Capítulo 62

El juramento

Era la mañana del 20 de junio de 1789, y al llegar al recinto donde acostumbraban reunirse, los delegados se encontraron con una desagradable sorpresa. Las puertas habían sido fuertemente selladas por los miembros de la Compañía B, los cuales vigilaban el lugar perfectamente armados.

Una gran cantidad de franceses también había llegado hasta ahí. Normalmente se acercaban para darles su apoyo a sus representantes, pero al ver lo que estaba ocurriendo, empezaron a indignarse.

- Oigan, no van a permitir el paso de los delegados. - dijo uno de los que ahí se encontraba.

- ¡Así no podrán discutir ningún tema! - exclamó otro.

- Quizás es una treta de la Familia Real y los nobles... ¡Son unos malditos! - dijo uno más, y los ánimos de los presentes empezaron a exacerbarse.

Entonces Robespierre, quien encabezaba a los miembros de la recién constituida Asamblea Nacional, dio un paso al frente, pero de inmediato fue detenido por uno de los guardias franceses, quien impidió su avance.

- Permítame hablar con la persona a cargo. - le dijo calmadamente al soldado.

Entonces Oscar, quien se encontraba apoyada en una de las columnas del recinto, salió al frente, y dirigió su mirada a aquel hombre con quien había coincidido hacía mucho tiempo atrás, en un restaurante de Arrás.

- Escuche. - le dijo Robespierre, con la voz lo suficientemente fuerte como para que ella alcance a oirlo. - Los delegados hemos venido aquí desde distintas regiones, prestándonos dinero y ahorrándonos del almuerzo para poder pagar los carruajes. ¡No tenemos tiempo que perder! ¡Abra las puertas de una vez y déjenos entrar! ¡Tenemos una montaña de problemas por discutir! - le dijo a Oscar, y tras ello, ambos se miraron fijamente.

Sin embargo, ella no se inmutaba. Aunque sus palabras no le habían sido indiferentes y habría deseado con todas sus fuerzas hacer lo que él le pedía, no podía acceder a su petición, ya que la orden venía del mismísimo Luis XVI, rey de Francia.

- Robespierre, es inutil razonar con ellos. ¡Sólo son títeres obedeciendo órdenes! - exclamó el conde de Mirabeau, el cual era uno de los nobles que se había unido a la Asamblea Nacional con los representantes del pueblo.

Y entonces, la voz de otro de los delegados se alzó entre la multitud.

- ¡Mejor reunámonos en el Jeu de Paume! - exclamó.

- ¿En el Jeu de Paume? - repitió Robespierre.

- Sí, es un lugar muy grande. - dijo Mirabeau.

- ¡Claro! El campo de Jeu de Paume... ¡Es una gran idea! - exclamó un emocionado Robespierre.

Entonces, se dirigió a los representantes.

- ¡Bien caballeros! ¡Vamos al campo de Jeu de Pome! - les dijo imperativamente.

- ¡Sí! - respondieron todos al unísono.

Y en ese instante, acompañados por una gran muchedumbre de ciudadanos franceses, se dirigieron hacia el lugar que habían mencionado.

El Jeu de Pome - o juego de la pelota - era un juego muy popular en Francia por aquel tiempo. Campos para este deporte fueron construidos en varios lugares a lo largo y ancho del país, y en ellos, había suficiente espacio para que ellos se reunan.

Los guardias nacionales los siguieron con la mirada mientras se retiraban. ¡Era imposible no admirar su espíritu inquebrantable! Ellos eran los representantes elegidos por el pueblo de Francia, y ese título los hacía sentir tan orgullosos que estaban dispuestos a vencer cualquier obstáculo que amenace su incansable lucha.

Unos minutos después, todo quedó en silencio. Los miembros de la Asamblea Nacional habían ingresado junto con la gran muchedumbre que los acompañaba al campo de juego de la pelota, el cual no se encontraba lejos del recinto.

Entonces Oscar avanzó unos pasos hacia aquel lugar y lo observó a la distancia.

- ¡Hemos sido expulsados de la Asamblea! - gritó Robespierre, desde un podio que él mismo había colocado en el medio de todos. - ¡Esa era la verdadera intención del rey y los nobles que lo rodean! - les dijo.

Y tras una pausa, continuó.

- ¡Pero ninguna fuerza podrá aplastar a nuestra Asamblea Nacional! Ciudadanos: ¡Juremos con nuestros corazones, manos y voces al unísono: nuestra Asamblea, elegida por el pueblo y para el pueblo no se disolverá hasta que una nueva Constitución sea redactada! - exclamó, y tras ello levantó los brazos en señal de victoria.

Los presentes enardecieron por sus palabras. Aquel abogado que había dado el discurso de bienvenida al rey de Francia en sus años de juventud, ahora se perfilaba como el nuevo líder de toda una nación, y es que entre los representantes del Tercer Estado, nadie tenía discursos tan contundentes como los suyos.

Mientras tanto, afuera del recinto, la heredera de los Jarjayes escuchaba las voces de júbilo de sus compatriotas.

