Capítulo 39

Campanas de Navidad

Luego de conversar por largas horas acerca de los temas que se estarían abordando en los Estados Generales, André y Oscar estaban más que emocionados. ¿A quienes elegirían los ciudadanos franceses como sus representantes? - se preguntaban.

Luego de leer la lista de demandas del pueblo habían recuperado la esperanza: sí era posible construir un mejor futuro para Francia, sí era posible que la gente deje de vivir en la miseria, sí era posible dejar atrás las absurdas reglas que separaban a los franceses por pertenecer a una clase social u otra, al menos era lo que ellos genuinamente creían en aquellos momentos.

No obstante, las horas habían pasado y - en su entusiasmo - ambos habían perdido la noción del tiempo, tanto que no habían notado que ya había caído el sol. Durante esas últimas horas ni siquiera recordaron que estaban a puertas de la llegada de la Navidad; estaban demasiado entretenidos imaginando una serie de escenarios probables una vez que iniciaran las asambleas.

De pronto, Stelle ingresó al salón donde ellos se encontraban, aunque lucía intranquila.

- Señorita Oscar, ya está puesta la mesa para la cena, pero...

- ¡La cena! - exclamó la heredera de la familia y miró a André consternada, dándose cuenta de que él - al igual que ella - también había perdido el sentido de la realidad.

- Es cierto, pero ¿qué hora es?... ¿No deberían haber llegado ya tus padres y mi abuela? - preguntó André, dirigiendo su mirada hacia la dueña de casa.

- Es justamente lo que quería comentarles... Ya son casi las nueve de la noche, y...

- ¡¿Qué?! - dijeron Oscar y André, casi al unísono.

- La cena normalmente la servimos a las nueve, pero no sé cuanto más vayan a tardar el amo y la señora... - comentó Stelle.

- Las marchas en París cesaron desde las dos de la tarde. Ya deberían estar aquí. - agregó André. - Iré a averiguar que pudo haber pasado. - les dijo a Oscar y a Stelle.

- Espera, André. Iré contigo. - le dijo la hija de Georgette.

- No, Oscar. Mejor quédate aquí. - le respondió el nieto de Marion. - La temperatura ha bajado mucho y tú siempre has sido algo sensible al frío. Además, es posible que ellos lleguen de un momento a otro y tu madre se decepcionaría si no te encuentra en la mansión. No te ha visto en varios meses. - agregó.

- Es verdad. - respondió ella pensativa. - Está bien André, me quedaré. Pero por favor, ve con cuidado. - agregó, y tras escucharla, él asintió con la cabeza y se marchó ante la atenta pero preocupada mirada de Oscar.

Entonces, y casi de inmediato, la cocinera más antigua de la familia se dirigió nuevamente a la dueña de casa.

- Señorita Oscar, entonces estaremos atentos a la llegada de los amos. Con su permiso. - le dijo.

- Espera, Stelle... - le respondió Oscar, y la cocinera se detuvo. - ¿Ya está todo listo para la cena del personal de la casa? - preguntó.

- Sí, señorita. Pero esperaremos a que lleguen los patrones, y luego de atenderlos a ustedes empezaremos nosotros. - respondió Stelle.

- No es necesario... - le dijo la hija de Regnier. - No sé que tanto más puedan tardar mis padres y no sería justo que todos se vean afectados por esta situación. Pueden empezar desde ahora. - agregó.

- ¿Está segura, Lady Oscar? - preguntó la cocinera.

- Sí, Stelle. - respondió la heredera de los Jarjayes. - Es probable que mi padre haya salido más tarde de lo que nosotros pensamos para asegurarse que nadie corra peligro. Yo sé muy bien como piensa, y si no estoy equivocada seguramente estarán por aquí alrededor de las once de la noche. - agregó.

- Entonces les diré a todos que ya podemos empezar. Supongo que André preferirá acompañarla mientras regresa su abuela, así que a los dos les dejaré algo para comer. Algo ligero para no arruinarles el apetito. - comentó la cocinera.

- Gracias, Stelle. Eres muy amable. - le dijo Oscar con una sonrisa.

- No señorita, gracias a usted. - agregó la cocinera.

Y tras decir esto, Stelle se retiró.

...

Mientras tanto, en Suecia, Sofía se encontraba sola en uno de los amplios salones de la mansión de su familia.

