Capítulo 32
El inicio de las vacaciones
Habían pasado unos días desde que los soldados de la Guardia Francesa salieron de vacaciones a excepción de André y Oscar, quienes permanecían trabajando en el cuartel militar.
Aquellos eran los días más felices para André, porque - a pesar de que Oscar andaba muy enfocada en su trabajo - lo llenaba de alegría saber que ella lo amaba, y pasar los días a su lado como en los viejos tiempos.
Durante las largas horas que pasaban en el despacho planeando sus actividades para los tiempos venideros, él no podía evitar contemplarla cautivado mientras ella le explicaba alguna idea que le venía a la cabeza o algún plan complementario a su estrategia, aunque trataba de disimular normalidad cuando Oscar volteaba la vista hacia él. A ella le ocurría lo mismo, y aprovechaba los momentos en los que André estaba concentrado en algún tema para observarlo.
Para Oscar, ningún otro hombre sobre la faz de la tierra podía resultarle más atractivo. Aquel porte tan masculino - perfectamente combinado con la belleza de su rostro - hacía que por momentos olvide todo lo que estaba haciendo. Cada vez le resultaba más difícil disimular lo que André le hacía sentir, y es que no solo era el hecho de amarlo con tanta intensidad lo que la tenía en ese estado, sino también que él despertaba en ella sensaciones hasta hacía un tiempo desconocidas, que por su inexperiencia en los terrenos del amor no lograba identificar como deseo.
Su cuerpo esculpido como la más bella estatua del dios más perfecto de la antigua Grecia, aquellos ojos verdes enmarcados por esas largas pestañas tan azabaches como su cabello, y sus labios - aquellos labios que la besaron por primera vez con tanta ternura y pasión en sus años de juventud - muchas veces no la dejaban pensar con claridad, menos aún pasando tantas horas solos tan cerca el uno del otro. Sin embargo ya era sábado, y siendo también que ya habían terminado con todo lo que tenían pendiente, sus vacaciones habían empezado.
El General Jarjayes también había pedido algunos días libres, de hecho, se los había pedido al General Boullie esa misma semana, y aquella mañana, luego de haber desayunado, la ex comandante de la Guardia de Su Majestad - sentada en el pequeño recibidor de la mansión - no podía olvidar una charla que tuvo con él algunos días antes, una charla que había inquietado su corazón y su tranquilidad:
- Dime hija... ¿de qué querías hablar conmigo? - le había dicho el general cuatro días antes, luego de que Oscar le pidiera hablar en privado con él y de que ambos ingresaran al despacho de la mansión familiar.
Y mientras Regnier se sentaba detrás de su escritorio y tomaba su pipa para encenderla, Oscar le dijo:
- Padre, ¿cómo ves la situación de Francia?... ¿Crees que podamos salir de los problemas en los que nos encontramos?
Y él, con un evidente rostro de preocupación, miró a su hija mientras lanzaba su primera bocanada de humo.
- Oscar... Durante mis años de servicio en el ejército he sido testigo de muchas crisis, pero debo confesarte que nada se compara con lo que veo ahora... - le dijo, y bajó la mirada pensativo. - En el supuesto caso de que el rey decida instaurar los Estados Generales, su único planteamiento será el de incrementar los impuestos para poder pagar la deuda adquirida y para salir de la crisis financiera, y claro, es la única salida, pero por otra parte, eso sólo despertará la furia de la plebe... - dijo el general preocupado.
Tras escuchar a su padre, Oscar se sentó frente a él, y en silencio, empezó a jugar con un pisapapeles que había tomado del escritorio mientras pensaba en sus palabras.
- Hija, he tomado una decisión. - le dijo de pronto.
- ¿Una decisión? - preguntó ella.
- Sí, Oscar. He decidido que venderé las dos terceras partes del total de las propiedades de los Jarjayes y trasladaré el dinero que obtenga a Suecia mientras todo esto pasa. - le dijo Regnier, ante la mirada atónita de su hija.
- ¡Pero, padre! - exclamó su heredera, mostrando un claro desacuerdo con su decisión.
