Capítulo 59
Tiempos de incertidumbre
A la mañana siguiente, la hija de Regnier se despertó en su habitación de la mansión Jarjayes. Había pasado la mayor parte de la noche pensando en cómo afrontaría su enfermedad porque sabía perfectamente que su estado era delicado, pero por otra parte, el estado de Francia también lo era y no podía desligarse de sus obligaciones, no ahora que acababa de conformarse la Asamblea Nacional.
- "¿Qué debo hacer?" - se preguntaba, aún recostada sobre su cama.
No era el momento adecuado para resolver las cosas, necesitaba más tiempo para pensar. Pedir unas horas de la mañana para ir a ver al doctor Lassone era imposible un día como ese; debía estar atenta a los acontecimientos para poder organizar a su regimiento.
La heredera de los Jarjayes estaba segura de que aquel cambio en la estructura de los Estados Generales había causado un gran revuelo entre los miembros más conservadores de la nobleza francesa; ella los conocía muy bien y estaba segura de que estarían conmocionados por lo que había ocurrido.
- "¿Qué irá a pasar ahora?" - pensaba mientras se levantaba de la cama.
Entonces empezó a prepararse para regresar al cuartel militar. Se sentía algo cansada a pesar de haber dormido bien, pero con las suficientes fuerzas para empezar el día. Desde pequeña había sido educada para anteponer sus obligaciones a su bienestar personal; incluso había renunciado a crecer como la mujer que era. Por eso, sabía de antemano que su principal responsabilidad era la de proteger a los representantes de Francia, así sea a costa de su propia vida.
...
Mientras tanto, en las barracas, los soldados de la Compañía B también se preparaban para un nuevo día de trabajo.
Aún estaban conmocionados por lo que había ocurrido en la última asamblea de los Estados Generales y no dejaban de hablar de ello. Todos, a excepción de André, creían ingenuamente que la acción de los diputados de componer la Asamblea Nacional no tendría consecuencias; ellos nunca habían convivido con aristócratas y menos se imaginaban como funcionaban las cosas en la Corte de Francia.
- Ahora esos estirados tendrán que atenerse a lo que decidan los verdaderos representantes del pueblo francés. - mencionó uno de ellos, en referencia a los aristócratas que no habían estado de acuerdo en conformar la Asamblea Nacional.
- Sí. Ya me los imagino. Deben estar muy enojados por lo que sucedió ayer. - exclamó otro.
Por su parte, André los escuchaba en silencio. Sabía que la alta aristocracia no se quedaría tranquila y que empezarían a presionar a Luis XVI, ya que se ponían muy nerviosos ante cualquier hecho que pudiera atentar contra sus privilegios. No obstante, ese no era ni el lugar ni el momento adecuado para expresar lo que en realidad pensaba. Normalmente ese tipo de debates intelectuales y políticos los tenía con Oscar.
Aunque André era un plebeyo, él no era un plebeyo ordinario. Había recibido la misma educación que cualquier aristócrata de alto rango, y se había movido en los círculos más cerrados de la corte siendo asistente de Oscar. Debido a ello, conocía muy bien los pensamientos y temores de la nobleza francesa, quizás incluso más que la misma Oscar, ya que mientras que ella era más apasionada e impulsiva, André era mucho más observador y analítico.
No obstante, a pesar de haber crecido en una casa de nobles, el hijo de Gustave Grandier había sabido adaptarse bien a sus compañeros de la Compañía B porque él también pertenecía al Tercer Estado, y aunque no había pasado por las dificultades por las que habían pasado muchos de los miembros del regimiento que Oscar comandaba, era muy consciente de las desigualdades que existían en Francia, a tal punto que esas diferencias habían marcado su destino desde el momento en que se enamoró de una mujer que pertenecía a la aristocracia.
- Bueno. ¡Vayamos a desayunar! - les dijo Alain a sus compañeros, al ver que ya todos estaban listos. - ¡Hoy nos espera un gran día! - exclamó emocionado.
Y tras ello, entre joviales conversaciones, los soldados caminaron en dirección al comedor del cuartel militar.
...
Mientras tanto, a varios kilómetros de ahí, la hija de Georgette se dirigía a la cocina de su mansión tras haberse vestido con su uniforme de la Guardia Nacional Francesa
Al llegar, encontró a Marion; aún no eran las siete de la mañana, pero ella ya se encontraba haciendo la lista de tareas que tenían los sirvientes para ese día. Se encontraba muy concentrada en su labor y parecía imperturbable, entonces Oscar se detuvo y la observó tiernamente desde la puerta, con el mismo cariño que la abuela del hombre que amaba le había entregado desde sus primeros años de infancia.
Tras saberse enferma, deseaba con todas sus fuerzas que el tiempo se detenga para permitirle tener muchos más instantes al lado de sus seres más queridos. ¡Qué poco los había disfrutado todos esos años! - pensaba Oscar con melancolía. Probablemente aquella anciana era una de las personas que más la amaba en el mundo, y por sus múltiples ocupaciones durante su etapa adulta, nunca se tomó el tiempo suficiente para dedicárselo únicamente a ella, ni escuchó sus consejos con la atención que Marion merecía.
