Capítulo 71

Una confesión inesperada

La noche había caído, y en su habitación en el Palacio de Versalles, Su Majestad, la reina María Antonieta, abría los ojos después de haber dormido durante varias horas. Por aquel tiempo, los días le eran difíciles de sobrellevar, y es que aún no se resignaba a haber perdido a su pequeño Luis Joseph, y sospechaba que nunca lo haría.

Muchas veces, en los escasos momentos de soledad que tenía, le pedía secretamente a Dios que la lleve consigo. Necesitaba tanto volver a estar al lado de su pequeño que no le importaba morir si eso le permitía volver a abrazarlo; estaba devastada, por eso prefería dormir, dormir todo el tiempo que pudiera para escapar de su terrible realidad, una realidad que la atormentaba.

- "Mi querido Joseph..." - pensó, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

De pronto, escuchó varios pasos acercándose a la habitación donde se encontraba, y junto con ellos, muchas voces susurrando palabras que ella no podía comprender.

Entonces secó sus lágrimas y se incorporó, y tras ello, vio llegar a sus damas de honor a paso agitado.

- Majestad, algo terrible ha ocurrido. - exclamó la Condesa de Noailles, muy angustiada.

- Pero ¿qué ha pasado? ¿Qué las tiene en ese estado? - les preguntó María Antonieta, muy preocupada.

Entonces otra de las damas se dirigió a ella.

- Majestad, se trata de Lady Oscar. - le dijo.

- ¿Oscar? - replicó la reina.

- Así es. Su Majestad, el rey, dio la orden de desalojar el recinto de la asamblea donde se encontraban los miembros de la recién conformada Asamblea Nacional, y enviaron a la Compañía que ella lidera a hacerlo, pero ella se negó rotundamente y fue arrestada por ello. - continuó la aristócrata.

- ¿Qué? - exclamó María Antonieta, muy sorprendida.

- Pero eso no es todo, Su Majestad. Después de eso, escapó y se dirigió al recinto para impedir que el Conde Gerodelle y la Guardia Real, que habían sido enviados en su lugar, cumplan con la orden de desalojar a los rebeldes. Dicen que se puso frente al conde y retó a su antiguo regimiento diciéndoles que si querían dispararle a alguno de los miembros del Tercer Estado, antes tendrían que pasar por encima de su cadaver. - le dijo la Condesa de Noailles, aún conmocionada por los hechos.

- ¿Dónde esta? - replicó María Antonieta, tratando de procesar toda esa información. - Traigan a Oscar a mi presencia de inmediato. - ordenó.

- No podemos, Majestad. De hecho, tememos que haya pasado lo peor. - le dijo otra de las damas muy angustiada.

- ¿A qué se refiere, marquesa? - preguntó María Antonieta, empezando a impacientarse.

- Es que antes de que el rey dictara el castigo para ella, el General Jarjayes le dijo que el se encargaría del asunto con sus propias manos. - le respondió.

- Así es, Su Majestad. - agregó angustiada la Condesa de Noailles, y entendiendo lo que eso significaba, la reina María Antonieta se paralizó.

- ¡Traigan de inmediato al mensajero más rápido del Palacio de Versalles! - exclamó.

Y una de las damas salió del salón para hacer lo que ella había ordenado.

- "Dios mío, por favor, que no sea tarde..." - suplicó al cielo pensando en ella.

La reina aún no entendía del todo lo que había ocurrido, pero lo que sí comprendía era que la vida de Oscar corría un grave peligro, porque cuando una familia tan tradicional y leal a la realeza como la familia Jarjayes era deshonrada por alguno de sus miembros, la cabeza de la familia tenía la plena potestad de limpiar la honra familiar tomando la vida del rebelde.

Ella no podía permitirlo. En aquel momento no le importaron las razones de Oscar para desobedecer la orden de su esposo e impedir que Gerodelle también lo hiciera, todo lo que quería era salvarle la vida.

...

Mientras tanto, en la mansión Jarjayes y tras haberse anunciado, Oscar ingresó al despacho de su padre.

Tras cerrar la puerta, permaneció junto a ella sin moverse, y observó, algo desconcertada, toda la escena; ahí estaba Regnier, mirándola fijamente, y frente a él - y en medio de la habitación - una silla que al parecer había preparado para ella.

- Siéntate aquí, Oscar. - le ordenó.

Y ella, sin decir palabra alguna, se aproximó a su padre e hizo lo que él le había pedido.

- ¿Estás preparada, Oscar? - le preguntó Regnier, de pie frente a ella.

