Entre humanos y cambiantes
Richard Bennett llegó a la mansión Andley de Chicago acompañado de su fiel guardia, Dominic. En la puerta los recibió un joven cambiante que, sin más palabras que las necesarias los hizo entrar a la casa donde ya los esperaba el señor William Albert Andley y el líder de la manada de cambiantes de Michigan, Anthony Brower Andley.
—Perdimos, Richard —había dicho Dominic varias semanas atrás—. El jefe Rodrick está muerto y… también Héctor y Aquiles.
El humano Richard Bennett recibió la noticia impasible, él no compartía el vínculo con su hermano y no supo en qué momento expiró, pero también lo sintió y supo que acababa de perderlo todo.
Dominic no recibió las noticias con la misma entereza que Richard, él había perdido a toda su manada, su hogar y su tradición, y no estaba dispuesto a jurarle lealtad a Anthony Brower. Juró vengarse, buscar la manera de acabar con ese joven líder a quien no conocía, pero ya odiaba.
—Tu habilidad es la fuerza bruta, pero no eres idiota, Dom. No pelearás con ese cambiante, no puedes ganarle —dijo Richard tras escuchar el arranque de ira de su guardia.
William Albert los recibió en la sala de su casa. El lugar estaba vacío y los únicos humanos presentes eran Richard y él.
—Ya estoy aquí —dijo Richard tras estrechar, sólo por compromiso, la mano de Albert—. Acabemos con esto de una vez.
Ambos visitantes se sentaron en los sillones que Albert señaló y lo observaron con la agudeza que los caracterizaba. Dom buscaba algún indicio, alguna ventaja que pudieran tomar en ese vergonzoso momento y Richard observaba al joven Andley, al que, por años despreció por su falta de experiencia en los negocios. Sin embargo, ninguno de los dos halló algo con lo que negociar. Habían investigado a Albert, su pasado, sus amistades, alguna amante o un hijo bastardo, pero no había nada o, si lo había, estaba muy bien oculto.
—Gracias por venir tan pronto —empezó a decir Albert—. Supongo que no es una situación fácil y tienes mucho trabajo —dijo con calma.
Calma que sus oyentes sólo tomaron como una ofensa.
—Déjate de palabrería y, si vas a regocijarte en tu victoria, hazlo de frente —se quejó Richard—. Anda, dime cómo tu pequeño líder mató a mi hermano y a mis sobrinos. Eso es lo que quieres, ¿no?
—No soy un santo —sonrió Albert—, claro que me gustaría. —Los ojos de Dom se encendieron—. Me encantaría describirte a detalle cómo mi familia se defendió del cobarde ataque que tu hermano y sus hijos iniciaron, pero no lo haré. No soy como ustedes que se regocijan del dolor de otros. No soy un cobarde —remató.
Dominic no tuvo tiempo de atacarlo, pues en ese momento Anthony apareció en la sala y se interpuso entre el viejo cambiante y su tío, que estaban a solo unos centímetros de chocar.
—Yo no lo haría si fuera tú —dijo Anthony con una retadora mirada mientras sostenía en alto la mano de Dominic.
El viejo cambiante gruñó y sostuvo la mirada de Anthony.
—¡Este es el famoso líder! —exclamó Dom arrebatando su mano y sonriendo con sarcasmo.
Richard, acostumbrado a ese tipo de arranques entre cambiantes, permaneció en su lugar, sólo observando la escena. No negaba que deseaba acabar con los Andley, antes sólo era por la parte económica, pero ahora, ahora era por honor y lealtad a su familia, pero no era tonto, sabía que no tenía posibilidades y lo único que le quedaba ahora era intentar salvar algo de su fortuna, tal vez refugiar a los cambiantes desperdigados y, si alguno de sus nietos resultaba con el gen, entonces darle el liderazgo de una nueva manada.
—Basta, Dom —ordenó sin elevar la voz y el cambiante retrocedió—. Jefe Brower, hablemos —dijo mirando a Anthony y reconociendo su juventud.
Anthony tomó asiento en un lugar que le permitiera reaccionar a cualquier ataque en contra de Albert, pero también se mostró sereno. Sería diplomático si Richard Bennett lo era.
La negociación se extendió por varias horas. Richard peleó con verdadera ferocidad de cambiante el derecho a mantener ciertos negocios que él había iniciado y administrado y que su hermano, sólo por ser el mayor, había controlado.
Los Andley cedieron en algunos, pues no les interesaban o realmente no tenían una idea clara de cómo mantenerlos, pero en otros fueron enfáticos en que, por ley cambiante, les pertenecían desde el momento en que Rodrick había muerto.
Se firmaron dos contratos, uno bajo las leyes humanas que sería avalado por un notario en pocos días y, el otro se ceñía a las leyes cambiantes. La firma de Albert estaba en el primero y, la de Anthony en el segundo.
—Si no hay nada más qué discutir —dijo Richard guardando su pluma fuente en el interior de su saco.
—Nuestros negocios terminan aquí —dijo Albert—, pero todavía hay algo.
Josh entró un segundo después con tres urnas de madera en las manos. Dominic y Richard reaccionaron de formas diferentes. El primero se exaltó y estuvo a punto de rugir dentro de la casa, el segundo se levantó y apretó los puños.
Anthony se acercó a Josh y tomó una de las urnas, Albert hizo lo propio con otra y juntos, encararon a Richard.
—Son los restos de tu hermano, de Héctor y de Aquiles —dijo Anthony con seriedad.
Richard miró las tres cajas y ahuyentó las lágrimas. Se aclaró la garganta y:
—Creí que se habían perdido en la batalla —dijo.
—¡Cómo sabemos que son ellos! —intervino Dom—, ¡Esto puede ser una burla de ustedes!
Anthony negó con la cabeza.
—Dom…
—¡No, Richard!, tú, doblégate ante ellos, créeles, pierde todo lo que tu familia y tu hermano construyeron, bésales los pies después de la humillación, pero no te atrevas a decirme que yo también lo haga.
—Entonces vete —dijo Richard encarando al furioso cambiante—. Ya no hay ningún lazo entre tú y yo. ¡Eres libre!, ¡vete! —su voz se elevó lo suficiente para demostrar que hablaba en serio y Dom comprendiera.
El cambiante negó con la cabeza y lanzado una furiosa mirada ya no sólo a los Andley, sino también a Richard, dijo:
—Se arrepentirán.
Salió de la casa con Josh pisándole los talones, pero el viejo cambiante no intentó atacar y se perdió entre las calles de Chicago. Ahora era un lobo solitario.
Richard salió de la casa de los Andley con las cenizas de su familia y abordó el automóvil que lo llevaría a su hotel, pero antes de despedirse de Albert y Anthony, les advirtió que se recuperaría.
—Este no es el fin de mi familia —les dijo, pero no en tono amenazante.
—Lo sabemos —admitió Albert seguro de que Richard Bennett era un hombre inteligente que sabría recuperarse.
Anthony y Albert vieron partir a Richard Bennett en su vehículo y dejaron salir todo el aire de sus pulmones.
—Lo que hiciste con sus restos fue muy noble de tu parte —reconoció Albert cuando estuvieron dentro de la casa—. Estoy orgulloso de ti, si me permites decirlo.
Anthony sonrió.
—Aunque debo admitir que no es algo que se merecían. Esos tres causaron mucho daño y…
—Lo sé, pero pisotear sus restos y regocijarme en la desdicha de aquellos a los que dejaron atrás, me volvería igual que ellos y tú ya lo dijiste: no somos unos cobardes.
La firmeza con la que Anthony respondió ensanchó el corazón de Albert. Su sobrino era un digno sucesor de su hermana y su padre; era inteligente, mesurado, valiente y noble.
—¿Cómo nos fue? —preguntó Candy con impaciencia cuando, por la noche, llegó en compañía de Odette y Benjamin a la mansión Andley. Habían estado fuera todo el día por órdenes de Anthony y a petición de Albert, pues sentían que era algo que debían hacer solos.
—Todo salió bien —contestó Anthony besándole la frente y abrazándola por la cintura.
—¿Se puso difícil? —preguntó Odette.
—Un poco más de lo que esperábamos —respondió Albert—, pero Richard es un hombre inteligente, sabía lo que quería y lo que obtendría.
