Capítulo 48
¿Acaso no los ven?
Era una tarde de Febrero de 1789. Ya se acercaba el día de la inauguración de los Estados Generales y la mayoría de los franceses no hacían otra cosa que hablar de ello. No obstante, eso no ocurría en todas las zonas del vasto territorio nacional.
En la zona de Provenza, donde residía la familia materna de André, las cosas parecían estar mucho más en calma. Si bien en Marsella - también ubicada en Provenza - había mucho entusiasmo por el inicio de las asambleas, esto no ocurría en la zona cercana a la frontera con Italia, donde el hambre y la miseria no habían calado a profundidad.
Los negocios de la familia Laurent - administrados por Juliette Jusseau y su hijo, Jules Laurent - habían contribuido mucho para ello. Gracias a su buena administración, los pobladores de la zona tenían trabajo y contaban con lo suficiente para vivir dignamente, aún cuando pagaban sus impuestos a la corona como cualquier otro ciudadano francés.
Aquel era un día especial. Camille acababa de dar a luz a un fuerte y sano varón, y todos estaban muy emocionados. La tía de André era una persona muy importante en la región, y al regarse la noticia de que acababa de convertirse en abuela - por segunda vez - cada una de las familias que trabajaban para ella había querido hacerse presente con algún obsequio, por lo que el salón principal de la casa de Marcel y Camille estaba repleta de ellos.
La prima de André aún no se recuperaba del todo. Apenas le había dicho a su mensajero que lleve al correo la carta que le escribió a su primo cuando comenzó a sentir los dolores que anunciaban la llegada de su segundo hijo. No obstante, a diferencia de lo que había ocurrido unos días antes, esta vez no se trataba de una falsa alarma. Afortunadamente, en esta ocasión su esposo Marcel - médico de profesión - estaba con ella, aunque no fue necesaria tanta intervención de su parte, ya que el pequeño Frederic Blanchar Laurent llegó al mundo en un abrir y cerrar de ojos.
- ¡Qué pequeño es! - exclamó Philipe mientras observaba a su hermano en brazos de su madre.
- Sí que lo es... - le dijo ella mirando a su recién nacido con una gran emoción.
- Fuiste muy valiente, mi amor. - le dijo Marcel a su esposa, y tras ello, besó su frente con una enorme ternura.
Ella sonrió. Casi no podía creer que después de diez años haya tenido otro hijo. Había soñado con tener una familia numerosa desde que era una niña, pero aunque no había logrado tener los ocho hijos que hubiera querido, se sentía más que orgullosa de lo que su esposo Marcel y ella habían construido juntos.
...
Mientras tanto, a varios kilómetros de ahí, André y Oscar reían en el campo de tiro luego de haber terminado sus prácticas. Al parecer, el nieto de Marión - ya mucho más relajado - le estaba contando a Oscar alguna anécdota graciosa porque no paraban de reír con una gran complicidad, y a unos metros de ahí, Jean los observaba intrigado.
De pronto, Lasalle y Armand, que pasaban cerca de ahí, notaron a su compañero y decidieron ir a su encuentro.
- Jean, ¿qué haces aquí parado? - le preguntó Armand, y sin quitar la vista de su comandante y su compañero en el campo de tiro, Jean se dirigió a ellos.
- Muchachos, ¿no han notado que André y la comandante se están comportando de una forma muy extraña? - les dijo el guardia, y Lasalle y Armand se miraron nerviosos.
- ¿Por qué lo dices? - preguntó Lasalle fingiendo naturalidad, y Jean dirigió su vista hacia él.
- ¡Cómo que por qué lo digo! - exclamó Jean, señalándolos. - ¿Acaso no los ven? Desde hace días veo cómo se miran y cómo se hablan... No lo sé... Es como si...
- ¡Cállate, Jean! - le dijo Armand, interrumpiéndolo. - Es mejor que no digas lo que piensas.
- Pero... - respondió él.
- Jean, todos sabemos que André trabajó con la comandante durante muchos años, seguramente es por eso que...
- ¡Pero qué dices, Lasalle! - interrumpió esta vez Jean. - Una cosa es trabajar para alguien, y otra cosa es que...
- Está bien... Está bien... - dijo de pronto Armand. - Tienes razón, Jean; nosotros pensamos lo mismo que tú. Pero, por favor, no le digas nada a nadie. Realmente no nos consta nada. La verdad es que André está todo el tiempo con nosotros y la comandante siempre está muy ocupada. Aunque hubiesen querido, honestamente no creo que haya pasado algo entre ellos. Además, siempre cabe la posibilidad de que estemos equivocados. - agregó el soldado.
- Armand tiene razón. Tenemos que medir nuestras palabras e incluso nuestros pensamientos. - le dijo Lasalle. - Ten en cuenta que la comandante no es cualquier mujer; es una aristócrata. Por eso, insinuar cualquier cosa en relación a ellos es muy delicado.
- Tienen razón... No lo había visto de ese modo. - les comentó Jean, pensativo. - Perdón muchachos, he sido un irresponsable. - agregó.
- Tranquilo, hombre. - le dijo Armand.
