Capítulo 57

No ahora...

Habían pasado algunos días desde que los representantes del clero, la nobleza y el pueblo retornaron a las asambleas de los Estados Generales, sin embargo, nada había cambiado desde que las suspendieron a causa del agravamiento de Luis Joseph.

La Guardia Nacional Francesa comandada por Oscar trabajaba sin descanso bajo el inclemente clima francés de aquellos días; fuertes lluvias desde la madrugada, y un intenso sol desde el medio día, no hacían más que complicar las largas jornadas a las que estaban sometidos. No obstante, todos estaban muy comprometidos con su labor, principalmente la hija de Regnier, aunque la verdad era que cada vez se sentía más cansada; aún no se había recuperado de la fuerte gripe que había sufrido, o al menos eso era lo que ella creía.

Era el 17 de Junio de 1789, y dentro del recinto donde se celebraban las asambleas, el caos parecía no tener cuando acabar. Las negociaciones habían alcanzado el punto donde el antagonismo entre los tres estados había ensombrecido cualquier esperanza de consenso. Sin embargo, había alguien que estaba dispuesto a liderar el cambio, alguien que estaba del lado del pueblo y que estaba muy seguro del poder de las voces que representaba: Maximiliane Robespierre, diputado del Tercer Estado por la provincia de Arrás.

Robespierre era abogado, escritor, y un orador apasionado. Su padre - abogado ante el Consejo Supremo de Artois - era descendiente de una familia de juristas; su abuelo también había sido miembro del Consejo Supremo de Artois, su bisabuelo había sido fiscal, y su tatarabuelo había ejercido como notario en Carvin. Aunque pertenecía al Tercer Estado, él no había vivido en una situación de miseria, sin embargo, sí defendía a aquellos que la padecían contra sus opresores, y debido a ello, adquirió una gran popularidad, al punto que había sido elegido como representante del pueblo.

Días antes de que se eligiera a los representantes, el Duque de Orleans se había reunido con él en una de las tertulias que Marie Christine había organizado en el Palais Royal. No obstante, a pesar de que el primo del rey estaba convencido de que lo tenía como aliado, Robespierre desconfiaba de él; su discurso integrador no le convencía, y había algo en el primo del rey que lo hacía dudar de sus buenas intenciones, a pesar de ser consciente de que el duque había apoyado a la causa del Tercer Estado. Sin embargo, no daba a notar lo que en realidad pensaba sobre él, porque sabía que, llegado el momento, necesitaría el apoyo de algunos de los miembros de la aristocracia, y ese día había llegado.

Los Estados Generales se componían de 291 representantes del clero, 270 de la nobleza y 578 del pueblo, pero a pesar de que este último grupo representaba al 96% de la población francesa, su voto tenía el mismo peso que el de los formados por el Primer y Segundo Estado, los cuales siempre se ponían de acuerdo para votar a favor de la monarquía y de sus propios intereses. No obstante, Robespierre sabía que algunos de los representantes del clero y de la nobleza no estaban de acuerdo con la falta de colaboración de sus pares para intentar solucionar los problemas de Francia, y estaba dispuesto a todo para tenerlos de su lado.

- Robespierre está haciendo un importante discurso el día de hoy. - le dijo Alain a André la lluviosa tarde de aquel día.

Ellos, al igual que el resto de la compañía B, vigilaban la entrada del recinto. Fuertemente armados y atentos a cualquier eventualidad, se mantenían quietos y en alerta mientras que Oscar, su comandante, caminaba cerca de ellos en actitud vigilante.

- ¿Robespierre? - replicó André tras escuchar a su compañero. - Ya veo... Él podría ser capaz de resolver esta situación. - le dijo a Alain, mientras recordaba que ya había escuchado rumores acerca del discurso que planeaba dirigir el abogado de Arrás.

Por aquellos días, ambos confiaban en las buenas intenciones de Robespierre. Cómo no hacerlo; él era un hombre que desde hacía muchos años trabajaba para defender a sus compatriotas de la opresión de los más poderosos, y se había ganado el respeto de los ciudadanos del pueblo de París, a pesar de que ni siquiera había nacido en la capital francesa.

