Capítulo 43
Desoladoras consecuencias
Eran las seis de la tarde cuando Oscar, heredera de la familia Jarjayes, entraba a su mansión, y como cada tarde, se dirigía a la cocina para saludar a su nana.
- Buenas tardes, Lady Oscar. - le dijo Brigitte, una de sus sirvientas, al cruzarse con su ama en el pasillo.
- Buenas tardes, Brigitte. - le respondió ella, y mientras continuaba su camino, no pudo evitar recordar que aquella muchacha había visto algo que Oscar hubiera preferido que no vea.
Y mientras pensaba en ello, se detuvo y observó de reojo cómo ella se marchaba. Se había propuesto que cada vez que la viera recordaría que debía cuidar la vida de André por sobre todas las cosas; no estaba dispuesta a volver a arriesgarlo nunca más. Afortunadamente todo estaba tranquilo por esos días; nadie de la casa - aparte de Brigitte - sospechaba que ella amaba a André, y así tendría que ser mientras encontraba una salida a su situación.
- ¡Buenas tardes, mi niña! - le dijo Marion, al verla entrando a la cocina.
- Buenas tardes, nana. - le respondió ella.
Tras ello, se sirvió un poco de agua, y mientras la bebía, la abuela volvió a dirigirse a ella.
- Las calles han recuperado la calma luego del anuncio de Su Majestad. Hoy por fin pude volver al mercado del centro de París después de muchos meses de no poder hacerlo. - le dijo, y la hija de Regnier colocó su vaso vacío sobre una mesa cercana.
- Me alegra escuchar eso. Efectivamente, las cosas están mucho más tranquilas por estos días, y hay que aprovecharlos. - agregó sonriendo, y tras ello, se dirigió a la salida. - Iré a saludar a mi madre... ¿Está en la biblioteca, cierto? - preguntó ella.
- Sí, niña... Pero...
- ¿Qué pasa, nana?
- Se trata de una de las muchachas... - le dijo Marion. - Antes de irme con su madre a casa de la niña Cloutilde, tomó unos días de vacaciones, pero hoy me llegó una carta suya diciéndome que no volverá por ahora: ha decidido permanecer con sus padres en la provincia de Alsacia por un tiempo.
- Hablas de Mirelle, ¿cierto, nana? - le preguntó Oscar.
- Así es, señorita. - le respondió Marion. - Decidió no casarse con su prometido para sorpresa de todos nosotros. Creo que está pasando por un mal momento y por eso no quiere regresar, pero espero que pronto cambie de opinión y vuelva a la mansión, porque es muy buena en sus labores. - le dijo.
No obstante, Oscar no había olvidado el día en el que Mirelle, frente a sus ojos, se lanzó a los brazos de André, y aunque para ella ese tema había quedado atrás, la verdad era que se sentía mucho más tranquila desde el día que Stelle le anunció que la doncella estaría adelantando sus vacaciones para solucionar algunos temas personales.
- Nana, si Mirelle se siente más cómoda en la provincia donde viven sus padres, será mejor que permanezca ahí. - le dijo a Marion.
- ¡Pero, niña! - exclamó la abuela.
- Le pediré a mi madre que le escriba a una de sus conocidas en Alsacia. La colocaremos con una muy buena familia por allá. - le dijo Oscar muy determinada.
- Pero... - agregó Marion.
- No te preocupes: pronto encontraremos un buen reemplazo para ella. Hay muchas jóvenes buscando trabajo por estos días. - mencionó Oscar.
Y tras ello, continuó avanzando en dirección a la salida.
- Te veo luego, nana. - le dijo Oscar, y sin darle a su nana la oportunidad de objetar algo, se marchó hacia la biblioteca.
Por su parte, Marion - entre absorta y confundida - se preguntaba cómo haría ahora para conseguir a una buena sirvienta, y es que a su entender, su niña Oscar estaba viendo las cosas de una manera demasiado simple. La dueña de casa no era consciente de todo lo que se requería para trabajar para una familia como la suya, pero Oscar prácticamente le había dado una orden a su nana, y a Marion no le quedaba más alternativa que acatarla.
...
Mientras tanto, en Provenza, Camille - acompañada por Marcel, Juliette y Jules - descansaba en una de las habitaciones de la casa principal de la Villa de los Laurent.