—¿Y su guardia? —volvió a preguntar Odette, pues ella lo había conocido meses atrás en aquella incómoda recepción y reconoció que era un cambiante de carácter voluble y sagaz.
Albert y Anthony les contaron los detalles de su arranque de ira y cómo había roto relaciones con el Bennett restante.
—Habrá que vigilarlo —propuso Odette y Anthony asintió.
—Sólo hasta que deje el territorio, lo que haga después con su vida, no nos incumbe.
La cena que se llevó a cabo en esa casa fue la más tranquila y familiar que Albert había disfrutado en años. En realidad, no recordaba cuándo había sido la última vez que disfrutó realmente de una celebración en esa casa, pero no le importaba.
—Nosotros nos retiramos —dijo Anthony después de un largo rato de charla y risas entre su tío, su compañera y los cambiantes que lo acompañaban—. Partimos temprano para la casa de la manada.
—Buenas noches —se dijeron todos cuando Candy y Anthony subieron las escaleras para dormir en una de las habitaciones del ala este.
Benajmin y su esposa se retiraron justo detrás de ellos y se instalaron en una de las habitaciones de invitados, mientras Josh salía a patrullar, como era ya su costumbre.
—¿Lista para iniciar su trabajo, señorita Walton? —preguntó Albert a Odette con un dejo de diversión y emoción en su voz.
—Por supuesto, señor Aldley —contestó Odette, adoptando de inmediato el mismo tono juguetón—. No tendrá queja de su nueva asistente.
Después de que Albert y Anthony se reencontraran e iniciaran su trabajo conjunto en favor de la familia Andley y la manada, el segundo había insistido en que su tío necesitaba una guardia permanente como dictaba la tradición y los tiempos que corrían, pues no se fiaba de los lobos solitarios que habían resultado de la batalla.
Albert se resistió tanto como pudo, dijo que, por el momento, Josh y Benjamin eran suficiente vigilancia y que él no necesitaba niñeras.
Pero si había una cosa que Albert tenía que aprender era que su sobrino tenía una voluntad de hierro y que no daba su brazo a torcer con facilidad. Como humano, Albert estaba libre del poder que ejercía el vínculo del líder con la manada y podía rebelarse a sus designios, pero no a sus argumentos, así que Anthony lo convenció de aceptar una guardia y dejar que Benjamin y Josh volvieran a sus tareas habituales.
—No se me hace cómodo, Anthony —se quejó Albert—, tener que esconderlos en la ciudad no es justo y, por mucho que me comprometa a guardar el secreto, no puedo mentir todo el día para justificar su presencia.
—No tienes que mentir —contestó Anthony—. Uno de nosotros puede ser tu guardia y aparte cumplir con otras tareas en las que necesites ayuda. Piensa, qué necesita el patriarca de los Andley.
Albert miró a su sobrino y su cerebro empezó a trabajar.
—Necesito a alguien inteligente, capaz, con buena memoria, que sepa tratar a las personas, con conocimientos de economía y política y que logre diferenciar un whisky escocés de uno americano.
Anthony asintió y fue descartando en su mente a aquellos que no cumplían con los requisitos de su tío, las opciones se reducían a dos, pero una ya estaba en Oregon y la otra…
Odette era la asistente más dedicada, eficiente y ágil que Albert pudo haber encontrado. Después de George, no conocía a nadie que supiera leer tan bien a sus socios y que memorizara tanta información, a veces innecesaria, en su cabeza.
—Tienes correspondencia —dijo Odette una tarde, entrando a la oficina de Albert—. es de George —dijo teniéndole el sobre.
—¡Al fin se reporta!
Albert leyó la carta de George que se encontraba en Buenos Aires desde hacía varios meses, cerrando negociaciones con una empresa minera.
Odette sonrió ante el entusiasmo de Albert y depuró el resto de sobres que no eran importantes para el jefe Andley. Después lo acompañó a la sala de juntas y dispuso todo para que se reuniera con un par de auditores que hacían una inspección de rutina.
Un joven mensajero llegó al escritorio de Odette y le dejó un sobre blanco que, con una pulcra caligrafía, decía "William".
—Esperan una respuesta de inmediato —dijo el mensajero casi asustado.
Odette arrugó las cejas y abrió el sobre que no estaba sellado. Leyó la nota y sus grises ojos se abrieron cada vez más mientras leía.
—Siéntate, ahora te doy la respuesta. —Odette se levantó de prisa y entró con discreción a la sala de juntas. Tras una discreta mirada, deslizó la nota cerca de Albert y éste leyó.
Albert escribió su respuesta al reverso y se la devolvió a Odette.
No tardó en despedir a los auditores y salir al encuentro de su asistente.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó.
—Poco más de una hora —respondió la joven.
—Se suponía que no volvería hasta el próximo mes —resopló Albert sujetándose el puente de la nariz.
—¿En serio es tan severa como todos dicen? —preguntó Odette por lo bajo.
—Se hizo cargo de la familia desde que mi padre murió y en ese tiempo no perdió ni un solo socio en América ni en Europa —respondió Albert y Odette tragó grueso—. Llama al mayordomo para que preparen sus habitaciones y que preparen su cena fav…
—Ya lo hice —dijo Odette, nerviosa—. Paul ya está enterado y el coche te espera para que vayas a recogerla. Cancelé tu cita con el señor Pike y entendió.
Albert abrió y cerró la boca, pero no dijo nada. Salieron del edificio Andley y el chofer los llevó a la estación de trenes para darle la bienvenida a la señora Elroy Andley, quien después de una larga estancia en Florida había decidido volver a Chicago, mucho antes de lo previsto.
Odette había vivido entre humanos mientras estudió en la Universidad de Chicago, sabía moverse entre ellos y pocos habían causado en ella una gran impresión. Su madre la reprendía por ese orgullo cambiante que, tarde o temprano, la metería en problemas si seguía siendo tan respondona y desenvuelta como a muchos humanos no les gustaba.
—Así que, señorita Walton —dijo la señora Elroy aquella noche en la que Odette y Albert le reportaban los cambios en la empresa—, ¿cómo es que una estudiante de Historia termina siendo secretaria?
—Es mi asistente, tía —puntualizó Albert—. Tiene más responsabilidades que una secretaria y Odette es muy eficiente.
—No fue lo que pregunté —negó Elroy.
Odette se frotó las manos. Nunca un humano la había puesto nerviosa, pero la reputación de la mujer y su presencia fueron suficiente para alterar cada nervio de su cuerpo.
—Lo cierto es, señora —empezó a decir y Elroy posó su severa mirada en ella— que siempre me ha fascinado la historia de la humanidad, desde muy niña quise entender por qué el hombre, como especie, actúa de una u otra manera y ha provocado guerras, creado imperios y grandes avances científicos, sociales y económicos. Sin embargo, ahora no me basta con observar la historia, quiero ser parte de ella y Andley & Co es parte importante de la historia de este país. Desde que el clan Andley se asentó en América tras la sangrienta batalla de Culloden en 1746 —los dos Andley abrieron mucho los ojos—, su familia ha sido punta de lanza en economía, tradición, valores y humanismo en nuestro país. Su influencia en la sociedad es resultado del arduo trabajo de sus líderes y miembros. Yo admiro los valores que representan y por eso busqué ser parte, laboralmente, del cambio que generan día con día.
Albert estuvo a nada de sonreír ampliamente ante la respuesta de Odette. Estaba emocionado y cautivado por sus palabras, sabía que era una mujer inteligente, pero eso no quitaba el hecho de que se asombrara cada vez que daba una muestra de su sagacidad.
Elroy enarcó un poco la ceja y volvió de inmediato a mostrarse inexpresiva, pero…
—Pocas personas saben que nuestra familia emigró a este país después de Culloden —dijo aclarándose la garganta y eso, por el momento, sería el único cumplido que Odette recibiría por parte de la mujer.
Los meses fueron pasando, a veces los días eran eternos y otras, transcurrían como arena entre los dedos. Odette se había vuelto indispensable en la dirección de Andley & Co y George, a su llegada, agradeció que se sumara a la compañía.
