Capítulo 51
El desfile de los delegados
Era el 4 de Mayo de 1789, y una gran cantidad de personas se había reunido en los exteriores de la Catedral de Saint Louis, en Versalles. Faltaba un día para la ceremonia de inauguración de los Estados Generales, y dada su proximidad, los reyes habían organizado una misa con los representantes del Primer, Segundo y Tercer Estado.
De acuerdo al protocolo establecido, los delegados debían desfilar solemnemente desde una plaza cercana hasta la entrada de la Catedral; era un evento único: los representantes del clero, la nobleza y el pueblo estarían juntos por primera vez después de dos siglos, y había mucho entusiasmo en las calles.
Los miembros de la Guardia Suiza y de la Compañía B de la Guardia Francesa - llamado por aquellas fechas "El Primer Regimiento de Francia" - eran los responsables de escoltar a los delegados, y faltaban pocos minutos para que el desfile dé inicio.
- André, ha llegado la hora. Diles a todos que tomen sus posiciones. - ordenó la heredera de los Jarjayes.
- Enseguida. - respondió André, y se apartó de su lado para ejecutar sus indicaciones.
Entonces Oscar avanzó unos pasos en dirección a la Catedral, y mientras lo hacía, recordó lo que el delfín de Francia le había dicho la última vez que lo vio: que regresaría con sus padres a Versalles cuando inicien las asambleas de los Estados Generales. Y mientras pensaba en ello, la hija de Regnier dirigió su mirada hacia el antiguo edificio donde se encontraba la familia real. Ellos también participarían de ese desfile, aunque a diferencia de los delegados que desfilarían a pie, el rey, la reina y sus hijos viajarían en un elegante carruaje escoltado por la Guardia Real Francesa.
- "Su Alteza debe estar mirando todo desde una de esas ventanas. Ha regresado a Versalles para este día..." - pensó Oscar.
Luis Joseph también la recordaba. Tal como la hija de Regnier suponía, el delfín se encontraba en uno de los salones de aquel viejo pero elegante edificio, sentado sobre un cómodo sillón que se encontraba frente a una amplia ventana, y a su lado se encontraban su madre, la reina de Francia, y su hermano Luis Carlos, tres años menor que él.
Sin embargo, aunque el joven príncipe tenía la mirada puesta en el exterior, no lograba encontrar a Oscar por más que la buscaba. El brillo del sol y la distancia no permitían que pueda distinguir los rostros de ninguno de los ahí presentes, solo sus siluetas.
- ¿Dónde estará Oscar?... Los cascos de la Guardia Francesa brillan... - murmuró, y en ese instante, recordó la soleada tarde en la que le declaró su amor.
"Yo te quiero... Cuando renazca, me convertiré en un hombre sano, ¡hasta entonces, por favor, espérame!"
Mientras tanto, a varios metros de él y con la mirada puesta en la ventana desde donde Luis Joseph observaba el exterior, Oscar también recordaba aquel evento. ¡Con cuánta dulzura e inocencia el heredero al trono de Francia le había pedido que lo espere! ¡Qué abrumadora honestidad y qué valor había demostrado el pequeño príncipe aquel día! - se decía Oscar a sí misma.
De pronto, sintió la presencia de André, el cual había llegado corriendo hacia ella luego de seguir sus indicaciones.
- ¡Todos en posición! ¡Esperamos órdenes! - le dijo con firmeza, y ella sonrió.
- André, estuve a punto de convertirme en reina... - le dijo en tono de broma, aunque sin quitar la vista del viejo edificio donde se encontraba la familia real, e intrigado, André también dirigió la mirada hacia donde Oscar tenía puesta la suya.
- ¿Eh? - exclamó confundido. - Oscar, ¿acaso el rey se atrevió a...? - le dijo exaltado, pero antes de poder terminar su frase, Oscar empezó a reír y él se detuvo.