- ¿Preparada para qué? - le respondió ella sin entender a qué se refería.

- ¡Quítate la insignia de rango y la medalla que el rey te dio! - ordenó enérgicamente el patriarca de los Jarjayes, pero Oscar seguía sin saber que pretendía.

- Pregunto de nuevo, ¿preparada para qué? - le dijo ella, ante la mirada furiosa de su padre.

No obstante, todo parecía indicarle que Regnier quería castigarla fingiendo que estaba dispuesto a acabar con su vida, o al menos así lo creía ella, ya que ni por un segundo consideró que su padre fuese capaz de llegar tan lejos.

- ¿¡Sigues con esa actitud desafiante en frente de tu propio padre!? - le reclamó el general, y tras ello, desenvainó su espada frente a su rostro. - Si tienes unas últimas palabras que decir, dilas. A pesar de ser una traidora, aún eres mi hija. - le dijo con firmeza, aunque bajando la mirada.

Entonces Oscar se dirigió a él.

- Doce de mis hombres están en la prisión de Abbey esperando su ejecución. Si el castigarme pudiera salvar la vida de esos doce, con gusto te daría mi vida, pero las cosas no funcionan de esa manera. ¡Por eso mismo no puedo morir aquí! - le dijo.

Mientras tanto, André subía lentamente las escaleras hacia la segunda planta de la mansión. Aunque no imaginaba lo que el general Jarjayes se disponía a hacer, algo lo inquietaba, y decidió subir para echar un vistazo a lo que estaba pasando en el despacho de su amo.

- Ya ríndete, Oscar... Ser leal a Su Majestad, no importa lo que suceda, es la tradición de los Jarjayes. ¡Permitir que haya un traidor en la familia sería el fin! - le respondió su padre a Oscar al otro lado de la puerta sin tomarle importancia a sus palabras, ya que en ese momento, a él no le interesaba nada que no sea limpiar el nombre de su familia.

Entonces, se colocó detrás de ella, y preparó su espada para hacer lo que se había propuesto.

- No te preocupes... Después que te envíe con Dios, yo te seguiré. - le dijo, y en ese instante, Oscar entendió que su padre hablaba muy en serio, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

- No puedo aceptar tu castigo... - le dijo con la voz quebrada. - ¡No estoy dispuesta a aceptar morir así! - insistió.

- Fuiste una buena hija... Pero esto es así... - le respondió él sin intenciones de retractarse, y con los ojos llenos de lágrimas, levantó su espada para ejecutarla.

Entonces, cuando Regnier ya tenía el filo de su espada cerca del cuello de Oscar, las puertas del despacho se abrieron de repente y un grito desesperado cubrió el terrible silencio de los últimos segundos, esos últimos segundos en los que el General Jarjayes había estado a punto de acabar con la vida de la última de sus hijas.

- ¡Por favor! ¡No lo haga! - se escuchó.

Era André, el cual, ya en el interior del despacho, había tomado por sorpresa a su amo, y tras sostener su brazo para impedir su acción, lo empujaba hacia la ventana con todas sus fuerzas con la intención de inmovilizarlo.

En ese instante, la tormenta volvió a desatarse, esta vez con tal intensidad que los rayos y truenos parecían quebrar el oscuro firmamento de Versalles.

- ¡Suéltame! ¡Suéltame, André! - le ordenaba el general al nieto de Marion mientras este lo ponía contra el gran ventanal de su despacho.

- ¡No lo soltaré! ¡Si lo que pretende es matar a Lady Oscar no lo soltaré nunca! - exclamó André, mientras intentaba contenerlo con todo el peso de su cuerpo.

Por su parte, Oscar se había levantado de la silla donde había estado sentada cuando el nieto de Marion atravesó la puerta, y estupefacta, contemplaba la escena, una escena que, a sus ojos, parecía ser completamente irreal.

Desde que llegó a la mansión Jarjayes, André jamás se había revelado contra Regnier. Siempre lo había respetado, incluso muchas veces sin estar de acuerdo con su forma de proceder. Sin embargo, esta vez su amo había excedido todo límite posible al intentar atentar contra la vida de la mujer que amaba, y no estaba dispuesto a permitirlo, no obstante, la verdad era que nada lo había preparado para tener que defender a Oscar de la espada de su propio padre.

El general lo miró sorprendido, ¡¿cómo se atreve André a detenerme así?! - se preguntó a sí mismo. Entonces, manteniendo su firmeza, el nieto de Marion lo soltó, pero seguía de pie frente a él, sin intenciones de dar un paso atrás.

