Abraza la manada
27
La felicidad del bosque
La vida de la manada del jefe Anthony Brower de Michigan había tomado un rumbo nuevo. Al lado de su compañera lideraba a una enorme familia de cambiantes que se extendía en dos estados del país separados por muchas millas de distancia.
Su mejor amigo, Gabriel, y sus tíos Amelia y Víctor habían partido hacía varios meses a Oregon y administraban la casa que perteneció a los Bennett. Volverían, pero el trabajo era arduo y necesitaban tiempo y dedicación para cumplir con su encomienda.
—¡Son excelentes noticias, amigo! —dijo Anthony al teléfono—. Les contaré a todos.
Desde su escritorio y tras terminar la llamada con su amigo, recordó la noche previa a su partida. Fue durante la fiesta que tuvieron en casa y a la que asistió su padre, Vincent quien volvía de un largo viaje comercial, su tío Albert, y los cambiantes que ahora eran su guardia personal.
—¿Cuándo se van? —preguntó Vincent a Gabriel, a quien conocía desde que se reencontró con su hijo.
—Mañana —respondió Gabriel dando un sorbo a su ponche.
—Qué pena, me hubiera gustado verte más tiempo antes de mi próximo viaje.
—Quedémonos unos días más —intervino Victor, quien formaba parte de esa conversación.
—¡De ninguna manera! —refutó Gabriel—. Debemos irnos pronto. ¡No sé qué tantas vueltas le das al viaje, debimos irnos la semana pasada! Los demás están desesperados por volver —dijo refiriéndose a los nuevos miembros que querían volver a Oregon con el resto de sus familias.
Su molestia no pasó desapercibida para Víctor y Vincent.
—Ya, ya —lo calmó Víctor—. Nos iremos mañana.
Candy y Anthony se acercaron al trío.
—¿Qué pasa? —preguntó Anthony.
—Están muy serios —terció Candy.
—Nada, sólo discutimos nuestro viaje de mañana —contestó Víctor.
—Si quieren posponerlo unos días más, no hay problema —dijo Anthony, ajeno a la conversación que habían sostenido los otros tres.
Los dos hombres mayores se sonrieron y Gabriel rodó los ojos.
—¿Dije algo malo? —preguntó Anthony ante el gesto de su amigo.
—Nada, hijo, sólo que Gabriel está impaciente por cumplir con tus órdenes —contestó Vincent dando una palmada al joven cambiante que no veía la hora de irse.
Todos miraron a Gabriel, confundidos por su actitud, pero nadie dijo nada, no hasta que Candy lo distrajo con una simple pregunta y lo alejó del grupo.
—¿Estás bien? —preguntó Candy cuando llegaron a la mesa de comida y empezaron a servirse bocadillos.
Gabriel solo asintió.
—Yo no —admitió—. Sigo nerviosa por lo que pasamos sin Anthony en casa. A veces despierto creyendo que tenemos que reforzar las defensas o conseguir suministros. ¿Me entiendes?
—Sí, te entiendo. También me pasa.
—¿Y cómo lo llevas?
—No lo hago, por eso siento que debo irme un tiempo de aquí. No me malentiendas, no quiero dejar la manada, solo… creo que necesito un cambio de aires —admitió Gabriel.
—Te voy a extrañar mucho —apretó su mano y Gabriel le sonrió.
**C & A**
Anthony salió del despacho, tenía una cita importante y no quería llegar tarde. Atravesó el corredor y salió por la puerta de la cocina. Al llegar al claro, Candy ya lo esperaba ahí.
—Hola —se besaron como si no se hubieran visto durante la mañana.
—¿Qué aprenderé hoy, jefe? —preguntó Candy con disciplina.
Anthony se quitó el saco y lo arrojó sobre una enorme piedra; también se quitó los zapatos y empezó a desabrochar su camisa. Estaban en pleno invierno, pero el clima no afectaba demasiado a los cambiantes, a menos que estuvieran bajo una verdadera tormenta de nieve.
—Repasemos lo que has aprendido hasta ahora. Muéstrame tu transformación, después lo haré yo y correré unos kilómetros. —Candy asintió—. Quiero que me rastrees, ¿entendido?
—Sí.
—Abre tus sentidos —dijo con firmeza y Candy se desnudó para provocar la transformación.
Con las manos en la espalda y el rostro severo, Anthony observó cómo su compañera se transformaba en una hermosa loba blanca, casi tan alta como él, pero menos robusta. Su suave y brillante pelaje contrastaba con la nieve y su postura era siempre soberbia.
—Ya no te cuesta trabajo —reconoció Anthony y la loba de Candy movió las orejas como muestra de orgullo.
Anthony se transformó y se movió como dijo que lo haría. Recorrió varios kilómetros de bosque, cambiando su dirección y confundiendo el rastro, impregnado su aroma en los árboles, las rocas y los rincones más extraños para hacer la prueba más difícil para Candy. Escuchó cómo ella empezaba a seguirlo y aceleró el paso hasta llegar a una cueva recién descubierta por la manada, donde la esperó.
Los minutos pasaron y Candy no aparecía. Anthony se preguntó si había trazado un rastro muy difícil de seguir y salió de la cueva; olfateó el aire y, sin preverlo, fue empujado varios metros sobre la nieve.
El golpe provino desde lo alto de la cueva. Al levantarse, se encontró con su compañera en guardia, agitando la cola y retándolo a un combate.
—¿Ya juegas sucio, pecosa?
—Dijiste que te rastreara y eso hice. No dijiste que te avisara cuando te hallara —respondió, juguetona.
—Seré más claro en el futuro. Ven.
Le hizo una seña con la cabeza e iniciaron una caminata. A veces Candy corría e incitaba a su compañero a seguirla, otras, él se desviaba del camino y la obligaba a olfatearlo.
—Has mejorado mucho. Estoy orgulloso de ti.
—Tengo buenos maestros.
—¿Maestros?, ¿quién más te enseña?
—Le pedí a Aarón que lo hiciera. Solo en teoría hasta que retome por completo sus actividades. Me ha dado muchos consejos.
—Bien, entonces estás lista para una verdadera carrera.
—¿Qué? —preguntó Candy, pero Anthony ya había desaparecido y tenía que alcanzarlo.
**C & A**
Candy White, la jefa de la manada de Michigan, era una cambiante extraordinaria. A pesar de haber sido humana toda su vida, su cuerpo había adoptado la forma de cambiante en un momento crítico, como desde hacía un siglo no ocurría.
Eso lo supieron gracias a los libros que recibieron de la manada de Pensilvania en los que se narraba cómo una humana, compañera de un cambiante, logró convertirse también. La única diferencia era que ella sí conocía su herencia de cambiante.
