Capítulo 54

Hasta siempre, pequeño delfín

Después de caminar por los largos pasillos del interior del cuartel militar, André, Jean, Armand y Lasalle llegaron a las barracas. Alain estaba recostado en su litera, pensativo; aún no superaba el hecho de que el corazón de Oscar tuviera dueño, ni podía sacar de su mente los grandes ojos de su comandante aquel instante en el que ella miraba a su compañero llena de amor y ternura.

No obstante, sabía que era indigno de él sentirse intranquilo por eso. André era un gran amigo suyo y no merecía que él tenga ese tipo de sentimientos. El mismo Alain había sido testigo de todo lo que André había sufrido por el desamor de Oscar... ¿Cómo podía ahora ser tan egoísta?... ¿Cómo podía no alegrarse al saber que su leal amigo al fin había conseguido lo que tanto anhelaba? Sin embargo, no podía evitarlo. Aquellos sentimientos lo estaban sobrepasando.

Y mientras pensaba en ello, escuchó las risas de sus compañeros. Al parecer, Jean había comentado algo que a todos les había hecho gracia, aunque Alain no haya logrado escucharlo. No obstante, para su fortuna, al menos sus voces lo habían sacado de esos pensamientos que lo tenían tan atormentado.

- Bueno, me voy a casa. - les dijo Jean, mientras tomaba algunas cosas de su casillero. - Le diré al Coronel Dagout que me de un pase de permiso, pero antes iré a refrescarme. - agregó.

- No lo intentes... - le dijo Alain desde su litera. - Me dijeron que hay un desperfecto en los aseos.

- ¿Un desperfecto? - replicó André.

- Tal como lo oyes... - le respondió Alain, sin levantarse de su cama.

- ¡Maldición! - comentó Jean.

- ¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan enojado? - le preguntó Armand.

- Es que quería pasar por el mercado antes de ir a casa... - le respondió Jean a su compañero.

- ¿Por el mercado? - preguntó André.

Entonces, Lasalle se dirigió a su compañero.

- ¡¿No me digas que todavía tienes la esperanza de encontrarte con esa mujer misteriosa?! - le preguntó riendo. Entonces Jean dirigió la vista hacia André, quien abrió los ojos sorprendido, ya que sabía perfectamente que esa mujer era Oscar.

- ¡Pero qué dices! ¡Ese asunto está cerrado! - replicó Jean, muy nervioso, mientras estudiaba las reacciones de André, quien no se permitió delatarse. - No, no es eso... - les dijo.

Y tras una pausa, suspiró.

- Hay una mujer muy linda que tiene un puesto de flores ahí, y quería visitarla con algún pretexto antes de llegar a mi casa. - les dijo. - ¡Pero no puedo ir en este estado tan desastroso! - exclamó.

- La verdad es que yo también me siento fastidiado por el calor... - le dijo Armand. - Apenas salga de aquí me lanzaré al primer río que encuentre, así tenga que hacerlo con el uniforme puesto. - agregó.

Y todos rieron.

- Bueno, muchachos. Ya me voy. - les dijo Jean.

- ¡Espera! Yo voy contigo. - le dijo Lasalle. - También pediré el pase de permiso.

- Vamos juntos. - agregó Armand. - No quiero tener que enfrentarme solo al insoportable del Coronel Dagout. - les dijo sonriendo.

Y tras ello, se dirigieron a la salida.

- ¿Te quedas, André? - preguntó Lassalle antes de irse.

- Sí, un momento más. - le respondió él, y tras despedirse de su líder del escuadrón y de su compañero, Jean, Armand y Lasalle se marcharon.

Entonces, ya solos en su habitación de las barracas, el nieto de Marion se dirigió a Alain.

- Oye Alain, ¿estás bien? - le preguntó André a su amigo con un ligero tono de preocupación, ya que lo había notado muy callado desde que regresaron al cuartel.

- Claro que sí... ¿Por qué la pregunta? - le respondió Alain, fingiendo estar relajado.