- ¡Sal de mi camino! - exclamó Regnier, muy exaltado, pero tras ello, bajó la mirada y se sorprendió al notar que André lo apuntaba con su arma, ¡no podía creer que él se estuviera atreviendo a tanto!

- Si no quiere entender, tendré que dispararle y luego me fugaré con Oscar. - le dijo el nieto de Marion con una enorme determinación

Entonces el General Jarjayes lo miró sorprendido.

- ¿Qué? - exclamó. - ¡¿Dices que te fugarás con Oscar?! - replicó.

- Así es. - le respondió André mirándolo a los ojos y aún apuntándolo con su arma.

Estaba claro. Aquella frase pronunciada por el nieto de Marion no dejaba lugar a dudas. Fugarse, aquella no deseada alternativa por la que optaban las parejas que no se resignaban a renunciar a la persona amada, y que en un acto desesperado, huían en busca de la libertad de poder casarse por amor en lugar de hacerlo por razones políticas o sociales.

No obstante, el padre de Oscar jamás imaginó que entre André y su hija pudiera existir una relación de esa naturaleza. "¿Acaso están juntos?" - se preguntaba. "¡Pero cómo! ¡Cómo! Si prácticamente crecieron como hermanos." - se decía a sí mismo.

Estaba consternado.

- ¿Es lo que sientes al respecto? - le preguntó a André, esta vez tomando muy seriamente aquella inesperada confesión.

- Sí. - le respondió él, ante la atenta mirada de Oscar.

Entonces el patriarca de los Jarjayes bajó la mirada con indignación.

- Tonto... ¡¿Crees que puedes superar la diferencia de clases con un noble?! - le preguntó el general.

- Déjeme preguntarle... ¿Qué es la "clase"? ¿Qué es un "noble"?... ¡Todos los hombres nacemos iguales! - le respondió André firmemente.

- ¡Necesitarías el permiso de Su Majestad para casarte con una noble! - exclamó Regnier casi perdiendo la paciencia.

- Eso lo sé... - le respondió André. - Pero, aunque se trate del rey, ¡¿acaso se necesita el permiso de un extraño para poder amar a alguien?! - le dijo el nieto de Marion, harto de las absurdas reglas sociales de esa época.

No obstante, el general ya no se sentía capaz de tolerar tanta rebeldía.

- ¡André! - le gritó, y tras ello, lo derribó abofeteándolo bruscamente.

Por su parte, Oscar, que había escuchado con atención cada una de las frases del hombre que amaba, no era capaz de emitir palabra alguna. Aquel momento que tanto había intentado evitar estaba sucediendo justo frente a sus ojos y eso la tenía paralizada. Los dos hombres que más amaba en el mundo se enfrentaban entre sí tras descubrirse aquella verdad que durante meses había intentado ocultar, esperando, quizás ingenuamente, que el devenir de los nuevos tiempos le permita vivir su amor sin tener que justificarse ante nadie.

André tenía razón... ¡La clase social y la nobleza no significaban nada para ella cuando se trataba de su amor por él! ¡¿Cómo podía atreverse alguien a decidir a quién se debería o no se debería amar?! ¡¿Cómo podía atreverse alguien a intervenir en una relación como la suya, si desde niños siempre habían estado juntos y nunca habían tenido que darle explicaciones a nadie?!

Por otra parte, ¡cuánto le había dolido tener que escuchar a André defendiendo su derecho a amarla! Cada uno de sus argumentos le había desgarrado el corazón. Y su padre... ¡Que injusto había sido al decirle que era un ingenuo por pensar que podía superar aquellas diferencias de clases sociales impuestas por los mismos hombres!... No obstante, Oscar no era la única a la que las palabras del general habían herido profundamente, sino también a su nana, la cual había escuchado toda esa discusión desde la puerta del despacho, y tras hacerlo, había roto en un llanto silencioso y desconsolado, porque siendo una mujer que servía en una casa de nobles desde hacía muchos años, era consciente de la posición que tanto ella como su nieto ocupaban en esa casa, y entendía que, efectivamente, André no tenía derecho a aspirar al amor de su niña.

- No los perdonaré... - anunció determinado el General Jarjayes. - ¡A ninguno de los dos! - exclamó.

