Abraza la manada

14

Estás en casa

Primera parte

Las habitaciones del tercer piso eran las más amplias de la casa y solo tres de ellas estaban ocupadas: la de Anthony, Víctor y Gabriel; ahora, una cuarta había sido acondicionada para hospedar a Candy.

Todos los muebles eran de madera fina, calidad del Aserradero Clinton, y había una exitosa combinación de mueblería moderna y antigua. La cama era enorme, más grande que la que Candy tenía en casa y que jamás había visto; estaba cubierta de suaves mantas blancas y mullidas almohadas. En las mesillas de noche de cada lado había una lámpara de gas y una jarra de cristal para agua. Un cómodo sofá descansaba cerca de la ventana que daba a la parte norte del bosque y, en el centro, había una mesa alta, adornada con flores de bienvenida. Frente a la cama estaba un bonito tocador con su taburete y un largo espejo que daba sensación de amplitud y luminosidad. El armario estaba al lado de la puerta que conducía al cuarto de baño privado.

Odette y Astrid acompañaron a Candy hasta la habitación y la ayudaron a instalarse. Candy no llevaba mucho equipaje, así que pronto, toda su ropa quedó guardada en el armario y sus cosas de cuidado personal, acomodadas en el tocador.

Astrid abrió la ventana y le mostró la hermosa vista del bosque y la ayudó a orientarse en qué dirección estaban su casa y el pueblo. Le mostró el aserradero, una cabaña que había cerca y los puntos de vigía que eran visibles desde su ventana.

—Debo ir con mis niños para el almuerzo —dijo Astrid acomodando la cortina para que la luz entrara por completo a la habitación—. Odette te dará un tour por la casa.

—Gracias —dijo Candy tomando la mano de Astrid—, a las dos —miró a Odette y esta le sonrió.

—Es un placer ayudar a nuestra… —Odette buscó las palabras correctas— invitada especial, ¿Vamos? —dijo con una hermosa sonrisa que contagió a Candy.

Las tres salieron de la habitación de Candy, y Astrid se adelantó a bajar al comedor; era sábado y había planeado hacer un picnic con su familia cerca del río, su lugar favorito.

—Aquí tenemos el nivel de lujo.

Explicó Odette señalando el lugar con sus manos, que siempre estaban en movimiento. Candy reconoció en seguida que era una mujer inquieta, llena de energía con quien, en definitiva, entablaría una gran amistad.

—Hay varias habitaciones para invitados y las únicas ocupadas son las de Víctor, al final del pasillo, la de Gabriel, por allá— señaló con su dedo hacia la derecha —y esta es la de Anthony— señaló al lado contrario. La habitación de Candy estaba en diagonal con la de él.

Odette puso su mano en la perilla y, mirando hacia todos lados dijo: —¿quieres echar un vistazo? —la traviesa invitación era tentadora, y Candy pensó que un vistazo no estaría mal, pero resistió sus impulsos.

—Mejor no —contestó tomando la mano libre de Odette para seguir con el recorrido.

El nivel de lujo, como lo había nombrado Odette, estaba cubierto de arte. De las paredes colgaban pinturas del siglo diecinueve y algunas de lo que iba del veinte. La joven cambiante sabía el nombre y artista de cada una, y dio a Candy una magnífica interpretación de cada una o, al menos, de las que la rubia preguntaba porque eran tantas, que parecía un museo.

—Yo duermo en esta habitación —dijo cuando llegaron al piso inferior—, aquí encontrarás a todos los jóvenes y solteros. Si algún día te aburres, puedes pasar el rato con nosotros. También es el nivel más seguro, ven, te mostraré algo.

Odette guio a Candy hasta el final del pasillo y se detuvo frente a la pared de granito; colocó las palmas sobre un mosaico y empujó con fuerza hasta que la pared crujió y una puerta secreta se abrió. Candy retrocedió un paso, sorprendida por el mecanismo. La joven cambiante sonrió, y con un gesto invitó a Candy a que se asomara; ella así lo hizo y descubrió un túnel, cuyo olor a humedad invadió sus fosas nasales, pero no se quejó. El pasaje estaba obscuro y Candy no pudo hacerse una idea de qué tan amplio era ni a dónde llevaba, así que fue lo primero que le preguntó a Odette.

—Lleva al bosque, a la zona este —contestó Odette—. Es, en caso necesario, nuestra salida de emergencia.

La joven cerró la puerta y, con un gesto hizo que Candy volteara a la esquina izquierda del pasillo donde había una escalera metálica que atravesaba todos los niveles de la casa. —Si algo pasara y tuviéramos que abandonar la casa, cada planta está conectada a esta escalera, solo hay llegar hasta aquí y salir por el túnel.

La cara de Candy pasó del asombro a la preocupación en menos de un segundo. Pensar que hubiera una situación lo suficientemente delicada para que la casa de la manada tuviera que ser evacuada le causó miedo.

—¡Descuida, Candy! —dijo de pronto Odette, al ver la angustia de la enfermera—. Nunca hemos tenido necesidad de usarlo, al menos, no que yo sepa; sólo es una estrategia de seguridad. No te preocupes, por favor. —La tomó de los hombros y, sin dudarlo, la abrazó con fuerza. Candy le correspondió y sonrió al corroborar por enésima vez, que los cambiantes amaban el contacto físico.

—¿Nunca se ha usado? —preguntó cuando Odette se aseguraba de que hubiera cerrado bien la puerta.

