Capítulo 25
Un atrevido galanteo
Era una tarde soleada, y la heredera de los Jarjayes, vestida como una hermosa plebeya, se sentía abrumada por el peso de su destino.
Tal era el desconcierto que sentía en su corazón, que para Doña Adelaide, su hija y las amigas de su hija, el cambio en su actitud fue muy notorio; ella había pasado de la felicidad que le producía hablar de todas las cualidades del hombre que amaba a la incertidumbre y el temor a perderlo en tan sólo un segundo, y eso entristeció a las mujeres que la acompañaban.
- Françoise, por favor, perdónanos. - le dijo Emma.
- Sí, no nos hagas caso. - le dijo Francesca, arrepentida por haberla hecho sentir mal al expresar tan ligeramente lo que pensaba. - Es cierto lo que dijo mi madre: nosotras no sabemos nada de la vida. - afirmó.
- Es cierto... - le dijo Gabrielle. - Yo si he tenido novios, pero todos han sido unos barbajanes, como dice Doña Adelaide . - le confesó para hacerla sentir bien.
La heredera de los Jarjayes se sentía confundida, ya no tanto por cómo se sentía al tener que enfrentar a André, sino por lo que le estaba pasando con esas muchachas. Era la primera vez que sentía lo cálidas que podían ser las mujeres cuando se trataba de consolar a alguien que estuviera pasando por un mal momento, fuera que la conozcan bien o no, como era en ese caso.
Y es que la realidad era que durante toda su vida el gran amigo de Óscar fue siempre André. Él escuchaba sus problemas, sus dudas, sus temores, y si bien para ella era el mejor amigo que alguien pudiera tener, no dejaba de ser un hombre. En cambio con ellas, la heredera de Regnier estaba conociendo el lado desconocido de ser mujer y la empatía que podían llegar a mostrar en determinadas circunstancias, una empatía que ella también tenía, pero que no reconocía en sí misma al haber sido educada como un hombre.
- No se angustien por mí…. - les dijo Óscar con una sonrisa. - Cualquier cosa que pase la tendré que enfrentar con fortaleza. - les dijo, sacando una determinación que no había mostrado hasta ese momento, y ellas se sorprendieron.
Y antes de que la Comandante de la Guardia Francesa muestre más de su propia personalidad, apareció el niño que se había adentrado en el mercado del centro de París, trayendo el ingrediente que la nana de Oscar necesitaba.
- ¡Señorita!... Aquí tiene el vadouvan. - le dijo Pierre, agitado, y puso la bolsa que lo contenía entre sus manos.
- Muchas gracias, Pierre. - le dijo ella con dulzura, y le entregó el dinero que traía para el ingrediente.
Todos habían sido tan generosos con ella que Óscar hubiese querido aliviar, al menos temporalmente, la angustia económica que sentían en esos momentos, sin embargo, se contuvo.
No podía delatarse. Darle a Pierre más dinero de lo que costaba ese ingrediente o apoyar a la vendedora de jugos y a las jóvenes que la acompañaban hubiese sido equivalente a admitir que ella era de la nobleza, y ese lugar era demasiado peligroso como para dar a notar algo como eso.
Entonces, luego de unos segundos, Óscar se levantó de donde estaba sentada y se dirigió a Doña Adelaide y a las muchachas.
- Madame Adelaide, Francesca, Emma, Gabrielle… ¿Cómo puedo agradecerles toda su bondad ?. - les dijo, con una elegancia que le era difícil de ocultar.
- Hija, sólo sé feliz. - le respondió Doña Adelaide, y todas asintieron con la cabeza.
Entonces, conmovida, Óscar las miró una vez más y les sonrió agradecida. Tras ello, se despidió y se dirigió hacia el lugar donde la esperaba su cochero.
- ¡Suerte con la cena! - le gritó Gabrielle, mientras la heredera de los Jarjayes se perdía en el horizonte.
...
Muy cerca de esa zona, una parte de la compañía B se había dividido para vigilar la ciudad más tumultuosa de toda Francia.
Al lado de Armand, André recorría la zona de Saint Antoine y todo parecía estar muy tranquilo aquel día, sin embargo, no podía evitar sentirse preocupado.
- "¿Estaré exagerando?" - se preguntó a sí mismo. - "Óscar siempre ha sabido cuidarse muy bien, pero como están las cosas no me gusta nada que ande sola." - pensaba, impaciente porque la heredera de Regnier de Jarjayes vuelva a reunirse con el grupo de la tarde, que había quedado en manos del Coronel Dagout.
Por su parte, Óscar ya había llegado al lugar donde se suponía que la estaría esperando su cochero, Don Bertino, pero por más que lo buscaba con la mirada por todas partes, no había rastro alguno de él .
- "¿Pero dónde se metió?" - se preguntó intranquila.
