, que recibir respuestas a interrogantes que le roban el sueño. No tiene contexto de sus afrentas y le urge averiguar qué demonios pasa. ¿Para qué ser tratado con tal hostilidad, si luego le van a ofrecer menesteres? Transcurridos un par de minutos, es nuevamente custodiado hasta el primer piso. Un gran banquete de por mayores les aguarda frente a los ojos. Se incorporan Félix, Marinette, Zoé y su amada hija que, con voluntad, se arroja su regazo en un cándido abrazo. Le parece un reencuentro dulce, pero al mismo tiempo dotado de una amargura que no llega a dimensionar. Lee lo invita a tomar asiento y ordena que rellenen sus copas de vino dulce. Adrien se presenta agraviado. No porque lo hayan encerrado sin afrentas. Si no…por algo que nota en el aire. Una complicidad incomoda entre su primo hermano y su ex mujer. No profesa odiosidades. Pero sí que necesita una muy buena explicación para todo lo acontecido. Después de todo, Félix aceptó huir con ella sin poner reparos. ¿Desde cuándo tanta confianza?
—Imagino que tienes muchas preguntas por hacer —comenta Zoé, tomando un sorbo de su copa sin miramientos prejuiciosos—. De ante mano, te pido disculpas por el trato. Se que lo consideras injusto. Pero tengo mis razones más que justificadas.
—Emma está presente —formula Adrien, inoportuno— ¿Es imperioso?
—Lo es —contesta Marinette, con actitud arisca—. Hemos tomado la decisión de ya no ocultarle nada.
—¿Hemos? —cita el Agreste, injuriado—. Me suena a manada. ¿Tú y quién más? —sitúa la vista en su primo— ¿Es en serio, Félix?
—Adrien, esto no es personal —aclara Fathom, acongojado.
—¿No lo es? —profiere con dolo.
—No. No lo es —interviene Zoé, tratando de apaciguar las aguas. En el fondo, está muy al tanto de lo que se teje tras bambalinas. Pero prefiere obviarlo y tocar lo que realmente le compete—. Yo fui la que decidió con Marinette, hablar esto delante de Emma. Lo siento mucho si no te parece, pero me cansé de las mentiras.
—¿Qué carajos le contaron a mi hija? —masculle el joven doctor.
—Tranquilo, papi —amortigua Emma, apabullada frente a tanta hostilidad—. Nada realmente malo. Solo quiero saber la verdad.
—Emma. ¿Tú quieres saber la verdad? —disputa el rubio— ¿O estas personas te convencieron de aquello?
—No. Nada de eso —niega la pequeña, cabizbaja—. Yo les exigí que me la contaran. No soy la niña que crees, papá. Por favor, no pienses mal. Tío Félix y Zoé solo intentan ayudarnos.
—¿Ayudarnos? —bufa Adrien, ofuscado— ¿Y de qué forma? Entiendo lo de Zoé. Pero ¿Félix? —lo interpela— ¿Tu en que aportas? ¿Metiéndote en la cama de…?
—Agreste —interrumpe Zoé, censurando lo que fuese a declarar—. Mucho cuidado. Tampoco caigamos en vulgaridades y acusaciones picantes ¿Quieres?
—Sabes bien a lo que me refiero —chista el ojiverde, tomando un trago extenso de su copa de vino hasta acabarla. Posiblemente, buscando emborracharse más rápido para sobrellevar el tema—. Se huele en el ambiente.
—Si. Ya sé. Y no te lo niego. Pero no te cité para eso —dictamina la regente, bastante ofuscada—. Luego ya tendrás tiempo para aclarar ese delicado asunto con ambos. En temas íntimos no me meto. Ahora lo que nos compete es tu participación en los hechos. Estoy muy al tanto de lo que hicieron tus padres —añade, esta vez asesinándolo con la mirada—. Será mejor que cooperes o te prometo, que no verás la luz del sol.
—¿Ahora me amenazas?
—Te estoy advirtiendo —reniega—. Mantener este comportamiento huraño no va a solucionar las cosas.
Nunca antes vi a Adrien tan…insoportable, en toda mi vida. Incluso llegué a pensar que no se molestaba con nada. Que su temperamento más impetuoso solo mostraba atisbos, en momentos de injurias hacia su familia. Pero ahora mismo, sus ojos expulsaban chispas. Cada una de las palabras que salían de sus labios, eran dagas que acababan clavadas en mi pecho. Esto me pasa por soberbio. Prejuzgar a mi primo hermano, sin haberlo visto durante tantos años, fue mi error. Ya no era aquel niño inocente que lloraba con tan solo un tropezón. En efecto, su carácter noble de porte afanoso no te invita a sospechar, que guarda un león enjaulado ahí dentro. Tiene su genio. Marinette era la única que ya lo había experimentado. Aunque ciertamente ni se molestó en advertírmelo.
Era como si…hubiera predicho este momento. Tras un prolongado silencio incomodo, Adrien exhaló fatigado.
—Tienes razón. Les pido mil disculpas por haber reaccionado así —presentó el rubio, mucho más despejado—. Y en efecto, al asunto que nos reúne esta noche; yo participe en él. Pero con respeto a mis convicciones, no continué. Al igual que Marinette me enteré tarde de las verdaderas intenciones de mis padres. Cuando estas criaturas aparecieron por nuestras tierras, lo primero que hice fue alejar a Emma del peligro latente que se veía venir.
—Cuéntame. Que viste —exige Lee.
—Al principio nada extraño. Mis investigaciones me llevaron a conclusiones que no tenían asidero alguno —explica el joven Agreste—. Los pacientes presentaban síntomas triviales de una peste tipo rábica. Como tos, fiebre alta, vómitos, diarrea intermitente —agrega—. El siguiente paso fue el desprendimiento de la dermis y pupilas dilatadas. No en todos los casos se presentaba igual. Algunas personas tardaban semanas en transformarse. Otras, solo segundos. Al cabo de un tiempo, entendí que todo dependía de que tan violento era el proceso de contagio —ahora, observa a su ex mujer—. Marinette me ayudó a descubrirlo. Si eres roído por uno de ellos, el cambio es radical. No obstante, si tan solo adquieres el virus mediante una ingesta contaminada, el proceso es muchísimo más paliativo e incluso, me atrevería a confesar que se puede prolongar cuanto se desee.
—¿A qué te refieres con que Marinette te ayudó a descubrir eso? —Zoé aprieta los labios pasmada, divisando a la muchacha que yace sentada a escasos centímetros de distancia— ¿Dices que ella…?
—Lo siento. Pero no podía solo contártelo, sin antes conocer tus auténticos propósitos —dictaminó Dupain-Cheng, removiendo la manga derecha de su antebrazo—. Guardé el secreto de mi condición, por el bienestar de mi hija. No estoy en posición de volver a separarme de ella otra vez. Ni mucho menos, permitir que un tercero lo haga. Emma ha sufrido suficiente ya.
—¿Te estás escuchando? ¿Te das cuenta de que lo que me estás contando es gravísimo? —farfulle la rubia, boquiabierta—. Estás infectada, Marinette. Podría mandarte a ejecutar, ahora mismo. La vida de todos corre peligro estando cerca de ti. Esa…mierda, recorre tus venas. Y encima se expande con el pasar de los días —farfulle— ¿Y dices que solo te importa el bienestar de Emma? Sabiendo los riesgos…
—Tranquila, Zoé. Marinette está estable —le intercepta Fathom—. Nada malo ocurrirá.
—¿Y tú como carajos sabes eso? ¿Eh? —rezonga la noble, dando un puñetazo firme contra la mesa— ¡¿Acaso eres doctor?! ¡Encima tu y Marinette-…! Gnh…—frunce el ceño, callando de sopetón— ¿Cómo sé que no estás enfermo de lo mismo, también?
