8 de diciembre, 15XX; Europa.

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Caitlín lo miraba con fijeza a través de las llamas de la fogata.

Su ceño fruncido apenas se había inmutado en las últimas horas, y él juraría que el pequeño libro de cubierta de cuero continuaba en la misma página que cuando se había sentado.

Antonio había procurado ignorarla; las manchas de sangre en el filo de su espada se habían aferrado al acero por más que las frotase con el paño, hasta el punto de tener que abandonar su tronco para lavarla en el arroyo cerca del campamento. Y, aun así, había necesitado rascar los restos hasta hacerlos desaparecer.

Cuando volvió, su postura no había variado en lo más mínimo.

O, si lo había hecho, seguramente había sido para entrecerrar más sus ojos.

Sus manos tantearon la funda de su espada, la tela que cubría sus rodillas y después volvieron a la empuñadura de latón del arma. Para ese entonces, sus alrededores se habían visto cubiertos por el manto de la noche y, al alzar la vista, lo único que fue capaz de ver fueron los ojos penetrantes de Caitlín sobre él, reflejando las llamas.

Antonio soltó un resoplido.

—¿Qué te pasa? —cuestionó, dejando caer el filo sobre la pila de hojas secas a su lado.

Caitlín se limitó a cerrar su libro y cruzar sus brazos mientras fruncía sus labios.

—¿A mí? Es a ti a quien te pasa algo.

Él chasqueó la lengua.

—Bueno, ¿y qué? Ya me has dejado claro que no piensas hacer nada al respecto.

Ella gruñó, y, bajo la luz de la lumbre, Antonio pudo apreciar cómo las arrugas en su ceño se volvían más pronunciadas.

—¿De verdad te crees que hacer lo que te dice tu sueño te va a llevar a nada bueno?

Antonio se encogió de hombros antes de extender su brazo y recoger su espada.

—Tu hermano dice que es la mejor opción para librarme por fin de él.

Caitlín clavó sus uñas en las telas azules que cubrían sus antebrazos.

—Arthur es una serpiente, Antonio. No deberías fiarte de lo que diga.

Él inspiró hondo.

—Lo sé, Caitlín. Pero, entonces, ¿qué hago? ¿Vivir el resto de mi vida con la imagen de ese jardín, de esa estatua, que me llaman como si el resto del mundo dependiera de mí? Y más ahora, que nos estamos acercando al lugar.

Por primera vez en toda la tarde, Caitlín se permitió apartar la mirada y aprovechó para peinarse el flequillo con sus dedos.

Antonio suspiró y llevó sus ojos hacia el mango de latón del arma encima de su regazo. Lo trazó con sus yemas, esperando una interrupción del constante gorjeo de los pájaros sobre ellos, el crepitar de la hoguera o el crujido de los árboles que delimitaban el claro.

Pero no obtuvo nada.

—François también dice que debería hacerlo.

—Otra serpiente, según tú —respondió Caitlín, tras un breve silencio. Antonio se permitió volver a alzar sus ojos, que se cruzaron con los iris color esmeralda al otro lado del fuego, y apreciar la forma en la que se mordisqueaba el labio inferior—. Y sabes muy bien que no deberíamos haber seguido ese estúpido mapa.

Sus puños se apretaron, y a Antonio le pareció que las llamas se volvían de una tonalidad turquesa en el espacio entre un parpadeo y el siguiente. Sin embargo, no tenía forma de asegurarse.

Él suspiró.

—Se supone que eres tú la experta en magia.

Caitlín puso sus ojos en blanco y masculló algo entre dientes antes de dejarse caer de costado en toda la longitud del tronco, que previamente había cubierto con una manta cuyos laterales utilizó para taparse. Sus cabellos anaranjados caían por uno de los extremos del tronco, y, a pesar del fuego, pudo apreciar cómo arrugaba la nariz y apretaba sus labios.

Volvió a hacer coincidir su mirada con la suya.

—Procura dormir un poco antes del alba, por favor. Mañana nos espera un camino largo.

A continuación, se permitió ceder ante el peso de sus párpados.

Tras unos cuantos minutos, su respiración acompasada se unió al resto de los instrumentos del bosque.

Antonio observó cómo la luz de la lumbre se reflejaba en la empuñadura, y captó el momento exacto en el que esta era sobrepasada por los primeros rayos del sol. Y, a pesar de que no se permitió cerrar sus ojos ni un mísero instante, le pareció atisbar los de la estatua que aparecía en sus sueños, fijos en él.

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Para el momento en el que llegaron a la verja, constituida por una serie de filamentos grisáceos que se alzaban en dirección al cielo y terminaban en una punta con apariencia de ser afilada, y que se mantenían conectados por unas barras horizontales, Antonio percibió cómo Caitlín le tiraba de la manga.

Cuando se giró hacia ella con una ceja alzada, ella le puso las manos en los hombros y le hizo darle la espalda a la verja.

Sus pies protestaron ante el movimiento, aunque quedaron clavados en el campo de hierba.

—Mírame, Antonio. Solo estoy yo.

Pero en sus palmas percibía un ligero hormigueo, y su cuello permanecía doblado hacia uno de sus costados, permitiéndole apreciar la verja por el rabillo del ojo. Tras ella, podía detectar una serie de siluetas constituidas por la niebla del interior, con sus manos en torno a los barrotes, que entonaban una melodía algo distorsionada.

«Acercaos, elegido, y someteos al juicio del dios de piedra.

Probaos dignos de su espada.»

Sintió el movimiento de sus labios, esbozando los versos que había escuchado innumerables veces a lo largo de su vida.