- No, André. ¡Pero qué imaginación la tuya! - exclamó riendo la heredera de los Jarjayes. - Me refería al príncipe Luis Joseph. La última vez que lo vi me confesó que me quería, y me pidió que lo espere hasta que renazca como un hombre sano... - le dijo.
Entonces André sonrió.
- No puedo culparlo... - respondió el nieto de Marion. - Es imposible conocerte y no llegar a amarte, Oscar... - agregó él dulcemente, y en ese instante, la hija de Regnier lo miró llena de amor.
Mientras tanto, a algunos metros de ahí, la reina de Francia aguardaba el inicio del evento al lado de sus hijos.
- Majestad, el desfile está a punto de empezar. Debe bajar. - le dijo a María Antonieta uno de los aristócratas que la acompañaba, y tras ese anuncio, ella se dirigió a su primogénito.
- Joseph, ya me voy... - le dijo sonriendo.
- Hermano, yo también me voy. - agregó Luis Carlos, el segundo hijo de los reyes de Francia. - Iré en el carruaje al lado de mamá.- le dijo entusiasmado.
Entonces Luis Joseph colocó la mano sobre el hombro de su pequeño hermano, y lo miró fijamente a los ojos.
- Luis Carlos, ve y mira de cerca... Hazlo por mí. - le dijo, y tras una breve pausa, continuó. - Es posible que tú te conviertas en el próximo heredero al trono de Francia. - agregó, y María Antonieta lo miró llena de dolor; ella no tenía idea de que su primogénito fuera tan consciente de la gravedad de su enfermedad, pero a su vez, le impresionó la fortaleza que demostraba su hijo ante su fatal destino.
Por su parte, el pequeño Luis Carlos no entendió lo que su hermano mayor había tratado de decirle; únicamente asintió con la cabeza, y tras ello, tomó la mano de su madre y se preparó para salir.
...
Unos minutos después, el evento dio inicio. El carruaje de los reyes iba encabezando el desfile, y era gallardamente escoltado por los miembros de la Guardia Real Francesa, sin embargo, a diferencia de la primera vez que los monarcas recorrieron las calles de París, esta vez el recibimiento fue bastante frío.
- Tal como lo suponía... - le susurró Bernard a su esposa - Los escasos aplausos que escuchas son el fiel reflejo de lo que el pueblo siente por sus reyes. - agregó.
- Bernard, ¿crees que todo lo que hemos soñado para nuestro país llegue a hacerse realidad a partir de estas asambleas? - le preguntó Rosalie a su esposo, mientras observaba el carruaje de la familia real pasando frente a ella.
- No lo sé... - le respondió él, pensativo. - Todo lo que te puedo decir es que a partir de hoy no habrá nada ni nadie que pueda detener al pueblo de Francia. - agregó.
Al igual que muchos otros, ellos se encontraban entre la multitud. Aquel era un día histórico para Francia, y Bernard y Rosalie estaban ahí para apoyar a los representantes del Tercer Estado.
Mientras tanto, varios metros más allá y montando su caballo al lado del carruaje que llevaba a María Antonieta, un distinguido Gerodelle dirigía el paso de su regimiento mientras observaba los alrededores, muy atento a cualquier señal de peligro. No había francés presente que no quedara impresionado por la belleza de los miembros de la Guardia Real, los cuales lucían espléndidos en sus uniformes; no en vano habían sido seleccionados no sólo por su destreza, sino también por su elegancia y por su gallardía.
De pronto, la mirada de Víctor Clement se cruzó con la mirada de la que había sido su comandante, y su corazón se paralizó por un segundo.
- "Mademoiselle..." - pensó, pero no pudo quedarse contemplando a la mujer que amaba. Su misión era altamente riesgosa y requería de toda su atención, por lo que volvió rápidamente a su estado de alerta.
- "Es Gerodelle... y la Guardia Real Francesa..." - pensó Oscar, sin poder evitar sentir algo de nostalgia al ver desfilar frente a ella a su antiguo regimiento.