—A ver. Tampoco caigamos en teorías paradójicas —manifiesta Adrien—. No es la gonorrea ¿Ok? No se propaga con…esa clase de contactos —termina por desviar la mirada—. De ser así, yo también tendría ese bicho dentro.
—¿De qué me estoy enterando? —Félix junta el entrecejo, suspicaz—. Un momento, Adrien. Si sabes tanto del tema y tus conocimientos son lo suficientemente bastos como para abarcarlo. ¿Cómo es que no sabes frenarlo?
—Claro que sé cómo frenarlo, Félix —le contesta su familiar—. Lo que no sé es como quitarlo. Como sanarlo. ¿Me explico?
—Déjenme ver si entendí —chista Zoé, tomándose la sien con ambas manos. Está confundida hasta la medula—. Adrien. Necesito repasar los hechos. No vayas tan rápido. Lo primero. Esta cosa fue creada por Gabriel. ¿No?
—Mhm…algo así —sisea dubitativo.
—¿Cómo que, algo así? Joder, amigo —espeta la chica—. Hazlo simple. ¿No fue ese el principio de todo este embrollo?
—¿Qué está pasando? —disputa la peliazul, liada—. Adrien… ¿Qué mierda es, lo que no nos estás contando?
—No estoy mintiendo, Marinette.
—No he dicho eso —Marinette lo interpela, furibunda—. Pero ¿No se supone que todo partió así? Gabriel y Emilie se encargaron de esparcir esta cosa como una salida rápida para acabar con la guerra entre ambos países. ¿Y ahora dices que no fue así?
—No he dicho eso —explica el doctor, reflexivo—. Lo que quiero decir, es que la "toxina" no fue creada específicamente por ellos. Mi padre…obtuvo la fórmula de alguien más.
—¿Alguien más? —inquiere Fathom, pasmado— ¿O sea que hay un tercero aquí? No me digas que Colt tuvo algo que ver, porque no me-…
—No, Félix. Lamentablemente tu padre no tenía flauta que tocar aquí —murmura abatido—. Y en verdad lamento en el alma lo que le pasó. Es un cruel destino.
—Basta de falsa modestia, por favor —berrea el inglés—. Sabes muy bien que detestaba a Colt. Y no negaré que, de alguna forma, nos quitaste un peso de encima a mí y a mi madre. Pero esto se salió de control. ¿Quién cojones entonces creó esto?
—En verdad lamento no poder responderles eso. No tengo idea —reveló Adrien, cabizbajo—. Solo puedo dar fe, de que no fue el. Durante mi estadía en Le Mans estuve averiguando un par de cosas. Sin que se diera cuenta, indagué en algunos manuscritos y textos antiguos que tenía en su poder. Ni si quiera estaban rotulados en francés.
—¿De dónde eran? —insta Lee.
—No lo sé. La mayoría estaban firmados en líneas. Quizás un idioma asiático, posiblemente. Era como…chino antiguo o algo similar —el Agreste se rasca la nuca, embrollado—. Garabatos con forma de símbolos, similares a un arte rupestre. De lo único que estoy muy seguro, es que no era de este continente.
—Tsurugi…
Emma balbucea entre medio de la plática, captando inmediatamente la atención de los adultos ahí presentes. Absortos en la ignorancia fatal, se miran entre sí, buscándole lógica a lo que ha revelado. Nadie parece intuir el meollo del asunto. Aunque de cierta forma, Félix hace amago de conocer tal artificio. Sin importar, que considere muy prematuro todo para decir algo al respecto. Armado de curiosidad, le pregunta a la pequeña.
—¿Tsurugi? ¿Qué es eso? ¿El nombre de algún libro?
—N-no. Para nada —franquea la menor, tan vapuleada como ellos—. O sea…bueno. Yo…no sé cómo explicarlo bien. Pero se a lo que se refiere. Los contenidos que leyó, también tuve acceso a ellos. Muchas noches pasé en vela en el laboratorio de mi abuelo. Y en una oportunidad en la cual, él estaba bebido…me confesó que quien firmaba era un tal "Tsurugi". Son Kanjis, los jeroglíficos que vio papá. Un sistema de escritura muy ancestral que usan en aquella región remota.
—Kanjis —en efecto, las sospechas de Félix; ahora cobraban sentido ante toda la susceptible situación—. Ya veo. Es japonés.
—¿Japones? —repite Zoé, asombrada— ¿Cómo mierda Gabriel fue a dar con algo así?
—Porque Tsurugi y abuelo se conocen —dictamina Emma Agreste, con semblante malicioso—. Disculpen, pero no me estoy basando en nada tangible. Solo digo lo que presencié durante mi estadía en su casa.
—Por favor, hija —suplica Marinette—. No te guardes nada y cuéntanos, que viste.
—Verán…ellos…—traga saliva—. Son amigos. Y Tsurugi, no es "el". Si no, ella…
—Racconto—
—Me siento afrentada. Tu última carta no fue del todo mi agrado, Gabriel —sentencia la mujer—. No me gusta cómo estás llevando este tema. Te estás extralimitando de mis bondades.
Provincia de Le Mans, morada de los Agreste. Salón.
—Con todo respeto, Tsurugi-san —explica el varón, servicialmente vertiendo té en su taza—. Me ofende que sugiera tales aprensiones hacia mi persona. Usted sabe que nuestro trato sigue intacto. Y solo he seguido sus órdenes al pie de la letra.
—No quieras ambicionar hacerme quedar como una estúpida, solo porque no te tengo cerca —berrea Tomoe—. Se perfectamente que has estado haciendo en Francia por estos días. No olvides, que, a pesar de mi ceguera, tengo ojos en todos lados. Estoy muy al tanto de todos tus más mínimos movimientos. Mis confidentes más leales, han declarado que le confiaste esta tarea al pueblerino de tu socio comercial.
—Si se refiere a Colt Fathom, madame. Déjeme decirle que está completamente neutralizado —revela el peliblanco, bosquejando una sonrisa triunfal—. Cumplió con su deber. Y fue colgado en la plaza pública de Hastings.
Emma se escabulle detrás de unos pilares, escuchando atentamente con lujo y detalle, los pormenores del encuentro. Ninguno de los dos, sospecha de su nocturna intromisión.
—Lo sacrificaste.
—Como tenía que ser. Cual cerdo al matadero —asiente garboso, el Agreste—. Entonces. ¿En qué momento falté a nuestra verdad? El plan era simple. Usted me brindaba de sus conocimientos. Y yo me encargaba de esparcirlos. ¿Cuál es la ofensa?
—Modificar la formula, sin mi permiso —sentencia la nipona, con semblante agrio—. Nuestro objetivo era asesinar al rey de Inglaterra. No acabar con la mitad de la población mundial. Si yo quisiera aniquilar a la raza humana del planeta —añade—. Hubiera matado a los coreanos primero. Y a las lacras invasoras, de los chinos.
—Comprendo —cierra los parpados, en completa tranquilidad. Bebe un sorbo de su infusión—. Pero eso ya no es parte de mi responsabilidad.
—¿Cómo dices? —gruñe.
—Mi misión está completada, Tsurugi-san —manifiesta el peliblanco—. Ahora la guerra va a declinar. Los aliados, se arrojarán obligados a comercializar con otros países mucho más alejados de la región. Los puertos de Navarra, Normandía y el Sacro imperio Germano están abiertos para su pueblo. Ya nada les impide navegar por estas aguas despejadas.
—¿Y quién me asegura que estas cosas, no lleguen a las costas de mi nación?
—Descuide, eso está bajo control —determina, templado—. El virus es letal, pero no subversivo. Me he encargado de modificarlo a conveniencia. Solo se activa con el calor de la sangre. Muere en las inclemencias del impasible frío del mar pacifico. En cuanto a mí respecta, ganamos los dos. ¿No le parece provechoso? Ahora, si fuera tan amable —estruja la nariz, agraviado—. No permita que su té se enfríe.