Y ahí, mientras la observaba pensativa, tomó la decisión de intentar pasar más tiempo con su familia. Sabía que sería complicado por las circunstancias que vivía su país y por el rol que desempeñaba como comandante de la Guardia Francesa, pero valía la pena tratar de hacerlo; quizás aún no era tarde para demostrarles lo mucho que los amaba.
- Buenos días, nana. - le dijo de pronto a la abuela, y tras escucharla, Marion dirigió su mirada hacia ella con una gran sonrisa en los labios.
- Buenos días, mi niña. - le respondió Marion, con la misma emoción con la que la recibía cada mañana.
Y tras ello, se puso de pie.
- Ahora mismo le serviré su desayuno. - le dijo, y empezó a preparar lo necesario para servirle algo de comer.
- Muchas gracias. - le respondió Oscar, y tras ello, se sentó en el pequeño comedor que ahí se encontraba. - ¿Mi madre sigue dormida? - le preguntó.
- Así es, niña. - le respondió Marion. - Ayer pasé por su habitación antes de irme a dormir para ver si se le ofrecía algo más y la encontré escribiendo algunas cartas para sus hermanas. Ya sabe como le entretiene eso. Seguramente se desveló haciéndolo. - agregó con una sonrisa.
Entonces Oscar también sonrió. Le alegraba saber que su madre le dedicaba tiempo a actividades que la hacían sentir feliz.
- Nana, ¿te puedo pedir un favor? - le preguntó de pronto la heredera de los Jarjayes.
- Por supuesto, mi niña. - le respondió la abuela, dirigiendo su mirada hacia ella.
Entonces Oscar prosiguió.
- Cuando se despierte mi madre, pídele de mi parte que se ponga en contacto con el maestro Ducreux. - le dijo.
- ¿El retratista? - exclamó la abuela, sorprendida.
- Así es. Deseo que me haga un retrato lo antes posible. - le dijo serenamente.
- ¿Un retrato? ¿Un retrato para usted? - le preguntó Marion muy sorprendida, y Oscar le sonrió amablemente.
- Sí, nana. No me han hecho uno desde que me ascendieron a Comandante de la Guardia Real. - le dijo.
Entonces la abuela la miró preocupada. Oscar jamás había posado de buena gana para los retratos que le habían hecho a lo largo de los años a insistencia de sus padres. ¿Por qué ahora era ella misma la que mandaba llamar al artista que había pintado los últimos retratos de su familia?¿Por qué ese cambio de actitud con respecto a posar para un pintor? - se preguntaba. Sin embargo, Oscar tenía razones muy válidas para hacerlo.
Después de André, la persona a la que más le dolía abandonar era a su padre. Al no haber tenido un hijo varón, Regnier había nombrado a Oscar cómo su única heredera y se había dedicado en cuerpo y alma a entrenarla y a educarla para la vida que había trazado para ella.
No obstante, si Oscar se apartaba de su lado o, peor aún, si llegaba a morir, él se quedaría sin nadie que continúe con el legado familiar que tanto le enorgullecía. Su padre seguía creyendo que los Jarjayes debían seguir ocupando la posición de confianza que siempre habían tenido al lado de los miembros de la dinastía Borbón, y aunque Oscar había renunciado a la Guardia Real, creía que, tarde o temprano, su hija se convencería de que no pertenecía a la Guardia Nacional Francesa y regresaría a algún cargo de alto rango al lado de los reyes, o en su defecto, que estaría de acuerdo con la idea de casarse con algún noble de alta alcurnia para darle un nuevo heredero a la familia.
Sin embargo, Oscar no tenía la intención de cumplir los deseos de su padre. Aunque habría querido complacerlo, él soñaba con algo que iba contra su propia naturaleza. Era imposible para ella volver a servir a los reyes de su país en la corte francesa... ¿Cómo podía volver a vivir en aquel ambiente donde lo único que importaba era mantener el estatus y los privilegios sociales cuando su país sucumbía por la miseria? Y por otra parte, ¿Cómo podría casarse con un hombre de noble cuna para darle un heredero si su amor le pertenecía a un plebeyo? Eso era impensable.
No obstante, hasta hacía poco tiempo, Oscar aún creía que si los Estados Generales aceptaban las demandas del pueblo, su padre tendría que aceptar que ella forme una familia con André, ya que el mismo rey aprobaría la tan esperada "igualdad ante la ley". Pero aún si eso ocurría, aún si su padre aceptara a André como su esposo, ¿por cuánto tiempo estaría ella casada con él? ¡por cuánto!, si la enfermedad que padecía tenía fama de ser realmente grave. Oscar no podía estar segura, por eso deseaba dejarle ese retrato de ella a su padre: un retrato que al menos consolara su tristeza tras haberla perdido para siempre.
Y mientras pensaba en ello, sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas.
- "Debes dejar de pensar en esas cosas, Oscar..." - se dijo a sí misma.