Su padre había decidido recibir la Navidad en el Palacio de Estocolmo, junto al rey, pero ella había preferido no acompañarlo. No se sentía con ánimos; el hecho de estar lejos de su hermano en esas fechas cuando siempre habían sido tan unidos la hacía sentir sumamente triste, sobre todo por las razones por las que él había decidido permanecer en Francia.

De pronto, el sonido de unos pasos aproximándose al salón donde se encontraba la puso en alerta. No esperaba visitas, menos un día como ese. Los empleados de su mansión habían solicitado permiso para pasar la Navidad con sus familias, y sólo permanecían en su propiedad Martine, la cual era su ama de llaves, y su cochero principal, el cual era el esposo de Martine. Pero luego de atenderla, ambos se habían retirado a la pequeña casa donde vivían, la cual se encontraba al lado de la casa principal.

- ¿Sofía? ¿Estás en casa? - se escuchó decir.

Era la voz de Fersen, y sin poder creer que se trataba de su hermano, Sofía se levantó del sofá donde estaba sentada y salió hacia el pasillo.

- ¡Hans! - le dijo con una iluminada sonrisa. Y al acercarse se dieron un fuerte abrazo. - No puedo creer que estés aquí. - exclamó Sofía.

- Tu y yo hemos pasado las navidades juntos toda nuestra vida; esta no iba a ser la excepción. - le dijo él.

Entonces ella lo tomó del brazo y ambos se dirigieron hacia el comedor.

- ¿Y mi padre? ¿Dónde está? - pregunto Hans.

- El rey lo invitó a pasar la Navidad en el Palacio de Estocolmo. Estuvo conmigo toda la tarde, pero se fue hace un par de horas. - le respondió Sofía.

- ¿Pero por qué no fuiste con él? ¿Acaso pensabas recibir las doce sola? - le preguntó Hans intrigado.

- No me sentía con ánimos para ir, pero ahora que te veo frente a mí soy muy feliz. Pensé que te quedarías en Francia. - le dijo Sofía.

- Estuve a punto de hacerlo, pero luego de leer tu carta decidí que quería pasar estas fechas en mi país y al lado de mi familia, así que salí de inmediato para acá. - le dijo. - Afortunadamente la ruta que tomé no estaba detenida por las marchas. - agregó.

- Me enteré que debido a ellas también se estaban entorpeciendo las comunicaciones. Incluso llegué a pensar que la carta que te envié no llegaría. - le dijo Sofía, sin poder evitar mostrarle su preocupación.

- Lamentablemente han habido actos violentos. La situación en Francia aún no se estabiliza. Pero ya estoy aquí, y pienso quedarme por lo menos un par de semanas contigo. - le respondió él con una sonrisa.

- Entonces te serviré algo de cenar. - le dijo Sofía.

- ¿Tú? ¿Y Martine? - preguntó Hans.

- Le di la noche libre. No tenía sentido que se quede en la mansión una noche como hoy solo para atenderme a mí. - respondió ella.

- Bueno, entonces prepararemos algo de comer juntos... - mencionó Hans. - Y si cambias de opinión, podemos ir al Palacio luego de cenar... Me gustaría saludar a mi padre, y al rey por supuesto. - agregó.

Y tras escucharlo, Sofía sonrió y asintió con la cabeza. Esa no sería una Navidad triste como ella suponía; su hermano estaba nuevamente a su lado, y eso había hecho que ella recupere nuevamente su alegría.

...

Mientras tanto, en Provenza, Juliette, sus hijos, su nieto y su yerno se disponían a cenar.

Y como anfitriona de la celebración, la tía de André levantó su copa y se dirigió a su familia.

- Antes que nada, quiero darles las gracias por acompañarme un año más a celebrar estas fiestas... - les dijo. - Espero que nunca perdamos la costumbre de pasar juntos la Navidad. - agregó.

Y tras escucharla, todos sonrieron.

- ¿A quién le toca hacer la bendición de los alimentos este año? - preguntó Juliette.

- A mí. - respondió Philippe, el hijo de Camille y Marcel.

- Pues te escuchamos, hijo. - le dijo su padre sonriendo, y en ese momento, los cinco juntaron las manos y bajaron la mirada en silencio, hasta que Philippe, con tan solo diez años, tomó la palabra.

- Señor, te damos gracias por todas las bendiciones que recibimos este año: por la noticia de que tendré un nuevo hermano, porque mí papá está de nuevo en casa, por la nueva villa del sur de mi tío André y porque todos tenemos salud. Te pido que sigas cuidando a nuestra familia y que siempre nos mantengas unidos... Amén.