—El chofer pasará por ustedes a las siete —informó el hombre—. Primero me llevará a mí a la gala para hablar en privado con el señor Colton.
—De acuerdo —asintió Odette.
Esa noche, Albert asistiría a una gala anual en la que se reunían los representantes más importantes de la industria alimenticia y el anfitrión había insistido mucho en que el señor Andley estuviera presente.
Odette, que vivía en la mansión al igual que Josh, Benjamin y su compañera, también debía asistir. Consiguió un elegante vestido negro de alta costura y se esmeró en arreglar su cabello en un bonito peinado que no la hiciera sentir disfrazada.
Albert, no muy aficionado a ese tipo de eventos, se arregló con rapidez con un impecable smoking y un fino abrigo. Su cabello rubio lo peinó según la ocasión y usó el reloj de bolsillo de su padre.
—Estás hermosa, cuidado con romper corazones humanos esta noche —dijo Sara, la compañera de Benjamin, mientras bajaban las escaleras.
—Voy a trabajar, no a disfrutar de la fiesta —contestó Odette con una sonrisa.
—Una cosa no excluye a la otra y… Odette, ¿estás bien? —preguntó Sara al notar que la cambiante se detenía a medio camino y se llevaba una mano al estómago.
Albert estaba al pie de la escalera, esperándola. Volteó a verla y no pudo negar la atracción que sintió por la mujer. Se veía radiante, hermosa, segura de sí misma. Se lo hizo saber, pero la cambiante no respondió con palabras, sólo sonreía de medio lado y esquivaba la mirada de Albert. Sara halagó el porte de Albert y casi los sacó a empujones de la casa para que llegaran a tiempo a la gala.
—¿Te sientes bien? —preguntó Albert a Odette a medio camino, cuando ella no hacía otra cosa más que hablar de las personas que estarían en la gala y querrían saludarlo.
—De maravilla —contestó sacudiendo su nariz.
Albert se extrañó de la conducta de su guardia, quien pocas veces se encontraba tan callada y distante, pero decidió no insistir.
El automóvil se detuvo en la puerta de una elegante y abarrotada mansión a la que había llegado una buena parte de la alta sociedad de Chicago.
El chofer de los Andley abrió la puerta de Albert y él, después de bajar, se apresuró a abrir la de Odette. Ella aceptó su ayuda por cortesía, pero soltó su mano en cuanto ya no era necesario el contacto.
"Dioses, ayúdenme"
La pomposa fiesta fue divertida en algunos aspectos, tediosa en cuanto a saludos, deliciosa en la comida y asfixiante cuando…
—Señor Andley, permítame presentarle a mi sobrina, Amy Colton —dijo el anfitrión a Albert mientras tomaba a una hermosa y pelirroja joven y la colocaba entre ambos hombres.
—Es un placer, señorita Colton —dijo Albert besando el dorso de la mano de la joven. Ella se sonrojó y correspondió al saludo con una cortesía que rayaba en la perfección.
Odette, a una prudente distancia de su jefe, se tronó los dedos y luchó por contener el impulso de transformarse en ese instante.
—Ya hizo su movimiento —dijo George al oído de Odette. Ella lo miró interrogante—. Colton quiere hacer negocios con los Andley y qué mejor manera que…
—¿Venderles una mujer? —dijo la cambiante con sarcasmo.
George no agregó más, pues tampoco le gustaba que los empresarios intentaran comprometer a Albert de esa forma. El viejo asistente deseaba que Albert encontrara una pareja que lo amara por lo que era y no por los ceros que sumaban sus cuentas bancarias.
Albert fue cortés en todo momento con la señorita, con quien bailó un par de veces y compartió una copa.
—Whisky —pidió a un camarero que pasaba con una charola de copas de champaña.
El camarero volvió de inmediato con la copa de Albert y él bebió tras brindar con la joven, pero no pudo controlar su expresión de desagrado.
—¿Sucede algo?
—Es whisky americano —se quejó Albert—, no me malentienda, soy un patriota, pero prefiero el escocés.
—No sé cuál es la diferencia —dijo Amy Colton encogiéndose de hombros—, supongo que saben igual.
Odette bufó al escuchar las palabras de la señorita Colton.
"No lo dijo en serio"
—Camarero —llamó a un hombre que tenía cerca y le dijo algo al oído.
—En seguida.
Albert dejó pasar el comentario y le hizo una banal pregunta a la joven para continuar la conversación.
—Su whisky, señor —interrumpió un camarero y cambió el vaso de Albert.
Este lo tomó y al probar el licor, sonrió. Buscó con la mirada a Odette e hizo un ligero asentimiento de cabeza. Ella le correspondió y los hoyuelos de sus mejillas se asomaron por primera vez.
El gesto no pasó desapercibido para la joven Colton, quien apretando los dientes, llamó la atención del señor Andley y le sugirió bailar nuevamente.
Odette salió del salón y se refugió en un balcón para permitir que el aire frío entrara en sus pulmones. La noche estaba siendo más difícil de lo que previó y su instinto estaba a punto de tomar el control de su cuerpo. Justo lo que no debía pasar, ¡pero era tan difícil! Si estuvieran en casa, todo se arreglaría de una manera diferente, pero no, el señor Destino los había llevado, precisamente esa noche, a un lugar repleto de humanos, periodistas y fotógrafos.
Cerró los ojos y tras una profunda inhalación, concentró su audición en buscar la voz de Albert. Odette sonrió cuando escuchó su risa, ya no estaba al lado de Amy Colton y ahora charlaba con el señor Barnes o Baines, no estaba segura.
—Tío, el señor Andley me ha prometido ir al hipódromo este fin de semana —la voz de Amy Colton lastimó los oídos de Odette.
—¿En serio? Son buenas noticias, mi caballo corre este sábado.
—Eso le dije —sonrió la joven.
—Será un placer verlo en nuestro palco, señor Andley, ¿puedo llamarte William?
—William, claro.
Odette se dio un golpe en la frente ante cada palabra.
—Le diré a mi asistente que se comunique con su gente para vernos el sábado.
"Veamos quién le contesta" masculló Odette.
—Señorita Colton, no debió hacer eso —dijo Albert con seriedad—, me comprometió a un evento al que le dije que no podría ir.
—Pero ahora tendrás que hacerlo, William —contestó la joven con coquetería.
—Odette, al fin te encuentro —la voz de George llenó el balcón y aunque la joven de ojos grises lo había oído llegar, fingió sorpresa—. Es hora de irnos.
—¿Tan pronto?
—Albert ha dado la señal, ya fue suficiente socialización por hoy.
Esa noche, Odette no durmió. Se dedicó a observar las estrellas del firmamento y a evocar cada recuerdo que tenía de Albert desde que eran niños y correteaban por el bosque junto con su primo Aaron y otros niños de su edad, hasta unas horas atrás cuando el señor Destino, como a ella le gustaba llamarle, había decidido que ella y Albert estaban listos para ser compañeros.
Odette estaba emocionada, había hallado a su compañero, un hombre maravilloso, inteligente, atento, con un aire melancólico que era fácil pasar por alto, pero que ella había notado siempre, incluso siendo niños cuando mostró preocupación porque su sobrino Anthony podría no heredar el gen cambiante de su madre y que también notó cuando se reencontraron en esa misma mansión hacía ya una eternidad.
"Pero tengo un compañero muy despistado. ¿Cómo le voy a decir?"
Albert estaba acostumbrado a dormir mal, a no dormir porque debía cuidar que nadie robara su vieja mochila cuando era un trotamundos o porque el insomnio era un buen amigo que lo visitaba con frecuencia, pero el de esa noche había sido diferente pues no lo acosó con recuerdos tristes. Al contrario, se remontó a recuerdos de su infancia cuando su hermana lo llevaba a casa de la manada y él jugaba con los niños de su edad, cuando jugaba con ella.
Se levantó un poco más temprano que de costumbre y bajó arreglado y hambriento, pero antes de ir al comedor, fue a una de las salas de estar a buscar el periódico que la servidumbre siempre ponía ahí.
—¡Odette, ya estás levantada! —exclamó al ver a la cambiante en su sala, cerca del cuadro que años atrás le regalara su amigo Amari.