—No…

Bajaron al primer piso, que Candy ya conocía, pues era el nivel habitado por las parejas y familias con niños y no se detuvieron mucho ahí. La planta baja la recorrieron de punta a punta. Los salones donde niños y adolescentes tomaban clases; el comedor donde siempre había alguien comiendo; salas de estar, algunas ocupadas y otras, no; un amplio salón de baile al que no pudieron entrar porque estaba cerrado con llave; una biblioteca común, que Odette custodiaba y en la que se detuvieron largo rato.

—Creí que el despacho de Anthony era la biblioteca —dijo Candy mientras recorría los altos libreros.

—No, esa es la colección personal del jefe —explicó Odette—, sería muy incómodo e irrespetuoso entrar y salir a nuestro antojo de su despacho.

Señaló una de las mesas e invitó a Candy a sentarse. No había nadie, así que podían hablar en voz alta.

—Si me lo preguntas, este es el mejor lugar de la casa— se pasó una mano por el largo cabello castaño claro —no es porque yo lo administre, ¡claro! — dijo con falsa modestia —pero aquí puedes encontrar todo sobre nosotros y también sobre los humanos. Tenemos un acervo que cualquier universidad envidiaría; aunque todavía puede mejorarse.

Candy volvió a mirar a su alrededor y lo dudó, pues era cierto que la biblioteca era enorme, más grande que la del Colegio San Pablo y la de su escuela de enfermería, juntas. —Tenemos algunos ejemplares bastante antiguos y maltratados, así que hay que reemplazarlos —explicó Odette—, también hacen falta más libros para los niños.

Candy asintió.

—Tal vez podamos ir a Chicago —dijo después de pensarlo un rato—. Desde que volví al Hogar de Pony, antes de que empiece el invierno, solemos ir a la ciudad a conseguir el material que nos hace falta para los niños, además de sus regalos navideños. —Contó la rubia. —Si tú quieres, podríamos ir juntas. —Ofreció y el rostro de Odette se iluminó como luz frontal de locomotora.

—¡Me encantaría! —exclamó emocionada—. Sólo hay que pedirle permiso al jefe. —Frunció el ceño cual niña pequeña que sabe que tendrá una negativa de sus padres.

—¡No te preocupes por eso! —dijo Candy, guiñándole un ojo—. Yo me encargo.

—¡Oh, Candy! ¡es maravilloso que hayas llegado! —Odette se levantó de su silla y volvió a abrazar a Candy, quien estalló en risas— ¿Seguimos el recorrido?

Salieron de la biblioteca y visitaron la cocina, que Candy ya había atravesado varias veces; pasaron frente al despacho de Anthony, pero no entraron y llegaron hasta la enfermería, donde fue el turno de Candy de ser guía y embaucadora.

—¡Por favor! —pidió por tercera vez uniendo sus manos a modo de plegaria—. ¡Sé la primera de mi registro médico!

Odette se talló el cuello, nerviosa y con el ceño fruncido, miró fijamente a Candy. Anthony les había hablado del registro médico que se haría, pero todos estaban renuentes a una revisión porque no estaban acostumbrados a ser tratados. Los cambiantes no se enfermaban, al menos no con tanta frecuencia como los humanos y, cuando lo hacían, su propio sistema encontraba la cura. Sin embargo, una orden del jefe era una orden y, para el punto en el que estaban, nadie podía negarse a Candy, quien ya se había ganado el afecto de toda la manada, aunque no todos habían tenido la oportunidad de charlar con ella.

—¿Me dolerá? —preguntó mirando la mesa de revisión.

Candy soltó una sarcástica risa

—¡Como si ustedes fueran capaces de sentir el más mínimo dolor! Pero no, sólo necesito conocer, por ahora, tu presión arterial, temperatura, peso y estatura.

—¡De acuerdo! —aceptó en un segundo la joven cambiante y Candy volvió a reír. El carácter de todos los cambiantes era tan relajado que, a veces, Candy sentía que trataba con sus chicos del Hogar de Pony.

Candy fue hasta su escritorio por una carpeta y empezó, por fin, su censo sobre la salud de la manada; aunque su verdadera jornada no empezaría hasta el lunes, estaba ansiosa por tener, al menos, el primer archivo listo.


En el despacho de Anthony, este hablaba con Gabriel y Víctor sobre el avance de la investigación de la misteriosa mujer de la que Jimmy Cartwright había sido víctima; sin embargo, las noticias no eran alentadoras. Derek, el cambiante encargado de rastrear las balas y que había descubierto que la cantante escribía a Colorado, perdió el rastro de la correspondencia y poco pudo investigar de la mujer. Al parecer los hombres de la taberna del pueblo no la recordaban con claridad, lo cual no era de extrañar si les había administrado el canto de sirena.

Sobre las balas de plata supieron quién las había elaborado, un cambiante de Montana que tenía permiso para fabricarlas, pues formaba parte de un grupo especial que se encargaba de rastrear y cazar lobos solitarios que creaban disturbios. El cambiante envió una extensa carta en la que explicaba que él y su equipo habían sido atacados en su cuartel y perdido parte de su arsenal, pero que se estaban ocupando de identificar a los culpables y que, en cuanto tuvieran información, se la harían saber al jefe Anthony.

—Entonces llegamos a un callejón sin salida. —dijo Gabriel cuando escuchó la explicación de Anthony.