- Por nada en especial... - le dijo André. Sabía que algo le ocurría a su amigo, pero al parecer él no quería hablar de ello, por lo que prefirió dejarlo en paz y se dirigió a su casillero para tomar algunas de sus cosas.

No obstante, antes de marcharse caminó algunos pasos hacia él. Tenía ganas de preguntarle si tomaría el medio día de descanso que Oscar les había ofrecido a sus soldados, pero no se atrevió; Alain se había quedado sin familia cuando su madre y su hermana murieron y no tenía a dónde ir, debido a ello, André casi tuvo el impulso de quedarse ahí con él, pero por otro lado, su amada Oscar le había pedido que regresen juntos a la mansión Jarjayes; estaba en una encrucijada.

De pronto, algunos de sus compañeros ingresaron a la habitación, rompiendo el silencio que los tenía atrapados.

- ¡Oigan! ¿Qué hacen ahí tan callados? - exclamó Diddier. - ¡Vengan! ¡Vamos a jugar una partida de póker! - les dijo.

- Sí, no se queden ahí. ¡Únanse a nosotros! - agregó Julian, otro de los miembros de la Compañía B, mientras sacaba un manojo de cartas de su bolsillo.

Entonces, Alain se levantó de la cama.

- Acepto... De pronto me dieron ganas de derrotarlos. - les dijo más animado.

Entonces André sonrió; sabía que su amigo estaría en buena compañía, por lo que se dirigió a la salida.

- En esta ocasión tendré que rechazar su oferta, muchachos. - les dijo a sus compañeros. - Tomaré el medio día de descanso ahora que puedo. - agregó.

- Buena idea, amigo. - le dijo Diddier, y tras despedirse, el nieto de Marion abandonó la habitación.

En todo ese tiempo, André había evitado jugar a las cartas con ellos. Desde que supo que la reina despilfarraba el dinero del pueblo en juegos de azar rechazó la idea de participar en ellos, así sea de la manera inocente en la que sus compañeros jugaban. No le parecía coherente participar de un juego que había juzgado tan duramente en el pasado .

...

Habían pasado varias horas desde que André y Oscar dejaron el cuartel militar, y ahora se encontraban en la mansión Jarjayes.

Al llegar, se separaron para tomar un baño y cambiarse de ropa, y luego se reunieron nuevamente en uno de los salones principales de la casa, aunque con ellos se encontraban la finísima Georgette y también Marion, quienes no los habían visto durante un largo periodo.

Y luego de conversar por algunos minutos acerca de varios temas, André y Oscar se separaron nuevamente durante la hora de la comida, y es que cada vez que su madre estaba en casa, la heredera de los Jarjayes comía y cenaba con ella, mientras que André lo hacía con su abuela y con algunos de los miembros del servicio de la casa. No obstante, al retirarse Georgette a descansar y al retomar la abuela sus labores, ambos habían vuelto a reunirse en uno de los salones de la mansión donde acostumbraban conversar, y algo callados por las preocupaciones de aquellos días, tomaban el café recién hecho que una de las sirvientas les había llevado.

A diferencia de aquella mañana soleada, esa noche llovía profusamente, lo cual exacerbaba aún más la intranquilidad de Oscar. Nada le quitaba de la cabeza que André le estaba ocultando algo muy grave en relación a su vista, y estaba dispuesta a todo para averiguar de qué se trataba.

- Hasta cuando se prolongará esta situación... Siento como si los delegados sólo dieran vueltas en círculos... - le dijo de pronto André, y tras ello, bebió el último sorbo del café que tomaba al lado de la mujer que amaba.

Ella se mantuvo en silencio. Todo parecía indicar que los Estados Generales iban a ser un fracaso, pero no quería mencionarlo. A su modo de ver, ya no quedaban más alternativas para solucionar la situación de su país. ¿Qué sería de Francia si los tres estados no llegaban a ningún acuerdo? - pensaba preocupada.