—Buenos días —saludó Odette y Albert no pasó por alto el nerviosismo de la mujer, quien de inmediato le dio la espalda.
Odette lo escuchó venir y se dijo tres veces "no eres una cobarde". Estaba dispuesta a decirle a Albert lo que ocurría, pero en cuanto lo tuvo cerca, no supo qué hacer. Se frotó las manos como siempre que estaba nerviosa y clavó su mirada en el cuadro. "¡Habla!"
—Podemos ponerlo en tu habitación si te gusta tanto —propuso Albert situándose a su lado para observar también el cuadro.
Odette rio.
Se trataba del retrato de un hombre que miraba al frente, pero nunca al espectador. A Odette le gustaba toda la composición, los colores, la técnica y el fondo, pero lo que llamó su atención desde el primer momento fue la mirada del hombre; sus ojos oscuros y redondos expresaban sabiduría, una pesada carga y, al mismo tiempo, transmitían paz. De no ser porque la mirada del modelo era oscura, Odette habría jurado que se trataba de un retrato de Albert.
—Los atardeceres en África son una de las cosas más hermosas que he visto en mi vida —dijo Albert, cautivado también por el cuadro—. Amari supo capturar el perfecto tono entre rojos y naranjas del ocaso —señaló el fondo y miró de reojo a Odette, quien ya no miraba la obra, sino a él.
Albert se sumergió en aquellos dulces ojos grises que, tras un parpadeo, se tornaron ámbar y volvieron a su tono natural. No era un fenómeno que desconociera, pero en Odette resultó fascinante y cautivador.
Fue un impulso.
Deseó tener a Odette en sus brazos y la tomó de la mano sin previo aviso.
La atrajo a su cuerpo para besarla. Ella acomodó la mano en su espalda y correspondió al beso. Sus labios eran suaves, carnosos y bailaron de inmediato con los de él. La mano libre de Odette le acarició la mejilla y ella sonrió ante su piel suave y recién afeitada.
Fue el beso más lento, suave e importante en la vida de ambos. En esa caricia había un diálogo que explicaba todo lo que necesitan saber y entender del otro. Eso tenía que ser suficiente para que él supiera lo que pasaba y para que ella tomara el valor de afirmarle que era su compañero.
—George llegó —suspiró Odette en cuanto sus labios se separaron. Albert hizo un gesto de inconformidad y tuvo que soltar a la mujer que tenía entre sus brazos.
—Yo… —Albert se aclaró la garganta y sus ojos azules se concentraron en las manos de Odette, cubiertas con las de él, eran cálidas y suaves y le fascinó cómo se amoldaban a las suyas. Sonrió.
El teléfono de la mansión sonó y se vieron obligados a soltarse. Lo que pasó después fue una cadena de eventos fuera de control.
George llegó con la noticia de que las acciones habían caído y Albert debía autorizar una serie de movimientos para poner a salvo las que no habían sido afectadas.
El mayordomo entró con una nota de la señorita Colton pidiéndole que confirmara su asistencia al hipódromo.
El teléfono de la mansión sonó y Odette atendió.
—Sí, jefe… claro, le diré y lo llamaré de vuelta en una hora, tenemos una situación por aquí… descuide, se está controlando… gracias, jefe.
El trío salió de la mansión sin probar bocado. George llevaba en el bolsillo la nota de los Colton y Odette revisaba la agenda del día para saber qué se podía cancelar o posponer. Albert revisaba el informe de las acciones y redactaba en su mente qué decir a los socios.
El día inició como un caos, pero terminó en una tranquila cena y el trío que dirigía Andley & Co al fin pudo hablar de algo que no fuera trabajo, pero el único que estaba dispuesto a hacerlo era George quien, ajeno a lo que había ocurrido por la mañana entre Odette y Albert, hablaba sin parar.
—Con tanto alboroto no respondimos la nota —dijo de pronto, sacando del interior de su saco un pequeño sobre que le tendió a Albert.
Él lo leyó y sus ojos brincaron del papel a Odette.
—Amy Colton quiere confirmar mi asistencia al hipódromo.
Odette enarcó una ceja y se cruzó de brazos, como si con eso sujetara a su loba.
—Disculpen un momento —Albert se levantó de la mesa y se encerró en su despacho.
—Perdona, George, olvidé que tengo algo que hacer, con permiso —Odette también se retiró del comedor y fue hasta el patio trasero de la casa.
"Contrólate, contrólate" se repitió "hay humanos en casa"
Albert salió de su despacho al poco tiempo y buscó a Odette, pero George le dijo que se había retirado ya y que él debía hacer lo mismo.
—No tardes, Albert —le dijo su fiel consejero cuando se despidió—. Odette no esperará por siempre.
De pie, en medio del recibidor, Albert meditó las palabras de George. Estaba seguro de que sentía algo por Odette, pero ella era una cambiante y algún día encontraría a su compañero.
—Y no soy yo —dijo en voz alta.
—¿No eres qué? —lo cuestionó Sara que pasaba cerca.
—Nada, pensaba en voz alta. ¿Dónde está Odette?
—Fue a casa de sus padres —contestó Sara—. Dijo que volverá por la mañana.
—¡Se fue sola a esta hora! —exclamó Albert señalando el reloj de pared.
—Es una cambiante, sabe cuidarse sola —contestó Sara sin dar crédito a que Albert la subestimara, pero no se trataba de eso.
—¡Esa mujer! —farfulló y fue a encerrarse a su habitación hasta la mañana siguiente, cuando Odette entró por la puerta trasera de la mansión… —¡Buenos días! —saludó Albert cuando la joven llegó a las escaleras.
—Buenos días —saludó con tranquilidad, ignorando el tono paternalista que Albert había usado.
—¿Dónde estuviste?
—En casa de mis padres. Sabes que viven cerca.
—Las afueras de la ciudad no están cerca.
—No, en automóvil tardé más en llegar que si lo hubiera hecho transformada —concluyó y empezó a subir las escaleras.
—¡Odette! —la joven volteó a verlo—. Prepara una maleta.
Odette bajó deprisa los pocos escalones que había subido y encaró a Albert.
—¿Me estás echando por salir a ver a mis padres?
—¿Qué?, ¡No!, prepara una maleta porque nos vamos a Lakewood, Anthony quiere vernos.
La mujer no esperó a que le repitieran la orden y empacó para un corto viaje. Volver a casa era justo lo que necesitaba y lo que sus padres le habían dicho que tenía que hacer. ¿Acaso el jefe Anthony los había contactado?
Una hora antes de salir hacia Lakewood, Albert dio órdenes a todos en casa e instrucciones a George respecto a la empresa, como siempre hacía, sólo que ahora quienes recibían sus instrucciones en casa eran más personas…
Hacía poco más de un mes la mansión Andley recibía a sus nuevos huéspedes: tres jóvenes cambiantes que iniciarían sus estudios en la universidad.
—Esta es su casa, siéntanse cómodos de hacer lo que deseen. No tenemos vecinos y pueden usar los patios, salvo el principal, para sus entrenamientos y transformaciones. Sé que es un espacio mucho más reducido que el bosque, pero es lo que puedo ofrecerles —dijo Albert a los muchachos que, emocionados y nerviosos, iniciaban su vida adulta, lejos de la mirada de sus padres, aunque bajo las órdenes del jefe Brower.
—Tampoco se crean autónomos, recuerden que hay reglas y Benjamin no tolera faltas —intervino Odette mirando con severidad a cada uno, pues los conocía desde cachorros y de una u otra forma, esos chicos, ahora eran su responsabilidad.
Benjamin y su compañera los llevaron a sus habitaciones y los citaron en la sala para darles un recorrido por la casa y establecer las reglas. Odette y Albert se encerraron en el despacho a trabajar.
—La tía Elroy te envía saludos —dijo Albert mientras leía la correspondencia.
—¡En serio!, ¿qué dice?
—Sólo eso —Albert siguió leyendo y el ánimo de Odette azotó en el piso—. Causaste una buena primera impresión en ella —reconoció Albert tras terminar de leer la carta. La señora Elroy había vuelto a Florida casi inmediatamente y prometía permanecer ahí una larga temporada, pues el clima era más favorable para su salud—. De no ser por eso no habría aceptado el cambio que hicimos en casa.