- No tengo alternativa. - le dijo él. - Es la única forma de proteger nuestro patrimonio.
Y tras decir esto, Regnier dejó su pipa sobre uno de los ceniceros que estaban frente a él.
- ¡Padre! ¡Te suplico que no lo hagas! - le dijo Oscar. - Si vendes las propiedades ¿qué va a ser de los trabajadores de nuestras tierras? - le dijo.
- ¿Acaso crees que esto es fácil para mí? - le respondió Regnier. - Esas tierras han pertenecido a los Jarjayes durante generaciones y es muy duro tener que deshacerme de ellas, pero debo pensar en nuestra familia... Y principalmente en tu futuro.
- ¡Pero, padre! - insistió ella.
- Oscar, sé que sin consultarme organizaste la administración de todas nuestras propiedades para que tus ingresos como mi heredera sean destinados a proporcionar alimentos y medicinas para nuestros trabajadores, que contrataste médicos para que den atención a los enfermos y que creaste subvenciones a los impuestos que la clase trabajadora debía pagar a la realeza. - le dijo Regnier.
- Padre... yo... - le dijo ella, pensando que él le reclamaría sus acciones.
- Debo decir que primero me pareció un disparate, pero nunca te dije nada porque desde que te hiciste adulta decidí respetar la forma en la que administrarías tu dinero. Sin embargo, aunque en un inicio me pareció una locura lo que hiciste, ahora te agradezco que lo hayas hecho. - comentó el general, ante la sorprendida mirada de su hija.
Y luego de decir esto, Regnier se levantó de su escritorio y se dirigió a la ventana para ver hacia el exterior.
- Gracias a tus acciones, los Jarjayes somos queridos y protegidos por los pobladores cada vez que viajamos a alguna ciudad donde la familia tiene propiedades. - comentó su padre. - Fue una noble acción de tu parte, sin embargo, las cosas se están poniendo difíciles, y para serte sincero temo que llegado el momento se nos despoje de todo lo que nos ha pertenecido durante años y quedemos desamparados. - le dijo. - Lo siento hija, pero estoy decidido y no pienso cambiar de opinión en esto. - finalizó determinado.
Entonces Oscar empezó a llenarse de angustia... ¿qué sería ahora de aquellas personas a las que tanto se había esforzado por proteger? ¿acaso el nuevo amo de esas tierras estaría dispuesto a hacer lo que ella había hecho por sus trabajadores?... Lo veía muy poco probable, pero sabía que el patriarca de la familia tenía plena libertad de hacer con sus propiedades lo que creyera conveniente, por lo que trató de razonar con él.
- Padre, tú mismo me dijiste que gracias a la forma en la que nos hemos comportado con nuestros trabajadores ellos nos protegen cuando circulamos por los alrededores de nuestras tierras. Si los dejamos en manos de cualquiera se sentirán traicionados por nosotros; será contraproducente.
- Hija, no es mi intención dejarlos desamparados. - aseguró el general. - Junto con los administradores estamos viendo la forma de que cada una de las familias que trabajan en las propiedades que serán vendidas reciban una bonificación de parte de los Jarjayes, y seguiremos colaborando con la atención médica de la zona. En cuanto a los impuestos, lo único que podemos hacer es dejar ciertas clausulas en el contrato de compra-venta para que el nuevo amo proteja a sus trabajadores de manera que tengan dinero suficiente para vivir dignamente. - le dijo Regnier. Sin embargo, Oscar aún lucía angustiada.
El conde continuó:
- Oscar, muchos nobles están interesados en comprar nuestras propiedades porque lo que más les llama la atención - aparte de la riqueza de nuestras tierras - es que se hayan mantenido productivas a pesar de los problemas, y eso se debe a la forma en la que están siendo administradas actualmente. Estoy seguro que el futuro dueño va a tener eso en consideración cuando las adquiera. - le dijo Regnier, y Oscar se quedó en silencio.
En el fondo, la hija de Georgette sabía que su padre tenía razón al querer proteger el patrimonio que tanto les había costado a sus antepasados y a él mismo, sin embargo, a ella aún le preocupaba la suerte que pudieran correr las personas que trabajaban para ellos si sus tierras caían en manos infames.