Entonces André dejó su taza vacía sobre el fino plato de porcelana que le hacía juego, se levantó de su silla y se dirigió hacia el gran ventanal del salón donde se encontraban.

- Está lloviendo de nuevo y el estado del príncipe parece haber empeorado, al punto que se suspendió la asamblea por la partida de los reyes hacia el Castillo de Meudon... - mencionó pensativo.

- Estará bien... Esto ya ha pasado antes... Seguro lo superará pronto... - le respondió Oscar refiriéndose al príncipe. Aún conociendo la grave enfermedad que aquejaba al pequeño delfín de Francia, no se atrevía a pensar que él fuera a perder su batalla contra la muerte.

- Eso espero... - comentó André, pensativo, mientras veía las gotas de lluvia caer justo frente a sus ojos.

Entonces, tras un breve silencio, Oscar volvió a dirigirse a él.

- Ahora estoy más preocupada por otra cosa... - le dijo.

- ¿Ah sí? ¿De qué se trata? - le preguntó André sin moverse de su posición, casi como si el sonido del agua cayendo sobre el pavimento lo tuviese hipnotizado.

Entonces, en silencio, Oscar dirigió la mirada hacia él y sacó una larga daga de su bolsillo. Tras ello, se levantó y caminó algunos pasos hacia el gran ventanal frente al que André se encontraba, y cuando estaba a menos de un metro de él, se detuvo, levantó su arma colocándola justo a la altura de su cabeza y se mantuvo ahí, sin moverse, esperando alguna reacción por parte del hombre que amaba.

Al sentir su proximidad, André giró el cuerpo en dirección a ella, y se sorprendió al encontrarse con la daga de Oscar frente a su ojo derecho, una daga que ella sostenía con firmeza mientras lo observaba pensativa.

- ¿Qué haces? ¿Revisas mi ojo? - le preguntó él, adivinando sus intenciones.

- ¿Puedes ver esto? - replicó ella, mientras trataba de disimular la preocupación que sentía.

- ¡Pero qué pregunta!... Claro que sí... - le respondió André de inmediato - ¿No es una daga? - le preguntó, y tras una pausa, continuó. - Fue hecha en 1712 y ha permanecido en la familia Jarjayes por generaciones, además, es tu favorita. - agregó.

- ¿Entonces de verdad tu ojo está bien? - le preguntó Oscar, angustiada.

- Claro... Ya para esa broma... - le dijo André en tono relajado, y tras ello, empezó a reír.

Entonces Oscar bajó su daga sintiéndose más tranquila.

- Lo siento... - le dijo, disculpándose por haber puesto esa arma frente a su rostro, y caminó unos cuantos pasos dirigiéndose nuevamente al pequeño comedor donde había estado sentada, mientras que, por su parte, André trataba de recuperar el aliento luego de aquella inesperada prueba.

No había duda: Oscar había empezado a sospechar que la vista de su ojo derecho estaba fallando. Aunque por momentos veía perfectamente, eran cada vez más recurrentes las ocasiones en las que su vista fallaba, debido a ello, cada vez se le hacía más difícil ocultar lo que pasaba.

Si Oscar hubiera colocado esa daga frente a él en otro momento, probablemente André hubiera quedado al descubierto, y eso hubiese sido terrible para él, porque conociendo a Oscar como la conocía, sabía que ella lo apartaría de su lado sólo para no exponerlo.

André no podía permitir que eso ocurra; no quería alejarse de la mujer que amaba en un momento como ese. Aunque confiaba en ella, también era consciente de que su trabajo como comandante de un regimiento tan importante como la Compañía B llevaba consigo demasiados riesgos, y únicamente él se sentía capaz de protegerla; únicamente él era capaz de arriesgarlo todo por ella, incluso la propia vida.

No obstante, mientras pensaba en ello, Oscar - quien caminaba hacia el pequeño comedor donde había estado sentada - se detuvo repentinamente, y sorprendida, dirigió su mirada hacia André.