Había pasado más de quince años de su vida dirigiendo a la mayoría de los guardias que desfilaban encabezados por Victor Clement, y por un instante, la abrumaron los recuerdos. ¡Cuantas misiones exitosas había compartido con ellos, y también cuantas frustraciones!. A excepción del esposo de Jean de Valois - que llegó recomendado por el Cardenal de Ruan y posteriormente tuvo una baja deshonrosa - todos eran personas de una excelente calidad moral y tenían una gran vocación de servicio. No obstante, a diferencia de ellos que vivían en la burbuja de la corte de Versalles, Oscar había logrado despertar a la realidad, y conocía a la perfección los problemas que enfrentaba el pueblo de Francia.
Unos minutos después, el carruaje de los reyes - escoltado por su antiguo regimiento - se alejó de la vista de la heredera de los Jarjayes, y ahora era el turno de los representantes del Primer, Segundo y Tercer Estado; era el momento que todo el pueblo de Francia había estado esperando.
- ¡Presenten armas! - le ordenó Oscar a su regimiento, y tras ello, empuñó firmemente su espada.
Entonces los soldados de la Guardia Nacional Francesa levantaron sus rifles en señal de respeto a los 1139 delegados de los Estados Generales, y la banda de la Guardia Suiza empezó a tocar.
En medio de la multitud, los diputados empezaron su marcha hacia la Catedral de Saint Louis. Eran 578 representantes del Tercer Estado - los cuales iban vestidos de negro - seguidos por 270 representantes de la nobleza y 271 representantes del clero. En aquel momento, el entusiasmo del pueblo era tan grande que la soberbia de los nobles que desfilaban quedaba totalmente aplacada por los fuertes aplausos y gritos de algarabía de los ciudadanos ahí presentes; ya no había duda: aquel era el principio de una Nueva Era para Francia.
De pronto, Oscar reconoció el rostro del abogado que había pronunciado - hacía ya muchos años - un discurso para el rey de Francia cuando este apenas acababa de coronarse, y de inmediato, lo miró fijamente a los ojos.
- "Ese rostro... " - pensó de pronto el representante de la región de Arrás mientras miraba a la Comandante de la Compañía B.
- "Es Maximilien Robespierre..." - pensó ella.
Él parecía desafiarla, pero Oscar no estaba dispuesta a doblegarse ante él, y lo siguió mirando con la misma firmeza con la que él la miraba.
- "Oscar François de Jarjayes..." - pensó el delegado para sí mismo. - "Así que ahora está dirigiendo al Primer Regimiento de Francia. Vaya, vaya... Esto se pone interesante..."
Maximilien Robespierre sabía que le convenía tener a los militares de su lado, pero nunca imaginó que aquella distinguida aristócrata a la que alguna vez había ofendido por expresar su opinión acerca de los monarcas de Francia fuera quien dirigiera ahora a los guardias nacionales. No sólo eso, el delegado de Arrás también recordaba que otro de sus inoportunos comentarios había ocasionado que ella y su asistente reciban una paliza en un bar de París hasta ser echados del lugar; definitivamente no habían iniciado su relación en los mejores términos.
No obstante, Robespierre había llegado a respetarla a pesar de que ella fuese una aristócrata. Había llegado a sus oídos que los pobladores de una gran zona de la región que él representaba vivía sin problemas - es decir, que tenían un techo donde dormir, comida sobre la mesa cada día, ropa con la que vestirse y atención médica - y que todo eso se debía a la intervención de la heredera de la familia Jarjayes, la cuál - con apoyo de André Grandier, su asistente - había organizado todo lo necesario para que las personas que trabajaban en su propiedad y en las zonas aledañas a ella tengan una vida digna.
Ese hecho había sorprendido tanto a Robespierre que a partir de entonces empezó a formar alianzas con algunos de los miembros de la nobleza; antes de eso hubiera sido impensable para él, pero luego de enterarse de lo que Oscar había sido capaz de hacer por sus compatriotas a pesar de ser una aristócrata, decidió darles un voto de confianza a aquellos nobles que se acercaban a él, intentando pensar que tenían el honesto deseo de sacar adelante a Francia.