Odette movió la cabeza vagamente. Era cierto que, tras la idea de Albert de volver la mansión una casa de estudiantes para los cambiantes, ella había tenido que convencer a la implacable señora Elroy y, por primera vez en su vida, su voz había titubeado frente a un humano, pero había tenido éxito y ahora, la mansión Andley estaba llena de vida.
Llegaron a Lakewood y sorprendieron a la servidumbre que no esperaba la llegada del patriarca, pero la casa siempre estaba lista para recibir gente y las habitaciones de Albert y Odette estuvieron listas de inmediato, sólo que ella convenció a todos de no gastar energías en su habitación, pues pasaría esos días en casa de su familia. Todos sabían que Odette pertenecía a uno de los pueblos aledaños a Lakewood y no les sorprendió que la joven se marchara de inmediato.
—Dile a Anthony que llegaré por la mañana, por favor —pidió Albert al despedirse de Odette. La cena a la que estaban invitados no era hasta el día siguiente y tenía tiempo de descansar y después, escapar de los ojos entrometidos de su servicio.
—¿Y él no lo sabe? —preguntó Candy por tercera vez ante la confesión de Odette.
—No, no se ha dado cuenta —contestó con tristeza en sus ojos—, y yo no sé cómo decirle. Después del beso creí que todo sería más fácil pero…
—¡Se besaron! —gritó Candy emocionada como si estuviera leyendo una novela—. ¡Cuéntame todo!
—¿Me vas a ayudar o sólo quieres saciar tu curiosidad?
Candy se sonrojó.
—¿Ambos…?
—Lo haré, pero con una condición.
—¡Acepto! —prometió Candy levantando la mano sin importarle lo que Odette pidiera.
—Llévame a conocer a las mellizas.
—Creo que están durmiendo, hicieron un largo viaje, pero vamos.
Ambas mujeres entraron a la casa y llegaron hasta el tercer piso, a la habitación de Víctor y Amelia.
—¿Se puede? —murmuraron en el marco de la puerta.
—Pasen —asintió Víctor.
—¿Son ellas? —preguntó Odette emocionada como una niña pequeña al ver a un par de hermosas bebés en la cama de la habitación.
—Te presento a Olivia y Ada —dijo Amelia señalando a cada bebé que, con ojos bien abiertos y mucha fuerza en las piernas se movían a lo largo y ancho de la cama.
—¡Son hermosas! —exclamó Odette con ganas de cargarlas, pero no se decidía a cuál de las dos tomar primero, así que se contentó con hincarse en la cama y llamar la atención de ambas.
—¿Y Albert? —preguntó Víctor.
Odette rodó los ojos y Candy soltó una carcajada.
—Mejor no le preguntes —susurró Candy.
—Igual puedo oírte —dijo Odette en voz alta mientras una de las mellizas le sujetaba la mano.
Víctor y Amelia intercambiaron una mirada.
—Averigua qué pasa —pidió Amelia.
—Entrometida.
Junto a las mellizas Ada y Olivia, Odette olvidó por unas horas el dilema en que se hallaba. Supuso que Candy le contaría al jefe y este la llamaría en cualquier momento, así que sólo esperó.
—¿Señales? —preguntó Odette a la madre de las pequeñas.
—No estoy segura, sacaron mis ojos y es confuso —contestó Amelia—, pero espero que sí.
—Felicidades, Amelia. Víctor y tú merecen una familia más que nadie en el mundo.
Víctor no se quedó con la duda de lo que pasaba entre Odette y su primo e hizo lo posible por sacarle toda la información a Candy, pero contrario a lo que todos creerían, ella selló sus labios; así que, el rejuvenecido cambiante, gracias a la paternidad, se dirigió a la fuente principal del problema.
A la mañana siguiente, tan pronto como Albert llegó, Víctor y Anthony lo encerraron en el despacho…
—¿Algún problema con tu guardia o con los demás? —preguntó Anthony con la sutileza de un tren.
—¡Ninguno! —se apresuró a decir Albert—. ¿Odette te ha dicho algo?
—¡Te lo dije! —Víctor enarcó una ceja y Anthony disimuló una sonrisa.
—No he hablado con ella, sólo pregunto. Quiero saber si se llevan bien o si deseas algún cambio.
—Ninguno.
—Entonces hablemos de negocios —propuso Víctor—. No nos hemos visto en meses y hay que ponernos al corriente en muchos asuntos.
—¡Espera!, ¿no me vas a presentar a mis sobrinas?
—En cuanto despierten —contestó Víctor mirando el reloj—. Están tomando su siesta.
—¡Son las nueve de la mañana! —se quejó Albert.
—Son unas bebés, duermen todo el día —las defendió su padre.
—Y se la pasan despiertas en la noche —se quejó Anthony con disimulo, pues apenas habían pasado una noche en casa y ya reconocía a cada una de sus primas por el llanto.
¿Su hijo también sería así? sonrió ante la idea y deseó que anocheciera de una buena vez para dar la noticia.
En una de las salas de estar, Candy, Amelia y Odette hablaban en voz baja sobre la situación de esta última, pues las mellizas dormían en brazos de las jóvenes que se habían enamorado de ellas desde el instante en que las conocieron.
Candy defendía a Albert sobre sus atenciones con Amy Colton y decía que sólo era educado con la joven. Amelia le sugirió a Odette ahuyentar a la mujer y encarar a Albert.
—Si no fuera humano —la voz de Odette denotaba frustración.
—¿Te molesta que lo sea?
—¡Para nada! Albert es un humano fascinante y encantador, pero… me apena decirle, ¿cómo se supone que una mujer se le declare a un hombre?
—Supongamos que un humano siente algo por un cambiante —dijo Albert después de hablar sin muchas ganas de los negocios de la familia.
El cambio de tema fue bien recibido por Anthony y Víctor y le prestaron total atención.
—Si ella o él, aun no tiene compañero, podría… ¿aceptarlo?
—Quieres a Odette, ¿verdad? —afirmó Anthony sin rodeos.
—Sí —afirmó Albert con seguridad.
—¿Se lo has dicho? —preguntó Víctor.
—No y hace unos días la besé y no hemos tocado el tema. No quise ofenderla ni sobrepasarme, fue un impulso… como si… Era algo vital —aceptó.
—Son compañeros.
—Bien, primero hay que averiguar si ella siente algo por ti —propuso Víctor.
Albert asintió.
—No te preocupes, yo te ayudaré, tío —dijo Anthony con seguridad.
Víctor y Albert sonrieron, pues recordaron lo mismo…
Aquel almuerzo al aire libre en que Víctor ofrecía su experiencia para conquistar mujeres y Anthony, siendo un bebé, prometía ayudarlo, aunque no sabía de qué hablaban los mayores. Al parecer ahora lo sabía y estaba por cumplir su promesa.
La jefa Candy salió aquella mañana de la casa principal y fue al encuentro de Anthony en el bosque como todos los días. A la pareja le gustaba caminar entre los árboles y procuraban hacerlo todos los días, aunque solo fuera unos minutos.
—¿Viste a Albert? —preguntó Anthony tras recibirla con un beso en la frente.
—Sí, pero solo un instante.
Anthony asintió y ofreció la mano a su compañera para iniciar el recorrido.
—¿Ya pasó la molestia? No desayunaste mucho.
—Va y viene, pero es normal —contestó Candy con tranquilidad mientras llevaba la mano libre a su vientre—. Ya encontraremos algo que le guste comer. No te preocupes demasiado.
—¿Cómo me puedes pedir eso? —cuestionó Anthony con ironía y Candy solo rio.
—¿A dónde vamos hoy?, ¿a la cascada?
—No, hoy está ocupada por alguien más. Te tengo una sorpresa, vamos por aquí.
Anthony lideró la caminata hasta llegar a una de las zonas más espesas del bosque donde los árboles más viejos, con sus frondosas copas consumían la luz. Caminaron un largo tramo hasta detenerse frente a un imponente árbol.
—¡Sorpresa! —clamó Anthony y el rostro de confusión de Candy lo hizo reír a carcajadas—. ¿Sabes? Lo que dijo la hermana María me ha dado vueltas en la cabeza todos estos días —dijo con seriedad.