- ¿Qué sucede, Oscar? - le preguntó, preocupado por verla empalidecer de repente.

- ¿Puedes oírlas? - replicó ella.

- ¿Eh? - respondió él, sin entender a lo que Oscar se refería.

Entonces ella caminó nuevamente hacia el gran ventanal, tan a prisa que André tuvo que hacerse a un lado para no bloquear su camino. Ahora era ella la que miraba hacia el exterior, mientras trataba de distinguir el sonido que había escuchado unos instantes antes, un sonido que apenas era perceptible por el incesante caer de la lluvia.

- Las campanas de Notre Dame... - le dijo a André, sobrecogida. - El príncipe está en estado crítico. - añadió, y él la miró sorprendido.

Eran las diez de la noche del 2 de Junio cuando las campanas de la catedral de Notre Dame empezaron a sonar solemnemente. A partir de ahí, comenzaría una vigilia de oración de cuarenta horas por la salud del príncipe heredero.

De pronto, André y Oscar sintieron unos pasos ingresando al salón donde se encontraban.

- ¿Escucharon eso? - les preguntó Georgette visiblemente afectada, ya que sabía perfectamente el significado de esas campanadas.

- Madre... Pensé que estabas dormida... - le dijo Oscar al verla.

Y tras ello, Georgette también se aproximó al gran ventanal.

- Oscar, debo ir a Versalles. - le dijo a su hija. - No me puedo imaginar siquiera el terrible dolor que estarán sintiendo nuestros reyes, y quiero estar ahí para ayudar en lo que haga falta.

Oscar la entendió de inmediato; su madre había servido a María Antonieta durante mucho tiempo y sentía un profundo cariño por ella y por su familia.

- Madre, iré contigo. - le dijo Oscar sin dudarlo, y tras ello, André se dirigió a ellas.

- Traeré el carruaje. - les dijo, y salió de inmediato de la habitación.

...

Mientras tanto, a algunos kilómetros de ahí, Marie Christine, al lado de su fiel ama de llaves Louise, miraba hacia el exterior desde una de las ventanas de su habitación en el Palais Royale.

- Pobre pequeño... - le dijo a su sirvienta. - ¿Por qué las almas puras e inocentes de los niños deben sufrir así? - exclamó entristecida.

Christine no era indiferente al sufrimiento del delfín, de hecho, tras enterarse de la enfermedad del heredero al trono de Francia, oraba cada noche para que él recupere la salud, y es que el pequeño le recordaba a su fallecido hermano menor, el cual también había atravesado una grave enfermedad en el pasado antes de perder la vida.

- Los designios de Dios son misteriosos y únicamente queda aceptarlos con resignación, Madame. - le respondió ella.

Y tras ello, ambas escucharon unos pasos ingresando a la habitación, y dirigieron su mirada hacia la puerta.

- Mi señor... - le dijo Marie Christine al Duque de Orleans, quien era quien acababa de llegar.

- ¿Qué haces mirando hacia el exterior, Marie Christine? - le preguntó el duque, y tras escuchar su pregunta, ella hizo una reverencia, casi como solicitando su autorización para empezar a hablar.

- Mi señor... Es el delfín de Francia... Las campanas de Notre Dame están repicando, y eso significa que el pequeño está muy grave en estos momentos. - le respondió su favorita con sincera tristeza.

Entonces el duque avanzó unos pasos hacia ella.

- Quizás esto sea una señal... El reinado de Luis XVI se apaga junto con la vida de su hijo... ¿qué coincidencia, no crees? - le dijo a Marie Christine, y ella lo miró espantada por la crueldad de su comentario en un momento como ese. - ¡Vamos, Marie Christine! Sabes perfectamente que sólo estoy diciendo la verdad... - agregó.

Y tras ello, se dirigió a la salida.

- Bueno... Iré a ver qué está ocurriendo en el Palacio de Versalles. - le dijo, y tras ello, se dirigió a su ama de llaves. - Louise, dile a alguno de los sirvientes que prepare mi carruaje. - ordenó.