—Eso quiere decir que alguien de mi familia biológica era cambiante —afirmó Candy cuando ella y Anthony terminaron de leer la carta de Elizabeth, resumiendo la información del libro.
—Eso parece, pero tal vez alguien muy lejano o te habrías convertido antes y sin mi intervención.
—Gabriel envió algo sobre "la última fuerza", ¿no?
—Sí, aquí está —Anthony tomó un par de libros—. Al parecer a Rodrick y su familia les entusiasmaba el tema y tienen un buen acervo. Según este libro, antiguas manadas se dieron cuenta de que, cuando un miembro hallaba a su compañero y este no era cambiante, pero provenía de una familia de cambiantes, cabía la posibilidad de que se transformara una vez que consumaban su relación y empezaron a llamar al hecho "la última fuerza" porque al completar el vínculo el humano se volvía cambiante y el cambiante se hacía más fuerte.
—Como tú y yo.
—Exacto.
—Entonces mi herencia, sumada a nuestro vínculo…
—Causó la transformación.
Candy se recargó en el respaldo del sofá en el que estaban sentados. Su cabeza daba vueltas y se hacía una pregunta tras otra sobre su vida, su historia y el cambio radical que había sufrido. No le causaba temor, sólo confirmaba lo que por meses habían creído y ahora tenía que integrar lo aprendido a la historia de su vida.
—Según esto, no siempre ocurre. Parece un juego de azar y no se sabe quién podría cambiar y quién, no —explicó Anthony leyendo las notas que Gabriel había enviado, pues todavía debían leer por su cuenta los textos recibidos.
—Y yo obtuve la mano ganadora —sonrió Candy tomando el brazo de Anthony para acomodarse en su cuerpo.
—Aún nos falta mucho por saber, pero si quieres, podemos buscar a tus…
—No quiero —lo interrumpió Candy—. Me basta con saber que nos pertenecemos el uno al otro, que mi cambio es la reafirmación de que somos uno y que mi lugar está aquí, contigo. Lo demás no importa.
Anthony le besó la frente, para él también era suficiente con saber que ella era suya, ya fuera por razones ancestrales, por el destino o porque él le entregó su corazón cuando la vio por primera vez, llorando frente a su portal de las rosas en Lakewood, siendo solo unos niños.
No importaba, ellos debían estar juntos y ahora solo tenían más razones para presumir a los cuatro vientos que su vínculo era sagrado, único e irrompible.
**C & A**
Los jefes de la manada de Michigan, Anthony Brower y Candy White habían creado, en pocos meses, un sistema de administración que funcionaba tanto en la casa principal como en Oregon. No lo hicieron solos, Albert Andley había sido su más grande aliado al momento de negociar con empresarios de la frontera norte del país, mientras que, Victor y Gabriel habían sido unos maestros al tratar con las manadas canadienses. Algunos negocios se mantuvieron y otros se terminaron porque no había manera de controlar un territorio tan extenso y, tanto humanos como cambiantes (Albert y Anthony, respectivamente) se negaban a crear un monopolio.
—Mientras más alta la torre, más grande es la caída —solía decir Albert cuando se reunían.
Una vez que Candy pudo controlar su nueva naturaleza, la pareja fue libre de viajar a Chicago, Oregon y otras manadas de las que recibían invitaciones para conocer a los líderes que habían vencido a una manada poderosa que, por años, controló un amplio territorio sin que se dieran cuenta de cómo lo hacía.
Volver a casa siempre era un alivio, sobre todo cuando tenían que viajar durante horas en tren, como era el caso del reciente viaje a Indiana.
Candy se aventó a su cama tan pronto entró a su habitación y cerró los ojos. Era ya de noche y Anthony casi tuvo que ponerle el pijama, como a una pequeña, porque se negaba a moverse.
—Descansa —Anthony besó sus labios con delicadeza y apagó las luces después de cambiarse y acostarse al lado de Candy.
Ella balbuceó un "buenas noches" y se acomodó en la cama.
Anthony no tardó en conciliar el sueño hasta que…
Candy estaba inquieta. A pesar del cansancio, no lograba descansar y se removía entre las sábanas, pegando su cuerpo al de Anthony; él la abrazó por instinto y volvió a dormitar, pero su inquietud persistía y Anthony abrió los ojos.
De espaldas, Candy se acomodaba y reacomodaba moviéndose contra él. Anthony la atrajo hacia su pecho y ella suspiró, relajándose. Él creyó que al fin había encontrado una posición cómoda, pero de inmediato Candy se frotó contra él. Su inquieto trasero se apretaba contra el miembro de Anthony y sus piernas se enredaban con las de él, pero ella no despertaba ni se calmaba.
Anthony la sujetó de las caderas, pero ella se giró y, en un segundo, tenía la frente de Candy hundida en su pecho y sus brazos y piernas rodeándole el cuerpo. Acarició su espalda para calmarla, normalmente funcionaba cuando tenía sueños desagradables, pero no esta vez.
Candy frotó su cadera contra la de él y el cuerpo de Anthony reaccionó, al igual que su cerebro.
Su compañera estaba excitada, dormida y excitada. Se aferró a su cuello y expulsó un gruñido a modo de queja, pero no despertaba.
Anthony la sujetó de la nuca y las caderas, ayudándola a llegar a su destino. Ella dijo algo entre sueños y despertó de inmediato.
—¡Anthony! —gimió con voz adormilada cuando sintió lo que su cuerpo hacía.
—Shhh —Siguió dirigiendo sus movimientos. Se apretó contra ella y la besó con la misma fuerza que sus caderas se lo pedían.
Ahora era consciente del deseo que la invadía y su respiración entrecortada se mezcló con el aliento de Anthony. Le entregó su boca y lo atrajo hacia ella hasta que se acomodó entre sus piernas.
Sin dejar de besarla, le subió el camisón y se deshizo de su propia ropa. El contacto piel con piel provocó un gemido en ella y la penetró sin aviso ni dificultad, gracias a la humedad que su cuerpo dormido había provocado. Estaba más que lista para recibirlo y se empezó a mover dentro de su cuerpo, sujetando su cadera para controlar su ritmo y darle la liberación precisa que estaba buscando.
Candy gritó de placer cuando empezó a moverse a un ritmo que nunca habían probado y abrió más sus piernas para recibir y corresponder cada embestida más dura y rápida que la anterior.
—Sé lo que necesitas —gruñó Anthony cuando estaba al borde del clímax.
Ella intentó articular palabra, pero Anthony estampó sus labios contra los de ella y se bebió su placer, gimió en su boca cuando ella alcanzaba el punto máximo. Sus uñas le rasguñaron la espalda y eso lo excitó más.