Tomoe Tsurugi prorroga el silencio por unos momentos más. No está del todo segura de sí beber el brebaje delante de ella. Pero examina que la apremiante conversación está llegando a su fin. Y considera una falta de honor, no ingerir lo que se le ofrece. Coge la taza entre sus dedos, tolerando de lleno el contenido. Transcurridos un par de segundos, algo agrede su cuello. La laringe se contrae en su garganta, provocándole una sacudida dolorosa que la desploma abruptamente al suelo. Y mientras convulsiona en la bella alfombra persa, masculle con aborrecimiento entre vómitos de sangre y escupitajos de su propia moribunda vida.
—¡Ma-Maldito! ¡¿Qué me diste?! ¡¿Veneno?!
Emma se cubre la boca, horrorizada con lo que ve. Nota en una esquina de la habitación, una sombra perenne que se encubre traviesa, justo en la penumbra donde no da la luz. No estaban solos. Alguien más, ha presenciado lo ocurrido. Tsurugi avienta sus últimos lamentos, forcejeando un retorcijón animal con las pupilas blanquecinas. Ya íntegramente tiesa en el suelo, expele de los labios una espuma burbujeante, similar a la cólera. Gabriel permanece impávido delante del cadáver inerte de la japonesa. No emite sonido alguno. Bebe de golpe el trago hasta vaciar su copa y suelta un graznido jovial, rayando en la demencia.
—Buen trabajo.
Desde las entrañas de lo más lóbrego, rebrota la catadura de una muchacha de tez morena, ojos esmeraldas y semblante sanguinario. Una persona que, a todas luces, no siente culpa ni mucho menos remordimiento, de arrebatarle la vida a otro. Ella ríe, acomodándose el cabello con presunción.
—¿Acaso ya no le queda claro ya? —bufa la muchacha, altanera—. Le he dicho, que soy la mejor boticaria del reino. Y de paso, mi lealtad a usted está intacta. Solo dígame ¿Le he complacido?
—Ya no tengo duda alguna —halaga Gabriel, invitándole una copa de whisky. El más caro, de la región—. Estoy satisfecho con tu trabajo, Lila. Ahora que nos quitamos esta molestia de encima, quiero que sepas que cuentas con mi total aprobación.
—Ojalá su hijo Adrien pudiera ver permisible lo que usted ve en mi —sisea picaresca, Rossi— ¿Cree que en algún momento pueda convencerlo?
—Tiempo al tiempo, Lila —el Agreste brinda con ella, chocando ambas copas con templanza—. Adrien debe madurar aún. No ha visto el potencial que tiene. Pero sin duda, tú eres la más socarrona para tal título. ¡Salud! Y hazme un último favor.
—Lo que diga.
—Deshazte del cuerpo —demanda, caminando hacia la puerta—. Que nadie ojalá nunca lo encuentre. No hay que dejar sospechas de nada. Ni mucho menos, que me vinculen a esto. ¿Queda claro?
—Tan claro como el agua, señor —sonríe, triunfal—. No testigos. No pruebas.
—Fin del Racconto—
—¡Maldita sea! —berrea Adrien, levantándose violentamente de su asiento, tras azotar las manos contra la mesa— ¡Lila Rossi!
Calabozos. 23:50PM.
—Creo que ya necesito un baño —confiesa Nino, con sensatez—. Comienzo a apestar como a vaca o algo así.
—¿Cómo una vaca? —carcajea Chloé, de manera pueril— ¡Expeles olor a oveja sucia, escudero piojento!
—Disculpe —la afrenta Lahiffe, sarcástico—. Pero usted no huele precisamente a rosas ¿Ok?
—¡Oye! —chilla en respuesta— ¡Tu no me-…!
Las compuertas enrejadas de la mazmorra se abren encendidamente, casi de par en par. Han interrumpido la afrenta de ambos jóvenes. Puesto que, en el exterior, es Zoé en persona quien postula atormentada que ahora liberen a Lila. La misma que en algún momento, declaró ser inocente y encima herbolaria. Chloé demanda nuevamente su liberación. Pero es eximida por su media hermana, la cual considera que sus ideas nocivas y comentarios agrios no son de utilidad por el momento.
—¡Lila Rossi! —prorrumpe con imperio, el guardia— ¡Vienes conmigo! ¡Camina!
Para sorpresa de todos, Lila no reclama absolutamente nada de lo que Adrien en algún momento hizo. Por el contrario. Opta por seguir este juego de quiméricos propósitos y obedece asumida, siendo escoltada hasta un cuarto que le brinda los mismos exiguos privilegios que Adrien. Baño caliente y ropa limpia. Tras acometer sus demandas, la trasladan a un cuarto semi oscuro del palacio. Esta vez, no habrá condescendencias ni mucho menos cortesías frente a ella. Es una mujer peligrosa. Sabe demasiado. Y oculta tanto por cuanto se le page. Zoé se reúne con ella en total aislamiento del resto. La interrogará, aunque le cueste el alba del cantor de los gallos. La farmacéutica gesticula una mueca poco agraciada, percibiendo la ausencia de su compañero de viajes. Simula no entender nada, hasta que la chica la insta.
—¿Y Adrien Agreste? ¿Lo mataron acaso?
—Cállate y siéntate —solicita Zoé, con expresión nauseabunda—. Tranquila. Sigue con vida. Tiene otros asuntos que atender. Esta noche, seremos solo tú y yo. Y ni te atrevas a mentirme, Lila Rossi —cita—. Porque ya sé todo de ti. Así que, de ti depende el resultado de nuestra reunión. ¿Me vas a seguir mintiendo o dirás la verdad?
—Vale. Entiendo esto —exhala derrotada, la ojiverde—. Le contaré todo con lujo y detalle. Solo con una condición.
—No estás en la posición de demandar nada, traidora —farfulle Lee.
—No lo estoy. Pero si no accede a mis indulgencias, me iré a la guillotina sin decir nada —sentencia imperio, la herbolaria—. Así que. ¿Tenemos un trato?
—…
[…]
—Feliz cumpleaños, papi —canturrea Emma, envolviéndolo cálidamente entre sus brazos— ¿Vas a pedir un deseo?
—¿Cómo? —pestañea Adrien, totalmente perdido.
Habitaciones del castillo. A esa misma hora.
—¿No lo recuerdas? —le aclara la chica—. Hoy es el día en que naciste. ¿No viniste al mundo un día como este?
—Ah. Es…es verdad. Hoy es mi cumpleaños —despabila, soltando risitas endebles. Corresponde el gesto, en otro abrazo aún más sincero—. Muchas gracias, cariño. La verdad es que, si tuviera que pedir un deseo, ese sería acabar con todo este mal que nos agobia y darte la felicidad que necesitas.
—Pero yo ya soy muy feliz, papá —bosqueja la menor, con una cálida sonrisa carmesí— Al fin estamos los tres juntos y nos llevamos bien —Adrien baja la cabeza— Porque…mamá y tú se llevan bien ahora ¿No?
—Hay…ciertos temas que me gustaría tocar con tu madre —propone el médico, observando a la peliazul detrás—. En privado, de ser posible. ¿Te molestaría?
—No, para nada —niega alegre—. Los dejo a solas para que platiquen ¿De acuerdo? Estaré abajo con Luka. Le estoy dando lecciones de escritura.
—¿No crees que es un poco tarde para que una señorita como tu siga en pie? —comenta Marinette, sugerentemente en contra—. Deberías ir a la cama ya.
—Por favor, no sean así —les guiñe el ojo—. Solo será por esta noche. ¡Nos vemos!
Emma hace abandono del cuarto, divisándolos una última vez; como quien se cerciora de una tregua pacífica. Una vez a solas, el rubio se sienta al borde de la cama, con ambas manos sobre sus rodillas. Dupain-Cheng conserva su postura, cruzando los brazos en el proceso. La obviedad con la cual su compañero se presenta, le da por sentado el tema que desea tocar.
—Es incomodo.