—Por ahora, pero no dejaremos de buscar y mucho menos, bajaremos la guardia. Esto no parece al azar, así que estaremos pendientes de lo que pase en nuestro territorio y en las manadas vecinas. Escribiré a más líderes para saber si han tenido problemas como los nuestros. —Asintió Anthony, frustrado por no encontrar al verdadero responsable de las heridas de su amigo. Tomó una agenda y buscó entre las hojas.

Víctor y Gabriel asintieron, por el momento, lo único que podían hacer era esperar, seguir patrullando las fronteras y estar atentos a nuevo robo de ganado. No obstante, esto no debía impedir que la manada siguiera con su rutina y con su vida normal. Gabriel, el más afectado de todo, era consciente de esto y por eso se empeñaba más en animar a la manada y, sobre todo, a su amigo.

—Así que… —dijo con su clásico tono de hermano mayor que está a punto de molestar al otro— Candy se quedará esta semana con nosotros —miró a Víctor enarcando una ceja y el tío rio por lo bajo.

—Sí —contestó Anthony con tranquilidad mientras acomodaba unos papeles en el cajón del escritorio. No se había percatado de las miradas de burla que habían intercambiado Gabriel y su tío.

—¿Casualmente la invitaste tan cerca de la fecha especial? —siguió Gabriel en el mismo tono. Anthony esta vez sí lo notó y fijó su mirada en su amigo, pero la desvió de inmediato y sonrió de medio lado, sin poder evitarlo.

—No sé de qué hablas —contestó, y Víctor soltó una carcajada que intentó reprimir en cuanto Anthony le clavó sus ojos azules.

—¡Sí, claro! —siguió Gabriel—, ahora prepararé con más entusiasmo mi voz de barítono para cantar ese día.

—¡No, por favor! —negó Anthony—, prefiero oírte aullar —se burló al tiempo que se recargaba en su silla.

—¡También puedo hacer eso! —bromeó Gabriel y llenó el despacho con un aullido.

—¡Eres un idiota! —dijo Anthony sin contener la risa, al igual que Víctor, que observaba a sus dos chicos con orgullo paternal.

—Sigo siendo más inteligente que tú —refutó Gabriel al tiempo que se levantaba de su silla. Estaba totalmente recuperado, la herida de su costado había cicatrizado a la perfección y ahora solo tenía una pequeña marca que no desaparecería por ser una herida hecha con plata; la lesión de la pierna también había sanado y ahora podía caminar a la perfección.

—¡Largo de aquí! —señaló la puerta y Gabriel la atravesó todavía con la risa en sus pulmones.


El resto del sábado ocurrió de manera tranquila. Candy y Anthony comieron con la manada y dieron un pequeño paseo por los alrededores de la casa. A media tarde, Anthony se unió a un grupo para correr en el bosque como parte del entrenamiento de rastreo y reconocimiento.

—Volveré antes de la cena —dijo a Candy cuando esta lo despidió desde la entrada principal.

—De acuerdo —le dio un beso fugaz en los labios y agregó—: ¿diviértete? —no sabía si la actividad era recreativa o un asunto serio, pero la sonrisa de Anthony le dijo que había algo de ambos.

Candy entró a la casa y, de inmediato se cruzó con Víctor, quien se ofreció a hacerle compañía mientras era la hora de la cena y Anthony volvía. Fue tiempo bien invertido, ya que lo utilizaron para conocerse como no habían tenido oportunidad desde que se vieron por primera vez.

Anthony le contó a Víctor parte de la historia de la señorita Pony con el fin de que averiguara qué había pasado con la manada que atacó Texas y así lo hizo. Le contó a Candy que, después de varios años, más de los que le hubiera gustado, la manada invasora fue detenida de sus atroces actividades. El líder había muerto, cazado por un equipo especial, así como muchos otros miembros. Los que habían escapado, que eran los menos, fueron perseguidos también con el paso del tiempo, hasta que el recuerdo de sus actividades criminales, era eso, un recuerdo.

Víctor omitió las partes violentas de la cacería y se aseguró de que Candy comprendiera que la justicia era algo tan importante para los cambiantes como para los humanos. Candy memorizó cada palabra dicha por Víctor, dispuesta a contárselas a la señorita Pony en un futuro cercano, y le agradeció con sinceridad el que hubiera dedicado tiempo a investigar la historia.

—Me gustaría conocer a esta mujer de la que ya tanto me ha hablado Anthony —dijo Víctor al tiempo que entraban a una de las salas de estar, pues mientras él le narraba la historia, habían estado paseando por los pasillos, como si se tratara de un catedrático caminando al lado de su pupila.

—¡Sería maravilloso que se conocieran! —dijo Candy emocionada—. A Anthony le fue muy bien con ella y la hermana María.

Se sentaron uno junto al otro en uno de los sillones de la sala.

—Valió la pena su insomnio y su ayuno de aquel día —Víctor lo dijo con una sonrisa que no dejaba lugar a duda el cariño que le tenía a Anthony.

—¿No comió ni durmió? —Candy se llevó una mano a la frente, apenada y emocionada por los nervios que había sentido su compañero, que eran los mismos que ella había tenido en esos momentos.

—Es uno de sus defectos —agregó Víctor—; cuando hay un hecho importante, los nervios no lo dejan comer ni dormir. Lo mismo le pasó las noches previas a tomar el liderazgo de la manada. —El recuerdo evocado dejó una amplia sonrisa en Víctor—. Igual que su madre cuando se hizo la ceremonia oficial, no comió y no nos dejó dormir.