No obstante, ellos no imaginaban que el discurso de Robespierre iniciaría un camino sin retorno para su país, ni que este haría temblar desde sus cimientos a la mismísima dinastía Borbónica.

- Caballeros... ¡Nosotros, los delegados del pueblo, representamos al 96% de Francia! Por eso mismo, ¡nosotros somos los verdaderos representantes de Francia! Nuestra propuesta para los delegados del claro y la nobleza es la siguiente... ¡Escuchen! ¡Ustedes sólo representan al 4% de nuestro país! Si quieren convertirse en los verdaderos representantes de Francia, ¡no tienen otra alternativa más que trabajar codo a codo con nosotros! - exclamó.

Y los representantes del clero y la nobleza lo observaron impactados.

- ¡Vamos! ¡Únanse a nosotros! - gritó otro de los representantes del pueblo, secundando las palabras de Robespierre. - ¡Ustedes deben trabajar con nosotros por el bien de Francia! - agregó.

- ¡Dejen de representar a los intereses de la clase privilegiada, y dejaremos que sean nuestros compañeros! - exclamó otro.

- ¡Despierten de una vez! ¡Su tiempo se ha acabado! - reclamó un cuarto delegado.

Aquella era la última oportunidad que tenían los representantes del Tercer Estado para reconducir las negociaciones. Durante todo ese tiempo no habían llegado a nada, ya que su único voto no podía competir contra los dos votos del clero y de la nobleza. Trabajar unidos era la única alternativa para salvar a Francia de la decadencia en la que caía a medida que avanzaban. ¿Es qué acaso no lo veían? ¿Por qué insistían en cerrar los ojos a la realidad? - se preguntaban los representantes del pueblo.

Entonces, una valiente voz se alzó en medio de las otras.

- ¡Estoy de acuerdo! - exclamó el Marqués de Lafayette, un noble que - al lado de Fersen - había combatido en la guerra de independencia americana, y el cual esperaba que ese momento llegara desde hacía mucho tiempo. - ¡Trabajaré con ustedes de ahora en adelante! - agregó.

Y tras escucharlo, innumerables voces que representaban al clero y a la nobleza siguieron sus pasos.

El desorden no se hizo esperar, y pronto el caos se desató dentro del recinto, aunque no parecía haber violencia, únicamente un acalorado intercambio de opiniones. Entonces André, quien junto con Oscar y Armand tenía permiso para ingresar a los salones donde se llevaban a cabo las reuniones, se dirigió a la asamblea para enterarse de que era lo que estaba pasando, y algunos minutos después, regresó a su posición de vigilancia.

- André, ¿qué está ocurriendo allá adentro? - le preguntó Alain, desbordado por la curiosidad.

- De entre los nobles, el Marqués de Lafayette y el Duque de Orelans se han unido a los comunes. - le respondió André.

- Esto se pone interesante... Si el Tercer Estado toma el control de la asamblea, la política de Francia pasará a manos de nosotros, el pueblo. - le dijo Alain al nieto de Marion, y rio de gusto.

Sin embargo, en ese instante también comprendió que les esperaba aún mucho trabajo por delante.

- Es algo agotador... - agregó el líder del escuadrón, algo resignado.

- Ya pasó un mes y medio sin descanso... - comentó André, sin contar los escasos días durante los cuales se había suspendido la asamblea.

- ¿Y la comandante? - preguntó Alain.

- Patrullando... - le respondió André, el cuál había visto a Oscar dirigiéndose al patio contiguo. - Hace poco se fue a pie al Palacio de Versalles. - agregó.

- André... - le dijo Alain.

- ¿Si? - respondió él.

- Tu comandante luce algo pálida... - mencionó el líder del escuadrón, aunque tratando de no preocuparlo. - Espero que solo sea la fatiga. - agregó.