Su cuerpo se contrajo debajo de Anthony, se arqueó en una erótica convulsión y él se liberó dentro de ella.
—Anthony… —Su respiración entrecortada y débil lo hizo sonreír.
Sus movimientos se ralentizaron hasta convertirse en un suave vaivén.
Con sus brazos rodeando el cuello de Anthony, Candy buscó sus labios y lo besó, cansada, mareada por la reciente sensación, pero plena…
—No sé qué me pasó —dijo Candy después, cuando ambos estaban despiertos como si su sueño nunca hubiera sido interrumpido.
Anthony le besó con alevosía la marca y ella se retorció ante el contacto y el aliento de él chocando contra su piel. Un tirón en su vientre la obligó a hacerse un ovillo y darle la espalda a Anthony.
Su anhelo por Anthony no hacía más que aumentar; no, anhelo era una palabra muy vaga e incorrecta para definir lo que sentía, lo deseaba, necesitaba su tacto con desesperación, pero por qué, por qué así. Eso era inquietante.
Anthony deslizó una mano debajo de su cuerpo y la giró hacia él; le estiró las piernas y las enredó con las suyas. El roce de sus labios y las caricias por su cuerpo adormecieron su necesidad por él.
—No te asustes —murmuró Anthony con voz tranquilizadora—. Es normal.
Candy percibió la risa en su voz y estuvo a punto de patearlo para que no se burlara de ella, pero las manos de Anthony fueron más rápidas y detuvo su golpe, tomándola con firmeza del muslo.
—Explícate —ordenó Candy y ahora sí, la risa de Anthony retumbó en su pecho.
"¡Vaya! Mandona y excitada"
—Es algo normal en las lobas con compañeros. Deberías saberlo, eres enfermera —sus dedos rozaron los labios de Candy y subieron por su mejilla. Deslizó sus dedos entre sus rizos y llegó al nacimiento de estos, sosteniendo su cabeza con firmeza. Ella, hipnotizada por la voz de Anthony y presa de su agarre, se dejó tocar, pues eso era lo que quería—. Estás en celo, cariño.
—¡Qué! —exclamó echando la cabeza hacia atrás, pero sin lograr poner distancia entre ellos, debido al agarre de Anthony.
—Lo que oyes —contestó Anthony besándola con delicadeza, de forma imperceptible y haciendo que ella estirara el rostro para alcanzarlo—. Estás en celo y… —La movió hasta acomodarla encima de él, con las sábanas intentando colarse entre ellos—, los próximos días tú y yo no nos separaremos por nada del mundo. —Besó su hombro desnudo y buscó su marca que ella le ofreció al quitarse el cabello que le estorbaba. Lamió y besó su señal de compromiso y ella se frotó contra él, invadida nuevamente por el deseo.
Candy comprendió lo que pasaba y, sí, sabía que era algo natural en los cambiantes, en las hembras, tal como en los humanos, pero más intenso, más salvaje.
Anthony hizo un esfuerzo por sentarse y ella se acomodó a horcajadas en él; sus manos se aferraron a su cuello y las de Anthony vagaron por todo su cuerpo, buscando los puntos de placer de su compañera.
—Iremos a un lugar cómodo —prometió entre cada beso que depositaba en su piel caliente que ella aceptaba con leves ronroneos—, donde nadie nos moleste.
Las caderas de Candy comenzaron a moverse otra vez, buscando liberarse del nudo que tenía en el cuerpo. Otra vez estaba lista.
—¿Podemos empezar ya? —pidió con impaciencia y lujuria en la mirada que se tornó ámbar, al igual que la de Anthony al oírla.
—Ya empezamos, cariño —respondió tomando su boca.
Anthony hizo un esfuerzo titánico por complacer a su compañera aquella noche y a la mañana siguiente, mientras preparaba todo lo necesario para llevarla a un lugar privado, lejos de la casa de la manada y de todos los miembros.
Ella no quiso salir de su habitación hasta que no estuvieran listos para irse y lo esperó con impaciencia las pocas veces que él salía para dar órdenes que debían cumplirse durante su ausencia.
El lugar elegido fue el punto de vigía oeste, uno de los más tranquilos y de difícil acceso y, en el que Anthony estaba seguro, nada ni nadie los molestaría.
Cada uno, con una mochila al hombro, atravesaron el bosque tomados de la mano o con Anthony rodeándole la cintura. Ella se apretaba contra él y se quejaba.
—Te necesito tanto que duele —murmuró contra su cuello una de las muchas veces que tuvieron que detener su camino.
—Estoy aquí —respondió él—. Soy tuyo.
La cabaña era pequeña, sólo una habitación con un par de camas, un comedor para dos personas y un estante con los suplementos básicos, después de todo, era un puesto de vigía, no un nido de amor.
—Es perfecto —expresó Candy con felicidad en cuanto Anthony cerró la puerta y la rodeó con sus brazos. Su aroma le invadió las fosas nasales y lo rodeó con sus níveos brazos.
Anthony apretó su cintura y le besó el cuello despacio, del lado contrario de su marca. Ella se acomodó para recibir los mimos y lo besó de vuelta.
—¿Me das unos minutos? —preguntó ella cuando Anthony le levantaba el vestido.
—¡Ahora!
Candy sonrió, ella tampoco quería esperar, pero necesitaba hacer algo importante.
—Cinco minutos —pidió—, espérame afuera, pero no te vayas lejos —suplicó con sus hermosos ojos esmeralda.
Tan pronto como Anthony salió, Candy tomó la mochila que llevaba consigo y sacó todo lo que había guardado. Al parecer su instinto era más previsor que ella. Tenía poco tiempo, pero se esmeró en hacer lo mejor posible.
Anthony llamó a la puerta pasados los cinco minutos. Candy le abrió despacio y con el rostro lleno de ilusión, como si por primera vez lo recibiera en sus aposentos. Le tendió la mano y lo invitó a pasar. Anthony no le quitaba la vista de encima, pero se obligó a hacerlo cuando Candy hizo un ademán con el que abarcaba toda la estancia.
—¿Te gusta? —preguntó al mismo tiempo.
El puesto de vigía se había convertido en una hogareña cabaña. Las camas, pegadas una a la otra, y rellenas de almohadas, estaban tendidas con las sábanas de su habitación. Había velas por toda la estancia, colocadas estratégicamente para iluminar por la noche, creando un ambiente privado y cálido. La mesa que servía de comedor estaba adornada con un mantel bordado a mano. Anthony sonrió al reconocer el trabajo y recordar que Candy lo había hecho semanas atrás, ¿así se había preparado?, no lo sabía, pero le gustaba la idea de que así fuera. Sobre el mantel había una botella vacía de vino que ahora era un florero, rodeado de fruta y pan que él había guardado diligentemente en su propia mochila. El resto de la comida estaba en el estante.