—Para mí también lo es —sisea Adrien, sin quitarle los ojos de encima—. Y quiero que sepas que no te estoy juzgando.
—No parecías mostrar lo mismo durante la cena —espeta la muchacha.
—Marinette, solo…quiero entender ¿Sí? —explica el conde, confundido—. ¿Cómo es que las cosas acabaron así? No te pido que me des tantos detalles. Ni mucho menos que me expliques el porqué, de tus acciones. No soy nadie para indagar en tus decisiones. Pero te pido…por un poco de bienestar mental, que me ayudes.
—De acuerdo —exhala rendida, la noble—. En específico. ¿Qué necesitas saber? ¿Si tengo sentimientos amorosos por Félix? Si, los tengo.
—¿Por qué mi primo? —redunda, aturdido— ¿Por qué, el? No te ofendas, pero nadie se enamora así tan rápido de otra persona que apenas viene conociendo.
—Ese es el punto, Adrien —revela Marinette, esta vez sentándose a su lado con semblante reflexivo—. Félix y yo ya nos conocíamos de antes. No es la primera vez que nos vemos. Tan solo…nos reencontramos de nuevo. ¿Recuerdas esos días de primavera en la campiña de tu familia? Por esos años, nuestros padres eran socios comerciales. Y los Fathom nos visitaron.
—Lo recuerdo como si hubiese pasado ayer —declara —. Pero…éramos solo unos niños.
—Tal vez —balbucea—. Pero compartí lo suficiente con él, como para darme cuenta de lo que sentía.
—¿Qué? Un momento —murmura el Agreste, desconcertado con su relato— ¿Me estás diciendo, que, durante todos estos años, estuviste enamorada de Félix? —se levanta, irrefutablemente pasmado— ¿Qué me estás contando, Marinette? Eso quiere decir, que tú nunca me…
—No. Nada de eso. Por favor, ni lo menciones —ella lo persigue, intentando apaciguar su extraviado talante—. Mírame. Adrien, yo a ti te amé muchísimo. Fuiste mi primer hombre y eres, el padre de mi hija. Viví mis mejores años a tu lado. Sería una desfachatez de mi parte declarar lo contrario, cuando fuiste un esposo ejemplar —coge su rostro entre sus manos—. La bondad que hay en tu corazón, me hizo quererte con el alma. Es solo que…—desvía la mirada, soltándolo— Las cosas simplemente no resultaron.
—Marinette, yo…—el rubio iba a declarar algo, pero aprieta los labios, frustrado—. Dios. ¿Cómo decirte esto ahora…?
—No hace falta que lo digas. Lo veo en tus ojos —sincera Dupain-Cheng, con los orbes humedecidos—. Se que aún me amas. Pero yo…
—Aun podemos rescatar esto ¿Sabes? Se que sigues dolida por lo que pasó entre nosotros y la decisión de irte de casa —expresa Adrien, vapuleando las inclemencias de aquellas peleas—. Pero creo que a Emma le haría muy bien, que nosotros dos estuviéramos juntos de nuevo.
—Adrien, por favor…—masculle la ojiazul, con voz hosca—. No caigas en esa clase de manipulaciones tan absurdas, porque tú no eres así. No te atrevas a usar a nuestra hija para beneficio propio.
—¡Lo digo en serio! ¿No viste como estaba hoy? ¡Tan jovial como antes!
—Está feliz, porque sus dos padres están con ella ahora —decreta Marinette, importunada—. Escucha. Lo que Emma realmente necesita, es que tú y yo nos respetemos y nos llevemos bien. Es todo.
—Marinette, te ruego lo reconsideres —insiste el ojiverde—. Por favor…yo respetaré todas tus condiciones. Sabes que te quiero. Pasé muchos días en vela pensando en ti, porque estabas lejos. Incluso le dejé muy en claro a mis padres, que no renunciaría tan fácil a mi familia. Y lo hice por ti.
—Adrien, yo ya me divorcié de ti —determina la muchacha, abatida—. La iglesia me excomulgó y pagué por mis pecados. Ya no hay vuelta atrás. En verdad…lo siento mucho.
—¿Acaso eres más feliz con el…? —susurra, destruido.
—Lo fui contigo en su momento. Y ahora sí, lo soy con el —señala Marinette, abrazándose así misma para no caer en menudencias—. Félix es un muy buen hombre. A ti te consta. Se que sabes que, en el fondo, estoy en buenas manos.
—Lo es…sin duda —acepta, arguyendo una mueca sincera de remordimiento—. Pero no puedo evitar sentirme pasado a llevar por esto. No lo entenderías. Es mi primo hermano…
—Créeme que lo entiendo —asiente, en una mueca apacible—. Ustedes los varones, mantienen códigos de honor que nosotras muchas veces pasamos por alto. Sin embargo, no hay malas intenciones de su parte. Estoy segura de que él se siente tan abrumado como tu —finalmente, lo envuelve entre sus brazos—. Te haría bien, hablar este tema con él. Prométeme que lo harás. Lo que menos quiero, es generar un conflicto familiar más grande del que ya tienen ambos.
—Lo haré. Si. En su momento —dice el Agreste, apabullado con tal abrazo—. Solo…deja poder digerir todo esto ¿De acuerdo? No es tan simple.
—Tengo fe en que encontrarás las palabras más sabias para compartirlas de manera sana con el —Dupain-Cheng deposita un beso casto en su frente, como haría una madre a un hijo—. Te quiero mucho. Nunca lo olvides. Siempre tendrás un lugar especial en mi corazón.
—Y tú en el mío…
Alguien llama a la puerta, tocando un par de veces. Adrien responde abriendo ensimismado. La presencia de Zoé lo descoloca un poco. No trae buen aspecto en el rostro.
—¿Qué ha pasado?
—Muchachos…—desembucha Lee, desanimada—. Esto es mucho más grave de lo que pensábamos. Por favor, bajen conmigo.
En el salón.
—Deberían ejecutarte por esto —berrea Félix, irritado.
—¿Y bajo que cargos serían esos, monje? —ríe Lila, mostrando con altivez la soberbia de sus acciones—. Porque en lo que a mí respecta, solo cumplía órdenes.
—¿Y aun así lo cuestionas? —gruñe el inglés, ofuscado—. Eres una asesina.
—Define asesinato —espeta Rossi, arrogante.
—Le has quitado la vida a una persona inocente. No. Peor aún —refuta— ¡A muchos!
—Tú también lo eres entonces ¿O me equivoco? —se excusa—. Tengo entendido que acabaste con muchos en los campos de batalla. Y no conforme con eso, continuaste haciendo exactamente lo mismo con esos zombis durante años.
—¡No es lo mismo! —le apunta con el dedo— ¡No quieras justificar tu maldad con mis acciones!
—Estupideces —se mofa de vuelta, cruzando una pierna sobre la otra con elegancia—. Al menos yo admito mis pecados. No como tú, que sínicamente te escudas en una religión que encima, ni profesas. Muy casto no eres ¿O sí? Al igual que yo, tú también recibías órdenes. Me pregunto realmente, de quien —masculla, pensativa—. Mh… ¿De tu dios salvaje o de tu propio bienestar?
—¡Suficiente! —vocifera Zoé, asqueada con la conversación—. Se acabó. No permitiré más injurias bajo mi techo. Lila, no voy a mentirte. Ahora mismo, te quiero colgada en la plaza pública. Pero no lo haré, solo porque no falto a mis juramentos. Tú y yo hicimos un trato. Ahora, nos vas a ayudar quieras o no, a enjuiciar a todos los responsables. Y solucionaremos esto. ¿Te queda claro?
—Como el agua —manifiesta Rossi, examinándose las uñas con engreimiento—. Pero ya sabes mis condiciones. No pienso caer sola.
—Disculpen, pero —agrega Adrien, embrollado—. Eso que significa.
—Significa, que los señores Agreste también irán conmigo —revela la morena, en una sonrisa sagaz—. Y de paso, claro, los Tsurugi.