Y tras ello, se levantó de la mesa y miró a través de la ventana que daba hacia el exterior para que su nana no la viera en ese estado.
- Espero que el clima de hoy sea mejor que el de ayer. - le comentó a la anciana, mientras secaba sus lágrimas.
- Ojalá, mi niña. Ojalá... - le respondió Marion, sin darse cuenta de la gran tristeza que Oscar albergaba en el corazón.
...
Algunas horas más tarde, la heredera de los Jarjayes y su regimiento se encontraban vigilando las puertas del recinto donde se reunían los representantes de Francia. Sin embargo, a diferencia de otros días, ahí únicamente se encontraban los que habían decidido conformar la Asamblea Nacional. Como era de esperarse, los nobles y miembros del clero que se habían opuesto a la conformación de este nuevo organismo permanecían a la espera de lo que ordenara el monarca de su país.
Aquel era un día fresco y soleado, lo cual facilitaba la labor de Oscar, ya que, por esos días, la humedad no solía caerle nada bien. Lucía pensativa, pero había decidido no preocuparse; por lo pronto, lo único que podía hacer era liderar a la Compañía B en la misión que se le había encomendado; proteger a los representantes de Francia pasara lo que pasara.
Y mientras pensaba en ello, desde su lugar y disimuladamente, Alain dirigió su mirada hacia ella. Durante los últimos días había decidido no volver a pensar en Oscar más que como su comandante y como el gran amor de alguien a quien consideraba un entrañable amigo. Había reflexionado mucho sobre ello y había llegado a la conclusión de que era una tontería verla de otra manera. La fórmula debía ser simple: únicamente debía evitar pensar en lo hermosa que era y dejar de admirar su templanza y todas sus cualidades, no obstante, a veces le resultaba sumamente difícil.
- "¡Ya basta!" - pensó para sí mismo al descubrirse nuevamente contemplándola.
Y tras ello, optó por fingir que nada de eso le importaba.
- Oiga, comandante... Es la primera vez en muchos días que no escucho gritos y discusiones allá adentro... - le dijo el líder del escuadrón a su comandante, la cual en aquel momento, caminaba cerca de él.
- Así es. Hoy ha sido un día bastante tranquilo. - le respondió ella serenamente.
Y tras una breve pausa, el nieto de Marion - el cual también se encontraba cerca de ellos - se dirigió a ella.
- Oscar, es extraño que el General Boullie no te haya mandado llamar después de lo que ocurrió ayer. - le comentó. - En Versalles no deben estar nada contentos con lo que pasó. - agregó, y tras ello, la heredera de los Jarjayes dirigió su mirada hacia él.
- Tienes razón, André. Seguramente aún están pensando en cómo deben abordar esta situación. - le respondió ella, y tras escucharla, André asintió con la cabeza.
...
Mientras tanto, en uno de los salones del Palacio de Versalles, Luis XVI y su círculo más cercano discutían acerca de lo que había ocurrido en los Estados Generales. La tarde anterior ya le habían hablado acerca de los últimos sucesos, pero a pesar de que ya era un nuevo día, el esposo de María Antonieta aún no había decidido como reaccionar ante aquel inesperado acontecimiento.
- ¿Asamblea Nacional? ¿Qué quieren decir con "Asamblea Nacional"? - les había preguntado Luis XVI a aquellos nobles que se habían reunido con él la tarde anterior a aquel día.
- Son los plebeyos... - le respondió uno de ellos. - Los plebeyos que ahora se hacen llamar los verdaderos representantes de Francia ignorando al Primer y Segundo Estado que constituyen los Estados Generales. - agregó.
- Pero tengo entendido que algunos nobles y clérigos también se han unido a esa "Asamblea Nacional"... - mencionó el monarca.
- Esos ya no son nobles ni clérigos. - respondió otro con firmeza. - Sólo son insolentes que halagan a los plebeyos. - agregó.
Y tras una breve pausa, uno de sus consejeros se dirigió al rey de Francia.
- Su Majestad, si los Estados Generales continúan así, los comunes tomarán ventaja de la situación. - le dijo.
- Así es. Como rey de Francia, es necesario que tome cuanto antes una posición con respecto a este asunto. - mencionó otro de los presentes.
No obstante, el esposo de María Antonieta se mantuvo en silencio, dubitativo y sin saber qué camino tomar. No esperaba que algo como eso ocurriese; jamás imaginó que actuando por cuenta propia, los representantes del Tercer Estado decidieran formar un nuevo organismo sin considerar siquiera la opinión del rey de Francia, y mucho menos que fueran secundados por miembros de la nobleza y el clero.
Mientras tanto, dentro del recinto donde acostumbraban reunirse y resguardados por la Compañía B de la Guardia Francesa, los miembros de la Asamblea Nacional debatían una por una las posibles soluciones a los innumerables problemas que afrontaba su país, sin sospechar que muy pronto sus reuniones serían interrumpidas abruptamente por orden del rey de Francia, el cual, presionado por su séquito, les haría saber que ningún ciudadano francés podía desafiar el poder de la monarquía sin sufrir las consecuencias.
...
Fin del capítulo