—¿Te gusta? —repitió Candy, nerviosa ante el mutismo de su compañero.
—Es perfecto —contestó a media voz. Candy se irguió, satisfecha y orgullosa. Sentía un peso quitársele de encima ante la aprobación de Anthony—. Ven aquí —pidió él tendiéndole la mano y tomando su rostro tan pronto la tuvo cerca para besarla.
Candy se entregó en ese beso, no se trataba, no en ese instante, de deseo físico, sino de entregarse a Anthony en cuerpo y alma, darle un hogar, un espacio seguro, un lugar para amarlo, para cuidarlo y complacerlo…
La noche había caído y el único ruido que se oía eran los jadeos y gemidos que subían y bajaban en intensidad. Los besos se mezclaban con suspiros y las caricias se fundían con la excitación de aquellos amantes que, rodeados por el calor de las velas y de sus cuerpos, se entregaban una y otra vez.
Tenía a Candy sentada en sus piernas, desnuda y rodeándolo con sus brazos mientras su boca vagaba por su pecho y su cuello. Él la sostenía y disfrutaba cada beso y caricia que ella le proporcionaba. Ambos tenían el cuerpo lleno de sudor y el calor no disminuía, solo, en ocasiones, se controlaba.
—No quiero irme de aquí nunca —murmuró Candy contra su cuello.
—No nos iremos —contestó él, sonriente mientras acariciaba la espalda de su compañera.
Ella suspiró y reinició un camino de besos que iniciaba en su barbilla y descendía lentamente por su cuello y se concentraba en su hombro.
Anthony gruñó.
Candy enterró los dedos en su cabello y lo besó con más fuerza en el hombro hasta gemir.
—Candy…
Anthony la tomó del cuello y la hizo mirarlo. Sus ojos verdes, adormilados y cansados se tornaron ámbar y una ligera sonrisa terminó por desarmar a Anthony.
—Hazlo —murmuró Anthony.
Candy parpadeó y entre cada abrir y cerrar de ojos, estos jugaron a ser verdes y ámbar.
Ella le besó el cuello y descendió hasta su clavícula. Olisqueó su hombro y suspiró. Anthony cerró los ojos y la dejó hacer a su antojo. Sintió los dientes de Candy rozarle la piel y su saliva preparar el lugar elegido; después, sus dientes hincarse en su carne hasta hacerlo gruñir.
Candy lo había marcado…
**C & A**
Los días transcurrían en completa calma. La manada de Michigan se había recuperado del duro golpe y ahora tenía más miembros, trabajos y responsabilidades. Algunos jóvenes fueron a Chicago para iniciar estudios universitarios.
—Albert los recibió esta mañana y ya se han instalado en la casa —informó Anthony a los padres de todos esos chicos.
El tío de Anthony, tras reiniciar su relación con la manada, había transformado la mansión Andley de Chicago en una casa de estudiantes a la que se entraba tras cumplir estrictos requisitos, esto, para alejar a estudiantes humanos y proporcionarles a los cambiantes un lugar seguro y tranquilo para adoptar su naturaleza cuando fuera necesario.
Quien vigilaba que todos esos jóvenes se comportaran eran Benjamin y su esposa, pues esa había sido siempre su responsabilidad.
Otros miembros se trasladaron a Oregon y, muchos de ese estado, se mudaron a Michigan.
—¡Bienvenida, Ray! —Candy abrazó a la joven cambiante a quien había conocido pocos meses atrás cuando ella y Anthony viajaron a Oregon para una ceremonia de juramento y conocer la propiedad.
—Gracias, jefa —dijo Ray con el rostro ruborizado. Había esperado meses enteros para salir de Oregon y reencontrarse con la jefa Candy, a quien admiraba por todo lo que había escuchado de los demás miembros como Víctor, Amelia y Gabriel y en quien había encontrado una verdadera amiga al conocerla en Oregon.
Anthony y Gabriel se saludaron con el entusiasmo que su hermandad les daba y el jefe también saludó a sus tíos con cariño.
—Descansen —ordenó mirando el reloj. Todavía no eran las doce del día y tenían mucho que hacer—. Hoy tenemos una cena especial y quiero que todos estén presentes.
Los recién llegados asintieron. Gabriel condujo a Ray por toda la casa para que la conociera y después la llevó a su habitación. Víctor y Amelia, tras cambiarse de ropa, salieron al bosque a estirar el cuerpo después del viaje.
Anthony y Candy también salieron de la casa y se dirigieron al claro en el que ya hacía más de un año, él le había dicho que eran compañeros.
—Sólo falta que llegue Albert y estaremos todos —dijo Candy emocionada mientras pisaba las hojas caídas de los árboles.
—¿Nerviosa?
—Emocionada —contestó.
—Candy —dijo Anthony—, sobre la transformación, lo dije en serio, ya no más.
Candy, que miraba con atención la corteza de un árbol joven, volteó a mirarlo y le regaló una amplia y encantadora sonrisa. Se acercó a él en dos pasos y le rodeó el cuello con los brazos.
Mirándolo a la cara, sin borrar su sonrisa, pero con un gesto firme, dijo:
—Te juro que no me transformaré más, no hasta que nuestro hijo nazca.
Anthony sonrió y sus ojos azules se cristalizaron. Después de darse cuenta de que Candy estaba embarazada de su primer cachorro, los miedos lo habían embargado, recordó el aborto de su madre por causar la transformación y temía que algo así le pasara a su compañera, así que ahora la vigilaba más de cerca y cada tanto, le recordaba que no debía transformarse. Candy asentía y siempre buscaba las palabras para calmarlo y prometerle que se cuidaría por su bien y el de su hijo.
—Tampoco quiero que me acuses con la hermana María o la señorita Pony, así que me portaré bien —agregó después de limpiar las lágrimas del rostro de Anthony y contener las suyas. Le dolía su miedo y hacía lo posible para tranquilizarlo.
Anthony rio y le besó la punta de la nariz con ternura. Inhaló su aroma y sonrió al percibirlo combinado con el de la vida que crecía en su vientre, pues así habían descubierto que serían padres…
Anthony volvía de su entrenamiento con Lucille, pues Aaron aún no se sentía lo suficientemente fuerte para entrenar con el jefe y se contentaba con trabajar con los recién convertidos. Candy se había levantado ya y se preparaba para su propio ejercicio.
—¿Quién ganó? —preguntó Candy como todas las mañanas cuando su compañero regresaba.