- ¿No se lo dije, comandante? - le dijo de pronto Alain. - Mientras más sufra el oprimido, más fuerte se volverá su pasión. Ustedes los nobles no pueden entender eso... - agregó, y Oscar lo miró pensativa.

Alain no lo sabía, pero ella, a pesar de pertenecer a la nobleza, sí comprendía los sentimientos de los miembros de la Asamblea Nacional, y es que Oscar no era una noble ordinaria. Había nacido siendo una mujer, pero fue criada con rudeza desde su más tierna infancia, una rudeza que la preparaba para su vida militar. Muchas veces se rebeló ante las injusticias de las que fue testigo, y siempre luchó apasionadamente por defender sus ideales. Alain ignoraba que incluso en ese momento estaba luchando para mantenerse junto a ellos, porque a pesar de que en muchos momentos sentía que las fuerzas la abandonaban, el pensar en que estaba colaborando para construir una nueva Francia y su amor por André la hacían levantarse cada mañana.

No obstante, ese había sido un día particularmente duro para ella: había tenido que ejecutar una orden que le había parecido humillante.

- "Que valor demuestran los miembros de la Asamblea Nacional... No sienten ningún temor de ir en contra de los deseos de Su Majestad..." - pensaba la hija de Regnier. - "Quizás Alain tiene razón y hay cosas que como noble nunca voy a comprender..." - se dijo a sí misma.

Oscar pertenecía a una de las familias más leales a la realeza. Generación tras generación, los Jarjayes se habían caracterizado por defender a los reyes contra todo y contra todos; la misma Oscar lo había hecho cuando comandaba la Guardia Real.

No obstante, ahora había un fin que para ella era mucho más grande: la construcción de una Nueva Era, una Nueva Era en la que los franceses pudieran vivir con dignidad, y en donde todos pudieran ser iguales a pesar de pertenecer a clases sociales distintas. Sin embargo, ese día había ido en contra de ese ideal tan ansiado por seguir una orden del rey.

- "¿Cómo pude anteponer una absurda orden por encima del bienestar de Francia?" - se preguntaba con una enorme frustración.

Y en ese instante, André se acercó a ella.

- Oscar, debes dejar de atormentarte... - le dijo, casi leyendo sus pensamientos. - El rey no ha disuelto los Estados Generales, únicamente los suspendió, tal como dijo el General Boullie.

Entonces la heredera de los Jarjayes dirigió su mirada hacia él.

- Tienes razón, André... Pero no puedo evitar preguntarme si seré capaz de seguir otra orden como esta... - le dijo sinceramente, y André la miró pensativo.

Nadie mejor que él sabía lo mucho que a Oscar le había costado ir en contra de los intereses de Francia. Ambos habían soñado con la conformación de los Estados Generales para que al fin se atiendan las demandas del pueblo.

Una y otra vez habían conversado al respecto, de hecho, a pesar de que André siempre se había caracterizado por ser el más optimista de los dos, con respecto a este tema era Oscar la que tenía más esperanzas de que las asambleas den los frutos esperados.

- No pienses más en eso... - le respondió André tras unos segundos, tratando de que se sienta mejor. - Verás que pronto las cosas volverán a la normalidad. - agregó.

Entonces ella lo miró con dulzura. Sólo él le daba la paz que necesitaba en esos momentos. Sólo él le hacía sentir que podía sobreponerse a cualquier cosa mientras lo tuviera a su lado.

...

Algunas horas después, en la Mansión Jarjayes, Georgette acababa de recibir de las manos de Marion una carta de su hija Josephine, quien por aquellas épocas residía en Suecia al lado de su esposo y sus hijos.

- ¿Cómo está la niña, Señora? - le preguntó la abuela, tras notar que la madre de Oscar ya había terminado de leer su correspondencia

- Bien, Marion, pero está preocupada por nosotros. - le respondió Georgette. - Al parecer las noticias que han llegado a Suecia sobre lo que está ocurriendo en nuestro país no son las mejores... Está tan angustiada que quiere que dejemos Francia y nos mudemos para allá. - le dijo.

- ¿Y piensa irse? - le preguntó Marion, afligida. - Sé que hace unos meses adquirió una hermosa propiedad allá. - le mencionó.

- ¿Irme?... Seguro que quieres decir "irnos", ¿cierto, Marion? Sabes que te necesito a mi lado. - le dijo Georgette a la anciana. - Además, Josephine te ha invitado especialmente. Ya sabes cuanto te extraña. - agregó la esposa del conde Jarjayes.

Y tras una pausa, continuó.

- Pero ¿sabes, Marion?, no deseo abandonar mi país. Este es mi hogar, y aquí están todos mis recuerdos. Además, aún mantengo la esperanza de que las cosas mejoren. - le dijo a la abuela.

- Ojalá así sea... - le respondió Marion, y tras ello, pensó en Oscar y André.

Le angustiaba mucho que ambos formen parte de la Guardia Nacional, pero trataba de guardar sus miedos dentro de su corazón para no hacer sentir mal a la familia.

Sabía que ninguno de los dos renunciaría a la vida militar, aunque quizás cada uno tenía motivos distintos para permanecer ahí.