- Padre, entiendo tu posición en esto, y por eso no voy a insistir en que desistas de una decisión que ya tomaste... - le dijo Oscar. - Sin embargo, como tu única heredera quisiera pedirte tres cosas. - le dijo.
- Te escucho. - le respondió su padre.
- Quisiera tener voz y voto en la elección de las familias que comprarán nuestras propiedades. - le dijo.
- De acuerdo, hija. - respondió Regnier.
- En segundo lugar, quiero pedirte que apenas se estabilice la situación de Francia hagamos todo lo posible para que esas propiedades vuelvan a manos de los Jarjayes. - le pidió a su padre.
- Es mi mayor deseo, Oscar... - respondió el general, y luego de unos segundos, Oscar continuó:
- Por último, quisiera pedirte, no, más bien suplicarte, que por favor no te deshagas de nuestras propiedades en Arrás y Normandía... - pidió ella, con la voz casi entrecortada.
Para Oscar, aquellos lugares tenían un significado realmente especial; tenía una conexión cercana con los trabajadores de aquellas propiedades y además ahí conservaba los recuerdos más bellos de su vida, por lo que no concebía la idea de perder aquellas tierras.
- No tenía pensado deshacerme de las tierras de Normandía, y en cuanto nuestras propiedades en Arrás, te prometo que lo pensaré. - le respondió Regnier.
- Te lo agradezco, padre. - le dijo Oscar.
Y así terminó aquella plática ocurrida el último Martes de la semana.
Desde ese día, y luego de llegar a la mansión después de haber culminado sus jornadas laborales, Oscar platicaba con su padre sobre ello casi a diario, y mientras eso ocurría, André pasaba el tiempo con su abuela y con el personal de la mansión, y eso había vuelto a alborotar a las muchachas del servicio.
Beatrice y Anne no paraban de hablar de lo guapo y educado que era André, Mirelle - aunque hacía esfuerzos por evitarlo - no dejaba de soñar secretamente en que él comience a verla como mujer, y Brigitte, por su parte, no podía quitarse la idea de que entre el nieto de Marion y la señorita de la casa estaba pasando algo, lo cual la tenía sumamente angustiada.
- ¡Que día! - dijo André, mientras se sentaba en el comedor de la cocina.
- ¿Terminaron de empacarlo todo? - preguntó Stelle, quien junto con Mirelle y Brigitte ordenaban la fruta que acababa de llegar del centro de París.
- Sí... - le respondió el nieto de Marion agotado. - Pero valió la pena el esfuerzo si es por una buena causa. - comentó.
- La señora ha sido muy generosa al organizar ese evento benéfico en la ciudad de la señora Cloutilde. - comentó Mirelle.
- Madame Georgette siempre ha tenido un gran corazón, y sus hijas también. - mencionó Stelle, quien después de Marion era quien más años tenía al servicio de la familia. - ¡Oh no! - dijo de pronto.
- ¿Qué sucede, Señora Stelle? - preguntó Brigitte.
- Olvidé uno de los cestos de fruta en la entrada del patio. - respondió la cocinera. - ¿Me acompañas a ir por él? - le preguntó a la joven.
- Yo puedo ir por él, Stelle. - dijo André de inmediato, poniéndose de pie.
- De ninguna manera. - respondió ella. - Has estado trabajando todo el día sin parar... Quédate aquí... No pesa tanto como para que no podamos hacernos cargo nosotras. - le dijo la cocinera, y de inmediato, salió junto con la más joven de las sirvientas.
Y luego de que ambas mujeres dejaran a André y a Mirelle solos en la cocina, él comentó:
- Stelle exagera. Aún puedo seguir trabajando.
Y tras decir esto, se levantó de donde estaba sentado. - Por cierto, Mirelle, mi abuela me encargó llevar unos vestidos de seda a la lavandería mañana... Al fin tendré la oportunidad de saludar a tu futuro esposo. - le dijo a la doncella, y ella bajó la mirada.