—¿Quién crees? —dijo Anthony con presunción.
—¡Lucille! —contestó Candy y empezó a reír al ver cómo el rostro de Anthony se desencajaba—. ¡No, Anthony! —gritó cuando lo vio acercarse con claras intenciones de hacerla pagar su broma. Él enarcó una ceja y la acechó por toda la habitación hasta que la tuvo en sus brazos y la cargó hasta la cama en medio de risas incontrolables de la rubia.
Anthony había descubierto que, de un tiempo a la fecha, la piel de Candy era más sensible y no desaprovechaba cualquier oportunidad para causarle placenteros escalofríos, justo como hizo esa mañana con su nariz recorriéndole el cuerpo.
—¡Basta, Anthony! —pedía la rubia en medio de risas, pero sin quitárselo de encima.
Anthony recorrió su pecho y descendió por su estómago hasta llegar a su vientre donde su nariz percibió un olor completamente distinto combinado con el de su compañera. Se detuvo y sus ojos, tornándose ámbar, la miraron.
—¿Qué pasa? —preguntó Candy recuperando el aliento y viendo cómo Anthony volvía su nariz a su vientre.
—Candy…
—¿Sí?
—Candy —La tenía bajo su cuerpo y acercó su rostro al de ella—, estás embarazada.
Las pupilas de Candy se dilataron y la sonrisa se le borró.
Anthony percibió la sorpresa y el miedo en su cuerpo y le puso una mano en el bajo vientre.
—¿Estás seguro? —preguntó en voz baja—, ¿cómo lo sabes?
—Puedo olerlo —contestó Anthony a media voz, pues él también estaba emocionado y sorprendido, aunque era algo que esperaban después de su celo hacía varias semanas.
Candy se llevó una mano a la boca y sus ojos se llenaron de lágrimas. La sorpresa, la emoción, la ilusión y el miedo natural la embargaron y de inmediato se prendió al cuerpo de Anthony.
—Un bebé, Anthony —decía entre sollozos y risas nerviosas—, ¡Vamos a ser papás!
Anthony la envolvió en sus brazos y la sentó en sus piernas. Ella lo abrazó con fuerza y le llenó el rostro de besos que él le devolvía con la misma emoción.
—Pero, ¿estás seguro?, ¡dime otra vez cómo lo sabes!, ¿qué oliste?, ¿cuándo…? Espera, ¡yo debería saberlo! —decía Candy con palabras atropelladas que Anthony escuchó con emoción.
Candy llevó una mano a su vientre y miró a Anthony ilusionada.
Hizo la cuenta una y mil veces en su mente y cada vez se convencía más. Estaba embarazada, estaba esperando un hijo de Anthony, su compañero, su alma gemela.
Como enfermera y mujer de ciencia, Candy comprobó la noticia esa misma semana y se lo confirmó a Anthony, quien, nervioso e ilusionado, esperaba tener razón.
—Es cierto, Anthony; ¡vamos a ser papás!
Anthony estrechó a Candy en sus brazos y la besó con infinito amor y ternura.
—Gracias, Candy, gracias —decía mientras le llenaba el rostro y el cuello de besos, al tiempo que acariciaba su vientre—. Te quiero, hijo —murmuró después de inclinarse para hablarle a su cachorro—. Crece sano y fuerte, por favor.
Candy se limpió las lágrimas y acarició el cabello de Anthony.
—Candy —dijo incorporándose para mirarla a la cara. Tomó sus manos y se las besó—, sabes que no debes transformarte durante el embarazo, ¿verdad?, por ningún motivo, eso le podría hacer daño a nuestro hijo.
El énfasis de sus palabras estrujó el corazón de Candy pues entendía el miedo que Anthony tenía. Su madre había perdido a su hermano por causar su transformación y pelear contra Rodrick y esa noticia casi había roto la voluntad de Anthony cuando fue prisionero de los Bennett.
Candy no pondría en riesgo la vida de su bebé.
—Anthony, para mí no hay nadie más importante que tú —acarició su mejilla— y este bebé que crece en mi interior, fruto del amor que tú y yo nos tenemos; así que, te juro, por nuestro amor, que nada, absolutamente, nada, pondrá en peligro su vida. Me cuidaré para cuidarlo a él y, en unos meses, tenerlo en nuestros brazos, para seguir protegiéndolo el resto de mi vida.
Las primeras personas en recibir la noticia del embarazo de Candy fueron sus madres, las buenas mujeres que regían el Hogar de Pony.
Ambas sabían ya de la nueva naturaleza de Candy y, tan sorprendidas como la manada, la llenaron de preguntas sobre el cómo y el porqué, pero ese interrogatorio, de meses atrás, no fue nada en comparación con el que hicieron aquella tarde cuando supieron que su hija estaba encinta.
La cuestionaron sobre sus síntomas, la posible fecha del nacimiento, las diferencias entre un embarazo humano con uno cambiante y le dieron otros tantos consejos para sobrellevar esa nueva etapa, pero, sobre todo, fueron enfáticas en que Candy debía ser más cuidadosa y reducir sus tareas a aquellas que no le exigieran tanto esfuerzo físico.
—Si necesitas que alguien la meta en cintura, solo llámame, y yo me encargaré de que Candy se comporte —dijo la hermana María a Anthony.
—¡Hermana! —exclamó la rubia sintiéndose traicionada por una de sus madres.
—Perdóname, Candy, pero ya te conocemos y eres capaz de trepar un árbol aun estando embarazada —respondió la monja demasiado excitada por la noticia.
Candy no dijo más y prometió ser menos atrabancada durante los próximos meses.
La casa de la manada estaba repleta de cambiantes y un par de humanos que también eran parte de aquella numerosa familia. Albert y Vincent conversaban en el porche de la casa cuando el sol se ponía. Tras su encuentro durante el invierno pasado habían reanudado la comunicación y volvían a ser la familia que la jefa Rosemary Andley formó.
El padre de Anthony había mostrado una entereza formidable cuando supo la verdad de lo que había ocurrido años atrás y lo que había causado la muerte de su esposa.
Anthony no quería decirle sobre su hermano, pues no deseaba causarle más dolor y embargarlo con pensamientos de "si hubiera", pero Candy lo hizo entender que, ocultar la verdad, sería negar a su hermano, algo que no merecía, pues ese bebé debía ser recordado y amado por su padre y su hermano.
Víctor había tenido razón en aquello de que el dolor ayuda a sanar y Albert y Vincent habían sanado poco a poco de las heridas del pasado.
—Entonces, ¿te mudarás con ellos? —preguntó Albert a su cuñado cuando escuchó que deseaba retirarse del trabajo.