Entonces André dejó su arma a un lado. No había nada más que pudiera hacer. El patriarca de la familia estaba decidido, y él, a pesar de que inicialmente lo había amenazado con su arma, sabía de antemano que sería incapaz de dispararle, no solo por lo mucho que significaba para él mismo el General Jarjayes, sino también por Oscar, porque ella jamás le hubiera perdonado que atente contra la vida de su padre así sea para defenderla.

Entonces, el nieto de Marion se incorporó ligeramente cubriendo con su cuerpo el cuerpo de la mujer que amaba, y tras una breve pausa, volvió a dirigirse al esposo de Georgette.

- Entonces máteme a mí primero. - le dijo, y el general lo miró estupefacto. - No podría soportar ver a la mujer que amo morir ante mis ojos... Prefiero irme antes. - agregó.

- André... - susurró Oscar, casi sin poder creer lo que él estaba dispuesto a hacer por amor a ella.

Entonces, el patriarca de los Jarjayes levantó su espada sobre él.

- Bien. Haré tu deseo realidad... - le dijo, mientras la lluvia caía violentamente en el exterior.

Y ahí, frente al nieto de su fiel ama de llaves, Regnier fue incapaz de moverse; la firme mirada de André lo tenía paralizado. "¿Acaso tengo suficientes razones para acabar con su vida?" - se preguntaba el general, sin poder evitar ver en él también a aquel niño que había llegado a su casa con tan solo seis años de edad y a quien él mismo había colocado al lado de su hija. ¡¿Cómo podía ahora reclamarle que se haya enamorado de ella?! - se decía a sí mismo. Y a medida que pasaban los segundos, se preguntaba si realmente tendría el valor de matarlo, porque a pesar de haber educado a la última de sus hijas para ocupar la posición de su heredero, Oscar nunca había renunciado del todo a ser una mujer, por tanto, André era lo más cercano que tenía a un hijo, y en ese momento, el gran cariño que sentía por él empezaba a abrumarlo.

Por su parte, Oscar también estaba paralizada, no sólo por darse cuenta, una vez más, de cuan profundo era el amor de André hacia ella, sino también por toda aquella situación; no podía procesar el hecho de que Regnier esté pensando realmente en acabar con la vida del hombre que amaba. No obstante, sabía que aunque tuviera que detener la espada de su padre con su propia espada, no estaba dispuesta a dejar que nadie le haga daño a André, porque ella tampoco iba a poder soportar verlo morir ante sus ojos.

Mientras tanto, el conde permanecía con su espada desenvainada sobre el nieto de Marion, empezando a desesperarse por no poder encontrar el valor para acabar con él. Tras salir de la reunión que sostuvo con el rey de Francia y sus allegados, estaba decidido a proteger el futuro de su familia aún sacrificando la vida de la última de sus hijas y la suya propia, sin embargo, en ningún momento se planteó quitarle la vida al nieto de su ama de llaves, y no encontraba razones lo suficientemente válidas para hacerlo.

No obstante, aquella no era la única razón por la que se sentía incapaz de hacer algo contra él. La verdad era que su valor para defender a su hija lo tenía impactado, y al verlo ahí, de rodillas ante él y dispuesto a morir por amor a Oscar, se preguntó si no debería ser él quien ocupara ese lugar aunque la espada la desenvainara la mismísima corona francesa. ¿Acaso no debería un padre estar dispuesto a todo por proteger la vida de sus hijos? - se preguntaba en ese instante. Regnier sabía que si permitía que Oscar continúe con vida, la deshonra alcanzaría la vida de todos los que llevaran el linaje de los Jarjayes, ¿pero era eso realmente más importante que la vida de su propia hija?; al menos no lo era para André, el cual, muy determinado, se mantenía inalterable frente a él con un valor que a Regnier le era casi insoportable, porque a través de su mirada podía ver su propia conciencia.

Entonces, todos escucharon el galopar de un caballo aproximándose a la mansión, y la voz de un hombre que, desesperado por entregar su mensaje, gritaba desde el otro lado de las rejas que protegían la propiedad.

- ¡Abran la puerta! ¡General Jarjayes! ¡Abra la puerta! ¡Tengo un mensaje urgente de Versalles! ¡Por favor, abran la puerta! - replicaba enardecido.

Entonces Regnier dirigió su mirada hacia el exterior a través de la ventana, y al notar que se trataba de un mensajero del palacio, bajó a su encuentro acompañado por la nana, la cual iluminaba su camino con el candelabro en mano.

Unos segundos después, el recién llegado leyó el mensaje que tanto se había esforzado en entregar.