- André, Thomás ha estado en Normandía durante los últimos cuatro meses... No lo encontrarás en la lavandería. - le dijo ella, en un tono de resignación.
- ¿Qué dices? - exclamó André sorprendido.
- Viajó a Normandía para visitar a un tío que estaba enfermo y aún no ha regresado. - le dijo ella. - Sólo nos comunicamos mediante cartas.
Aquella confesión dejó a André sin palabras; no podía creer que un hombre sea capaz de alejarse por tanto tiempo de la mujer que sería su futura esposa, y menos aún que su única comunicación sea a través de cartas. Finalmente no era imposible para un plebeyo viajar desde Normandía hasta Versalles cada cierto tiempo, por lo que esa situación le pareció bastante extraña.
- Lo siento, no sabía que no se habían visto en tanto tiempo. - mencionó André, y ella volteó para poner su mirada sobre él.
- Está bien, André... - le dijo. - La verdad es que ya me he acostumbrado. - comentó la doncella, y en ese momento, la heredera de los Jarjayes ingresó por la puerta y se sintió extrañamente incómoda por la forma en la que Mirelle estaba mirando al hombre que amaba.
- Oscar... - le dijo André, y sonrió por la felicidad de volver a verla, a pesar de que se habían visto un rato por la mañana.
- Buenos días, Lady Oscar. - saludó la joven.
- Buenos días, Mirelle. - respondió ella, con la seriedad que la caracterizaba. - ¿Y Stelle?
- Debe estar por regresar. - respondió André. - Fue con Brigitte por un cesto de fruta que olvidó en el patio.
- Ya veo... - dijo ella.
- Con su permiso, iré a regar las flores. - les dijo Mirelle, y salió de la cocina. Por algún motivo Oscar la intimidaba, y es que aunque no era la intención de la ex comandante de la Guardia Real asustar a nadie, su sola presencia lograba provocar ese efecto en algunas personas.
- ¿Quieres un café? - le preguntó André.
- Me gustaría uno, sí. - respondió ella.
- Ve al salón, enseguida te lo llevo. - le dijo él.
- Gracias André. - respondió Oscar.
Algunos minutos después, el nieto de Marion llegó al lugar donde ella se encontraba. Y Oscar - que ya había tomado una de las tazas de porcelana que contenía el café recién hecho por André - caminó hacia un gran ventanal, y mientras miraba hacia el exterior le hizo una pregunta:
- André... ¿qué piensas de las muchachas que trabajan en el servicio?
Y sorprendido, el hijo de Gustave Grandier - quien también sostenía una taza de café en las manos - levantó su mirada hacia ella.
- ¿Que qué pienso? - preguntó él, sin saber que decir.
- Sí... Son amigos, ¿cierto? - insistió ella, aunque no parecía que esas preguntas vinieran acompañadas de ningún tipo de emoción.
- Podría decirse que si lo somos, Oscar. - respondió André finalmente. - De las cuatro, a quien conocí primero fue a Mirelle, hace aproximadamente cinco años, y de inmediato me llevé muy bien con ella. De hecho, yo estuve presente el día que conoció a Thomas, su prometido, un día en el que mi abuela me pidió como favor que la lleve a una lavandería de París donde acostumbramos llevar los vestidos a lavar... Después llegaron Anne y Beatrice, casi al mismo tiempo. Ellas también son muy amables y trabajadoras, y siempre están dispuestas a ayudar. Finalmente está Brigitte, quien es la más joven de todas. Ella es muy dulce, diría que hasta un poco tímida, pero también tiene un gran corazón... ¿Por qué lo preguntas? - le preguntó André, algo intrigado.
- Solo curiosidad. - respondió ella, y volteó hacia él sonriendo dulcemente.