—¿Cómo son esas ceremonias? —preguntó Candy apoyando su cuerpo en el respaldo del sillón.

—Toda la manada se reúne en el bosque y el nuevo líder hace un juramento de lealtad hacia la manada; después, cada miembro le jura su lealtad a él —describió Víctor—. La parte recreativa depende de cada manada y de cada generación; a veces hay competencias, carreras, y todo termina en una gran fiesta.

—¿Cómo fue la de Anthony? —preguntó Candy realmente intrigada.

—Demasiado solemne para mi gusto —respondió Víctor con total sinceridad—. Tuvimos varios invitados de otras manadas porque a muchos les daba curiosidad conocer al líder perdido de los Andley. Fue un verdadero dolor de cabeza encargarse de la seguridad, pero todo valió la pena, Anthony causó una gran impresión entre los demás líderes. Incluso la hija del jefe Joshua de Pensilvania quedó maravillada con él.

Caer de cabeza de un árbol habría sido menos incómodo para Candy que el tirón de celos que sintió recorrerle el cuerpo. Respiró profundo y se cruzó de brazos para que Víctor no notara que el simple hecho de nombrar otra mujer en la vida de Anthony la había afectado; pero sí que lo notó y rio por dentro, recordando lo que él sentía en su juventud cuando alguien se acercaba a su compañera.

—Después de su ceremonia no la hemos vuelto a ver —agregó Víctor—. Tal vez todavía no encuentra a su compañero, o ya nos habríamos enterado. Esas noticias vuelan.

—¿Otras manadas saben que yo…? —la pregunta de Candy quedó a medias, pero Víctor la entendió y asintió de inmediato.

—Algunas ya lo saben, te lo aseguro —contestó Víctor—, con el ataque a Gabriel hemos establecido contacto con unas cuantas y en las charlas casuales siempre salen a relucir esos temas.

Candy tragó saliva, pero su boca estaba seca.

—¿Ustedes no querían que se supiera todavía? —preguntó al ver la turbación de la rubia.

—No… es solo que… —titubeó— no hemos hablado de ello, para ser honesta y —se llevó una mano al cuello— aun no tengo…

—¿La marca? —corroboró y Candy asintió— no es un problema, lo harán cuando estén listos.

Una chica adolescente apareció de repente en la puerta de la estancia e interrumpió la conversación.

—Víctor —lo llamó—, te necesitan en… allá —señaló con su índice en dirección al comedor.

—¡Claro! —Víctor se levantó de prisa— discúlpame, Candy, debo atender un asunto.

—Por supuesto, ve —asintió Candy.

Candy se quedó sola en la sala y mantuvo su mano fija en el cuello. El que Víctor mencionara a otra mujer interesada en Anthony la había convencido por completo de que estaba lista para que él pusiera su marca en ella. Era algo primitivo y desconocido, pero tenía la necesidad de que todo mundo supiera que él era su compañero.


Cuando Candy fue recibida en la casa de la manada para pasar una semana ahí, Anthony le había dicho que podía andar por la casa con libertad. Así que todas las puertas estaban abiertas para ella y todos a los que se topaba en el camino le dedicaban una sonrisa o un saludo. Ella correspondía con la misma amabilidad y caminaba entre los pasillos.

Así fue como llegó a la cocina, donde al menos seis personas se movían entre el fuego y la enorme mesa del centro, llena de tazones, cacerolas y platos con carne, verdura, salsas y pan; así como con jarras de vino y agua. La cena se serviría en poco menos de dos horas.

Una mujer de mediana edad la vio entrar y le dedicó una enorme sonrisa.

—¡Candy, pasa! —exclamó y las otras personas la miraron por un segundo y volvieron a sus tareas.

—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó situándose al lado de la mujer, que no era otra que Sofía, que había vuelto de Indiana mientras Candy no visitó la manada.

—En esta cocina siempre se necesita ayuda —respondió la mujer sin reparo—. Toma, pica estas verduras y ponlas en este tazón. Necesitamos una buena sopa para este cordero.

Candy tomó el cuchillo y, en un rincón vacío de la enorme mesa, se puso a picar patatas en cubos.

—¿Hoy celebran algo? —preguntó Candy al ver las enormes cantidades de comida.

—Nada en espacial —respondió uno de los cocineros, un chico de unos catorce años que vigilaba el cordero—. Solo la alegría de estar vivos —agregó probando con una cuchara el jugo que desprendía la carne. Todos soltaron risas y Sofía lo golpeó en el hombro con un trapo.

—Esto se prepara todos los días, Candy —explicó Sofía después de la broma—. Somos muchas bocas que alimentar y cada uno come por tres humanos normales, hasta los que aún no se han convertido.

Candy quedó asombrada con la respuesta, pero se dijo que era normal pues la manada de Anthony, lo había comprobado, era numerosa. Al darse cuenta que debían alimentar a tantas bocas, se apresuró a cortar la verdura y se ofreció a ayudar en todo lo que pudiera.

—Lo que parece que hoy no habrá, es postre —dijo otra de las cocineras—. Al menos no las tartas que se nos prometió —se quejó—. Empezaré a picar las fresas, las comeremos con crema.

La joven no tuvo tiempo de buscar las fresas porque Anthony entró en ese momento a la cocina. Se había quitado el saco desde antes de salir a correr, y llevaba las mangas de la camisa arremangadas hasta los codos. Los músculos de sus brazos sobresalían, y la cocina pareció achicarse ante su tamaño.