Candy arrugó la nariz y sus ojos esmeralda lo interrogaron.
—Que serías capaz de trepar un árbol aun estando embarazada.
—¡Anthony! ¿Tan poca fe tienes en mí? —cuestionó con indignación.
—No, claro que no —se apresuró a decir Anthony—, pero sé lo inquieta que eres y, por eso, antes de que se te ocurra hacerlo, quiero proponerte una manera más fácil.
Anthony caminó detrás del árbol y reapareció con una larga cuerda en las manos. Candy siguió en camino de esta con la mirada y descubrió que estaba bien atada al tronco y que formaba una polea. Su compañero tiró de ella y descendió una rústica caja de madera, lo suficientemente grande para transportar una persona.
—¿Pero qué es esto? —preguntó Candy acercándose.
—Su ascensor está listo, jefa —dijo Anthony con exagerada cortesía que provocó en Candy una sonora risa. Le tendió la mano y la ayudó a entrar. Después cerró la media puerta de madera y la aseguró con el pestillo—. Sujétate bien —le señaló una manija interna y Candy obedeció.
En segundos, Candy ascendía hasta la copa del árbol hasta tener el bosque a sus pies, mientras que, en el suelo, Anthony aseguraba la cuerda en el tronco de otro árbol y verificaba la estabilidad de su ascensor.
Candy se asomó a ver lo que hacía y descubrió que él ya estaba trepando, tal como lo haría ella.
Con un pie firme puesto en una de las ramas, Anthony abrió el ascensor y ayudó a Candy a salir para después sentarse lado a lado en la misma y fuerte rama.
—¿Cuándo hiciste esto?
—Te dije que la idea me rondó la cabeza todos estos días.
—Pero no fueron muchos, ¿cómo lograste hacerlo en tan poco tiempo?
—En realidad solo uní las piezas. Hace unos cuatro años, los niños querían una casa del árbol para jugar y empezamos a diseñarla, pero dejamos el proyecto cuando la temporada de lluvias se intensificó y ellos se entretuvieron en otra cosa.
—Es una gran idea, deberíamos concluirla —propuso Candy con entusiasmo—. Al bebé podría gustarle —añadió para convencer a Anthony.
—Lo haremos.
La besó en la mejilla y ella se deslizó sobre la rama para quedar más pegada a él y fundirse en un abrazo.
—La vista es hermosa y, si me concentro creo que puedo escuchar…
Candy cerró los ojos y Anthony prestó atención a los sonidos del rededor.
—¿La cascada?
—No… algo más hermoso —sonrió al abrir los ojos—, tu corazón latir —dijo antes de acariciar la mejilla de Anthony y rozar sus labios con un beso.
Estuvieron sentados en el árbol como dos niños durante un largo rato, el tema de conversación dominante era su bebé. Hablaron de posibles nombres, quién querían que fuera su padrino, cómo acondicionarían su habitación y decenas de detalles más que los entusiasmaban.
—Ya quiero decirles a todos —dijo Candy con emoción—. Casi le cuento todo a Albert cuando lo vi, pero no me dejó hablar porque se la pasó contándome lo que ha pasado en Chicago con…
Candy se llevó una mano a la boca y desvió la mirada.
—Con… —La instó Anthony a hablar, pero ella negó con la cabeza, pues estaba dispuesta a respetar la privacidad de Albert y Odette aun frente a su compañero, aunque era bastante difícil guardarle un secreto—. Ya veo.
La mano de Anthony que descansaba en la espalda de Candy ascendió hasta su cuello y llegó hasta su oreja; ella se estremeció ante el contacto y supo que estaba perdida.
Minutos después Candy y Anthony unían las dos versiones de la historia entre Albert y Odette que no difería mucho, solo que lo que el joven patriarca denominaba "enamoramiento humano", la cambiante historiadora llamaba "vínculo de compañeros".
—Odette no sabe cómo explicarlo y Albert parece no darse cuenta —dijo Candy—. No me imagino la frustración de ella por no poder decirle a Albert que es su compañero.
Anthony sonrió con ironía, él sí conocía el sentimiento y sentía pena por Odette, por eso…
—Tranquila, estoy seguro de que no tardará en saberlo —dijo con aquella tranquilidad de líder de la manada que tanto fascinaba a Candy, solo que esta vez también la confundía.
—¿Cómo lo sabes?
—Solo digo.
—Anthony, ¿hiciste algo para ayudarlos?
—No… solo le sugerí a mi tío que diera un paso por el bosque para aclarar sus pensamientos, la zona de la cascada es un buen lugar para ello.
—Es el lugar favorito de Odette, durante el desayuno mencionó que quería ir —dijo Candy de inmediato y una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro.
—¿En serio? No tenía idea —dijo Anthony guiñándole un ojo.
—¡Oh, Anthony, eres maravilloso! —Candy lo abrazó con fuerza—. Dime, ¿unir parejas también es una tarea de líder?
—Solo hago lo mejor para los miembros de la manada.
—Eres el mejor —dijo Candy llenándole la cara de besos.
—Entonces, ¿qué pasará con Amy Colton?
La voz de Odette se escuchó a unos metros de distancia de los jefes que seguían sobre el árbol.
—No hagas ruido —dijo Anthony.
—¿Estás celosa? —preguntó Albert deteniendo su caminata y parándose frente a Odette, quien bajó la mirada y frunció los labios en el puchero más encantador que Albert había visto en su vida.
—No la quiero cerca de ti —respondió en un murmullo.
Albert sonrió y la abrazó por la cintura. Ella levantó la mirada y sus ojos grises lo hipnotizaron una vez más. Le acarició la mejilla y Odette suspiró, dejándose envolver por la calidez de su compañero.
—Le dije claramente a su tío que no tengo ninguna intención con ella y que si deseaba hacer negocios con nosotros, entonces podíamos tratarlos en una junta, no en una cita forzada.
Odette sonrió por la respuesta y rodeó el cuello de Albert con sus brazos. Estaban tan cerca uno del otro que sus respiraciones se confundían.
—Perdóname por haber tardado tanto tiempo en ser tu digno compañero —dijo Albert acariciando la mejilla de la joven a la altura de los hoyuelos que se le formaban al reír.
—Solo fueron unos días.
—No, fueron años. Si no me hubiera alejado de ustedes, tal vez habríamos estado juntos desde mucho tiempo antes.
—Eso no lo sabemos y, ¿sabes qué?, no importa; lo que realmente importa es el tiempo que tenemos por delante.
Albert sonrió y asintió levemente con la cabeza.
—El Destino sabe por qué y cómo hace las cosas. Este es nuestro momento de estar juntos y, no sé tú, pero ahora soy tan feliz que no lo querría de otra forma —dijo Odette con ilusión por el futuro y el presente al lado de Albert.
—Yo también soy feliz. Soy más feliz que nunca —dijo con seguridad al tiempo que tomaba a su compañera de la cintura y la hacía girar como un experto bailarín—. ¡Gracias, Destino! —gritó y su voz resonó entre los árboles.
Odette rio a carcajadas y se entregó a los labios de Albert cuando este la depositó en el suelo con delicadeza y volvía a abrazarla con cariño.
—Gracias por ayudar al Destino, jefe.
Anthony y Candy, desde su posición de ocultos espectadores, sonrieron emocionados y complacidos frente a la escena.
—¿Oíste eso? —preguntó Anthony a Candy a través del enlace mental.
—Sí, me alegra que estén juntos —respondió Candy, pues también había escuchado el mensaje de Odette, gracias al vínculo especial que tenía con Anthony.
De vuelta a Chicago, los rumores de que el señor Andley iba a comprometerse, se extendieron como pólvora y la noticia viajó desde Pensilvania hasta Florida.
—Si ya lo han decidido, solo hay una cosa que hacer —sentenció la señora Elroy cuando llegó a Chicago y escuchó con atención los planes de Albert y Odette de casarse.
La pareja se miró y Odette, nerviosa como siempre que se encontraba la anciana mujer, esperó a que concluyera su discurso.
—Prepararemos la fiesta de compromiso de inmediato, pero con tiempo prudente para que todos los que deben ser invitados puedan llegar. Eso si le dan a esta anciana el honor de preparar las celebraciones.