Sin embargo, detrás de la pregunta de Oscar había algo más, y es que ella había notado que durante las tardes André pasaba varios minutos conversando con ellas, y aunque la hija de Regnier no se caracterizaba por ser una mujer celosa, no podía quitarse de la cabeza que - para Stelle - André era una especie de "gallo en el gallinero" para las muchachas, y que todas soñaban secretamente con casarse con él. Pero no era solamente eso lo que la hacía sentirse ligeramente inquieta, sino también recordar aquella ocasión en la que sorprendió a su cocinera y a una de las sirvientas conversando sobre los sentimientos que tenía Mirelle hacia el hombre que amaba, y es que Stelle tenía la teoría de que la muchacha se había enamorado de André a pesar de estar comprometida, cosa que a la misma Oscar le parecía posible, ya que durante esa semana había notado que Mirelle lo miraba de una forma muy particular.
Por su parte, el nieto de Marion no tenía idea de las razones por las cuales Oscar le hacía ese tipo de preguntas, y es que aunque apreciaba a las muchachas, jamás había pensado en ellas de otra manera que no fuera como compañeras de trabajo o como amigas. De hecho, Oscar era la única mujer en la que él pensaba y siempre había sido así, a pesar de que en alguna lejana época hubiera tratado de olvidarla pensando que el suyo era un amor imposible.
- Oscar, ¿sabes a qué hora parten tu padre y mi abuela? - preguntó André.
- A las tres de la tarde. - respondió ella, y dándose cuenta que él lucía preocupado por ese viaje, se acercó a él y tomó cariñosamente sus manos entre las suyas. - No te angusties... Mi nana no correrá ningún peligro. - le dijo, llenándolo de paz. - La compañía de mi padre es una de las mejores, y no permitirá que nada malo les suceda. - le aseguró Oscar, y él sonrió.
Aquella tarde, Regnier de Jarjayes y Marion Glacé partieron al encuentro de Georgette, llevando consigo todas las cosas que la madre de Oscar había encargado comprar para los más necesitados.
La abuela iba muy entusiasmada; pronto vería nuevamente a su niña Cloutilde. Desde que la hermana de Oscar se casó para formar su propio hogar eran muy pocas las ocasiones en las que se encontraban, y aunque pasarían muy poco tiempo juntas para Marion era suficiente; se sentía afortunada de tener la alegría de poder compartir al menos unos cuantos días con ella.
...
A la mañana siguiente, André se despertó muy temprano para ir en busca de Oscar. Habían iniciado sus vacaciones, y sabiendo que venían tiempos de mucho trabajo quería que ambos las disfruten al máximo.
Apenas abrió los ojos, pensó que sería una buena idea salir a cabalgar cerca del río, y se alistó lo más rápido que pudo para ir a despertar a su amada amiga.
Al llegar a su habitación llamó a la puerta, y ella - algo dormida y creyendo que se trataba de su nana a pesar de que la abuela había salido de viaje la tarde anterior - se levantó y la abrió de inmediato, encontrándose frente a frente con André.
Él se sorprendió al verla; su única intención era la de despertarla para preguntarle si quería ir a cabalgar, pero nunca esperó que ella le abriera. Oscar, por su parte, tampoco esperaba encontrarlo en la entrada de su habitación, por lo que - en un arranque - le cerró la puerta en la cara con la misma rapidez con la que le había abierto.
- ¡André!... - exclamó ella, sintiéndose avergonzada de que la hubiera visto en camisón y con el cabello revuelto. - ¿Se te ofrece algo? - le preguntó desde el otro lado de la puerta, mientras buscaba un espejo para ver qué tan despeinada la había visto.
- Sí... - respondió él, tratando de contener la risa que le había provocado su reacción. - Quería preguntarte si quieres salir a cabalgar conmigo.
- Está bien... - le respondió ella casi de inmediato.
- Entonces te veo abajo. - le dijo André, pero antes de irse volvió a llamarla. - Oscar...
- ¿Si? - le respondió la hija de Regnier, acercando su rostro hacia la puerta, y tras algunos segundos de silencio, André volvió a dirigirse a ella.
- Aún despeinada eres la mujer más hermosa que he visto... - agregó, casi en un susurro.
Y ahí, detrás de la puerta que los separaba, Oscar sonrió emocionada ante aquella última frase que escuchó del hombre que amaba, y se preguntó qué tan infinito podía llegar a ser el amor, porque aún amándolo como ya lo amaba, sentía que su amor por él crecía cada día más.
...
Fin del capítulo.
