Capítulo 44
Un inocente amor
Había pasado una semana desde que la reina supo que la enfermedad de su pequeño no tenía punto de retorno, y aunque estaba devastada, sabía que debía mantenerse firme y sobreponerse al enorme dolor de saber que perdería a su hijo; su amado Joseph la necesitaba, y ella estaba dispuesta a todo para hacer que los últimos días de su pequeño sean felices.
Las revueltas que se suscitaban en muchos puntos del país habían cesado después que se anunciara el establecimiento de los Estados Generales, y eso hacía que se perciba una ilusoria sensación de paz. Debido a ello, Luis XVI había decidido que por esos días permanecería en el palacio de Meudon, al lado de su primer hijo varón; deseaba estar cerca de él y acompañarlo todo el tiempo que pudiera. Él sabía que - iniciadas las asambleas - tendría que atender múltiples obligaciones que como rey no podía evadir, menos en momentos como esos. Sin embargo, lo que realmente deseaba su corazón era poder estar al lado de su pequeño en los que podían ser los últimos días de su vida.
- ¡Madre! - exclamó Luis Joseph desde su cama al ver que ella los observaba a él y a su padre desde la entrada de su habitación, y tras escucharlo, María Antonieta sonrió.
- Por favor, acércate... - le dijo Luis a su esposa y la reina obedeció, mientras miraba conmovida el rostro de su adorado hijo.
- ¿De qué estaban hablando? - les preguntó María Antonieta. - ¿Acaso me están ocultando algún secreto? - insistió, con una dulce sonrisa.
Luis Joseph y su padre habían detenido su plática apenas notaron su presencia, y ella había podido percibir cierta complicidad entre ambos.
Entonces Joseph dirigió su mirada hacia ella, con el rostro iluminado por el brillo de su inocencia.
- ¡Madre! ¡Por favor, dile a Oscar que venga a verme! - exclamó. - Desde que dejó la Guardia Real no he vuelto a verla... Por favor, madre... ¡Prométeme que harás que venga aquí! - le dijo, ante la sorprendida mirada de María Antonieta.
- Joseph no deja de hablar de ella... - le comentó Luis a su esposa. - Estoy seguro de que si Lady Oscar fuese unos años más joven, nuestro hijo no pararía hasta convertirla en su esposa. - agregó el rey de Francia, y tras ello, soltó una carcajada.
- ¡Padre! - exclamó Joseph, avergonzado por sus palabras.
Entonces la reina de Francia, sorprendida por el comentario de su esposo, dirigió la mirada al rostro de su pequeño.
- ¿Es cierto eso, Joseph?... ¿Te gusta Oscar? - le preguntó la reina.
- Madre, ¿acaso has visto en todo Versalles a una mujer más hermosa? - exclamó él. - Su cabello rubio ondeando al viento, su mirada resplandeciente... - le dijo con inocencia.
Entonces sus padres se miraron a los ojos y sonrieron. Ver como se iluminaba el rostro de su hijo al recordar a Oscar les producía una enorme felicidad.
- Hijo, haré todo lo que esté a mi alcance para que ella venga a verte pronto... - le dijo María Antonieta.
- ¿Me lo prometes, madre? - le preguntó Joseph, expectante.
- Te lo prometo. - le respondió ella, y se aproximó a él para besar su frente. - Joseph, no hay nada en este mundo que yo no haría por ti. - agregó, y sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas.
Al notarlo, la mirada del príncipe se llenó de angustia, y afligido, se dirigió a la reina.
- ¿Por qué lloras, madre? - le preguntó.
Entonces Luis XVI tomó la mano de su esposa tratando de infundirle las fuerzas que él mismo no tenía, y tras una breve pausa, volvió a dirigirse a su hijo.
- Joseph, tu madre sólo está emocionada... - le dijo Su Majestad, Luis XVI, tratando de distraer su atención. - No es fácil para ella darse cuenta que su hijo ya es todo un hombrecito. - agregó.
Sin embargo, el pequeño príncipe intuía que había algo más tras las repentinas lágrimas de su madre; él aún ignoraba que su joven vida estaba a punto de apagarse, y que eso tenía destrozadas las almas de su padre y de su madre.
...