Por primera vez, desde que Odette conocía a la mujer, recibió una mirada gentil y afectuosa. Apretó la mano de Albert y sin poder contenerse, fue a abrazar a la anciana quien, sorprendida, no pudo negarse a la muestra de afecto.
—Gracias —dijo Odette mirándola a la cara y la señora Elroy, recuperando su gesto adusto, asintió.
Complacido y tan emocionado como Odette, Albert también abrazó a su tía y le agradeció el apoyo y el cariño.
—Basta ya, hay mucho que hacer —dijo Elroy con autoridad—. Hay mucho que hacer y tú, jovencita, tienes mucho que aprender si serás la esposa del patriarca de los Andley.
La tía Elroy no mintió y las siguientes semanas Odette fue la esclava de la anciana mujer.
Fijaron la fecha de la fiesta de compromiso, hicieron la lista de invitados, organizaron el banquete y la decoración, contrataron una orquesta musical, rehicieron la lista de invitados, prepararon el atuendo de la joven, llamaron a la prensa y volvieron a hacer la lista de invitados.
—Es increíble que sigas en pie —dijo George a Odette una tarde en la que se encontraron en las oficinas de la empresa.
—Apenas —contestó Odette ahuyentando un genuino bostezo—. La señora Elroy tiene más energía que Albert, que tú y que yo, juntos.
Con la seriedad que lo caracterizaba, George le dio la razón a la joven.
—Le agradas —dijo con tranquilidad y Odette abrió los ojos llenos de asombro, pues dudaba de esas palabras—. Créeme, la conozco desde hace muchos años y a pocas personas les presta tanta atención y se esmera en enseñarles en persona lo que hay que saber de esta familia.
—¿Dices que debo sentirme especial porque me ha enseñado el significado de cada símbolo en el escudo familiar y explicado el porqué de cada color en el traje escocés de los Andley?
—A mí solo le dio el libro para que lo memorizara —dijo Albert saliendo de su oficina, atraído por la voz de su compañera.
Ella sonrió al verlo y corrió a abrazarlo. Albert le besó la frente y caminaron juntos de vuelta al lado de George quien, con una paternal expresión, los escuchó hablar sobre los preparativos de la fiesta.
—Me apena que la señorita Candy no pueda venir a la fiesta —dijo George y la pareja se tensó.
—Sí… como te dije —empezó a decir Albert.
—El orfanato necesita de ella, entiendo, pero sigue siendo una pena, después de todo, ella los presentó.
Albert y Odette compartieron una cómplice mirada y desviaron la conversación a temas menos interesantes como la próxima junta de consejo.
—George tiene razón —dijo Odette a Albert cuando estuvieron solos—. Lamento que Candy y Anthony no puedan estar en la fiesta de compromiso. Esta tradición humana es importante para ti.
—Es el precio a pagar para mantener el secreto y la seguridad de la manada. A mí no me pesa, ya celebramos con ellos nuestro vínculo y, he aprendido que, aunque nuestros seres más queridos no estén a nuestro lado, no significa que no estén cerca —contestó Albert con tranquilidad.
—Tampoco estarán en la boda —se quejó Odette—. Para esa fecha, el embarazo de Candy estará en los últimos días o bien, el bebé tendrá poco tiempo de nacido.
—Es cierto —asintió Albert lentamente—. El nieto de Rose ya habrá nacido —añadió con emoción y melancolía.
Odette notó el cambio y fue a sentarse al lado de su prometido, le ofreció una mano y él la abrazó hasta que su cabeza quedó apoyada en su pecho.
—La extraño —dijo la joven cambiante—, a la jefa Rosemary.
Albert sonrió ante esas palabras, pues sabía que eran sinceras y agradeció tener a su lado a una mujer que hubiera conocido a su maravillosa hermana.
—Cuando era niña, Lucille, Lydia, las demás niñas y yo, soñábamos con el día de nuestra primera transformación para poder correr a su lado.
—Le encantaba hacer eso.
—Sí, los más grandes nos contaban cómo ella los guiaba, les enseñaba sobre su nueva naturaleza y también cómo bromeaba con ellos para quitarles los nervios. ¿Sabes? A veces, cuando estoy con la señora Elroy, encuentro mucho de la jefa Rosemary en ella y me da tristeza no poder decirle que yo conocí a su sobrina.
Con su compañera recostada en su pecho, Albert acarició su largo y castaño cabello y le besó la frente.
—Puedes contarme a mí —dijo ronco, pues las lágrimas amenazaban con salir de sus ojos.
—Lo siento, amor, no quería hacerte sentir mal —dijo Odette en cuanto percibió la mirada cristalina de Albert, pero él solo sonrió y volvió a besarla.
—Me gusta hablar de ella y me encanta oír los recuerdos que tienes de ella, cuéntamelos siempre que quieras y… promete que se los contarás a nuestros hijos.
Los hoyuelos aparecieron en las mejillas de Odette y sus ojos brillaron de emoción ante la idea.
—Lo prometo —dijo Odette antes de besar con profundo cariño y ternura a Albert.
El esperado día de la fiesta de compromiso del señor Andley llegó y las actividades que habían sido planeadas con precisión se llevaron a cabo una tras otra.
La mansión Andley se llenó gradualmente de familiares, socios, amigos y prensa. Albert, la señora Elroy y Odette recibían a los invitados con cortesía y afecto. En el recibidor estaba la pareja y en el salón principal, la matriarca, pendiente siempre que nada faltara a los invitados y de que estos se comportaran con propiedad.
Odette conoció a varios Andley, parientes lejanos y familia política, algunos venían directamente de Escocia y otros habían viajado desde otros estados del país, los Cromwell y los Leagan, incluidos.
Con los primeros Odette no tuvo problemas en congeniar ni en recibir, pero con los segundos…
Su lealtad a la jefa Candy le impedía ser completamente gentil y más de una vez tuvo que recurrir al cálido contacto de su prometido para controlarse, sobre todo cuando Eliza esparció con un grupo de jóvenes que no se imaginaba por qué, siendo tan unida al patriarca, Candy no estaba presente en la fiesta más importante de la familia.
—Tal vez se enteró de que tú estarías y prefirió evitarse la pena de verte —dijo un joven de cabello castaño y elegante porte detrás de Eliza y llamando la atención de varias personas a su alrededor.
Odette y los demás miembros de la manada que estaban presentes rieron ante las palabras del joven y la cara de furia de la pelirroja Leagan.
—¡Archie, cómo te atreves a…!
—Silencio, Eliza —dijo su padre tomándola del brazo y haciéndola retroceder un paso para saludar a Archie y evitar un escándalo, pues la severa mirada de la señora Elroy ya estaba sobre ellos.
—Tiene carácter, ¿o no? —dijo Aaron al oído de su prima. Él, al igual que los padres de la cambiante, era uno de los invitados de honor de la fiesta.
—Leal a la jefa —sonrió Odette—. Me agrada.
Archie saludó al señor Leagan con respeto y se perdió entre los invitados, saludó a algunas personas, charló con sus padres y bailó un par de veces con una joven heredera, hasta que tuvo la oportunidad de acercarse a la pareja protagonista del evento.
—Felicidades, tío —dijo Archie estrechando la mano de Albert—. Me alegra verte tan contento. Señorita, bienvenida a la familia, espero que sea muy feliz al lado de mi tío —añadió dirigiéndose a Odette.
—Gracias, Archie —asintió Albert—. A mí me da gusto verte, llevas tanto tiempo en Pensilvania que casi no te reconozco al llegar.
—No exageres, la última vez que nos vimos fue… —Archie hizo memoria y se dio cuenta de que hacía más de dos años que no pisaba Chicago y que no veía a nadie de su familia—. ¡Vaya, tanto tiempo ha pasado!
—No te culpo, es un estado con mucha historia, cosas atractivas y gente cálida —intervino Odette.
—¿Has ido? —preguntó Albert.
—Sí, yo… pasé una temporada ahí hace varios años, como… estudiante de intercambio —explicó y fue suficiente para que Albert entendiera que su compañera había entrenado en la manada de Pensilvania.
—Tiene razón, señorita Walton, es un buen lugar para vivir —dijo Archie.