- Por orden de Su Majestad, la reina, no habrá ningún castigo para la Brigadier Oscar François de Jarjayes, ni para la familia Jarjayes. - exclamó. - Ella espera, en adelante, su completa lealtad hacia la familia Real. - agregó, mientras el rostro de Regnier, antes desencajado, volvía a recuperar la calma.

Tras ello, luego de despedirse respetuosamente del dueño de casa, el mensajero se retiró en el mismo caballo que lo había llevado hasta ahí.

- Fue Lady María Antonieta... - murmuró el general, el cual se encontraba en la entrada de la mansión al lado de Marion.

Entonces dirigió la mirada hacia Oscar y André, los cuales también habían salido a escuchar las palabras del mensajero, pero permanecían en la segunda planta.

- ¿¡Escuchaste eso, Oscar!?... ¡La misericordia de la reina te salvó la vida!... Tonta hija mía... Tonta hija mía... - le dijo Regnier con lágrimas en los ojos, y Oscar, tratando de no quebrarse por lo que su padre había estado a punto de hacerles, sólo lo miró en silencio.

Unos segundos después, Regnier se retiró a su biblioteca de la planta baja, seguido por Marion. Estaba devastado, había estado a punto de acabar con la vida de su hija, con la vida de André y con la suya propia, pero aquel milagroso mensaje los había salvado a todos.

Mientras tanto, Georgette había salido de su habitación al sentir que algo sucedía, y caminaba con un candelabro en la mano por los pasillos de la segunda planta en dirección a la escalera. De pronto, se detuvo al ver a Oscar y a André a unos metros de ella, los cuales, vestidos con su uniforme de la Guardia Francesa, lucían consternados. Ni siquiera sabía que ellos estuvieran en la casa, pero antes de acercarse a saludarlos, decidió permanecer ahí para tratar de entender qué era lo que estaba sucediendo.

Entonces notó cómo el nieto de Marion, con el rostro desencajado, comenzaba a desabrochar los botones superiores del saco de su uniforme militar hasta quitárselo por completo. Necesitaba aire y recuperar el aliento por lo que acababa de ocurrir, y es que la adrenalina del momento no le había permitido tomar conciencia de la gravedad de la situación que acababa de atravesar; se había evitado una tragedia.

Por su parte, Oscar, en ese mismo estado de conmoción, se sostenía con ambas manos de los muros que daban hacia la planta baja. No podía creer que su padre hubiera estado a punto de matarla, y menos por haber impedido que la familia real manche sus manos de sangre con un crimen tan atroz como el de haber ejecutado a los representantes de su propio pueblo. Su corazón estaba roto... En ese momento, sentía que su vida no valía absolutamente nada para él.

- Oscar, ¿estás bien? - le preguntó André tras haber dirigido su mirada hacia ella.

Entonces, tras un breve silencio y sumergida en la tristeza, Oscar dirigió su mirada hacia él.

- André, me siento impotente... - le dijo.

Y tras ello, continuó.

- No tengo poder... Ni siquiera fui capaz de proteger a mis subordinados de ser detenidos y llevados a prisión, me liberé del castigo por haberme rebelado por la compasión de la reina María Antonieta, y de morir bajo el filo de la espada de mi padre gracias a tu fuerza... - agregó ante la atenta mirada de André, el cual, a pesar de conocerla desde hacía muchos años, nunca la había visto así.

Y bajando la mirada, ella continuó.

- No puedo hacer nada sola... Mi existencia es nula frente a la gigantesca rueda de la historia... Me puse este uniforme y estoy intentando ser fuerte para vivir valientemente la vida de un hombre, pero sólo soy una mujer que necesita a alguien de quien depender, a alguien que me apoye, a alguien que complazca los deseos de mi corazón... ¡La verdad es que soy débil y no puedo hacer nada sola! - exclamó entre lágrimas.

- Oscar... - le dijo él

Y tras ello, la abrazó fuertemente contra su pecho.

- "Me tienes a mí... Yo siempre estaré a tu lado..." - pensó.

Y mientras pensaba en ello, intentaba, con ese abrazo, aliviar el gran dolor que ella sentía. - "¿Por qué?... ¿Por qué tu padre tenía que hacerte esto?" - se preguntaba indignado, porque sabía que el sufrimiento de la mujer que amaba estaba directamente relacionado con el hecho de que Regnier hubiera intentado matarla.

Por su parte, ella se aferraba a su pecho como se aferraría un náufrago a una balsa en medio del océano, y en ese instante, André pensó en cómo se hubiera sentido si alguno de sus padres se hubiera atrevido a intentar quitarle la vida y sintió el dolor de Oscar como propio. ¿No sé supone que el amor de un padre debería ser puro e infinito? ¿No se supone que los padres deberían defender la vida de sus hijos contra todo y contra todos?