—¿Y cómo pretenden hacer eso? —inquiere Marinette, expectante—. Quiero decir, entiendo lo de los Agreste. Pero Tomoe Tsurugi está muerta. Gabriel se encargó de hacerla desaparecer del mapa y Lila a borrar todo rastro que los vinculara. ¿Cómo castigan a alguien que ya no está con vida?
—Tiene una hija —revela Lila.
—¿Una hija? —objeta Adrien.
—¿Ella también era parte del plan? —debate Félix.
—Ni idea —la boticaria se encoge de hombros—. Pero podemos encontrarla y preguntarle. No me suena un mal plan.
—¿Estas insinuando que viajemos hasta japón, solo para interrogarla? —blasfema Zoé, incomoda—. No gastaré los bienes de mi familia en cruzar todo el mar del pacifico para tal tontería. Iremos hasta Le Mans. Entraremos al laboratorio de Gabriel a la fuerza y conseguiremos las pruebas necesarias para inculparlo. Fin del asunto.
—¡Es-esperen un momento! —advierte el menor de los Agreste, intranquilo— ¿En verdad pretenden colgar a mis padres?
—Son homicidas, Adrien —masculle Lee, con ceja alzada—. Se llama justicia.
—Pe-pero…ellos…no…—el rubio hace amago de silencio, trémulo—. No es que esté apoyándolos ni nada de eso. Sin embargo…no es tan fácil como lo mencionan ¿Saben? Son nobles. Han protegido la provincia de Le Mans durante casi un siglo. Tienen el apoyo de los pobladores, el favor de su majestad y la protección de la iglesia. Creo que es mucho más fácil encontrar a la hija de Tsurugi, que enjuiciarlos públicamente.
—Bueno, tal vez no logremos colgarlos —revela la rubia, escarmentada—. Pero si podemos conseguir que pasen el resto de sus vidas pudriéndose en un sucio calabozo. Para mí, es más que castigo suficiente.
—Mhm…—Adrien desvía la mirada, ensimismado en contradicciones que lo amonestan sentimentalmente— Siguen siendo mis padres…
—¿Se te ocurre una mejor idea? —sugestiona la dueña del castillo, interpelando a Lila.
—Claro —dice Rossi—. Hablar con la hija de Tomoe.
—Ya te indiqué, que no iré hasta allá —impugna.
—Jamás dije que residiera en japón —murmura hastiada la morena, levantándose de su asiento para tomar palco de la conversación—. Puedo ayudarles a encontrarla.
—¿Acaso sabes dónde se encuentra? —consulta Félix.
—Por supuesto. Está en territorio francés ahora mismo —indica con seguridad—. En cuanto se enteró de la muerte de su madre, tomó el primer barco y viajó hasta acá. Aunque no será del todo fácil llegar a ella, les advierto.
—¿Y eso por qué? —alterca Marinette.
—Porque no vino sola —ríe la yerbatera—. Se trajo consigo un contingente de a lo menos cinco mil soldados que juraron fielmente, morir por ella —los asistentes, se miran entre sí, anonadados con su relato—. Vaya. Ustedes de verdad no conocen esa cultura. Los invito a estudiar un poco más y quizás así, comprendan lo que está en juego. Esa chica, no es como ustedes. Sus motivaciones son extremadamente personales. No se mueve en base a la justicia o al castigo. Ella busca venganza. Y ciertamente, no de una manera pulcra.
—¿Y tú como sabes todo esto? —le interroga Fathom.
—Porque días después del deceso de Tomoe, le envió una carta a Gabriel, exigiendo conocer el paradero de su madre —explica Rossi, sirviéndose una copa de vino como si la botella fuese de ella—. Es una muchacha desconfiada. Posiblemente sospechaba de ante mano que el señor Agreste las traicionaría. O quizás, solo es lo suficientemente lista como para no caer en engaños. De cualquier forma, el odio está latente —bebe un sorbo—. Le amenazó de muerte. Hasta le dio un ultimátum. Nunca recibió respuesta. Tiempo después, intentó cruzar la frontera de la provincia para confrontarlo. Posiblemente, buscaba asesinarlo.
—¿Y qué pasó? —consulta Zoé.
—No lo sé. Nunca llegó —le resta importancia—. Así que todo quedó en una simple intimidación. Quizás se convirtió en zombi. Quien sabe.
—¿Dónde puedo hallarla?
—Sus tropas se apostaron a las afueras del condado de Toulouse —indica—. Fue lo último que supe de ella.
—Ya está decidido —demanda Lee, chasqueando los dedos al instante. Uno de sus hombres, ingresa a la habitación, reverenciándola en el proceso—. Avisa a los capitanes de la división dos y tres de caballería e informales que notifiquen a sus soldados. Partimos mañana.
—Mi señora —señala el varón—. Lamento informarle que no contamos con toda la dotación para marchar.
—¿Qué dices? ¿Qué pasó?
—Los granaderos fueron enviados a limpiar de no vivos, los territorios de Ruan y Poitiers, como usted misma ordenó —expone—. Algunos gendarmes se quedaron a disposición del rey y ahora mismo se encuentran en Reims, peleando contra los ingleses invasores.
—¿Y entonces quien demonios queda? —sisea, pasmada la condesa.
—Solo un puñado de lanceros y ballesteros —revela—. Unos ochenta, quizás.
—Carajo…no es suficiente —gruñe la rubia, empuñando las manos— ¿No podemos solicitar refuerzos desde la costa?
—Las rutas marítimas están cerradas, por el bloqueo que estableció el sultán del califato de Córdoba —relata—. Me temo que no es factible. ¿Me permite sugerirle una segunda alternativa? —la chica asiente, dándole la palabra—. Los caballeros del barón Kurtzberg escribieron esta mañana, reafirmando su lealtad con el reino.
—Me rehúso —niega con la cabeza—. No le pediré ayuda a un Normando que apenas conozco, que nos acompañe. Es muy arriesgado.
—Es aliado, mi señora —insiste el muchacho.
—Si, pero…
—Tómalo —sentencia Marinete, sin premuras de aspavientos—. Cualquier persona que jure servir en estos tiempos, es verosímil. Quizás no sea una estratega militar como tú. Pero entiendo de estas cosas. Si hay algo que me enseñó mi padre, es que los individuos que deseen arrimarnos el hombro de corazón, son valiosos y no podemos escatimar en prejuicios.
—Tsk…mierda…—Zoé hace una pausa, repasando rápidamente todos los porvenires del asunto. Acaba frunciendo el ceño, aceptando de mala gana—. Bien. Envía al emisario ahora mismo. Comunícale que aceptamos su ayuda.
—A su orden, duquesa —asiente el chico, retirándose.
—Vale. Regresen todos a sus aposentos a descansar. Mañana nos espera una larga jornada —demanda Zoé, haciendo hincapié de una integrante en particular—. Excepto tú, Lila. Volverás al calabozo junto con mi hermana. Es donde perteneces. Llévensela —ordena. Dos guardias, la escoltan abruptamente hacia la salida—. Buenas noches.
Que buenas noches ni que nada. Quizás Zoé esté muy pendiente de sus transcendentales movimientos castrenses hora mismo. Pero yo continúo sintiéndome fatal, por lo que ha pasado en mi familia. Todo lo que alguna vez anhelé poseer, desfila destruido frente a mis ojos. Mis tíos resultaron ser unos desalmados asesinos. Mi madre sigue pasando pellejerías en Inglaterra, totalmente desamparada. Yo estoy sentenciado a muerte. Marinette es consumida lentamente por dentro. Y para colmo, ahora mi primo hermano me mira como si le proveyera una repulsión nauseabunda. ¿Puede un escenario presentarse peor al que vivo? Uno a uno, hacen abandono paulatino hacia sus recamaras. Menos yo, que amparo mi postura solitaria en medio de la escasez de luz. Especulando que me hallaba solo, cogí la botella de whisky que reposaba en el mueble y me serví un vaso colmado hasta arriba. El líquido quemó mi garganta, transitando vertiginoso hasta mi estómago.