—Perdón, se me hizo tarde —dijo al poner un pie en la cocina—. ¡Candy, estás aquí! —exclamó al verla.

—Pensé que podía ayudar mientras estoy aquí —respondió Candy mientras señalaba todo el movimiento de la cocina.

—Tal vez algún día la dejemos cocinarnos algo —intervino Sofía.

—¡Oh! No se los recomiendo —se sonrojó Candy y les explicó que ella no tenía dotes culinarias, pero podía ayudar siempre que se lo permitieran.

—Sí mal no recuerdo, sabes hornear pan —dijo Anthony buscando una tabla de picar y un cuchillo.

—¡Ah! Eso sí lo aprendí bien —sonrió Candy recordando a sus antiguos amigos de la mansión Leggan y les contó a sus interlocutores sobre ellos.

Mientras ella hablaba y picaba todo lo que Sofía le ponía enfrente, Anthony tomó un tazón lleno de manzanas y empezó a pelarlas para después cortarlas.

Candy lo miró asombrada y sin saber el porqué, también emocionada.

—Anthony, ¿tú cocinas?

—Aquí todos lo hacemos —respondió encogiéndose de hombros y aparentado una tranquilidad que no tenía, pues encontrar a Candy en la cocina lo había puesto nervioso—. Algunos mejor que otros, eso es seguro —agregó señalando con la cabeza a Sofía y al chico que cuidaba el cordero—. Sofía y Billie son los mejores en eso, pero los demás debemos aprender si queremos comer.

Mientras la cena tomaba forma y la planta baja se llenaba del aroma de todos los platillos que se preparaban, Candy no dejaba de mirar de vez en cuando a Anthony, quien no perdía concentración de lo que hacía. Ya había pelado todas las manzanas del tazón y ahora las estaba cortando en tiras. Él tampoco perdía de vista a Candy, que prestaba atención a las instrucciones y consejos culinarios de Sofía sobre el tiempo de cocción del cordero, la cantidad correcta de especias y la proporción exacta entre arroz y agua.

De pronto, se escuchó el llanto de un niño que se acercaba a la cocina. Todos se quedaron callados y posaron su vista en la puerta para ver quién entraba ahogado en llanto. Era Emily, la pequeña de cuatro años, la hija menor de Charles y Marianne, una pareja de cambiantes a quien Candy ya había tenido oportunidad de conocer un poco; al primero lo conoció por sus platillos y a ella, cuando durante la crisis de Gabriel. La pequeña entró con el vestido manchado de tierra y las rodillas raspadas y sangrando. Su rostro estaba cubierto de tierra y lagrimones.

La primera en acercarse a Emily fue Candy, quien reconoció de inmediato una buena caída. Anthony también se acercó y ambos se hincaron frente a la pequeña.

—¿Qué te pasó? —preguntó Candy, sacando un pañuelo del bolsillo de su vestido para limpiar el rostro de Emily.

—Charlie me tiró —respondió entre sollozos—. ¿Dónde está mi mami? —preguntó buscando entre la gente de la cocina que ya había reanudado sus labores, pero su madre no estaba ahí.

—La buscaremos, cariño, pero primero hay que curar esas rodillas —dijo Candy. Pidió agua y paños limpios que le fueron entregados de inmediato.

—No quiero —se negó la niña—, me dolerá —dijo buscando el apoyo de Anthony con la mirada. Él la miró con ternura y le sonrió para darle ánimos.

—Te prometo que no te dolerá —dijo Candy— porque Anthony tomará tu mano, mientras yo limpio tus heridas y él te pasará parte de su súper fuerza de jefe para que no sientas dolor.

Anthony le lanzó una rápida mirada a Candy y después asintió con la cabeza para darle la razón. Después de esa promesa, no tardaron mucho en convencerla de dejarse curar y Anthony la tomó en sus brazos y salieron de la cocina a la enfermería. Al entrar, Candy encendió las luces y le indicó a Anthony que sentara a la niña en la mesa de revisión. Buscó en el gabinete y sacó algodón y una solución antiséptica.

Anthony se quedó de pie al lado de la mesa de revisión, pero sostuvo la mano de la pequeña en todo momento. Mientras tanto, Candy empezó a limpiar las rodillas de la pequeña que contaba cómo había sido la caída. Ella, su hermano Charles y otros tres niños estaban jugando afuera. Cuando la noche comenzó a caer decidieron hacer una carrera para entrar a la casa. Emily corría a la par de su hermano, pero este la empujó, según la niña a propósito, para llegar antes y ganar la carrera. Anthony y Candy sabían que no era cierto, pero no podían llevarle la contra a Emily en un momento de dolor y protagonismo, pues no todos los días un solo miembro de la manada podía tener toda la atención del jefe Anthony, a menos que fueran Candy.

La enfermera dio pequeños toques con algodón en las heridas, que no tardarían en sanar. También le limpió las manos y la cara.

—Ya terminamos —anunció Candy.

—¡Ya! —exclamó Emily, sorprendida por no haber sentido gran cosa.

—Te dije que el jefe Anthony te prestaría su fuerza —sonrió Candy señalando la mano de Anthony, que seguía sujetando la de la pequeña.

—Así es —añadió él— siempre que me necesites, ahí estaré —le dio un beso en la frente y le sacudió lo poco que quedaba de tierra en el vestido—. Ahora, ve a cambiarte y prepárate para la cena.