Marion conocía el carácter rebelde y apasionado de su niña Oscar, el cual era casi tan fuerte como su sentido de la responsabilidad. Estaba segura de que por más de que las cosas se pusieran difíciles, ella no abandonaría su carrera militar.

Por otra parte, sabía que André tampoco dejaría sola a Oscar. Estaba convencida de que su nieto amaba a su niña, aunque este fuese un amor prohibido y sin esperanzas.

Y mientras pensaba en ello, observó a su ama. Georgette no había cambiado desde el día que la conoció, seguía siendo la mujer generosa de sus días de juventud, y a su lado se sentía en familia, a pesar de ser únicamente el ama de llaves.

- "Qué afortunada soy..." - pensó la abuela, agradecida por tenerla en su vida.

...

El sol caía, y en el cuartel general, el Coronel Dagout revisaba los informes que llegaban desde todos los rincones de Francia.

Durante los últimos días había permanecido en el cuartel militar por las tardes atendiendo una serie de órdenes que Oscar le había dado, y por las mañanas, comandaba el grupo 2 de la Compañía B, el cual no había dejado de vigilar las calles de París.

El coronel Dagout había formado parte de la Guardia Nacional desde hacía muchos años, iniciando en ella apenas culminada su educación militar. Era un hombre recto que se había ganado el respeto del regimiento que comandaba, aunque muchas veces su exigencia y rudeza no era bien recibida por los miembros de la compañía B.

Su antiguo comandante se había retirado por haber superado la edad permitida para ejercer esa labor, debido a ello, durante algún tiempo el coronel tuvo que hacerse cargo por completo del regimiento, lo cual era una carga bastante pesada para él, por eso tomó con agrado el hecho de tener un nuevo comandante, aunque sí se sorprendió al enterarse de que se trataba de una mujer.

No obstante, el Coronel Dagout era un aristócrata que estaba por encima de esos detalles, más aún al enterarse que quien había sido nombrada como su comandante había sido la antigua comandante de la Guardia Real.

Habían pasado varios meses desde que Óscar tomó el liderazgo del regimiento que el también comandaba, y aunque nunca entendió los motivos por los que la hija de Regnier renunció a su antiguo cargo, el coronel aprendió a apreciarla y su inicial respeto hacia ella se transformó en una profunda admiración. Día a día fue testigo del valor que Oscar tenía para enfrentar las dificultades que iba encontrando en su camino, y para él era evidente que ella estaba más que calificada para dirigir ese regimiento.

Sin embargo, durante aquellos meses a su lado también había notado que Oscar anteponía sus obligaciones a su propio bienestar; a ella no le importaba pasar un día entero sin comer o varias noches sin dormir por hacer su trabajo de manera óptima, y temió que eso le hubiera traído consecuencias.

Nunca se lo había mencionado a ningún miembro de la Compañía B, pero él había perdido a su esposa hacía un año atrás por una terrible enfermedad, una enfermedad que ahora pensaba que aquejaba a su comandante. Esa palidez en su rostro le recordaba mucho a la palidez del rostro de su compañera durante sus últimos meses de vida, la cual había muerto al poco tiempo que se le diagnosticara la enfermedad. Había hecho todo lo posible por salvarla, incluso consultó con los mejores especialistas, pero ya era tarde para ella.

No obstante, no tenía la certeza de que Oscar padeciera ese mismo mal, ni sabía si ella ya estaba siendo atendida por un médico; si algo caracterizaba a su comandante era el ser una persona bastante reservada. Sin embargo, aunque aún no se atrevía a abordar ese tema directamente e intervenir en asuntos tan personales, no podía simplemente quedarse observando sin hacer nada al respecto. Es por eso que, buscando un buen pretexto, se acercó a su comandante para poner en sus manos la medicación que su misma esposa había tomado los últimos días de su vida.

Jamás fue su intención que otro que no sea ella la consuma. Era Oscar quien realmente le preocupaba.

- "Al menos de una manera indirecta pude ponerla en alerta sobre ese terrible mal..." - pensaba el coronel, esperando de todo corazón estar equivocado con respecto a sus sospechas.

...

Mientras tanto, la noticia del juramento en el campo de Jeu de Paume había corrido por toda Francia. 578 delegados habían prometido no separarse y trabajar juntos hasta lograr tener una nueva constitución para su país, apartándose cada vez más del régimen monárquico que había dirigido sus destinos durante siglos. No obstante, aquellos que vivían con privilegios no estaban dispuestos a cederlos por el bienestar de Francia.

Una guerra silenciosa había sido declarada. ¿Hasta dónde serán capaces de llegar? - se preguntaban la monarquía y su séquito, sin encontrar respuestas.

"Mientras más sufra el oprimido, más fuerte se volverá su pasión."

Alain tenía razón. El pueblo francés había sufrido demasiado y ya no estaba dispuesto a seguir haciéndolo, así tuvieran que entregar su propia vida por perseguir su tan ansiado sueño de construir una mejor Francia para todos.

...

Fin del capítulo