- Amén. - respondieron todos.

- ¡Ah! Señor, y si no es mucho pedir, haz que mi hermano sea hombre para que yo pueda jugar con él... - agregó, ante la sorprendida mirada de su familia, y luego de una breve pausa, continuó. - ¡Y otra cosa!... Por favor... ayuda a mi tío Jules y a mi tío André a encontrar el amor... Amén. - agregó el niño, y todos tuvieron que contener la risa para evitar restarle solemnidad a aquel momento tan especial, aún cuando ninguno de ellos había estado preparado para escuchar esas palabras del miembro más joven de la familia Laurent.

...

Mientras tanto, Oscar - quien se encontraba en el recibidor - escuchó el galopar de un caballo y creyendo que era André salió a recibirlo, sin embargo, se trataba de Antoine Maureau, uno de los miembros del regimiento de su padre.

- Teniente Maureau, ¿qué lo trae por aquí? - preguntó Oscar.

Y sin bajarse del caballo, el teniente se dirigió a ella.

- Brigadier Jarjayes. Su padre me envió a que le diera un mensaje. - respondió el teniente. - Él, su madre y la señora Marion ya se encuentran de camino hacia Versalles resguardados por nuestro regimiento. Salieron con retraso para asegurar que no hayan problemas para transitar. - mencionó. - Yo pude acelerar el paso porque vine a caballo, pero como sabrá el viaje en carruaje es más lento. - agregó.

- Lo suponía, teniente. Muchas gracias por venir hasta aquí. ¿Desea pasar un momento?... Debe estar cansado después de cabalgar por tantas horas. - le dijo la dueña de casa.

- No se preocupe brigadier. Ya voy de camino a mi casa. Ahí descansaré. - le respondió el teniente.

- Me alegro. - le dijo la heredera de los Jarjayes.

- Me retiro. Hasta pronto y feliz Navidad. - le dijo el teniente.

- Feliz Navidad, Teniente Maureau. - respondió Oscar, y de inmediato, el militar se marchó.

Algunos minutos después, André llegó a la mansión, encontrándose con un abrumador silencio. Al ingresar, se dirigió hacia el recibidor, pero no encontró a nadie. Entonces notó la silueta de su amiga de la infancia en los jardines interiores, tomó una de las capas que se encontraba colgada en uno de los armarios y se dirigió hacia allá a través de la puerta que conectaba el recibidor con esa parte de la propiedad. Ella se encontraba en silencio parada frente a un viejo roble de su jardín, cuando, de pronto, sintió a alguien colocando sobre ella una gruesa capa.

- ¿Qué haces aquí? - le preguntó André. - Hace frío... No querrás resfriarte para el día de tu cumpleaños. - agregó con una sonrisa, y ella también sonrió.

Y luego de una breve pausa, y mirando hacia el mismo roble sobre el que Oscar tenía puesta su mirada, André se dirigió nuevamente a ella.

- En el camino me encontré con el teniente Maureau, y me contó acerca del mensaje que envió tu padre... - le dijo. - Sólo nos queda esperar. - agregó.

- André... - le dijo Oscar.

- ¿Sí? - respondió él.

- Hace muchos años, cuando éramos unos niños, enterramos nuestros más grandes tesoros debajo de ese roble... ¿lo recuerdas? - preguntó ella, sin quitar la vista del viejo arbol de su jardín.

- Claro que lo recuerdo, Oscar... - respondió André con nostalgia, y ambos se quedaron en silencio por varios segundos.

- Me gustaría desenterrarlos ahora... - le dijo la hija de Regnier.

- ¿Qué? - exclamó él, sorprendido.

- Hagámoslo, André. - le dijo ella.

- Pero... - respondió él, algo nervioso.

- ¿Por qué dudas? ¿Acaso temes ensuciarte? - le preguntó ella, casi retándolo.

- No es eso... Es que...

Parecía dubitativo.

- Pues con tu ayuda o sin ella, voy a desenterrarlos. - le dijo Oscar, y decidida, avanzó unos pasos y se arrodilló sobre el césped, justo en la zona donde recordaba haber enterrado el pequeño baúl que contenía los tesoros de ambos.

Entonces André, al verla tan empecinada, no tuvo más remedio que ayudarla.