- Enseguida, amo. - le respondió la sirvienta, y tras ello, salió de la habitación casi junto al duque.

Mientras tanto, Marie Christine trataba en vano de detener las lágrimas que se deslizaban por su rostro. ¿¡Cómo puede un hombre que dice ser justo hacer un comentario como ese sobre un niño!? ¿¡Qué clase de ser humano hace una cosa así!? - se preguntaba, confundida e indignada.

El desprecio con el que el duque había pronunciado esas palabras le había afectado profundamente, porque comenzaba a cuestionarse a sí misma a qué clase de hombre estaba sirviendo. El primo del rey de Francia se daba a conocer ante el pueblo con el sobrenombre de Felipe Egalité, sin embargo, desde hacía mucho tiempo Marie Christine había notado que sus palabras se contraponían mucho con sus acciones.

No obstante, ya era tarde para dudar. Los representantes del pueblo contaban con ella: Marie Christine les había prometido estar a su disposición mientras ellos la necesitaran, debido a ello, tendría que seguir atada a Felipe de Orleans, al menos durante un tiempo.

...

Habían pasado dos días desde que se suspendieron las asambleas, y el príncipe seguía pasando por una penosa agonía. Sus padres permanecían a su lado; ni Luis ni María Antonieta se habían apartado de Luis Joseph desde que llegaron al Castillo de Meudon, aunque por momentos, las altas fiebres del pequeño evitaran que él se percatara de ello.

De pronto, luego de permanecer por largas horas inconsciente, Luis Joseph abrió los ojos.

- Joseph... - le dijo su madre.

- Joseph... - agregó su padre.

Y el niño sonrió al verlos.

- Padre, madre... - les respondió él débilmente, y las lágrimas de María Antonieta empezaron a brotar de sus ojos.

- ¡Joseph! ¡Joseph! - exclamó ella, y el pequeño volvió a dirigirse a ellos.

- Sé que están ocupados... Perdónenme... - les dijo, y sin soltar su mano, su madre se reclinó junto a su cama.

- Joseph... - le dijo sollozando.

- ¿Los Estados Generales aún no se ponen de acuerdo? ¿Por qué los delegados no pueden hablar de una manera más cordial? - les preguntó débilmente.

- Joseph... Tú no tienes porqué preocuparte por esas cosas... ¡Joseph! ¡Mi querido Joseph! - le decía su madre, sintiendo que lo perdía.

- Quiero regresar a Versalles... - susurró el príncipe, con las pocas fuerzas que le quedaban.

- Regresaremos... - le prometió la reina.

Y con el rostro también cubierto de lágrimas, su padre se dirigió a él.

- Así es. Regresarás. - le dijo, y sonrió tratando de infundirle fuerza. - Te mejorarás y los tres regresaremos a Versalles en el mismo carruaje... ¡Cierto! Le pediré a Oscar François, que tanto te gusta, que esté a cargo de nuestra escolta. ¿Qué te parece? - le preguntó el rey a su hijo, sabiendo bien lo mucho que a Joseph le gustaba la heredera de los Jarjayes.

Entonces el pequeño príncipe dirigió la mirada hacia su padre, con el rostro iluminado por su inocencia.

- En un caballo blanco... Con su cabello ondeando al viento... - replicó el niño imaginando la escena, y tras ello sonrió, dedicándole a Oscar el último de sus pensamientos, porque en en ese preciso instante, su alma abandonó su cuerpo para nunca más regresar.

- ¡Joseph! - gritó su madre al ver que no reaccionaba. - ¡Joseph! ¡No dejes sola a tu madre! ¡Joseph! - insistía.

Pero pronto, ella y todos los presentes se dieron cuenta de que el pequeño heredero al trono de Francia había partido.

- ¡Dios mío! - exclamó María Antonieta, y tras ello, empezó a llorar desconsoladamente mientras abrazaba el pequeño cuerpo de su hijo.

