Capítulo 61
Desdichas
El sol caía, y en el Palais Royale, Marie Christine miraba hacia el exterior a través de una de las ventanas de su habitación. Lucía melancólica y pensativa; desde hacía varios días se sentía algo perdida, pero no entendía muy bien por qué.
- "Ha pasado un mes y medio desde que se iniciaron las asambleas de los Estados Generales, y ahora los delegados están enfocados en discutir y resolver las demandas del pueblo..." - pensó.
Entonces, tras una pausa y con la mirada en el horizonte, continuó con su reflexión.
- "Debería estar feliz, sobre todo porque al fin muchos nobles y clérigos decidieron unirse a los representantes del Tercer Estado, sin embargo..." - pensaba.
Ella no lo comprendía, pero se sentía profundamente sola. Antes que comenzaran las asambleas, las reuniones de intelectuales y políticos se llevaban a cabo sin cesar en la residencia del Duque de Orleans, y eso la tenía sumamente ocupada. Sin embargo, todo había terminado; ahora esas discusiones se llevaban a cabo en el foro de los Estados Generales, tal como debía ser para encontrar reales soluciones a los problemas de Francia.
Marie Christine lo sabía, y de hecho, siempre había deseado que las cosas se dieran de esa manera. No obstante, no era consciente de que al lograr aquel ansiado objetivo, su vida se transformaría de una manera tan radical, dejándola vacía y sin ilusiones.
Entonces, sintiéndose extrañamente triste, la favorita del primo del rey se dirigió a su mesita de noche, abrió el primer cajón y sacó de el una pequeña bolsa que contenía aquellas semillas que el nieto de Marion le había regalado antes de dejar la villa de sus abuelos en Provenza, y tras ello, las sostuvo fuertemente en su mano. Su amistad con André era su más bello recuerdo, y más aún su promesa de casarse con ella algún día.
- "André Grandier, ¿dónde estarás ahora?..." - se preguntó Marie Christine. - "Probablemente a estas alturas ya habrás formado un hogar, y seguramente eres muy feliz" - se dijo a sí misma, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
Entonces volvió a abrir las palmas de sus manos para observar las bellotas que André le había entregado como despedida cuando sólo era una niña.
- "Han pasado tantos años desde la última vez que nos vimos... ¿Todavía recordarás nuestros momentos juntos, André?... Yo nunca los he olvidado..." - pensó.
Casi había perdido la esperanza de volver a verlo, pero aún si lo encontraba, Marie Christine no era la misma mujer de sus días de juventud. Se había entregado a un hombre poderoso por presión y temor a las represalias, y aunque él nunca la trató mal y le dio una posición llena de privilegios, ella nunca sintió por él nada más que respeto, porque el primo del rey de Francia se mostraba a otros como un hombre que congeniaba con los ideales de la Nueva Era, una Nueva Era que Marie Christine también anhelaba.
No obstante, desde hacía ya un buen tiempo, la que había sido la amiga de la infancia de André había empezado a sospechar que el duque no era la persona que aparentaba ser, sin embargo, aún no tenía la certeza de que sus sospechas fueran ciertas, y debido a ello, se sentía culpable por haber empezado a dudar de él. Además, desde hacía mucho tiempo la relación entre ellos se había convertido en una relación de conveniencia. Marie Christine era esa cara bella y amable que hacía sentir en casa a los invitados del duque, todos ellos intelectuales que pertenecían al Tercer Estado y algunos de los cuales se convirtieron en representantes del pueblo en los Estados Generales. El primo del rey tenía ahora nuevas amantes, sin embargo, mantenía a Marie Christine en el estatus de su favorita porque era la más hermosa e inteligente de todas, a pesar de que ya no la tocaba.
Pero a pesar de que en la práctica ella ya no era su amante, eso no hacía que se sienta más digna. ¡Cuanto hubiera preferido tener otro destino! Le había entregado su pureza a un hombre al que no amaba obligada por las circunstancias, y ya no había vuelta atrás.
- "Debo dejar de pensar en cosas que no puedo remediar y enfocarme en el presente... " - pensó. Y es que Marie Christine creía que debía permanecer al lado del duque para siempre. - "Al menos es un hombre que ha apoyado a la causa del pueblo. Sí... No es malo... Además, no me ha vuelto a pedir que sea su mujer y espero que nunca más lo haga..." - se dijo, tratando de sentirse mejor consigo misma.
Y mientras pensaba en ello, besó con ternura las semillas que llevaba en las manos, una semillas que eran el símbolo de aquel amor inocente que sintió hacía muchos años y que aún la acompañaba en sus momentos de tristeza. Y tras ello, las devolvió a la pequeña bolsa de donde las había sacado, guardando junto ellas sus más preciados recuerdos.
...
Mientras tanto, Oscar volvió al cuartel militar donde se encontraban sus soldados, pero cuando les dio la orden que el General Boullie le había transmitido tras reunirlos en el patio, todos se quedaron paralizados. Les resultaba increíble que les esté ordenando algo como eso.
- ¡Qué hacen ahí parados! ¡Vamos de inmediato a hacer lo que nos ha encargado la comandante! - exclamó Alain imperativamente al ver que sus compañeros no reaccionaban.
- Sí. - respondieron todos al unísono, aunque aún bastante confundidos.
Y tras ello, todos tomaron sus caballos y se dirigieron al sitio donde se llevaban a cabo las asambleas, con el líder del escuadrón a la cabeza.
No obstante, Oscar no se movió de su posición. No podía creer lo que acababa de hacer.
- Oscar, ¿te encuentras bien? - le preguntó André, quien no se había apartado de su lado, y tras una breve pausa, la hija de Regnier se dirigió a él.
- André, me siento tan desdichada por haber tenido que dar esa orden... - le dijo abatida.
- Entiendo como te sientes, pero no tenías otra alternativa. - le respondió el nieto de Marion. - Ningún francés puede ignorar una orden expresa del rey. - agregó.
- Lo sé... Lo sé, André. - le dijo, con una enorme tristeza en su voz.
Entonces André montó su caballo, y la heredera de los Jarjayes también lo hizo.
- Levanta ese ánimo, Oscar. Seguramente el rey solo quiere ganar tiempo. Ya verás que finalmente no tendrá más alternativa que aceptar la conformación de la Asamblea Nacional. - agregó.
- Espero que así sea. - le respondió ella, y tras ello, tiró de las riendas de su caballo para seguir a sus soldados.
André hizo lo mismo, y mientras cabalgaba, se preguntó si lo que le había dicho a Oscar se transformaría en una realidad. ¿Sería capaz el rey de doblegar su poder para permitir que una institución conformada sin su consentimiento permanezca vigente? Y por otra parte, en caso de que no estuviera de acuerdo, ¿sería capaz de disolver los Estados Generales pasando por encima de la voluntad de los delegados?
El hijo de Gustave Grandier e Isabelle Laurent sabía que Luis XVI estaba en una terrible encrucijada y que tenía que tomar una decisión: una decisión de la que dependía el futuro de un país que anhelaba, desde hacía mucho tiempo, poder contemplar el nacimiento de una nueva era.
...
Fin del capítulo