- Espera, Oscar. - le dijo. Y corrió hacia un pequeño trastero para traer una pequeña pala de mano y unos guantes para no ensuciarse. - Yo lo haré. - agregó.

Y luego de prepararse para la labor, el hijo de Gustave Grandier excavó algunos centímetros, y tras mostrarle a Oscar que no había nada, se detuvo.

- Pues parece que ya no hay nada aquí. - le dijo a la hija de Regnier, arrodillado al lado de ella. - Seguramente alguno de los jardineros lo encontró y lo puso en otro lugar. - mencionó algo nervioso, sin embargo, ella notó de inmediato que, por algún motivo, él quería evitar que ella encuentre lo que buscaba.

- Dame eso. - le dijo quitándole la pala de las manos, y excavó algunos centímetros más hasta que pudo sentir un material más duro entre la tierra. - ¡Creo que lo encontré! - exclamó, y su rostro se iluminó por haber logrado lo que se había propuesto.

Entonces, ante la atenta mirada de André, desenterró su baúl. Lucía mucho más pequeño de lo que ella recordaba, pero se mantenía en buen estado a pesar de lo viejo que era.

Y luego de limpiarlo con sus propias manos, lo abrió y se sorprendió al volver a ver aquellos objetos que no había visto desde que era pequeña: un pedazo de plomo, un cuchillo rojo y un oso de peluche.

Sin embargo, algo llamó su atención. Había un objeto más ahí, e intrigada - y asegurándose de no ensuciar aquella pieza que no reconocía como parte de los tesoros que el nieto de Marion y ella habían enterrado cuando eran niños - lo sacó.

- ¿Qué es esto? - le preguntó a André. - Parece una caja musical. - le dijo, pero él se mantuvo en silencio.

Entonces Oscar la abrió y la música empezó a sonar. Era una de las melodías favoritas de la heredera de los Jarjayes la que emitía aquel objeto, y en su interior, se encontraban pequeñas piedras transparentes y de colores, muy parecidas a las que se pueden encontrar a las orillas del mar.

- Esto... es... - dijo Oscar pensativa, y súbitamente vino hacia ella un borroso recuerdo.

Luego de que André resultara herido y perdiera la vista de su ojo izquierdo, la heredera de los Jarjayes adelantó sus vacaciones para poder viajar con él a Normandía. Quería acompañarlo durante su recuperación y hacer que olvide aquel evento que lo había privado de algo tan importante.

Aquella primera tarde que pasaron juntos durante esas vacaciones, ambos salieron a caminar cerca de la orilla del mar, y arrodillada frente al viejo roble de su mansión de Versalles, Oscar recordó que - mientras conversaban aquel día - André iba recogiendo aquellas piedritas que se iluminaban con el sol de aquel hermoso día.

- "¿Cómo pude haber olvidado esa tarde?" - se preguntó confundida, y es que realmente no la hubiese recordado sino hubiese visto de nuevo aquellas piedras.

Y mientras pensaba en ello, André se puso de pie, y algo nervioso y avergonzado, se dirigió a la mujer que amaba.

- Oscar, perdóname... Yo coloqué esa caja musical en el baúl de nuestros tesoros luego de regresar de nuestras últimas vacaciones en Normandía... La verdad nunca pensé que algún día se te ocurriría desenterrarlos y por eso no te consulté nada antes de ponerla... Lo siento. - le dijo.

Pero ella estaba conmovida. Él había atesorado tanto aquel día que no dudó en colocar aquel objeto entre sus más preciados recuerdos, aquel preciado recuerdo de un día que ella no había recordado hasta ese momento, como si lo hubiese borrado de sus pensamientos. ¿Por qué? - se preguntaba. ¿Por qué no había podido recordar antes ese día? - se decía a sí misma.

Y aún confundida por ello, se levantó súbitamente y lo miró llena de amor.

- André, ¿me regalas esta cajita musical por mi cumpleaños? - le preguntó dulcemente, y tras escuchar su pregunta, André se quedó paralizado.

- Pero Oscar, yo... - le dijo.

- Por favor. - insistió ella.

- Claro que sí, pero...

Sin embargo, antes de que André pudiese continuar, Oscar lo interrumpió nuevamente.

- Espérame aquí. - le dijo, y salió corriendo hacia la casa dejando al nieto de Marión solo frente a aquel viejo roble, y unos minutos después, ella regresó con algo entre las manos.