Mientras tanto, el pueblo de Francia empezaba a prepararse para el torrente de actividades electorales que se aproximaban. Los Estados Generales eran asambleas convocadas por el rey de manera excepcional, y a ella debían presentarse los representantes de los llamados tres estamentos: el clero, que conformaba el Primer Estado, la nobleza, que constituía el Segundo Estado, y los representantes de las ciudades, es decir, el Tercer Estado. Había un estricto número de plazas para los diputados que participarían en las asambleas, y aunque aún no se habían designado formalmente, muchas de estas plazas ya tenían nombre propio.
Uno de estos nombres era el del Duque Felipe de Orleans, primo del rey de Francia, el cual era un poderoso miembro de la nobleza. El duque era un enemigo encubierto de Luis XVI, tanto, que incluso ofrecía su casa a los grupos antimonárquicos.
- Marie Christine, es un hecho que seré elegido como diputado del Segundo Estado para las asambleas de los Estados Generales, y me gustaría ir formando algunas alianzas... - le dijo el Duque Felipe de Orleans a quien, por aquel entonces, era su favorita, y ella lo miró intrigada.
- ¿Alianzas?... Pero, mi señor, ¿acaso no es el objetivo de las asambleas que todos lleguen a acuerdos justos por el bien de nuestro país? ¿Por qué adelantarse? - le preguntó Marie Christine, y el duque rio, algo nervioso.
- Lo que quise decir es que quiero conocer más de cerca a quienes estarán participando en las asambleas. Sé que aún no se han elegido a los diputados, pero estoy seguro de que tú ya debes tener una idea de quienes podrían ser elegidos como representantes del Tercer Estado. - le dijo el duque.
- Mi señor, estoy convencida de que Maximilien Robespierre será elegido como diputado de la provincia de Arrás. Es un hombre que desde hace mucho ha luchado incansablemente en favor de los desposeídos. Además, cuando ha participado de las tertulias que organizamos en el Palais Royale, él siempre se ha destacado. Es un líder nato y un gran orador. - le comentó Marie Christine.
- Así que Maximilien Robespierre... - repitió el duque.
- Sí, mi señor... - le dijo bajando la mirada.
- Marie Christine, organiza lo antes posible una nueva reunión aquí en el Palais Royale, y asegúrate que él asista; quiero conocerlo.
- ¿Pero eso quiere decir que esta vez si participará de la reunión? - le preguntó ella, desconcertada.
- Así es... Pero ¿por qué pones esa cara? ¿Acaso olvidas la razón por la que muchos me llaman Felipe Égalité?... Sé que últimamente no he participado de las reuniones que has organizado aquí, pero fue por falta de tiempo, no por falta de interés. - agregó el duque, y tras ello, se dirigió hacia la salida del salón.
- ¿Se retira, mi señor? - preguntó Marie Christine.
- Sí. Estoy muy cansado. - le respondió el duque, y tras ello, se marchó.
Y mientras caminaba por los pasillos que conducían a su habitación, pensó:
- "Que tonta es Marie Christine... Lo último que quiero es negociar con plebeyos, pero no tengo otra alternativa más que tenerlos de mi lado si aspiro a alcanzar la corona de Francia..."
Y mientras reflexionaba sobre ello, continuó su camino.
Por su parte, Marie Christine se dirigió al balcón contiguo del salón donde había estado reunida con el duque, y miró hacia el horizonte. Había algo en la actitud del primo del rey que la hacía sentir inquieta; muchas veces parecía no ser sincero con ella. Sin embargo, Marie Christine creía firmemente que la causa del pueblo necesitaba a un hombre como él, o al menos eso era lo que el duque le había hecho creer.
Marie Christine y Luis Felipe José de Orleans se conocieron en uno de los tantos bailes organizados por la condesa de Conti. Ella llamó la atención del duque desde el primer momento en que la vio, y no paró hasta hacerla su amante. No obstante, a medida que pasaba el tiempo, él empezó a ver cualidades en ella que le podrían ser muy útiles para conseguir sus objetivos, y no dudó en utilizar esas cualidades para alcanzar sus propósitos. Pronto, sus deseos carnales se concentraron en otras mujeres, y Marie Christine se convirtió únicamente en una especie de relacionista pública para el duque, aunque sin perder su estatus de favorita dentro del Palais Royale.
Ahí, en el famoso palacio que había servido de escondite para el mismísimo Caballero Negro, Marie Christine reflexionó sobre su destino al lado del duque, y, de pronto, el recuerdo de un inocente amor acaparó sus pensamientos.
- "Que diferente hubiera sido mi vida si la hubiera compartido contigo..." - pensó, mientras recordaba con nostalgia a quien se había apoderado de su corazón cuando sólo era una niña.