—¿Antonio? —La voz de Caitlín se percibía lejana comparada con los cantos. El tacto de sus dedos, sobre sus mejillas, se asemejaba al cosquilleo de una pluma, incluso aunque demostró tener la fuerza suficiente como para voltear su cabeza de vuelta hacia el frente—. Céntrate en mí. Mírame a los ojos.

A continuación, se adelantó y capturó sus labios con los suyos.

A Antonio se le entrecortó la respiración y, en cuanto la sensación de ardor empezó a recorrer el resto de su cuerpo, su vista se aclaró y pudo enfocarse en los ojos esmeralda de Caitlín, que se encontraban entrecerrados. El beso quedó interrumpido antes de que Antonio pudiese profundizarlo y, con sus manos aún sobre los costados de su cara, tiró de él en dirección contraria a la verja.

—No deberíamos haber venido, o al menos no solos. Deberíamos haber esperado a…

Pese a que sus manos continuaban algo entumecidas, Antonio fue capaz de capturar sus muñecas y apartarlas de su rostro. Caitlín cerró sus dedos en torno al comienzo de su mano, impidiéndole separarse.

Aquello no impidió que Antonio se girase en dirección a la verja.

La melodía continuaba flotando en el ambiente, aunque ahora parecía amortiguada.

—Esto tiene que terminar de alguna forma.

Las uñas de Caitlín se clavaron en la piel que quedaba al descubierto en sus brazos. Antonio intentó zafarse de su agarre, pero lo único que consiguió fue apretar sus dientes ante el creciente ardor, que se iba abriendo paso hasta sus hombros.

—Escúchame. —De alguna manera, su voz fue suficiente para que Antonio la mirase—. Cuando te he tirado de la manga antes, era porque te habías lanzado a escalar la verja con los ojos vidriosos, y no parecía importarte las púas que te estaban esperando en la cima. Así que, si me haces el favor de…

Un chirrido interrumpió sus palabras, y Antonio giró su rostro en dirección al sonido. Fue justo a tiempo para atisbar cómo varios de los filamentos eran consumidos por la tierra para crear un acceso suficiente para él.

Sus pies se movieron antes de siquiera poder procesar la información.

Manos desdibujadas se aferraban a su camisa y lo empujaban hacia el interior del cerco.

«Solo, elegido, debéis hacerlo solo.

Los hechiceros no están permitidos.»

—¡Antonio!

Podía sentir cómo las manos de Caitlín intentaban sujetar sus prendas, pero resultaban insignificantes comparadas con las de los fantasmas. Antonio cerró sus ojos y los volvió a abrir al instante siguiente, aunque el panorama que se encontró entonces fue completamente diferente.

La niebla había desaparecido, al igual que cualquier rastro de la verja.

Frente a él se encontraba la estatua de un hombre de cabellos rizados, con una barba naciente en su mentón y piezas de armadura en pecho, brazos y piernas. En una de sus manos sostenía una espada. Antonio la conocía bien; la había visto cientos de veces.

Y, por ello, no le sorprendió cuando sus ojos se movieron y fijaron en él.

Aun así, una de sus manos se aproximó a uno de los costados de su cintura, solo para encontrarse que la espada había desaparecido.

Él tragó saliva, a la misma vez que la estatua dejaba escapar una carcajada desde lo más profundo de su ser.

—¿No recordáis esa parte de la leyenda, elegido? Las armas están prohibidas en el juicio.

Antonio inspiró hondo, procurando permanecer erguido mientras los ojos de la estatua lo recorrían de pies a cabeza. Necesitó también relajar sus puños.

—Hay mucho de la leyenda que se ha perdido hasta mis días.

Probablemente porque aquellos que entraban en la verja no solían salir. Cuando habían comenzado los sueños, varios años atrás, y después de despertarse un día en su escritorio y descubrir que sus propias manos habían trazado el mapa hacia el jardín, Antonio había procurado buscar toda la información sobre la leyenda que le había sido posible.

No había mucha, a excepción de lo que aquellos elegidos previos habían detallado en sus diarios, antes de presumiblemente embarcarse en busca del jardín en solitario.

Antonio había hecho lo propio, con la esperanza de encontrar más pistas además de los versos de toda la vida. Cuando se había cruzado con Caitlín, después de un pequeño contratiempo, ella se había asegurado de que no continuase solo.

Al igual que François, pese a que se había separado de ellos por cuestiones ajenas al grupo.

En el presente, la estatua mantuvo sus ojos fijos en él y lo forzó a abandonar los rincones de su mente.

Tras varios minutos de silencio, en los que él no pudo más que apretar sus labios, esta dio un paso en su dirección y alzó sus brazos. Antonio fue capaz de apreciar las grietas en sus manos, en cuyas profundidades podía atisbar pequeños tallos verdes.

Sus dedos tocaron sus mejillas.

Un escalofrío recorrió su espalda, aunque apenas le provocó estremecimiento. Antonio intentó mover sus labios, pero encontró que no podía sentirlos. Y, conforme transcurría el tiempo, la falta de sensación se iba transmitiendo hacia su cuello, hombros, brazos, torso, piernas y pies.

Antonio percibió que apenas podía respirar.

Sus ojos trataron de desviarse hacia sus pies, aunque lo único que distinguieron fue que, entre sus manos, convertidas en piedra de manera similar a las de la estatua, se hallaba el mango de su espada, con el filo apuntando en dirección al suelo.

Los alzó de nuevo hacia la estatua, cuyas comisuras se habían curvado hacia arriba.

En algún momento, los cánticos habían vuelto a aflorar en sus alrededores.

La mano de la estatua cubrió sus ojos.

—Que comience vuestro juicio, elegido.

Y, entonces, no hubo más que oscuridad.