- Todo fue una falsa alarma. - les dijo Marcel a todos, mientras soltaba el brazo de su esposa luego de haberle tomado el pulso.
- Por favor, Camille. No vuelvas a hacerme algo así de nuevo. - le dijo Jules, visiblemente angustiado.
- Lo siento. - le respondió Camille, sin poder evitar reír al observar su rostro. Él había empalidecido ante la preocupación de no saber cómo ayudar a su hermana en un momento así, pero afortunadamente todo se había tratado de un error.
- Cuando el sirviente que mandaste a casa de mi paciente me dijo lo que ocurría, temí no llegar a tiempo... Normalmente los partos de las madres no primerizas se dan muy rápido. - le dijo Marcel a su cuñado. - Pero bueno, Jules, no estaría de más que te enseñe unas cuantas cosas para que sepas cómo actuar en estos casos. - agregó.
- ¡Ni lo digas, hombre! - exclamó Jules. - Esas cosas me ponen muy nervioso. - agregó, mientras pensaba en lo que hubiese pasado si a su hermana se le hubiera adelantado el parto y solamente él hubiera estado ahí para atenderla.
- Hijo, ayudar a traer a un bebé al mundo es algo muy hermoso; no tienes por que sentirte nervioso. - le dijo Juliette. - Además, si todo va bien, es la madre la que hace todo el trabajo. - agregó.
Y tras una pausa, continuó.
- Quizás ahora no quieras saber nada con respecto a eso, pero cuando eras un niño te gustaba ir a los establos cuando alguna yegua estaba a punto de parir. A André y a ti les divertía mucho ver a los potrillos haciendo intentos por pararse apenas llegaban al mundo. - mencionó Juliette con una sonrisa.
Sin embargo, Jules no recordaba esos hechos; seguramente era casi un bebé cuando todo eso pasó. A él le gustaban las finanzas y la administración, y ni por un segundo deseaba tener que participar directamente en un parto, menos si se trataba del de su propia hermana.
...
Mientras tanto, a varios kilómetros de ahí, María Antonieta lloraba desconsoladamente luego de enterarse que su hijo Luis Joseph, príncipe heredero al trono, había entrado en la fase final de su enfermedad.
Durante mucho tiempo, la reina le había pedido a Dios un milagro, sin embargo, ya nada podía hacerse; el destino del pequeño príncipe estaba trazado, y María Antonieta lo sabía.
- ¡No puedo!... ¡No puedo resignarme! - decía mientras sollozaba.
- Cálmese... Cálmese, Su Majestad... - le decía Madame de Polignac, quien al lado de otras damas de la nobleza, trataba de consolarla. Ella misma había pasado por el dolor de perder a su propia hija, pero a pesar de eso, no llegaba a entender del todo la tristeza que embargaba el corazón de la reina de Francia.
- ¿¡Por qué Dios se ha ensañado conmigo!? - replicó. - ¿¡Acaso no fue suficiente con perder a mi pequeña María Sofía!? - sollozaba. - ¡Joseph!... ¡Joseph!... - repetía, con un inconmensurable dolor.
Mientras tanto, Fersen observaba la escena desde la entrada del salón, con el corazón hecho pedazos. Todo lo que deseaba era abrazarla, e intentar calmar el dolor de su amada entre sus brazos. ¡Que triste era sólo poder observar a la distancia sin poder hacer nada!, porque a pesar de ser el hombre que más la amaba, no podía estar junto a ella en las alegrías y en las tristezas... Su amor era tan grande que lo hubiera dado todo por evitar al menos una sola de sus lágrimas, pero él no era nadie, ¡no era nada!... En esos momentos, el peso de su realidad lo abrumaba más que nunca, y se sentía desarmado, impotente, frustrado... ¡Todo lo que quería era estar al lado de su amada para hacerle sentir que estaba a su lado en el que sin duda era el peor momento de su vida!... Pero ella era Su Majestad, la esposa de Luis XVI, rey de Francia.
Entonces se apartó del salón con los ojos llenos de lágrimas, sintiendo que moría cada vez que imaginaba una nueva lágrima en el rostro de la mujer que amaba sin que él pudiera hacer nada para consolarla; ese era su castigo por poner los ojos en una mujer prohibida.
...
Fin del capítulo