Y en ese momento, recuerdos de su infancia capturaron sus pensamientos...
- André, ¿es cierto que te marchas? - le preguntó angustiada una pequeña Marie Christine, de tan sólo seis años, a su amigo más querido de Provenza, el lugar donde nació.
- Sí, Christine. - le respondió él. - Como sabes mi madre ha fallecido, y la única familia consanguínea que puede encargarse de mí es mi abuela, que sirve en una mansión en Versalles. - agregó.
Y tras una breve pausa, el pequeño continuó.
- El dueño ha aceptado acogerme. Tiene una hija un año menor que yo y voy a ser su compañero de juegos. Además, me ocuparé de protegerla. - le comentó.
- ¿Un año menor? - replicó Marie Christine. - Seguro es muy hermosa... - le dijo pensativa.
- ¿Hermosa? - replicó André, y en ese momento, recordó las palabras de su abuela:
"Es una niña muy hermosa... Tienes que cuidarla bien para que no se haga daño..."
- Bueno... Sí, seguramente. - le respondió André a su pequeña amiga aunque sin darle más importancia al tema, y de inmediato, ella empezó a llorar.
- André, seguro te olvidarás de mí enseguida. - le dijo sollozando.
- ¡Claro que no, Christine!... Nunca olvidaré esta villa. - le respondió él tratando de consolarla, pero de pronto, escuchó una voz que lo llamaba.
- ¡André! ¡André! ¿Ya estás preparado para partir? - se oyó.
- ¡Es mi abuela! - exclamó André. - Tengo que irme. - le dijo a Marie Christine.
Y en ese momento, la pequeña se soltó uno de los lazos que traía en el cabello.
- André, toma. Te regalo este lazo. Cuando lo veas, acuérdate de mí. - le dijo.
Entonces, André sacó de uno de sus bolsillos una pequeña bolsa de cuero.
- Pues toma... - le dijo André a Marie Christine entregándole la bolsa. - Las recogí ayer para llevármelas de recuerdo. - mencionó.
Eran semillas, y al observarlas, Marie Christine se sorprendió.
- ¡Oh! ¡Son bellotas! ¡Que bonitas! - exclamó.
Y en ese momento, la insistente voz volvió a escucharse, aunque esta vez aun más cerca.
- ¡André! ¡Pero si aún no te has cambiado! ¡El carruaje nos está esperando! - exclamó la abuela del pequeño, ya a pocos metros de distancia de ellos.
- ¡Lo siento! ¡Voy enseguida! - le respondió André, y caminó un paso en dirección a su abuela. Pero cuando estaba por marcharse, Marie Christine lo tomó del brazo para detenerlo.
- André, cuando seamos mayores, ¿querrás que sea tu esposa? - le preguntó con inocencia, y él la miró sorprendido.
- ¿Qué? - exclamó. - ¡Ah! ¡Claro! - le dijo, aunque sin comprender la magnitud del compromiso que había adquirido a tan corta edad.
Entonces Marie Christine lo soltó, y André se alejó de ella.
- ¡No lo olvides! ¡Me lo has prometido! - le gritó ella a la distancia.
Habían pasado más de veintiséis años desde aquel día, y Marie Christine - ahora convertida en toda una mujer y en la favorita del Duque de Orleans - nunca pudo olvidar aquella despedida, y mucho menos a aquel pequeño niño de ojos verde esmeralda.
Efectivamente, se trataba de André, nieto de Marion, e hijo de Gustave Grandier e Isabelle Laurent. Los padres de Marie Christine trabajaban para la villa de los abuelos de André, y ellos fueron muy amigos durante sus primeros años de infancia.
Sin embargo, sus destinos habían tomado caminos muy distintos desde hacía muchos años. Al poco tiempo que André se marchara a Versalles, los padres de Marie Christine murieron en circunstancias inesperadas, y ella tuvo que dejar su ciudad natal para ir con su hermano a París, el cual estaba gravemente enfermo. Debido a ello, André nunca volvió a saber de ella, y aunque en un principio preguntaba por Marie Christine cada vez que visitaba su villa de Provenza, poco a poco fue olvidándola, todo lo contrario a ella, que lo recordaba casi a diario, principalmente en los momentos más difíciles de su vida.
- "André... ¿algún día volveré a verte?" - se preguntó con tristeza, sin imaginar que muy pronto sus destinos estarían a punto de volver a cruzarse.
...
Fin del capítulo