- Feliz cumpleaños... - le dijo de pronto, y tras ello, le entregó una pieza rectangular que estaba envuelta con un fino pañuelo de seda.

- Pero Oscar, mi cumpleaños fue en Agosto. - le dijo André riendo.

- No importa. Quiero dártelo ahora. - respondió ella.

Entonces él se apresuró a retirar la fina tela que envolvía aquel objeto, y luego de hacerlo, se encontró con una pequeña pintura del último atardecer que vieron juntos a las orillas del mar, también durante esas vacaciones en Normandía.

Entonces Oscar volvió a dirigirse a él.

- Pinté ese lienzo la noche de tu cumpleaños. - le dijo ella, y tras saber eso, André la miró conmovido.

Nunca antes había visto una pintura tan hermosa. Los trazos eran perfectos, pero no era eso lo que tenía sobrecogido al nieto de Marion, sino el hecho de que la mujer que amaba haya pintado esa imagen precisamente el día de su cumpleaños, mientras él se encontraba en Provenza junto a su familia materna.

Ni la misma Oscar era consciente de lo que significaba para André aquel regalo. Los días que compartió con ella en Normandía fueron tan especiales para él que casi estaba convencido de que ella también lo amaba, aún cuando en los meses previos a que ambos se embarcaran en su misión para encontrar al caballero negro, André hubiese notado a Oscar bastante dolida luego de que el mismo Fersen le dijera que se quedaría en Francia por María Antonieta.

En aquel viaje, el nieto de Marion decidió permanecer al lado de su mejor amiga y amarla para siempre, justo en el instante en el que ambos miraban aquel bello atardecer que Oscar había plasmado en aquel pequeño lienzo.

No obstante, al regresar a Versalles, un nuevo encuentro con Fersen y la posterior despedida del conde y la heredera de los Jarjayes hicieron que todo lo que André había creído se derrumbe, y su desilusión fue tan grande que por un instante no supo cómo manejarla y cometió aquel acto del que nunca terminaría de arrepentirse.

Sin embargo, mientras observaba aquella pintura entre sus manos junto al viejo roble donde ambos habían enterrado sus tesoros cuando eran niños, no pudo evitar pensar que para ella esa tarde también había sido especial, y casi sintió como desaparecían las cicatrices que habían permanecido en su corazón desde el momento en que creyó que para Oscar esos días habían sido completamente indiferentes.

Entonces André volvió a mirarla a los ojos; el amor que sentía por ella en aquel instante era tan abrumador que le impidió pronunciar palabra alguna. Ni siquiera se sentía capaz de darle las gracias por el obsequio que acababa de recibir. Únicamente la contempló en silencio, sosteniéndose firmemente de la idea de que pronto podrían vivir libremente su amor; pensar en ello era lo único que lo hacía resistirse a ella, lo único que evitaba que se deje llevar completamente por sus sentimientos.

De pronto, la banda que cada año contrataba la mansión vecina para celebrar las fiestas empezó a tocar, y en ese instante, André tomó la cajita musical de las manos de su amiga y la colocó sobre el baúl de sus tesoros haciendo lo mismo con la pintura que acababa de recibir de la mujer que amaba, y tras hacer esto, extendió su mano en dirección a ella.

- ¿Bailarías conmigo? - le preguntó repentinamente a Oscar, y sin pensarlo siquiera, ella tomó su mano y - al compás de la pieza que tocaba la banda de la fiesta vecina - ambos empezaron a bailar.

¡Que naturalmente hermosos se veían!... Y no sólo por la armonía de sus pasos - los mismos que habían aprendido juntos durante su niñez - sino por la gran confianza y el amor que se tenían.

Sin embargo, mientras ambos bailaban, Oscar empezó a sentirse muy culpable. ¿Cómo pudo regalarle el primer baile de su etapa adulta a otro hombre? - se preguntaba... ¿Cómo fue capaz de ponerse un vestido y arreglarse como toda una mujer para bailar en un elegante salón con Fersen, y a André regalarle un baile en el jardín de su mansión, con las ropas que vestía habitualmente y con una gruesa capa sobre sus hombros?

Y mientras reflexionaba sobre ello, sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas, y notándolo, André detuvo su baile.

- ¿Qué pasa Oscar?... Te pusiste triste de repente... - le dijo. - ¿Acaso es porque extrañas a tu familia? - le preguntó preocupado. Era lógico para él pensar que, estando a puertas de la Navidad y de su cumpleaños, Oscar resienta el hecho de estar lejos de sus padres en aquellos instantes.