Y mientras pensaba en ello, el diputado de Arrás se rindió ante la firme mirada de Oscar, y continuó su solemne marcha hacia la Catedral de Saint Louis.
...
Algunas horas después, la misa por los Estados Generales había terminado, y los guardias franceses, luego de cumplir con el resto de sus obligaciones, habían retornado al cuartel y descansaban en las barracas.
- Oigan, ¿dónde está André? - vociferó de pronto el líder del escuadrón.
- Lo vi salir con la comandante hace una hora. - respondió Lasalle.
- ¿A estas horas? - exclamó Alain, confundido.
Era muy poco probable que su comandante le haya pedido a André que la acompañe a una diligencia. Eran casi las ocho de la noche y todos sabían que el General Boullie, el superior inmediato de la comandante de la Compañía B, no acostumbraba iniciar sus reuniones pasadas las seis de la tarde.
- Seguramente la comandante le pidió a André que la escolte hasta su casa... - mencionó Armand, tratando de actuar con naturalidad.
- Sí, probablemente eso haya pasado... - comentó Jean. - De todas maneras, dudo mucho que nuestro compañero regrese hoy al cuartel... - agregó con inocencia, pero Lasalle y Armand lo miraron enojados, ya que sin querer, el soldado había deslizado una frase que podía ser fácilmente malinterpretada.
Entonces, Jean comenzó a ponerse nervioso.
- Lo que quise decir... es que... - empezó a balbucear, pero pronto fue rescatado por Lasalle.
- Tienes razón, Jean... - dijo él. - La abuela de André aún trabaja para la familia de la comandante, así que supongo que él aprovechará la tarde para estar a su lado. - agregó.
Sin embargo, nada de lo que había ocurrido en esos minutos había pasado desapercibido para el líder del escuadrón: las miradas cómplices de sus compañeros, los nervios y las justificaciones innecesarias, habían despertado la curiosidad de Alain. "¿Por qué se están comportando así Armand, Lasalle y Jean?" - se preguntaba, pero prefirió no insistir ni hacer un escándalo de eso hasta poder averiguar qué era lo que realmente estaba ocurriendo.
Mientras tanto, a varios kilómetros de ahí, André descansaba sentado en un amplio sofá que se encontraba en el recibidor de la Mansión Jarjayes. Había llegado con Oscar unos minutos antes, y ambos se habían separado para cambiarse de ropa ya que el uniforme de la Guardia Francesa no era el atuendo más adecuado - ni mucho menos el más cómodo - para estar en casa.
De pronto, la hija de Regnier apareció en el salón y permaneció unos instantes al lado de la puerta, contemplando al hombre que amaba. Cuánta razón tenían aquellas mujeres que habían intentado seducirlo en la corte de Versalles. Ella, que siempre había intentado verlo como un hermano, nunca se había atrevido a pensar en lo atractivo que era hasta que empezó a darse cuenta de sus verdaderos sentimientos hacia él, pero sin duda siempre supo que su mejor amigo era un hombre que llamaba la atención por su masculina belleza.
André ya no llevaba puesto su uniforme de la Guardia Francesa, ahora vestía un pantalón marrón que destacaba sus largas pero fuertes piernas, y una blanca y suelta camisa que le permitía a Oscar ver una parte de su pecho. ¿Acaso estuve ciega durante todo este tiempo? - se preguntaba ella al observarlo, y es que aún no comprendía cómo es que no había podido verlo como hombre mucho antes; la heredera de los Jarjayes no recordaba que, durante toda su niñez, había sido programada por su nana para que eso no ocurra, ni se daba cuenta que las estrictas reglas de su padre al educarla como un hombre habían logrado que ella, durante casi toda su vida, mantenga reprimidos sus sentimientos más profundos dentro de sí misma.