—Me lo han ofrecido, pero no lo haré —negó Vincent—. Amo este lugar, pero no es adonde pertenezco, no sin ella —dijo con pesar y Albert comprendió—. He pensado en adquirir una casa en Chicago para estar más cerca de mi hijo, pero conservando mi espacio, estoy acostumbrado a estar solo.
—Bueno, yo vivo en Chicago, así que no estarás solo por completo, si aceptas la compañía de un amigo —dijo Albert.
—¡Por supuesto que sí, Albert! —contestó Vincent emocionado.
—La cena está lista —dijo Odette a los dos hombres cuando los encontró después de buscarlos por toda la planta baja.
—Ya vamos —contestaron a coro y Vincent, al ver que Albert no se movía, emprendió solo el camino.
Odette le sonrió a Albert y los hoyuelos de sus mejillas funcionaron como un imán que lo atrajeron hacia ella. Él le tendió la mano y, en cuanto la tuvo cerca, la tomó del brazo y entraron juntos a la casa.
—¿Sabes qué celebramos? —preguntó Albert mientras llegaban al gran salón de baile donde se llevaría a cabo la cena.
—No, pero debe ser algo muy importante —contestó Odette y no se equivocaba…
Tras una abundante y animada cena, hubo música, bailes y varios brindis, pero el más importante fue en honor a la jefa Candy y el bebé que esperaba y que, según los cálculos, nacería a finales del invierno.
Anthony había dado la noticia a la manada y todos estallaron en frases de emoción, dicha y alegría. Pronto, todos estaban felicitando a los próximos padres y dos grupos bien separados se formaron en el salón.
Por un lado, las mujeres rodearon a Candy y la abrumaron con consejos, anécdotas y planes para cuidarla durante su embarazo.
El otro grupo, formado por los hombres de la manada, rodeó a Anthony y tras felicitarlo, empezaron a aconsejarlo sobre aquello que NO debía hacer.
Tanto Candy como Anthony asentían ante cada consejo, pero poco de aquel cúmulo de conocimiento penetró sus cerebros en ese momento. Palabras como "claro", "entiendo" y "de acuerdo" salían de sus bocas, pero sólo para ser gentiles con su manada. Estaban seguros de que tenían mucho tiempo por delante para oír cada consejo…
—No le digas "tú puedes" —dijo Ian aquella ajetreada mañana en la que Candy había iniciado su labor de parto.
—Ella sabe que puede —agregó Charles—. Tampoco le digas "lo estás haciendo bien"
—O "ya casi"
—Ni "yo estoy aquí", es lo que menos le importa en ese momento.
Anthony miraba a uno y otro cambiante que le compartían consejos basados en su experiencia como padres. Si intentaban apoyarlo, estaban haciendo un pésimo trabajo, pues solo lograron ponerlo más nervioso de lo que ya estaba.
—Entonces, ¿qué puedo decir? —preguntó mirando a los hombres que lo rodeaban.
—A mí no me veas —se excusó Gabriel— yo todavía no llego a esa parte.
Anthony resopló.
—Solo apóyala —dijo Ian.
—Pero no la aturdas —agregó Charles.
Confundido, Anthony miró a Víctor.
—Haz lo que tu instinto te diga —dijo el hombre con su habitual tranquilidad que en ese momento Anthony envidió como nunca.
El líder de la manada asintió, ese consejo era el más vago de todos, pero el que más lo había animado; así que, tras respirar, subió las escaleras y corrió para llegar a su habitación donde Candy, acompañada de Sofía y Astrid, terminaba de sufrir una nueva contracción.
—¡Dónde estabas! —le gritó Candy en cuanto lo vio cruzar la puerta.
—Traje lo que pidieron —contestó de inmediato dándole a Astrid las cosas que había sacado de la enfermería y sin romper el contacto visual con Candy.
—Lava tus manos y no la sueltes —le dijo Astrid por lo bajo—. Ya falta poco.
Anthony tragó grueso y obedeció. En ese momento, el líder de la manada se había quedado afuera y solo estaba el futuro padre, el compañero de Candy.
La futura madre estaba bañada en sudor, había perdido el color de su rostro y hasta sus rizos parecían sufrir aquel intenso dolor. Anthony se sentó en la cama, detrás de ella para sostenerla. Candy se prendió de su mano y la apretó con fuerza para darse ánimos.
—Duele, Anthony, duele —se quejó Candy apoyando la cabeza en el pecho de él.
El corazón de Anthony se rompió ante la voz quebrada de Candy y el miedo que denotaba, si él estaba asustado, no podía, por mucho que lo deseara, entender lo que sentía ella. Le besó la sudorosa sien y tomó el paño húmedo que Astrid le tendía para que refrescara la piel de Candy.
Ella, perdida entre el dolor y el miedo, cerró los ojos y esperó, esperó a que su hijo decidiera salir de sus entrañas.
—Vas bien —dijo Sofía minutos u horas después, Candy no lo sabía.
—Ya casi, Candy, ya vamos a conocerlo —la animó Anthony cuando Candy pujaba para que el bebé se deslizara en su interior y, por fin, saliera a conocer el mundo.
Sofía lo recibió en sus manos y anunció:
—Es un varón.
Candy se dejó caer un segundo en el pecho de Anthony, quien firme como un roble, no se movía, y cerró los ojos, olía su sangre y el sudor que emanaba de su cuerpo.
Sonrió débilmente cuando el llanto de su hijo inundó la habitación.
De inmediato, el bebé estaba entre sus brazos y Candy se apresuró a besarlo.
—Mi hijo, mi hermoso bebé —dijo llorando.
Una mano acarició la frente del pequeño ser y Candy elevó la mirada. Anthony también lloraba y su expresión era inigualable.
—Nuestro hijo, Anthony.
Anthony sonrió, sonrió y lloró sin dejar de ver al recién nacido.
—Nuestro hijo, Candy.
El pequeño ser se movió con torpeza entre los brazos de su madre y ella le acarició el rostro con el índice. El bebé abrió los ojos y sus padres ahogaron un grito de sorpresa y emoción.
—¡Tiene tus ojos, Candy! —dijo Anthony emocionado.
—Es perfecto, Anthony, míralo —le besó la frente y una lágrima cayó en el pequeño rostro—. Mi hermoso príncipe del bosque —lo estrechó contra su pecho y Anthony rodeó a ambos con sus brazos.
—Gracias, Candy —repitió Anthony una y otra vez—. Estuviste magnífica. Eres el ser más fuerte de este mundo. ¡Dios, Candy!, ¡sabes cuánto te amo!