Adormecer mis sentidos tan solo unos segundos, era lo que más deseaba en esos momentos. Pensé que podría quedarme a reflexionar unos minutos en total retiro. Hasta que una voz masculina hurgó mis oídos.
—¿Me servirías uno a mí también?
Adrien…
Sentí como la tráquea jugueteaba insolente en mi cuello, robándome el aliento. No era que quisiera huir de este momento. Pero no me concebí preparado para afrontarlo de manera tan súbita. Me giré. Ya no presenciaba la misma expresión presuntuosa como de hace un rato. Por el contrario, me sonreía de mejilla a mejilla; como lo haría un niño pequeño. Asentí con la cabeza, pero no conseguí responderle de inmediato. Callado, le serví un trago y él lo aceptó con la cordialidad de siempre.
—¿Nos sentamos?
Sugirió. A lo que yo respondí imitando su gesto. Me coloqué a su lado, en el sofá contiguo. Él tomó un sorbo y contrajo la nariz, abriendo y cerrando los labios con el sabor amargo recorriendo sus papilas.
—Es fuerte. ¿De qué año es?
Estoy confundido. No comprendo del todo sus intenciones. ¿Desea hablar del whisky o de algo más?
—No estoy seguro —dijo Félix, girando la botella para leer la etiqueta—. Creo que del 25.
—Un whisky como este, no se añeja en todos lados —manifestó el Agreste, de forma jovial— ¿Te sabe bien?
—Es sabroso —respondió Fathom, acobardado—. Al menos cumple su objetivo.
—¿Y ese cual sería?
—Una posible amnesia provisoria, quizás —determinó el Duque, rehuyendo de su mirada— ¿De qué otra forma bebería si no fuera por tal propósito?
—No lo sé —contestó el médico, jocoso—. Yo no busco olvidar nada. Mucho menos si se trata de mi pasado.
—¿Por eso tomas alcohol? —cuestiona el inglés, receloso— ¿Para recordar cosas?
—Me parece un acto noble —sisea Adrien, sin quitarle los ojos de encima—. Lo que alguna vez vivimos, nos marca para el futuro. Remembrar algunos pasajes de nuestra vida, me impulsan a entender mejor en quien me he convertido —reflexionó el francés—. ¿Acaso tu no hurgueteas en esos recuerdos, para afrontar el mañana?
—Solo cuando…estoy deprimido —confiesa abatido el monje.
—¿Y te sientes así ahora?
¿De qué iba? Un momento. Creo que ya…comienzo a entender todo esto. En cuanto lo comprendí, me quise golpear la frente con una roca. Joder, es que no puedo ser tan estúpido. ¿Desde cuando yo era tan mal pensado? Nunca permití que pensamientos tan intrusivos como esos me asaltaran. ¿Era acaso el regocijo de caer en cuenta, que no estaba del todo despoblado en el mundo? Por primera vez, me añoré una zona de confianza que me permitiera devolverle la mirada sin vergüenza. Él no quería agredirme. No era mi enemigo. El verdadero villano de esta historia, era mi hostil cabeza.
—Si. Me siento así, ahora —sentenció Félix, con la mirada humedecida en zozobra—. Primo…quiero que sepas, que yo no-…
—Te ves tan galante, Félix —halagó Adrien, delineando una sonrisa inocente en los labios—. Nunca te vi igual. De todos los años que pasamos juntos, aunque medio interrumpidos…siempre me resultaste tan misterioso. Tan lejano. Y ahora mismo, mírate. Eres todo un hombre ya. Con las convicciones claras y la madurez de un caballero. Bueno, no sé qué cosas digo —bufó, para sí mismo.; jugueteando con su vaso—. Si después de todo, eres un Duque. Un Graham de Vanily, nada más ni nada menos.
—N-no estoy…entendiendo del todo —sisea su compañero, abombado— ¿No me odias…?
—La pregunta me ofende —determina Adrien, azorado en un mohín hosco en las mejillas—. Por favor, no vuelvas a cuestionar algo así. Yo jamás sentiría tal cosa por ti.
—Perdóname. Es que…—Félix traga saliva, descendiendo la mirada hacia sus botas—. Te juro por lo más sagrado, que yo no pretendía hacer esto. Solo…se dio. Yo en verdad quisiera-…
—Ya basta de tanta tortura ¿Quieres? Comienza a dolerme el estómago —refuta el Agreste, con la cualidad de un muchacho optimista— ¿Te has visto en el espejo últimamente?
—¿Qué? —murmura, tentado a llorar.
—Te brillan los ojos, cada vez que la miras. Cuando hablas de ella. Cuando está a tu lado. No…espera —se calla, reculando— ¿Qué cosas digo? Su sola existencia, te retuerce por dentro. ¿No te parece maravilloso?
—No sé…que responderle…
—Félix. Te contaré algo —confiesa Adrien, degustando otro sorbo aún más extenso de su brebaje y de paso, sonríe con ganas—. Cuando mis padres decidieron arbitrariamente que debía contraer matrimonio con Marinette, yo no opuse reparos. ¿La razón? Porque soy un hombre muy complaciente, frente a las expectativas de otros. Te confieso, que no la amaba en ese momento. Me gustaba, sí. Es una persona increíble. Pero no lo suficiente como para elegirla a tales roles. Sin embargo, mi madre me dijo, que el amor era un sentimiento que se edificaba con los años. Y durante un tiempo, lo llegué a creer —carcajea— ¡Jaja! ¿No te parece irónico? Que una mujer como Emilie te diga eso, cuando ella fue capaz de renunciar a todo lo que tenía por amor. En fin. Cosas de chicas —adiciona, girando su vaso de un lado a otro—. Con el devenir de mis días a su lado, llegué a quererla tal y como era. Cuando Emma nació, todas mis inquietudes se disiparon en el aire. Finalmente entendí, que mi madre estaba equivocada. Y es que, no puedes casarte con alguien sin amarla primero. ¿Me explico? Todas esas maravillas que me contó de antaño, eran en el fondo construcciones que se dan con el pasar de las estaciones. Las peleas, los momentos felices, la intimidad febril, todo eso…se da por añadidura. No obstante, profesar confianza, complicidad y menudencias como esas, no puedes generarlas si no hay amor de por medio. Es muy imperativo que tales convicciones se mantengan desde un comienzo. Porque si no es así, nada de lo que hagas lo arreglará.
—¿Qué me estás contando, primo…? —parpadea animado, el inglés—. No estoy entendiendo del todo.
—Lo que quiero decir, es que ese matrimonio nunca hubiera funcionado de igual forma —exhala sereno, regresándole la visual con templanza—. Es cierto que hay cosas que puedes erigir con alguien. Pero las bases de ello, los cimientos, el suelo, lo primordial…es el amor. Si no lo hay, no lo habrá nunca. El vínculo se refuerza, pero no es suficiente. Tu debes estar con la persona que amas. O no estarlo. Es así de simple.
—Adrien, yo…—traga saliva, con un prominente rubor en sus pómulos—. Estoy muy enamorado de Marinette. En verdad, siento que no podría seguir viviendo sin ella. Se ha metido muy dentro de mí. Y no hay forma de que pueda imaginarla de otra forma —confiesa, acabándose de golpe el brebaje de su copa—. Se que debe de ser duro para ti entenderlo. Pero presiento que, de alguna forma, lo comprendes. Quizás yo no tenga un vínculo tan fuerte como tú lo tienes con ella, porque no tenemos hijos de por medio. Sin embargo, nada me gustaría más que…
—Si estás pensando en la estúpida idea de demostrarle tu amor, dando tu vida para refirmarlo, te digo desde ya que Marinette no es así —advierte el Agreste, risueño—. Espero de todo corazón que su relación funcione, sin tener que recurrir al sacrificio. Pero jamás uses tu vida, como una justificación. No importa lo que digan mis padres, la iglesia, el mundo entero. Ni si quiera importa ya, si nos entendíamos o no. Emma es el resultado del amor más tierno que puedes sentir por alguien. Y eso, nada ni nadie lo cambiará.