"No se acostumbre mucho a André, mi niña. Ahora son inseparables, pero en el futuro, él deberá buscar una buena esposa para compartir su vida, y cuando eso ocurra lo verá muy poco; los hombres que se enamoran descuidan mucho a las viejas amistades..."
"¡Oscar! ¡Oscar!... ¡Qué haces llorando y buscando consuelo en los brazos de André! ¡Aunque seas una niña, eres la heredera de la tradición de los Jarjayes, y no debes mostrarle tu debilidad a nadie bajo ninguna circunstancia!"
Quizás su mente, buscando protegerse, había bloqueado todos esos recuerdos, pero sin duda, todos esos hechos forjaron su personalidad y dirigieron sus acciones a lo largo de los años. Sólo la llegada de Fersen a su vida permitió que ella vaya descubriendo poco a poco su feminidad, y es que él fue el primero en hacerle notar lo mucho que un hombre podía llegar a amar a una mujer, en aquellos momentos en los que le hablaba abiertamente acerca de sus sentimientos por María Antonieta.
No obstante, ahora estaba ahí, contemplando con todo su amor al hombre que amaba, y no pensaba en el pasado. Él aún no había notado su presencia, lucía pensativo y algo cansado, aunque difícilmente podía estar más agotado que ella, quien a duras penas había llegado hasta el salón donde André se encontraba - en lugar de irse directamente a dormir - para estar al menos un momento cerca de él.
Entonces André notó que Oscar lo observaba, y sonrió al verla nuevamente. No obstante, ella no le dijo nada; únicamente se acercó a él y se sentó a su lado. Normalmente lo hacía en el sillón contiguo, pero en esta ocasión decidió sentarse junto a él, y sin poder resistirse más, se aproximó al hombre que amaba y se acomodó al lado suyo para rodear tiernamente su torso con sus brazos.
- Oscar... - susurró André, y de inmediato, la abrazó también, y ella se dejó envolver por él.
La mente de André se obnubilaba cada vez que sentía a Oscar así de cerca, y era incapaz de razonar. Solamente ella era capaz de llevarlo de la tranquilidad a la pasión desbordada, solamente ella era capaz de llevarlo de la calma a la excitación; sentir su figura delgada, el roce de su piel y la suavidad de su cabello, lograban que él olvide el mundo que lo rodeaba, y que un sólo pensamiento se apodere de su mente: el deseo de hacerla suya y demostrarle en cuerpo y alma cuanto la amaba.
Sin embargo, algo lo distrajo. El cuerpo de su amada se había hecho un poco más pesado de repente, y eso lo trajo de vuelta a la realidad.
- Oscar... - susurró él, pero ella no respondía. - Oscar... - insistió, pero pronto se percató de que la hija de Regnier se había quedado profundamente dormida. Entonces André empezó a reír; le había hecho gracia que ella haya provocado esa reacción en él cuando muy probablemente todo lo que Oscar deseaba era quedarse dormida entre sus brazos.
Entonces se incorporó lentamente para acomodarla sobre el sillón, ya que la posición en la que ella se encontraba no era precisamente la más cómoda, y tras poner una almohada bajo su cabeza, se reclinó a su lado y acarició su rostro.
- Mi amada Oscar... - susurró, y casi sin pensarlo, se aproximó a ella para besarla, pero fue interrumpido abruptamente por Brigitte, quien carraspeó para hacer notar su presencia en el salón.
- André... - le dijo.
Y tras reconocer su voz, André se incorporó nuevamente y dirigió su mirada hacia ella.
- ¡Santo Dios, Brigitte!... ¡Casi me matas de un susto! - murmuró el nieto de Marion para no despertar a la mujer que amaba.
- Lo mismo digo, André... - le dijo Brigitte en tono de reclamo, y es que la doncella - en alguna ocasión - prácticamente le había suplicado que sea más discreto en cuanto a sus sentimientos hacia la heredera de la familia, ya que no quería que la historia de su antigua ama se repita en la casa Jarjayes.