- Estoy con mi familia... - le respondió ella, y el nieto de Marion la miró conmovido. Ella tenía razón, él siempre había estado a su lado y sin duda alguna ambos habían formado un lazo tan fuerte como el que se forma con la familia más cercana.

- Oscar, tengo algo para ti. - le dijo André de repente.

Y tras pronunciar esas palabras, sacó de uno de sus bolsillos una caja de terciopelo.

- Tenía pensado darte esto hasta mañana, pero... - y deteniendo su propia frase, el hijo de Gustave Grandier le entregó lo que llevaba entre las manos.

Entonces Oscar lo miró sorprendida. Se sentía más que feliz con la cajita musical que le había pedido a André como regalo de cumpleaños, pero al parecer él había pensado en otro obsequio para ella.

Y al abrirlo, la heredera de los Jarjayes se encontró con el hermoso broche de oro en forma de rosa que tanto había llamado su atención en uno de los mercadillos navideños que estaban a las afueras de París.

Y mientras lo observaba sorprendida, André se dirigió nuevamente a ella.

- Después que me contaste la historia de tu madre decidí hacer algunas averiguaciones, y regresé al lugar donde encontramos este broche para hacerle unas preguntas a la dueña del puesto. Ella me contó que antes de dedicarse al comercio trabajó como sirvienta en la casa de una familia noble y que ese broche había pertenecido a su ama, la cuál era una mujer que acostumbraba adquirir sus joyas a través de las subastas que otras familias nobles realizaban cuando caían en desgracia. La historia parecía ser muy similar a la que tú me contaste, pero tenía que asegurarme de que se tratara del mismo broche... Entonces recordé que las familias nobles francesas siempre han tenido la costumbre de registrar las joyas que adquieren en una oficina que se encuentra al lado de la biblioteca de París, y me dirigí hacia allá con el nombre de quién había sido la ama de la mujer del puesto. Y ahí comprobé que, efectivamente, esa joya le pertenecía a esa mujer, pero ella había declarado que antes le perteneció a Josephine de La Tour, tu abuela. - le relató el nieto de Marion.Oscar estaba impresionada. Su madre siempre había lamentado el hecho de no poder conservar ninguna joya de su propia familia para heredárselas a sus hijas, pero ahora Oscar tenía una de ellas entre sus manos. Y no era cualquier joya: era precisamente la rosa de oro que tanto le gustaba a Georgette.

Y mientras ella reflexionaba sobre ello, el nieto de Marion volvió a dirigirse a ella.

- Oscar, ahora esta rosa es toda tuya. - le dijo. - Incluso ya está registrada a tu nombre. Fue un poco complicado porque la última dueña del broche falleció hace mucho tiempo, sin embargo, con la ayuda de la dueña del puesto logré hacerlo. Fue por eso que tuve que ausentarme varias horas durante la tarde de ayer. - le comentó.

- André, ¿cómo podría agradecerte que hayas retornado esta joya a mi familia? - le dijo sobrecogida, sin embargo, él únicamente le sonrió.

- No tienes nada que agradecerme. - le respondió André.

Y en ese momento, las campanas de la Catedral de Notre Dame empezaron a repicar y ambos se miraron a los ojos; era la primera vez que recibían las doce el uno al lado del otro, casi como si su destino se hubiese encargado de que así fuese ahora que ambos eran conscientes del gran amor que los unía.

- Feliz cumpleaños, Oscar... y feliz Navidad. - le dijo él mirándola lleno de amor, y tras escucharlo, la hija de Regnier se refugió tiernamente entre sus brazos.

- Feliz Navidad, André. - le respondió ella.

Y fundidos en un cálido abrazo mientras las campanas sonaban, observaron el cielo iluminarse por la llegada de la Navidad, y le agradecieron a la vida el permitirles compartir ese momento juntos mientras que, al mismo tiempo, le pidieron a Dios que guíe la lucha del pueblo para lograr una Francia más justa para todos, una Francia donde ellos pudiesen vivir su amor con la libertad que un amor como el suyo merecía, una Francia donde sus ciudadanos pudiesen ser iguales ante la ley a pesar de pertenecer a clases sociales distintas, una Francia con un rostro diferente: una Francia para esa nueva era que los franceses tanto necesitaban.

...

Fin del capítulo