Candy rio y se refugió en el cuerpo de Anthony. Estaba orgullosa de lo que había logrado, pero adolorida y exhausta y no dijo nada, sólo se dejó envolver por el amor de Anthony y estrechó a su hijo en sus brazos.
Astrid y Sofía miraban la escena con ternura, emoción y visión algo borrosa, debido a las lágrimas que derramaban. La mayor de las cambiantes terminó de atender a la madre y la otra limpió y vistió al bebé para devolverlo a los brazos de su madre.
Anthony no perdía de vista los movimientos de ninguna, pues estaban atendiendo a las personas más importantes de su vida y él mismo se encargó de tomar al bebé en sus brazos para volver al lado de Candy. Era tan frágil que temía hacerle daño, pero su instinto y su amor evitaron que cometiera un error.
Pocos minutos después, Jess, que tomaba un descanso de la escuela de enfermería, entró a la habitación para cambiar las sábanas de la cama.
—Ten cuidado —dijo Astrid.
—Sí… lo hago como Candy me enseñó —replicó la joven y, aunque tenía deseos de cargar al bebé, sólo se dedicó a mantener una cama limpia y cómoda para la jefa Candy.
La tarde había caído cuando Amelia y Víctor entraron para conocer a su nuevo sobrino. Candy estaba exhausta, pero no cerraba los ojos ni un minuto cuando había más personas al lado de su pequeño, solo dormitaba cuando ella y Anthony eran los únicos que estaban en la habitación.
Los demás miembros de la manada contuvieron su entusiasmo y esperarían a que los jefes bajaran para presentar al nuevo miembro, claro que eso no impidió que celebraran y brindarán en honor al bebé.
—Ya están aquí, Candy —dijo Anthony por la noche, cuando recibió el mensaje a través de Gabriel.
—Que entren —pidió emocionada, acomodando la manta que cubría el cuerpo de su bebé, quien, con los ojos muy abiertos, se acostumbraba a su nuevo entorno, fuera del vientre de su madre.
Anthony abrió la puerta después de varios minutos y una azorada monja, seguida de una cansada mujer entraron en la habitación.
—¡Hermana María, señorita Pony! —exclamó Candy tan pronto las vio.
—Bienvenidas —dijo Anthony mirando a cada una, pero ellas fueron de inmediato al pie de la cama de su hija para saber cómo estaba.
—Candy, ¿cómo estás?, ¿cómo te sientes? —preguntaban interrumpiéndose una a la otra.
Anthony acercó una silla a cada una y ellas se sentaron al lado de Candy, quien les contaba cómo se sentía y les presentaba con ilusión, a esa vida que había traído al mundo.
—¿Puedo cargarlo? —preguntó la hermana María emocionada con la voz nerviosa, algo que la rubia nunca había visto.
—¡Claro que sí! —contestó Candy pasándole con sumo cuidado su más valioso tesoro.
La señorita Pony se levantó de su silla y se colocó detrás de la monja para contemplar al bebé.
—¡Mire esos ojos, hermana!
—¡Iguales a los de Candy!
—¡Y ese mentón!
—¡Mire, ya se ha reído!
Candy y Anthony rieron, sabían que un recién nacido aún no reía, pero se emocionaron ante la idea y el cariño con el que ambas mujeres lo recibían.
—Candy, Anthony —dijo la hermana María tomando la cruz que le colgaba del cuello— ¿me permiten? —preguntó dando a entender que quería bendecir al bebé.
—Por favor, hermana —consintió Anthony.
Los padres y la señorita Pony guardaron silencio mientras la monja rezaba a Dios por la salud, la felicidad y la vida del pequeño.
Anthony y Candy se tomaron de las manos, mientras que, la señorita Pony se quitaba los anteojos para limpiarse las lágrimas con su pañuelo.
—¿Ya tienen un nombre? —preguntó la monja mientras balanceaba al niño en sus brazos para mantenerlo tranquilo.
Candy y Anthony intercambiaron una cómplice mirada.
—Diles —pidió Candy.
Con una sonrisa, Anthony se levantó de la cama y caminó hacia la señorita Pony. La tomó de las manos con el cariño de un hijo y empezó a decir con voz firme y gentil.
—Nos gustaría, sólo si usted lo permite, llamarlo Malcolm.
La hermana María soltó un grito de emoción, mientras que la señorita Pony apretaba las manos de Anthony y sus cansados ojos volvían a llenarse de lágrimas. Miró a Anthony y volteó a ver a Candy, quien, con una sonrisa y unas enormes ojeras, esperaba su respuesta.
—Eso… —tartamudeó—, eso sería un gran honor para mí, para mi Malcolm —respondió llorando la buena mujer y abrazó a Anthony con el cariño de una madre, de la madre de Candy que era.
—Entonces —expresó la hermana María con entusiasmo—, bienvenido al mundo, Malcolm Brower White.
**C & A**
Malcolm resultó ser, según sus padres, abuelos, tíos y tíos abuelos, el cachorro más inteligente que la manada había visto. En brazos de su madre, su padre y su tío Gabriel era el bebé más tranquilo de todos los bebés del mundo.
—¿Cómo haces para que se duerma? —preguntó Ray a Gabriel una tarde mientras iba de un lado para otro meciéndolo.
—Tengo un poder especial sobre los Brower —bromeó Gabriel, acomodando a Malcolm en el cunero que tenían en el comedor exclusivamente para él.
Ray rodó los ojos y dio media vuelta.
—Contigo no se puede.
La risa de Gabriel resonó en el comedor y Ray se puso roja de envidia pues, en sus brazos Malcolm nunca se estaba quieto, aunque no era la única que terminaba vencida por el cachorro: Víctor, Amelia y Albert, quien cada vez pasaba temporadas más largas en Lakewood, también se quejaban con Candy y Anthony por no saber contener la energía del niño.
—Ya, Candy, dime cómo lo haces, ¿cuál es el secreto? —preguntó Albert una mañana en la que acompañaba a Candy y Malcolm a tomar un baño de sol en la entrada de la casa.
Candy rio y siguió haciendo divertidos pucheros a Malcolm, quien reía cuando su mamá inflaba sus mejillas y hacía un divertido sonido cuando él se las picaba para hacer salir el aire.
Malcolm estaba a pocos meses de cumplir un año y cada día se parecía más a su padre en gestos, expresiones y el lacio y brillante cabello rubio, así como su soberbio mentón y la agudeza de su mirada, aunque sus ojos eran idénticos a los de Candy, de un hermoso verde esmeralda.
—No hay ningún secreto, Albert —contestó Candy divertida.
—Debe haberlo, no es posible que a tan corta edad se burle tanto de mí —dijo Albert tendiéndole los brazos a su sobrino, quien de inmediato aceptó ser cargado por él.