André había quedado huérfano desde muy niño y solamente experimentó ese tipo de amor durante los primeros años de su vida, pero no necesitaba de más tiempo para entender que lo que había intentado Regnier en contra de su propia hija era inconcebible y antinatural, y no podía perdonarlo, mucho menos tras ver a Oscar en el estado en que se encontraba.

Mientras tanto y llena de dolor, Oscar seguía aferrándose a él.

- "André... Mi amado André... ¿Me amarás siempre?... ¿a pesar de mis debilidades?... ¿a pesar de mis errores?... ¿Serás capaz de olvidar que te haya lastimado en el pasado y me amarás solamente a mí por el resto de tu vida?" - se preguntaba Oscar a sí misma, mientras sus lágrimas empezaban a caer por sus mejillas.

Entonces André la apartó unos centímetros y ambos se miraron a los ojos.

- Oscar... - susurró él secando sus lágrimas con ternura, y tras ello, sus rostros empezaron a acercarse.

Ambos se amaban, no cabía duda, pero para Georgette, que desde hacía ya varios minutos permanecía inmovilizada observando toda aquella escena, esa era una información completamente nueva, y empezó a sentirse abrumada y nerviosa, tanto que sin saber que más hacer, ingresó a la habitación que tenía mas cerca de ella y cerró la puerta a una gran velocidad.

Entonces André y Oscar se sobresaltaron. Alguien los había estado observando, eso era claro, y debido a ello, la heredera de los Jarjayes prefirió apartarse del hombre que amaba; ya habían ocurrido demasiadas cosas como para dar pie a un nuevo altercado entre André y su padre.

Tras ello, ambos empezaron a retornar a la realidad, principalmente ella, la cual se sentía responsable por la vida de sus soldados y ahora por la vida de André, después de aquella confesión que el nieto de Marion le había hecho al general.

- André, por favor, dirígete a la casa de Bernard y dile que quiero hablar con él a primera hora de la mañana. - le dijo Oscar. - No podemos perder ni un segundo más, debemos intentar salvar la vida de Alain y los otros a como de lugar. - agregó, y André asintió con la cabeza.

- ¿Tú que harás, Oscar? - le preguntó el nieto de Marion.

- Yo te esperaré aquí... - le dijo ella dulcemente, y anticipándose a él, continuó. - No te preocupes. Su Majestad ha decidido perdonar mi falta... Ya no corro ningún peligro. - agregó Oscar.

Ella tenía razón, el peor escenario ya había pasado. Entonces, André la miró pensativo por unos cuantos segundos, tomó el saco de su uniforme entre sus manos, bajó las escaleras y se detuvo en la entrada para tomar una capa que lo protegiera de la lluvia. Tras ello, dirigió nuevamente su mirada hacia donde se encontraba la mujer que amaba, y luego de hacer un gesto de despedida, salió de la mansión rumbo a la casa de los esposos Chatelet.

Mientras tanto, dentro de una de las habitaciones de la mansión, Georgette sentía su corazón latir a mil por hora.

- "¿Mi hija tiene una relación con André?" - se preguntaba sin poder salir de su asombro.

Jamás había imaginado un escenario como ese, de hecho, no lo habría creído sino lo hubiera visto con sus propios ojos. Entonces, Georgette sospechó que todo el barullo que había escuchado desde su habitación tenía que ver con que seguramente su esposo los había descubierto, aunque la situación había sido mucho más grave que esa.

- "Debo hablar de inmediato con Regnier... " - pensó la madre de Oscar, y salió discretamente de la habitación donde se encontraba para buscar a su marido. - "Si no ha ido a buscarme es porque seguramente se encuentra en la biblioteca de la primera planta..." - se dijo a sí misma, y se dirigió a los escalones auxiliares que daban directamente a esa parte de la casa.

Mientras tanto, Oscar, aún aturdida, pensaba que debía enfrentarse nuevamente con su padre. Debía aclararle su situación con André para que él no se quede con una idea equivocada sobre ambos. No obstante, antes necesitaba recuperarse. Su salud era frágil y empezaba a sentirse mal nuevamente.

Entonces se dirigió a su habitación; unos minutos bastarían para recuperarse. - se dijo a sí misma, y tras ello, continuó su camino por los amplios pasillos de la mansión Jarjayes.

...

Fin del capítulo