—¿Crees que Marinette es lo suficientemente independiente como para no sentir lo mismo? —pregunta, inquieto—. Quiero decir, ya sabes. Que un día diga: "Me voy a morir y me importa todo un rábano"
—Nah. Nadie siente en el fondo que está indefenso del mundo —se encoge de hombros, estirando su vaso para requerir otra ronda—. Es una mujer muy fuerte, lo admito. Pero no te dejes llevar por lo que aparenta. En el fondo, muy en el fondo…busca tu protección. No la desampares.
—Adrien. Entonces —rellena su copa, abarrotando la suya también— ¿No te molesta que ella y yo…?
—No. Jamás —sentencia jovial, el médico—. Y creo que nos debemos un brindis por eso ¿No? Salud —alza su bebida, chocándola contra la suya—. Después de todo, confío muchísimo en ti. Eres un niño muy bueno, primo. No podría dejar a la mujer que amé, en mejores manos. Ni a mi hija, vigilada en otros ojos. Vamos por la heredera de Tsurugi juntos y resolvamos esto de una buena vez. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —brinda.
Jamás me llegué a sentir en tanta paz conmigo mismo. Encontrar consuelo en mis labores, era algo sublime de conseguir en estos tiempos de miseria. Bendecí al universo, que el altísimo nuevamente hubiera intervenido entre ambos. Adrien seguía siendo en el fondo, el mismo chico de antes. Tan honorable como lo recordaba de niños. Y sincero, con el corazón distinguido que nos acaecía a nosotros, los Graham de Vanily. Mientras el hurtaba su última ingesta de alivio en aquel vaso de alcohol, yo sentía la imperiosa necesidad de abrazarlo. Besarlo. Llenarle la carita de mimos, agasajarle el cabello en caricias y confesarle a destajo que lo amaba. Como dos hombres de bien. Sin ningún tapujo de apremiantes morbosidades. Mas no lo hice.
Yo amo muchísimo a Marinette. Amo bastante a su hija. Amo demasiado a mi madre. Pero si hay alguien a quien ame más que a cualquiera, es a mi primo. Mi primo favorito. Un muchacho ilustre, distinguido, magnánimo, tan grande como su alma. Le pido perdón por robarle a la chica de sus sueños. Y de paso le ruego a los elementales, que no lo dejen morir en la total impunidad del desamor. Imploro que el altísimo sea inclemente con él y le mande a una buena mujer. Una mujer tan agraciada como él. Con el corazón sincero y un espíritu fastuoso. Lo mínimo que se merece, para un final feliz de esta historia…
Continuamos tomando y charlando hasta muy entrada la noche. Nos despedimos en el último escalón del palacio, en un extinto abrazo de hermandad. Adrien se encierra en su cuarto. Y yo en el mío. Repaso sus palabras latentes en mí, mirándome al espejo como sugirió. ¿Realmente me distingo como un hombre enamorado? Me cuesta trabajo reconocerme a mí mismo. Examino cada recoveco de mi rostro, que curiosamente aún mantiene su adolescente aspecto. ¿Soy un niño aún? ¿O soy un adulto, con aspecto de niño? No usuro tentar a mis sentimientos. No me siento orgulloso de la vida que llevo. Tampoco me jacto de mis logros, que por lo demás son muy escasos de valor. ¿Cómo alguien podría fijarse de mí? Con este aspecto, tan demacrado. Tan…
Alguien toca mi puerta. Abro y es Marinette. ¿Quién más? Viste una camisola blanca de seda, casi transparente como una tela de cebolla. Sus pequeños pezones sonrosados, resaltan sobre el género. Pero no es eso lo que me estimula a arrojarme a sus brazos. Es su mirada. Una imaginativa forma de idealizarme, como lo haría una lozana muchachita enamorada. Me ruborizo al instante. Asiento mis dedos contra su esculpida cintura, regalándole un beso apasionado en los labios. Ella exhala aire caliente entre tanto. El contorno de su delineado perfil, sugiere un prominente deseo de lascivia en su visita. Su cuerpo arde, en la frivolidad de la noche.
—Estoy ebrio —confiesa Félix, con la lengua entumecida y el rostro abochornado—. Bebí bastante.
—Lo noto —sisea Marinette, subversiva—. Apestas a whisky.
—¿Te molesta?
—¿Te parece que me moleste? —sugiere la fémina, empujándolo hacia atrás para cerrar la puerta, girando el cerrojo—. En unas pocas horas, partimos hacia otra provincia.
—Lo sé —advierte el inglés—. Por lo mismo, creo que deberías dormir.
—En dos días más, me voy a indisponer —advierte Dupain-Cheng, dando cuatro pasos hacia su cama—. No quiero desperdiciar mi tiempo en banalidades como esa.
—Aun así, deberías descansar —insta, el rubio.
—Lo haré —determina la chica, gateando sobre sus piernas hasta acabar sentada sobre el—. Solo si te callas ahora.
—¿Emma está durmiendo?
—Profundamente —determina, quitándole la camisa—. Le di una infusión de hierbas. No va a despertar.
—Solo quiero que sepas, que hoy hablé con mi primo. Le conté todo lo que sentía por ti —balbucea Fathom, imitando su gesto hasta desnudarla—. Te amo mucho, Marinette. No sabes cuanto…
—Y yo a ti, Félix —responde, afanosa—. Pero si no me tomas ahora mismo, puede que me enoje.
—No quiero eso —murmura Graham de Vanily, despojándose del pantalón—. Ven aquí. Te voy a mostrar, lo mucho que me gustas.
—No seas suave esta vez —demanda—. Se brusco…
—Como tu digas, mi amor…
[…]
—¿Qué dice aquí? —cuestiona Emma, fuertemente indiscreta— ¿Puedes leerlo?
—Dice…—Couffaine hace amago de paciencia, releyendo mil veces el texto antes de responder— Mhm… "Anuncio de u-utili-utilidad pública. Todo aquel que te-tenga ga-gana-gansa-ganade…no. Ganado —reformula— Puede venir a recoger un saco de p-pienso de las reinas"
—Del reino —corrige la Agreste, orgullosa de su lección— ¡Muy bien, Luka! ¡Eso dice! ¿Qué significa entonces?
—Que todos los que tengan animales, pueden pedir un saco de comida para alimentarlos de forma gratuita —declara Luka, sacando pecho— ¿Está bien?
—¡Excelente! —brinca la chica, jocosa— ¡Así es!
20 de octubre de 1456. Esa mañana.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Luka ya sabe leer! —chilla Emma— ¡¿No les parece genial?!
—No seas tan modesta, pequeña —Couffaine se rasca la nuca, avergonzado.
Pero sus padres no parecen estar del todo concentrados en su declaración. Adrien, ajusta las riendas de su caballo, con ojeras de mapache debajo de los ojos. Mismo gesto calca Marinette, soltando un bostezo de aquellos. Revelando que claramente le faltan horas de sueño. Emma los tironea a ambos de sus prendas, exigiendo atención inmediata.
—Oigan. ¿Qué les pasa? —rezonga la hija, frunciendo el ceño— ¿Acaso no durmieron bien? Sabían que tenían que viajar hoy.
—Perdona, cariño —despabila Adrien, tomándola entre sus brazos en el proceso—. Me quedé hasta tarde hablando con tu tío Félix. Pero no temas, te van a cuidar muy bien mientras no esté.
—¿En serio no puedo ir con ustedes? —consulta apabullada la chica.
—No mi amor —interviene Marinette, solapada—. Estarás más segura aquí en palacio. Te quedas en buenas manos, lo prometo. No demoraremos mucho.