En ese instante la puerta de la enfermería se abrió y entraron los padres y el hermano de Emily. Charles les dijo a sus papás lo que había pasado y que, al querer ayudar a Emily, ella había salido corriendo en busca de su madre. Explicó, en un tono muy calmado, que todo había sido un accidente y que lamentaba haber hecho llorar a su hermanita. El pequeño se disculpó y Emily lo perdonó dándole un abrazo que los adultos miraron complacidos. Pocas cosas había tan conmovedoras, como el lazo fraternal.

—Gracias por curarla —dijo Marianne a Candy— se pone mal cuando ve sangre, no sé qué haremos cuando crezca. ¡Será la única loba a la que le aterre la sangre!

Candy sonrió.

—Supongo que ya habrá tiempo para preocuparse por eso, por ahora todo está bien. Lavé y desinfecté la herida. Si quieres mañana puedo volver a revisarla, pero solo para calmarla; no hay ningún peligro.

—Gracias, Candy —intervino Charles, el padre— y, gracias, Anthony. —Tomó a Emily en sus brazos y los cuatro salieron de la sala de estar.

Una vez solos, Candy guardó el desinfectante en el gabinete, se deshizo del algodón en el basurero y del agua.

—Gracias, Candy —dijo Anthony, mientras la veía poner en orden el poco material que había usado—. Tienes un don extraordinario con los niños.

—Recuerda dónde vivo, Anthony; esto es cosa de todos los días —respondió sin darle mucha importancia al asunto—. Pero debo admitir que tú también tienes un don con los niños.

Anthony se acercó a ella cuando se dirigía a la puerta y la tomó de la cintura para abrazarla. Candy se dejó llevar por el ágil movimiento y rodeó el cuello de Anthony con sus brazos. Sus miradas se cruzaron y sus labios se fundieron en un ansiado beso; uno que ambos habían esperado desde que se reencontraron en la cocina, como si hubieran pasado semanas sin verse. Un suspiro de Candy hizo sonreír a Anthony cuando se separaron.

—Volvamos a la cocina —dijo ella, pero el rubio negó con la cabeza.

—Gracias por ayudar, pero eso fue suficiente —Candy frunció el ceño y se preguntó si había hecho algo mal, pero Anthony se apresuró a decir—: eres nuestra invitada especial, no es correcto que te obliguemos a cocinar.

—Yo me ofrecí a hacerlo. Puedo volver a ayudar.

—Estoy seguro de que han terminado todo sin nosotros. —La encaminó hacia el pasillo, lejos de la cocina.

—Pero…

—Anda —ordenó Anthony—, ya todo está terminado y en una hora estará servido. —Jugó con unos cuantos rizos de Candy y le besó la comisura de los labios—. Ve a tu habitación y prepárate para la cena, iré por ti.

Llegaron hasta el pie de la escalera y Anthony la hizo subir los primeros escalones.

—Anthony, ¿hice algo malo allá? —preguntó Candy con inquietud.

—¡Para nada, hermosa! —se apresuró a decir Anthony y le acarició la mejilla—, solo que esta cena es especial y quiero que la disfrutes.

—¿Por qué es especial? —preguntó de nuevo—. Sofía dijo que era una cena común.

—Es especial porque estás aquí. —afirmó Anthony y el corazón de Candy se aceleró. Él la tomó de la mano y la acompañó hasta el primer descanso de la larga escalera—. En una hora iré por ti —repitió cuando la dejó continuar sola el camino. Candy no opuso resistencia y subió hasta su habitación con los latidos de su corazón a toda marcha. Era inquietante y, a la vez, emocionante, cómo unas cuantas palabras de Anthony lograban sacudir sus emociones.


Tal como lo prometió, una hora después, Anthony llamó a la puerta de Candy. Ella había terminado de arreglarse para la cena y esperaba que su atuendo no estuviera fuera de lugar, pues no había empacado ningún vestido para una cena formal.

Abrió la puerta y notó que Anthony también se había cambiado. La tranquilizó ver que llevaba un traje sencillo y no uno de gala.

El vestido que Candy eligió para la cena tenía un bonito color palo de rosa, de manga larga; el corte era sencillo y holgado, pero moderno y resaltaba sus caderas y su busto; recogió su cabello con unos pasadores dorados a cada lado; rizó sus pestañas y pintó sus labios con un color rosa tenue.

Anthony la miró con admiración en cuanto le abrió la puerta y ella le correspondió con una tímida sonrisa.

—Te di bastante tiempo para arreglarte —dijo Anthony tomando su mano.

Candy cambió su semblante y se miró la ropa —¿me veo mal? —preguntó con nerviosismo.

—¡Al contrario! —se apresuró a decir Anthony, besó el dorso de su mano y la miró con cariño—. Me refiero a que no necesitas nada para verte hermosa.

—¡Oh, Anthony! —exclamó Candy al tiempo que su rostro se teñía de rojo—. Tú también luces muy apuesto. —Agregó la rubia sacudiendo un poco las solapas del traje marrón de Anthony.

Bajaron las escaleras tomados de la mano y envueltos en una charla casual sobre la colección de arte que tenían en la casa. Al llegar al último escalón, Anthony tomó la mano de Candy y la ciñó a su brazo.

—Por aquí —dijo Anthony desviándose del camino que llevaba al comedor para llegar al salón de baile que había estado cerrado todo el día. Candy lo siguió sin hacer preguntas, aunque intrigada.