—Creo que lo que realmente buscas, son consejos de paternidad, ¿no es así?
—¡Qué!, ¡No, claro que no! —negó Albert y tomando en brazos a Malcolm, caminó en la dirección que pedía el niño.
Albert no dejó de oír la risa burlona de Candy hasta que avanzó muchos metros.
—¿Qué es tan divertido? —preguntó Anthony, que salía en ese momento de la casa, atraído por el dulce sonido de su compañera.
—Albert —respondió con simpleza, como si eso fuera motivo suficiente—. Malcolm está con él —agregó tan pronto vio cómo Anthony buscaba a su hijo con la mirada.
Anthony asintió y tomó la mano de Candy.
—¿Damos un paseo? —propuso y Candy aceptó gustosa, pues eso significaba correr en su forma más libre y natural.
El bosque había empezado a recuperarse, aún no tenían el resultado que Anthony esperaba, pero gran parte había sido reforestada y la zona que se había dañado por completo había sido acondicionada para un huerto que, miembros de Oregon, se encargaban de cultivar.
Ahora también tenían animales y, hacía no muchos meses, Canela, la fiel yegua de Candy, había tenido un hermoso potrillo que Gabriel cuidaba y los niños consentían.
Claro está que no vivían en un mundo ajeno al de los humanos. Al crecer la fortuna de los Andley, gracias a la victoria de Anthony, muchos habían vuelto la mirada a la familia y ambos representantes del clan tenían que lidiar con nuevos, viejos y sorpresivos socios.
Los negocios de Albert al sur del continente empezaban a dar frutos y muchos socios se tragaron sus palabras despectivas proferidas hacía tanto tiempo cuando se les presentó el proyecto. Manadas latinas de cambiantes se habían comunicado con Anthony y creado pequeños, pero sólidos lazos al intercambiar miembros y conocer cómo se manejaban en cada extremo del continente.
Con el paso de los meses también se habían enfrentado a lobos solitarios que alguna vez pertenecieron a la manada de Rodrick y no se contentaban con saberse vencidos, pero no habían causado daños.
Los humanos a veces eran un problema cuando traspasaban el territorio de Anthony y debían ahuyentarlos, pero otras veces esas invasiones habían sido obra del destino y un par de humanas resultaron ser las compañeras de Aaron y Derek.
La vida de cambiantes no era fácil, no en una época de grandes avances científicos, tecnológicos y sociales, pero los jefes de la manada de Michigan, Anthony y Candy, hacían su mayor esfuerzo para mantener a su familia a salvo y cualquiera podía reconocer que hacían un excelente trabajo.
Una noche, como venían haciendo desde el nacimiento de Malcolm, Candy se retiró primero a su habitación con su hijo en brazos, mientras Anthony cuidaba que el resto de la manada se retirara, a su paso, a sus habitaciones.
Candy cambió con cuidado a Malcolm y este, entre balbuceos y alguna que otra palabra ya bien articulada, entretenía a su madre con su voz y sus gestos.
—Hora de dormir, corazón —dijo Candy con ternura mientras cargaba a Malcolm y lo acomodaba en su lecho.
—¡Canción! —pidió el niño y Candy rio.
—Sí, mi amor —besó su frente y entonó esa canción de cuna que tanto le gustaba a su hijo…
Quiero vivir y disfrutar
La alegría de la juventud
No habrá noche para mí
Sin estrellas que den luz
Tras asegurar la casa, Anthony subió deprisa al tercer piso para encontrarse con su compañera. La habitación de su hijo estaba al lado de la suya y gracias a la puerta entreabierta y su fina audición, reconoció la voz de Candy. Se recargó en el marco de la puerta y disfrutó de la canción con la que lograba hacer dormir a su pequeño.
Gira, gira, carrusel
Tus ruedas de cristal
Recorriendo mil caminos
Tu destino encontrarás
Los vivaces ojos de Malcolm se cerraron lentamente gracias al arrullo de su madre y Candy, satisfecha y embelesada por el orgullo que le daba ese pequeño ser, se quedó velando su sueño varios minutos.
—Es una hermosa canción —dijo Anthony cerca de su oído, rodeándola por detrás con sus brazos. Candy sonrió y se acomodó en ese abrazo para seguir contemplando a su hijo—. Nunca la había oído.
—Al niño le gusta —dijo Candy en voz baja y cerrando con delicadeza la pequeña boca de Malcolm quien ya dormía tranquilamente—. La encontré hace poco en uno de los diarios de jefes anteriores.
Candy giró sobre sus talones hasta quedar frente a frente con Anthony, quien la miraba con infinito amor. Ella le sonrió y lo abrazó a la altura de la espalda baja, le dio un casto beso en la comisura de los labios y Anthony le devolvió uno más profundo y pasional.
—¿Eres feliz, Candy?
Candy dejó escapar una risita infantil y nerviosa.
¿Qué clase de pregunta era esa?
Desde que se habían conocido cuando niños, los recuerdos más felices de Candy incluían a Anthony: su primer baile y vestido de gala, su inclusión en la familia Andley, el florecimiento de un tierno e inocente amor, reencontrarlo después de creerlo muerto, conocer su naturaleza y descubrir que él y sólo él, era el amor de su vida. Anthony le había dado todo y más de lo que siempre deseó tener en la vida, una familia, amor, protección, cariño y comprensión.
Anthony le había mostrado muchas formas de amor, el amor a sus primos, a la naturaleza, a su manada, a su familia, a sus ancestros y a su propia naturaleza. Anthony también le había enseñado a amarlo, como un líder, como un ser extraordinario con una asombrosa habilidad, como a un hombre amoroso y pasional que cada día volcaba su vida en atención y cuidados a ella y a su hijo.
—Claro que sí, Anthony —respondió Candy acariciando la mejilla del hombre al que amaba—. Nuestra manada me hace feliz, nuestro hijo me hace feliz, tú, Anthony, tú me haces feliz.
Anthony le sonrió. Todos los días sentía el amor de su compañera en sus mimos, sus atenciones, sus palabras, sus cuidados a él, a su hijo, a su manada. Cada día, ella le demostraba que era una mujer excepcional, responsable, inteligente, cariñosa, pasional y comprensiva.
—¿Tú eres feliz?
Candy besó sus labios y Anthony disfrutó de la calidez de su compañera; sus manos recorrieron su cuerpo y besó su hermoso rostro, lentamente besó sus labios y le entregó en esa caricia su vida, sus ilusiones, sus deseos y todo su amor.
El jefe Anthony también era feliz al lado de Candy, su alma gemela.
FIN