También el rey estaba desolado. Su amado hijo los había dejado después de una larga agonía, y absolutamente nada podría llenar nuevamente el vacío que dejaba con su partida. Nada.

...

Mientras tanto, a algunos kilómetros de ahí, Oscar - quien había permanecido casi todo el día en el Palacio de Versalles orando por la salud del príncipe heredero - había regresado a su casa y se encontraba al lado de André, en el mismo salón donde habían escuchado el repicar de las primeras campanadas que anunciaban la agonía del príncipe. La lluvia no había cesado desde entonces; era como si el cielo también llorara por el delfín de Francia.

Entonces las campanadas de la Catedral de Notre Dame cesaron y se escucharon dos disparos que anunciaban la muerte de Luis Joseph. Al notarlo, Oscar, quien miraba hacia el exterior a través de su ventana, bajó la mirada entristecida.

- Tenía solo 7 años y 8 meses de edad... - le dijo a André, afligida, y dos lágrimas se deslizaron por su rostro mientras el nieto de Marion permanecía en silencio sin saber siquiera qué decir ante tan trágica pérdida.

Algunos minutos después, vestida con su uniforme de la Guardia Francesa y con una gruesa capa sobre sus hombros, Oscar montó su caballo ante la atenta mirada de André, quien la observaba desde la entrada de la mansión Jarjayes.

- Iré a Meudon a dar el pésame... - le dijo Oscar al hombre que amaba, y tras ello, se marchó en medio de la lluvia.

André la observó partir. Sabía que a Oscar le había afectado mucho la muerte del príncipe, incluso más de lo que demostraba, y que necesitaba estar sola. La hija de Regnier rara vez mostraba su vulnerabilidad, incluso frente al mismo André, a menos que la situación la sobrepasara.

- "Mi querida Oscar, ve con cuidado..." - pensó el nieto de Marion, afligido por su dolor, y en silencio, elevó una oración por la inocente alma del pequeño Luis Joseph.

Mientras tanto, ya a varios metros de su mansión, la heredera de los Jarjayes lamentaba la partida del príncipe mientras cabalgaba en dirección al Castillo de Meudon.

- "Su alteza... ¿¡Por qué!? ¡¿Por qué tiene que abandonar este mundo justo ahora?!" - pensaba Oscar, mientras sus lágrimas se confundían con las gruesas gotas de lluvia que no paraban de caer. - "Nuestra amada Francia está a punto de entrar a una nueva era, y usted nos deja sin ver nada de eso..." - reclamó.

Entonces Oscar se detuvo, y desconsolada, dejó caer su rostro sobre el suave pelo de su corcel blanco.

- Querido príncipe... - susurró, y en medio del bosque que la conducía al Palacio Real, empezó a llorar amargamente.

Oscar había sido la escolta real de María Antonieta durante más de quince años, y durante ese tiempo, había estado muy cerca de los hijos de los reyes, principalmente de Luis Joseph, ya que como heredero al trono de Francia, se había dedicado a protegerlo con especial dedicación.

La heredera de los Jarjayes aún recordaba la alegría con la que recibió su nacimiento, el día de su bautismo, y cada uno de sus cumpleaños; incluso recordaba el día que recibió la primera comunión. En aquel momento, se sintió agobiada por todos esos recuerdos, los cuales no hacían otra cosa que romper su corazón en mil pedazos. No podía aceptar la idea de que Luis Joseph hubiera muerto. Su inocencia... su ternura... aquellas inmensas ganas de vivir...

Sin embargo, esa era la realidad; Francia acababa de perder a quien había sido su príncipe heredero durante los últimos siete años y ocho meses, dejando a sus padres sumidos en un profundo dolor. ¿Acaso los reyes tendrían las fuerzas suficientes para afrontar todo lo que les deparaba el futuro después de aquella terrible pérdida?

No obstante, el pueblo suplicaba por una Nueva Era, y pasara lo que pasara, ya no había forma de detener su llegada.

...

Fin del capítulo