Y tras escucharlo, André permaneció en silencio, pensativo. Él era la segunda persona que le decía que veía a Oscar muy pálida, y empezaba a preocuparse. Su vista estaba empeorando a medida que avanzaba el tiempo, y ya no era capaz de distinguir ese tipo de detalles; antes eran pocas las ocasiones en las que veía con la vista borrosa, y ahora eran pocas las ocasiones en las que podía ver con total claridad.

- "Oscar..." - pensó, y tras ello, dirigió la mirada hacia donde ella se había dirigido, pero ya no lograba verla.

Mientras tanto, cerca de ahí, la heredera de los Jarjayes se empapaba bajo la lluvia al igual que sus soldados. Se sentía débil y cansada... ¡Cuánto hubiera querido descansar, al menos por un momento! No obstante, ella era la comandante de la Compañía B y la responsable de la seguridad de las asambleas, por lo tanto, su obligación era permanecer al lado de su regimiento para cumplir la misión que se les había encomendado.

- Una nueva Francia nacerá a partir de los Estados Generales... - susurró débilmente. - Mi deber es proteger a la Asamblea y a los delegados para que tengan éxito... Esfuérzate, Oscar. - se dijo a sí misma, mientras se sostenía de una de las columnas del patio donde se encontraba y sonreía resignada con la mirada puesta en el cielo.

Pero de pronto se sintió extraña y con un intenso deseo de toser, y lo hizo tan fuerte que - débil como estaba - cayó de rodillas sobre el suelo mientras se llevaba la mano a la boca para cubrírsela mientras tosía.

Entonces, aún sobre las frías y mojadas piedras que cubrían el pavimento, apartó su mano de su boca y observó aterrada una pequeña mancha de sangre sobre la fina seda de sus guantes blancos y cerró su puño, el cual temblaba mientras empezaba a comprender lo que acababa de descubrir de sí misma.

- "No... No puede ser..." - pensó.

La peste blanche...

Sí. Oscar estaba enferma de tuberculosis, una enfermedad pulmonar conocida como la peste blanca por aquellos tiempos, debido a la palidez que presentaban las personas que la padecían. Los tratamientos existentes no garantizaban una cura, y eran raras las ocasiones en las que la enfermedad remitía por sí misma.

- "No... Esto tiene que tratarse de un error..." - pensó, mientras trataba de calmarse.

Ella nunca había sentido miedo de morir, sin embargo, ahora las cosas eran distintas. Una nueva Francia estaba a punto de nacer a partir de los Estados Generales, y con ella, su esperanza de vivir al lado del hombre que amaba con todas las fuerzas de su corazón, un hombre con el que quería compartir una larga vida llena de felicidad.

¿Cómo podría ahora una enfermedad arrebatarle su sueño más preciado? ¿Cómo podría una enfermedad apartarla del hombre que amaba? No. Todo debía tratarse de un error. - se decía, en total estado de negación.

- "No puedo morir... No ahora que mis sueños y los del hombre que amo están a punto de hacerse realidad... No ahora que falta tan poco para que seamos felices..." - pensó angustiada.

Y en ese momento, el rostro de André llegó a sus pensamientos y sus ojos se llenaron de lágrimas; la sola idea de dejarlo solo con la gran desolación de su partida rompía su corazón en mil pedazos. No podía hacerle eso; simplemente no podía.

Entonces secó sus lágrimas y se puso de pie con las pocas fuerzas que tenía, respiró hondo y le pidió a Dios que le de el valor que necesitaba para continuar, aunque la verdad era que en aquel momento se sentía tan confundida que ni siquiera sabía como hacerlo; todo lo que sabía era que le quedaba un largo día por delante y que debía hacerle frente con valor pasara lo que pasara: ella era la hija del General Agustín Regnier de Jarjayes, y había sido entrenada desde niña para enfrentar con valentía los obstáculos que le pusiera la vida. No obstante, tenía el alma destrozada, no por tener que enfrentar la muerte, sino por imaginar el sufrimiento que le provocaría al hombre que amaba si este se enteraba del mal que padecía.

- "Mi querido André..." - pensó.

Y sosteniéndose del gran amor que sentía por él, caminó de regreso al encuentro de su regimiento.

...

Fin del capítulo.