- Lo siento. - le dijo él, y tras ello, sonrió.
- Madame Marion me pidió que les traiga a ti y a la señorita un poco de café porque supuso que estarían conversando aquí, pero veo que Lady Oscar se ha quedado dormida. - comentó en voz baja la doncella, mientras dejaba sobre una mesa la bandeja de plata con las dos tazas de café que traía consigo.
- Sí, hoy fue un día agotador... - le respondió André.
- No sólo hoy, André... La señorita ha estado llegando muy cansada últimamente, tanto, que a veces prefiere irse a dormir sin siquiera probar bocado.
- ¿Qué? - exclamó André, preocupado.
- Tal como lo escuchas. Madame Marion está muy preocupada por ella. Teme que llegue a enfermarse si sigue sin alimentarse bien... - agregó la doncella.
Entonces André dirigió la mirada hacia la mujer que amaba. Desde hacía un tiempo la había notado más delgada, pero pensó que se trataba de un error de su parte. Como había visto muy poco a Oscar en esos últimos días y su vista se nublaba cada vez con más frecuencia, no había tenido la oportunidad de observarla con detenimiento hasta ese momento, y se dio cuenta de que, efectivamente, ella se veía mucho más frágil que antes.
- Mañana hablaré con ella al respecto... - le dijo André a Brigitte con mucha seriedad. - Gracias por decírmelo. - agregó.
Y tras ello, se acercó a Oscar para levantarla.
- André, ¿qué haces? - exclamó Brigitte, preocupada.
- La llevaré a su habitación. - respondió él. - Una vez que Oscar se queda dormida no hay poder humano que la haga despertar, y no quiero que amanezca aquí. - agregó el nieto de Marion, y Brigitte lo miró sorprendida.
Decirle a la doncella que sabía qué tan profundamente acostumbraba dormir Oscar no había sido la mejor de las decisiones, y el nieto de Marion lo notó casi de inmediato. Sin embargo, había dicho eso porque había dormido al lado de su mejor amiga en muchas ocasiones cuando eran niños, y era por eso que él conocía ese tipo de detalles. No obstante, el hijo de Gustave Grandier no sólo había pensado en esas ocasiones cuando deslizó aquella frase, ya que durante sus últimas vacaciones en Normandía él había vuelto a dormir al lado de la mujer que amaba - aquella vez que visitaron el pueblo de Abbeville - y André confirmó, una vez más, que ella no había cambiado.
Sin embargo, aunque no había pasado nada más que eso entre ellos en aquel viaje ni en ninguna otra ocasión, el nieto de Marion prefirió no seguir hablando de eso con Brigitte, para no enredarse más dando aclaraciones.
- Te acompañaré, André. No quiero que alguien piense mal de ti si te ven llevando a la señorita en brazos hasta su alcoba. - le dijo la doncella.
- No sería la primera vez que lo hago. - le respondió él, sonriendo. - Lo he hecho muchas veces desde que fui lo bastante fuerte como para poder cargarla, y nunca nadie ha pensado mal de mí. - agregó el nieto de Marión. - Sólo la dejaré en su cama y luego iré por mi abuela para que le ponga algo más cómodo. - agregó, pero la doncella no estaba dispuesta a rendirse.
- Pues quieras o no, iré contigo. - le dijo Brigitte decidida, y André rio, aunque despacio para intentar no despertar a Oscar.
- ¿Acaso no confías en mí? - le preguntó el nieto de Marion.
Entonces Brigitte dirigió su mirada hacia él.
- ¿Pretendes que confíe en ti después de lo que estuve a punto de ver? - le respondió ella, refiriéndose al beso que André había estado a punto de darle a su ama antes de que ella lo interrumpa.
- Está bien... Está bien... Vamos... - le dijo André sonriendo, y tras ello, levantó en brazos a Oscar, y al lado de Brigitte, se dirigió lentamente a la habitación de su amada.
...
Fin del capítulo