Las puertas del salón estaban cerradas, pero con claridad se oían voces que provenían del interior. Candy miró de reojo a Anthony cuando llegaron a unos pasos de la entrada. De inmediato las puertas corredizas se abrieron y Candy se llevó una maravillosa sorpresa al notar la belleza del salón y la festiva decoración; sin embargo, no tuvo tiempo de admirarlo durante mucho tiempo porque, una vez que entraron al salón, todos los miembros de la manada gritaron: ¡SORPRESA!

Todos esperaban a la pareja en el gran salón. No llevaban ropa de gala, pero sí que se habían esforzado en sus atuendos para darle el aire festivo a la cena. Los hombres llevaban trajes impecables y las mujeres habían sacado las joyas que tenían, todo para celebrar la presencia de Candy en casa.

El salón de baile estaba adornado con flores de la temporada a lo largo y ancho, por lo que su perfume inundaba el lugar. En el centro había una larga mesa, como la del comedor, cubierta de comida, bebidas y centros de mesa. Había un juego completo de platos, cubiertos y copas para cada miembro de la manada, adulto, adolescente y niño. En el fondo de la estancia, un par de chicas se encargaban de dar cuerda a un gramófono que emitía una festiva música.

—¡Candy! —exclamó el pequeño Eric, seguido de dos niños, al acercarse a ella con un ramo de flores que habían recogido ellos mismos del bosque— ¡Esto es para ti! —le tendió el ramo y Candy lo recibió con emoción.

—¡Es hermoso! —exclamó tras besar la frente de Eric y los otros dos niños —¡Muchas gracias!

Se enderezó y le mostró el ramo a Anthony, quien sonrió complacido, y con un ligero movimiento la guio al centro del salón. Eric y sus amigos caminaron detrás de ellos.

Astrid, Odette y Marianne fueron las primeras en acercarse a Candy para envolverla en un abrazo.

—¡Bienvenida, Candy! —dijo la primera en cuanto la soltó.

—¡Hicimos esto para ti! —exclamó Odette en cuanto fue su turno.

—¡Esperamos que te guste! —agregó Marianne.

—¡¿Para mí?! —preguntó Candy con la emoción cortándole la respiración. Miró a Anthony y después a todos los presentes, quienes la miraban con una sonrisa en los labios, e impacientes por empezar a comer.

—Queríamos hacer tu fiesta de bienvenida desde hace mucho —respondió Gabriel, acercándose a la pareja, seguido de Víctor—, pero el jefe nos obligó a esperar —dijo mirando a Anthony, como si lo acusara de algo; este rodó los ojos y le dio una palmada en el brazo.

—¡No sé qué decir! —exclamó Candy abrazando a Gabriel y después a Víctor.

—Di que te gustaría cenar —contestó Víctor señalando con la mano la enorme mesa e invitando a todos a tomar su lugar.

—¡Me encantaría! —aceptó Candy y tomó el brazo que Anthony le ofrecía—. Gracias, Anthony —le dijo por lo bajo para que sólo él la escuchara.

—Disfruta de tu fiesta, hermosa —le respondió también por lo bajo cuando la ayudaba a sentarse a la cabecera de la mesa, a su lado.

Al centro de la mesa había grandes fuentes de comida que, una vez que todos tomaron sus lugares y sin mayor ceremonia empezaron a comer, después de una seña de Anthony.

Candy miró con detenimiento cada platillo para elegir qué servirse primero y, al hacerlo, se percató de que cada pareja llenaba el plato del otro. Ian servía a Astrid algo de crema de nuez en un plato hondo y tomaba un trozo de pan que colocó al lado; Astrid, por su parte, retiró el plato hondo de Ian y sirvió un buen trozo de cordero en salsa de vino tinto y vegetales a un lado. Charles sirvió a Marianne un grueso pedazo de costilla al horno y papas asadas; mientras que Marianne le servía cordero y bromeaba con que le pondría de los vegetales que no le gustaban.

La rubia observó a las otras parejas y notó que todas hacían lo mismo, algo que no habían hecho durante las comidas, pero parecía ser un acto afectivo entre cada una. De pronto, recordó que la señorita Pony le había dicho que los cambiantes odiaban que su pareja estuviera hambrienta; también se percató de que, en cada comida que habían compartido, Anthony siempre se aseguraba de que estuviera satisfecha.

—La crema es deliciosa —dijo Anthony sacándola de su análisis. Candy vio cómo Anthony se servía crema y le servía a ella. Candy estiró su mano hasta un tazón de croûtons y le preguntó con la mirada si quería; Anthony asintió, y ella le sirvió un puñado.

El resto de la cena transcurrió de la misma forma, Anthony le servía a Candy y ella a él, tal como las otras parejas. Charlaban entre ellos y con las personas que tenían al lado: Víctor, Gabriel, Aaron, Odette, Marianne, Lucille, Morgan, Derek y Lydia estaban más cerca de ellos; eran los cambiantes que todavía no tenían un compañero, pero no tenían prisa alguna.

El salón estaba lleno de alegres voces que bromeaban, charlaban y, de vez en cuando, brindaban a la salud de Candy, quien les sonreía y agradecía cada vez que lo hacían.

—Hora del postre —dijo Anthony cuando se aseguró de que todos los miembros habían terminado de comer. Ante una seña, varios miembros se levantaron de sus lugares y fueron hasta una de las mesas pegadas a la pared donde había más cubreplatos protegiendo la comida. Volvieron a la mesa principal y pusieron a lo largo de esta el postre.