- De todas maneras les aseguro que yo no soy el único que lo piensa. - les comentó Jean. - No he escuchado ningún comentario, pero he notado que algunos de nuestros compañeros están pensando lo mismo que yo. - añadió.
- ¡Pues si mencionan algo debemos decirles que se callen! - exclamó Armand. - André es nuestro amigo y compañero; no podemos jugar así con su vida. Además, la comandante siempre se ha portado muy bien con nosotros, incluso en momentos en los que ni siquiera lo merecíamos.
- Es verdad. - añadió Lasalle. - Yo, en particular, le debo la vida a la comandante. Jamás haría algo que pudiera perjudicarla, y mucho menos haría algo que perjudique a André. - añadió.
- ¿Y no sería mejor decirle a él que tenga cuidado cuando esté cerca de la comandante? - preguntó Jean. - Estoy seguro de que ni siquiera se dan cuenta de como se ven desde afuera. - les dijo.
- No podría hacer eso... - le dijo Armand, resignado. - Mira lo felices que se ven... - agregó observándolos.
Entonces Jean lo empujó con su hombro para bromear con él.
- No sabía que tenías ese lado sensible, Armand. - le dijo riendo.
- ¡Pues no soy de piedra! - le respondió él, enojado.
- Bueno, bueno. Ya vámonos a las barracas... Hoy ha sido un día muy pesado, ¡y qué decir de los que vienen! - les dijo Lasalle, y tras ello, los tres caminaron hacia el interior del cuartel.
Mientras tanto, André y Oscar continuaban conversando en el campo de tiro.
- Oscar, ¿y para qué te mandó a llamar la reina María Antonieta? - le preguntó el nieto de Marion, y la expresión de la hija de Regnier cambió de repente. Acababan de reír hasta el cansancio, pero al recordar la trágica noticia que había recibido en el castillo de Meudon, no pudo evitar que su corazón se estruje.
- André... El príncipe a la corona está desahuciado. - le dijo Oscar con una profunda tristeza, ante la mirada sorprendida de André.
- ¿Qué? - exclamó él.
- Así es, André. La reina está devastada, y teme que cualquier día pueda ser el último para su hijo. Por eso me mandó llamar; al parecer Luis Joseph deseaba que yo vaya a verlo, y ella no pudo negarse a esa petición dadas las circunstancias. - le dijo ella.
- Por supuesto. - le respondió André, seriamente. - Lo lamento, Oscar. Sé que tú también sientes un gran aprecio por el príncipe.
Y tras escucharlo, la heredera de los Jarjayes bajó la mirada.
- Cómo no hacerlo... - le dijo pensativa. - Conviví con él desde que nació hasta que...
Entonces Oscar se detuvo; no quería traer a la memoria de André los momentos difíciles que vivieron después de que ella decidió renunciar a la Guardia Real. Aún sentía una gran culpa por todo el dolor que le causó al hombre que amaba por aquellos días.
- ¿Recuerdas cuando celebramos el día que nació el delfín? Fue un día de júbilo para toda Francia. - le dijo Oscar a André.
- Claro que lo recuerdo, Oscar. - le respondió él. - Cómo podría olvidar ese día, si nunca te había visto tan feliz... - agregó, mientras la miraba con todo el amor que sentía por ella.
Entonces la hija de Regnier lo miró conmovida. Él siempre había pensado en ella; siempre había estado pendiente de cómo se sentía.
- "André... Te amo tanto... Cómo quisiera lanzarme a tus brazos ahora mismo..." - pensó, sin apartar la vista de su rostro. - "¿Estará bien amar a alguien así?... ¿Estará bien necesitar a alguien así?... André Grandier... Ya no puedo vivir sin tí..." - se repetía, casi hipnotizada por él.
André tampoco apartaba la vista de su rostro. Moría por besarla, moría por poseerla; quería fundirse con ella, hacerse uno con ella... No poder tocarla le resultaba una tortura. Muchas veces, cuando estaba a punto de dormir, luego de un largo día de rondas, se preguntaba si hubiese sido capaz de resistir tanto en otras circunstancias; casi estaba seguro de que eso hubiera sido imposible.
En el cuartel militar ellos siempre estaban rodeados de personas, y sus obligaciones eran vastas y extenuantes. Si Oscar hubiera correspondido a sus sentimientos antes, probablemente ambos ya se habrían dejado arrastrar por su amor. Al menos eso era lo que creía André, principalmente porque - por las fechas en las que Oscar pertenecía a la Guardia Real - ellos tenían mucho más tiempo a solas y pasaban casi todas las tardes en la Mansión Jarjayes, la cual era tan grande que en cualquier rincón de la casa hubieran tenido más privacidad que la que tenían en el cuartel militar.
De todas maneras eso no importaba. Ambos habían decidido darle una oportunidad a los Estados Generales y ya faltaba poco para su inicio. ¿Podrían resistir, al menos un poco más?... Ni siquiera ellos mismos eran capaces de responderse a esa pregunta. Lo único que sabían era que estaban dispuestos a todo lo que estaba en sus manos para que las asambleas sean un éxito: esa era la esperanza a la que ambos se aferraban.
...
Fin del capítulo