—Uff ¿Tú también te quedaste tomando anoche? —protesta la niña—. Hueles a oso, mami.
—¿Qué? Pero si me bañé esta mañana…—Marinette se sonroja al instante— ¿Eh?
—Emma —Adrien ha captado las indirectas, notando como el rostro de Félix se desfigura a lo lejos. Hace una pausa, indicando—. Todos pasamos una noche dura. Tuvimos que afinar los detalles del viaje. Pero te prometo que en cuanto volvamos, saldremos a cabalgar juntos. ¿Te parece?
—¿Me traes un regalo? —demanda la rubia, removiéndole los cabellos con las manitos—. Se que irás a Toulouse. Y ahí hay muchas artesanías de quesos.
—Te traeré entonces un queso —le cierra un ojo— ¿Va?
—¡Si! —asiente satisfecha— ¡Quiero queso añejo!
Un poco más allá.
—Deberías disimular un poco mejor, Fathom —cuestiona Zoé, risueña— ¿Te estas volviendo viejo o no te la puedes?
—No molestes —farfulle Félix, abochornado—. Marinette es insaciable. No la conoces del todo…
—Como se nota que nunca te tocó una mujer de verdad. Espero le hayas dado unas dos rondas —carcajea, montando de golpe su caballo— ¡Nos vamos, muchachos! ¡Formen filas!
—¿Dos rondas? Fueron como mil…—Graham de Vanily, se empotra sobre su corcel.
—¡Mi lady! —advierte uno de sus caballeros—. El barón y sus tropas, ya están aquí.
—¡Barón! Le doy la cordial bienvenida a ti y a tus hombres, a mis tierras —manifiesta Zoé, en un encuentro de manos optimista—. Lamento mucho que haya tenido que bajar de los Alpes, para esta trivialidad.
—Muchas gracias por aceptar mi ayuda, duquesa —consiente Nathaniel—. Y por favor, no diga tal cosa. No es una menudencia. Estoy un poco al tanto de la situación que atraviesa y dada nuestra vieja amistad, era lo mínimo que podía hacer.
—¿Quién es el pelirrojo? —sisea Lila Rossi, con ademán de galantería—. Está bastante guapo.
—Es el barón Kurtzberg —explica Couffaine, mientras acomoda la montura de su caballo—. Pero yo que tu no gastaría mi tiempo en él.
—¿Acaso es casado?
—No —sentencia Luka, montando de un brinco—. Simplemente no eres de su gusto. Digamos que el…prefiere más la compañía de un varón, que otra cosa.
—Ah. Ahora entiendo por qué con Zoé se conocían de antes —resopla atosigada la morena—. Son igual de inmorales.
—Deberías tener más cuidado con lo que dices de ella, delante de otros —señala el peliazul—. Si te llega a escuchar, hará rodar tu cabeza.
—Tu tranquilo, herrero. Zoé no puede matarme.
—Claro que puede —interrumpe Félix, galopando hacia ambos—. En cuanto encontremos a Tsurugi, lo primero que hará será ejecutarte. ¿Para qué mantenerte con vida? Si ya has entregado toda la información que necesitábamos —añade, taloneando el animal hasta adelantarse— ¡No lo alargues más y muévanse!
—Eso está por verse, inglés estúpido…—piensa la boticaria, con llamas en los ojos.
Las tropas se reúnen en la plaza de la villa, formando una línea recta casi perfecta en dirección sur. Próxima parada, Toulouse. Una provincia sin tierra de nadie, que durante años se ha mantenido en disputa. Pero eso es algo que la japonesa debe de haber entendido muy bien. Por algo eligió ese lugar ¿No? Estoy ansioso por saber, qué clase de persona es esa tal… "Kagami Tsurugi".
[…]
Un hombre de baja estatura, caminar flemático y armadura escarlata, recorre el sendero de un pabellón de banderas y estandartes que hondean al viento. El cielo amenaza con una tormenta de truenos y relámpagos. Por lo que ha exigido que los caballos sean escoltados bajo techo, a resguardo de las crudezas del frio. Carga en la mano derecha un rollo de papel con una cinta dorada. Y en la izquierda, retiene una espada larga a su cintura. Tras pasar por un campamento de tiendas, hogueras casi consumidas y la chachará de un par de soldados, se adentra al interior de una carpa. Mucho más grande y prominente. En el interior, le aguarda una muchacha que parece estar más concentrada en el mapa que tiene plegado sobre la mesa, que en su inoportuna visita.
—Que sucede, Nobu —consulta Kagami, con expresión metálica.
—¡Hai! —la saluda en una reverencia—. Tsurugi-san, le traigo noticias del norte.
—Espero sean buenas.
—Me temo que…no del todo, mi señora —el hombre le entrega el documento—. Los vigías apostados en las montañas divisaron un contingente de soldados, cruzando el rio.
—¿ingleses?
—No —advierte— franceses.
—Ya veo —murmura la muchacha, releyendo el texto— ¿Distancia?
—A unas, dos semanas aproximadamente —confiesa—. Si es que las inclemencias del tiempo no los retrasan.
—El clima es lo de menos. Los caminos están plagados de esas cosas —sisea, con el ceño fruncido—. Tardarán en llegar.
Un silencio inquieto se instaura en el aire, sopesando la amargura que expele la guerrera. El samurái, la observa respetuoso; aguardando su respuesta. La que no llega del todo.
—¿Ordenes?
—Ninguna —Tsurugi ensancha la carta, incinerándola con el fulgor de una vela que reposa sobre su escritorio—. No nos vamos a mover de aquí. Todo sigue tal cual.
—Pe-Pero…—traga saliva, preocupado—. Con todo respeto. Podrían ser hostiles.
—No lo sabremos hasta que no declaren sus verdaderas intenciones —masculle la peliazul—. De igual forma, confrontarlos no hará que la rata cobarde de Agreste salga de su cochina cueva. Los hombres están cansados. Tienen hambre y frio. Mi prioridad ahora es hacerlos recobrar la moral para retomar la campaña —se gira hacia él—. Lo entiendes ¿Verdad?
—Claro que lo entiendo, Tsurugi-san.
—Y entonces ¿Por qué me miras así? —sugiere molesta, la noble— ¿Crees que estoy feliz de estar atrapada en este asqueroso sitio?
—Dis-Disculpeme si mi semblante la ha ofendido de alguna forma —tartamudea el soldado, cabizbajo—. No era mi intención, Tsurugi-san. Usted sabe que yo siempre la he respetado.
—Pues entonces cuida mejor tu horrenda cara —le amenaza Kagami, apuntando una daga directo hacia su cuello—. Porque la próxima vez que me mires así, te abriré yo misma el pecho y me comeré tus entrañas. ¿Te queda claro?
—¡M-Muy en claro! —asiente despavorido, el muchacho.
—Ahora, lárgate.
Mas atormentado que otra cosa, el militar hace abandono del tenderete con claros signos de pánico. Trémulo, se frota la cara con ambas manos y sacude la cabeza de lado a lado para entrar en razón. ¿Realmente es respeto lo que aquella muchacha impone al resto? ¿O es más bien miedo?
Desde el interior, Kagami libera una sonrisa juguetona. El filo de su cuchilla le resulta una buena pieza de traviesas artimañas. Sin embargo, no hay quien la logre entretener por ahora. Hastiada con la noticia, clava el puñal contra la frente de lo que, a todas luces, es un cráneo humano. Producto del impacto, este se parte en dos, desmoronando así una pila de otros. Una exquisita colección de trofeos de guerra, que la estimulan a terminar su beligerante contienda. Aunque así, tenga que acabar con el mundo en su totalidad.
—No te preocupes, madre. Personalmente me encargaré de vengar tu muerte —sentencia—. Gabriel Agreste. Tú serás mi próxima cena.
La marca se expande por su frente, hinchado dos venas azules que sobresaltan salvajes de sed. Una sed infinita…de carne humana.