Entonces, para su sorpresa y estupor, notó que dos guardias de su regimiento caminaban en su dirección.
- "¡Maldición! ¡Son Jean y Lasalle!" - pensó Óscar.
Una de las actividades de la Compañía B era vigilar la zona que colindaba con el mercado de París, pero aunque la heredera de los Jarjayes lo sabía cuando emprendió su misión, nunca cruzó por su mente tener que encontrarse con alguno de ellos; la zona era amplia y sólo estaba a cargo de dos soldados por turno, por lo que consideró que toparse con alguno era muy poco probable.
Jean y Lasalle iban en sus caballos cuando se percataron de la presencia de una bella dama que, solitaria, parecía esperar a alguien, sin saber que aquella mujer no era otra que su mismísima comandante.
Entonces, sin bajar de sus caballos, ambos se acercaron a ella, y Óscar, con los nervios a flor de piel, se cubrió la mitad del rostro con la pañoleta que ya venía cubriendo su cabello.
- Señorita, ¿espera a alguien? - le preguntó Lasalle, muy cortésmente. - Esta zona no es segura para una dama. - le advirtió.
Y Óscar, aún cubriéndose la cara, fingió reír con delicadeza.
- No se preocupe por mí, soldado. Estoy esperando al cochero que me llevará a mi casa. Puede seguir adelante con sus obligaciones. - le dijo ella, tratando de parecer una simple plebeya e intentando que se vayan.
Entonces Jean bajó de su caballo y se acercó a ella, poniendo nervioso a su compañero. Lasalle sabía bien que la debilidad de Jean eran las mujeres, y estaba convencido de que si el coronel Dagout - que también vigilaba la zona - los encontraba distrayéndose de sus obligaciones de seguro los castigaría, por lo que comenzó a mirar para todas partes aún subido en su caballo.
Por su parte, al ver que su subordinado se le acercaba, la heredera de los Jarjayes empezó a cubrir aún más su rostro, en un intento de que no descubran que se trataba de ella.
- Señorita, no podemos dejar sola a una dama tan bella. Por favor, permítanos escoltarla hasta que llegue su cochero. - le dijo Jean, con una clara intención de cortejarla.
Y Óscar, fingiendo ser una dama indefensa, volvió a reír con delicadeza.
- Soldado, por favor, insisto en que no deben preocuparse por mí. - le dijo ella fingiendo dulzura. - No creo que a su comandante le haga gracia que pierda el tiempo haciéndome compañía. Me imagino que tiene múltiples responsabilidades que atender. - le dijo casi sarcásticamente, y haciendo énfasis en la frase 'múltiples responsabilidades'.
- Insistimos. - respondió Jean en un tono muy amable y ante la mirada sorprendida de Lasalle, que no podía creer que lo involucre en algo como eso.
- ¡Le dije que no, soldado! - exclamó Oscar enérgicamente y en su tono normal de voz. Entonces Jean se paralizó.
Sabía que había escuchado antes esa voz: ¡lo sabía!, pero lo que no sabía era en donde. No obstante, de lo que el soldado sí estaba seguro es que esa voz le inspiraba respeto, incluso miedo. Y Oscar, temiendo haberse puesto en evidencia, volvió a reír cual damisela indefensa.
- Estoy muy agradecida con usted, pero en verdad no necesito que nadie me escolte. - le dijo Oscar fingiendo amabilidad e inocencia, y en el instante en que terminó su frase apareció Don Bertino, quien conduciendo su carruaje se acercaba al punto donde habían quedado en encontrarse
- Ahí está mi cochero. - les dijo Óscar a sus soldados, aliviada por poder salir al fin de esa situación.
- Hasta pronto, bella dama. - le dijo Jean tratando de llamar su atención, mientras que su comandante - quien no había dejado de cubrir su rostro en todo ese tiempo - se subía a su coche, el cual era conducido por el más distraído de los cocheros de todo Versalles.
- ¡Vámonos, Don Bertino! ¡ A todo galope! - dijo imperativamente la hija de Regnier, y al reconocer la voz de su ama, el cochero partió a toda velocidad.
- ¡Tengo descansos todos los martes por la tarde! ¡Cuando quiera puede ir a verme al cuartel! - le gritó Jean de manera muy intrépida, mientras veía cómo el carruaje de la plebeya que acababa de conocer se alejaba, y sin siquiera sospechar que se estaba dirigiendo a su mismísima comandante.
Mientras tanto, ya subida en su carruaje, la heredera de los Jarjayes estallaba de ira.
- "¡Deberían estar concentrados vigilando la seguridad de París en lugar de perder el tiempo intentando conquistar mujeres!" - pensó indignada, pero después empezó a reír, recordando lo que había sucedido. Al menos ese incidente le hizo olvidar por un momento el dolor que le producía sentirse incapaz de declararle su amor a André.
...
Fin del capítulo