—¡Tarta de manzana! —exclamó Candy emocionada cuando tuvo frente a sí una de estas, y, de pronto, cayó en cuenta—. ¡Anthony, tú las horneaste!

Anthony sonrió con orgullo y autosuficiencia—. Son mi especialidad —dijo al momento que tomaba un largo cuchillo para partir la tarta—, pero no siempre las hago y, por supuesto, no para todos —le guiñó un ojo—. Te dije que era una cena especial.

El cuerpo de Candy se deshizo cual malvavisco en chocolate caliente; su felicidad no cabía en la habitación y no dudó en demostrarla al plantarle un beso a Anthony en la mejilla. Los vítores y silbidos de los presentes la hicieron reír con más fuerza, sobre todo por la pena de que todos la vieran besarlo.

Anthony cortó la tarta y le sirvió una generosa rebanada, que Candy disfrutó de inicio a fin.

—¡Es deliciosa! —dijo Candy a media porción. Los trozos de manzana tenían el tamaño y sabor perfecto, eran dulces y suaves; el hojaldre seguía caliente y envolvía el olor azúcar y canela—. Es mejor que la de la señora Elroy —dijo sin pensarlo dos veces.

—Su receta es la base, pero la he mejorado con el tiempo —explicó Anthony, mientras bebía de un fuerte licor para contrarrestar el dulce sabor de la tarta—, ¿te gustó?

—¡Me encantó! —aceptó Candy—. Esto es demasiado, Anthony —dijo señalando con sus manos el entorno—, ustedes dan mucho de sí para todos.

—Es lo que las familias hacen —respondió Anthony—; y para ti, todo esto es poco.

—No, Anthony, es más que suficiente —Candy tomó su mano, la entrelazó con la suya y la dejó descansar sobre su pierna.

El propósito de que la cena se llevara a cabo en el salón de baile era para que esta terminara en una verdadera fiesta. Una vez que terminaron de cenar, todos se levantaron y movieron la enorme y pesada mesa a un costado del salón; maniobra que no representó ningún esfuerzo físico para la manada.

Mientras unos despejaban el espacio, otros traían más licores y un cuarteto empezó a afinar sus instrumentos de cuerda, cuyo sonido pronto reemplazó al gramófono y llenó el salón con alegres canciones. Las parejas se formaron con rapidez y pronto empezaron a bailar. El baile era lo más alejado a un vals, el ritmo era acelerado; los movimientos, fluidos; las risas, parte de la coreografía; y los saltos, impredecibles.

—¡Baila con nosotros, Candy! —exclamó la pequeña Emily, quien había olvidado por completo su caída, y le tendió la mano a Candy para que se uniera a un círculo de niños que bailaban como querían. La rubia aceptó de inmediato y, tras guiñar un ojo a Anthony se unió al grupo de niños para bailar al ritmo del violín, guitarra y mandolina.

—¿No te duele la cara? —Gabriel se detuvo al lado de Anthony mientras Candy bailaba y este la miraba embelesado.

—¿Por?

—Porque no has dejado de sonreír desde que Candy llegó.

Anthony movió los músculos de su cara y se palmó las mejillas—. No, estoy bien así — respondió siguiendo el juego de Gabriel y volviendo su mirada hacia Candy, quien ya tenía las mejillas rojas y la frente cubierta de sudor.

—¿Puedo bailar con ella? —preguntó Gabriel.

—Pregúntaselo a los cachorros, y de paso diles que me la devuelvan —respondió Anthony y Gabriel se acercó a Candy.

El jefe de la manada observó cómo Gabriel y Candy empezaban a bailar y fue hasta la mesa por una copa más de vino.

—Todavía no te agradezco como es debido el que me hayas salvado la vida —dijo Gabriel cuando bailaba con Candy—, creí que moriría tan pronto como me di cuenta de que las balas eran de plata.

—Por suerte no fue así —respondió Candy— ¡y basta de agradecerme! —pidió frunciendo el ceño con ternura—, hice lo que tenía que hacer y créeme, lo haría de nuevo, por cualquiera de ustedes.

—Aun así, me gustaría decirlo una última vez —replicó Gabriel—: gracias. ¿Sabes lo que me puso a hacer Anthony mientras no podía salir de casa?

Candy negó con la cabeza.

—¡Revisar correspondencia! —exclamó Gabriel con indignación— ¡odio la correspondencia!

Candy rio a carcajadas y siguió bailando. La pieza musical terminó en ese instante e inició una nueva, mucho más lenta que todas las anteriores. Gabriel soltó a Candy y, antes de que Anthony pusiera la mano en su hombro para pedirle que la dejara bailar con él, este ya se había apartado.

—¿Me concedes esta pieza? —pidió, tendiéndole su mano.

—¡Por supuesto! —aceptó Candy, y Anthony le rodeó la cintura con una mano y con la otra entrelazó sus dedos. Candy apoyó su cabeza en el pecho de él y se dejó envolver por la suave y lenta melodía que no sólo los capturó a ellos, sino a todas las parejas. Candy dejó escapar un suspiro y Anthony la abrazó.

—¿Cansada? —preguntó él. Candy negó y enderezó la cabeza para mirarlo a los ojos.

—Solo soy muy feliz en este momento —respondió Candy y volvió a apoyarse en el pecho de Anthony. Su posición de baile se convirtió en un abrazo en movimiento.

—Yo también, Candy, yo también.