—¡Oh! ¿Podrías decirme solo Odette? Candy me ha hablado de ti y siento que ya te conozco.
—¡Conoces a Candy! —exclamó Archie emocionado y la pareja asintió—. ¿Cómo está?, ¿por qué no vino?
—Bueno, ella…
—¿Te peleaste con ella? —preguntó Archie de inmediato a Albert.
—¡Por supuesto que no! Pero ella…
—Está trabajando en un enorme proyecto para el orfanato junto con empresarios de la zona y no pudo venir —explicó Odette.
—¿Qué clase de proyecto?, ¿cuáles empresarios?
Odette resopló pues no esperaba un interrogatorio por parte de Archie, pero entendió que estaba preocupado por Candy y que, como ella y Anthony le habían contado, el joven Cromwell era uno de sus tres paladines.
—Un aserradero se comprometió a enseñar a los niños el oficio de la carpintería y lo relacionado con la industria maderera para que, en caso de no ser adoptados, esas habilidades los ayuden a salir adelante.
Archie asintió y sonrió complacido.
—Esa chica, siempre pensando en los niños del Hogar de Pony.
Con esa explicación, que era cierta, Archie no hizo más preguntas e invitó a Odette a bailar minutos antes de que el compromiso fuera anunciado oficialmente.
Los meses que siguieron a esa velada pasaron entre juntas, pruebas de vestido, desayunos corporativos, selección de banquete y múltiples llamadas entre la mansión de Chicago y la casa de la manada.
Una tarde, mientras la señora Elroy y Albert tomaban café en la estancia, Odette, que desde que había iniciado su relación con el patriarca vivía en casa de sus padres, entró con buenas noticias.
—¡Albert, ya nació! —exclamó emocionada sin pensar que Elroy estaba presente.
Albert se levantó de su asiento y sin contener la emoción, caminó hacia su prometida y tomándola por los hombros pidió que le contara todo lo que sabía.
—¿Quién nació? —preguntó Elroy con curiosidad al ver tal entusiasmo en su sobrino.
Como niños sorprendidos en una travesura, ninguno de los dos supo qué decir y titubearon tanto que la anciana mujer se levantó también y los miró fijamente.
—Una amiga muy querida acaba de dar a luz —dijo Odette con palabras atropelladas.
—¿La conoces, William?
—Sí, a ella y al padre… a su compañero… su esposo.
—Envíen un regalo, ¿fue niño o niña?
—Niño —contestó Odette.
—Bueno, si aprecian tanto a la familia, un sonajero de plata es un buen presente —sugirió y sin decir nada más, salió de la estancia.
Albert y Odette guardaron silencio hasta que ella reconoció que era seguro hablar, pues Elroy estaba lejos.
—¿Cómo está Candy? —preguntó Albert.
—Anthony dice que todo salió bien, ella se recupera y el bebé está sano. Su nombre es Malcolm.
—Ven, cuéntame todo en el camino —dijo Albert tomando la mano de Odette para salir de la casa.
—¿A dónde vamos?
—A buscar el sonajero para Malcolm.
La boda de Albert y Odette fue noticia en todos los periódicos. A la mansión Andley llegaron regalos y cartas de felicitación, entre ellas, la del famoso actor Terry Grandchester, quien no había podido asistir a la celebración porque se encontraba de gira, pero le deseaba lo mejor a su amigo y esperaba conocer a la señora Andley tan pronto como sus agendas coincidieran, pues estaba seguro de que el recién matrimonio partiría de Luna de miel de inmediato.
—¡Posponer su viaje de bodas! —exclamó la señora Elroy al oír los planes de la pareja.
—Queremos descansar un tiempo en Lakewood y después haremos el viaje, no hay prisa.
—No, pero… la familia de Escocia planeaba verlos pronto y los allegados de Inglaterra también.
—Tía, es un viaje de novios no de negocios. El clan y los socios pueden esperar unos meses. Lo que mi esposa y yo necesitamos es tiempo a solas para descansar de todo el trabajo de la boda y empezar nuestra familia, lo entiendes, ¿verdad?
—Sí, pero…
El matrimonio Andley partió hacia Lakewood dos días después de la boda y uno de los motivos fue que querían conocer al primogénito de Candy y Anthony; el otro motivo, y el más importante, era que en serio querían estar solos, por fin, y descansar de todo el ajetreo que representaba su vida. Albert necesitaba relajarse del trabajo en el que se había sumido en el último mes para no tener pendientes cercanos a su boda y Odette clamaba por un minuto de descanso de las lecciones de matriarca que recibía de la tía Elroy, como ya aceptaba que la llamara.
—Bienvenida, señora Andley —dijo Albert en cuanto cruzaron los límites de la mansión.
—Gracias, señor Andley —sonrió la joven cambiante tomando a su compañero del brazo que le ofrecía.
La servidumbre los recibió en la entrada principal como era costumbre y el mayordomo principal, tras extender sus felicitaciones al nuevo matrimonio, ordenó que todos volvieran a sus labores y que el equipaje de la pareja fuera llevado a sus habitaciones.
Albert observó el recibidor y la casa le pareció más cálida y familiar, los años más felices de su infancia los había pasado entre esos pasillos y, aunque había vuelto varias veces recientemente, hasta ese momento volvió a sentir la enorme casa como un hogar.
La mano de Odette tocó la suya y sus dedos se entrelazaon de inmediato.
—¿Todo en orden? —preguntó ella intentando descifrar los pensamientos de su esposo.
Albert asintió lentamente y echó una mirada más a su alrededor, sonrió al ver que su esposa hacía lo mismo y en un segundo, la levantó en brazos. Odette soltó un grito de sorpresa y se aferró al cuello de su compañero para no caerse.
—¿Qué haces? —preguntó ella entre risas.
—Te muestro la casa —contestó con una hermosa sonrisa y emprendió el camino escaleras arriba.
Cruzaron el largo y ancho pasillo hasta detenerse en la puerta de la habitación principal. Odette extendió la mano para abrirla y, después de entrar, él la cerró con la planta del pie.
—Al fin solos —murmuró Albert al oído de su compañera y ella le plantó un ansioso beso—. ¿Tienes idea de lo difíciles que fueron estos meses sin vivir a tu lado?
—¿Y me lo dices a mí? Más de una vez planeé colarme a la casa, pero la tía Elroy me habría matado al enterarse.
Con sumo cuidado, Albert la recostó en la cama y la besó larga y profundamente hasta estar acostados uno encima del otro.
Ambos sabían lo que hacían, lo que deseaban y lo que habían pospuesto un par de días tras la boda, anhelaban fundirse en un solo ser y no tardaron en deshacerse de todo aquello que les estorbaba. Las manos de Albert recorrieron por primera vez el cuerpo desnudo de su compañera y amó cada centímetro de esa hermosa piel que se erizaba ante su contacto. Los besos de Odette se esparcieron por todo aquel perfecto y viril cuerpo, reconociendo y probando cada parte.
—Cuando quieras —dijo Albert con la voz ronca tras besar el cuello de Odette. Ella tomó su rostro entre sus manos y lo miró con curiosidad, pero de inmediato comprendió lo que se refería su esposo y lo deseó todavía más por permitirle ser ella.
—Primero a tu manera —respondió con voz dulce y le ofreció sus labios para que Albert la hiciera suya por primera vez.
La habitación estaba en penumbras y en completo silencio pues la noche había caído hacía varias horas y las personas que habitaban la casa estaban sumidas en un profundo sueño. Todas, salvo una inquieta cambiante.
Albert dormía profundamente y la tenía envuelta en su abrazo. Odette se acurrucó en el cuerpo de su compañero y besó su pecho con delicadeza para no despertarlo. Sonrió, pues estaba feliz con el cambio que había dado su vida; ahora tenía un compañero, un maravilloso hombre con el que se había casado bajo todas las leyes y tradiciones humanas y con el que había cumplido hasta el más mínimo protocolo que dictaba una vieja sociedad que no tenía idea de que personas como ella existían y se regían por sus propias leyes. Odette había seguido esas normas y ahora era momento de cumplir con las que su naturaleza le exigía.
Se deslizó entre los brazos de Albert y este no sintió su ausencia, no de inmediato porque cuando ella lo miraba de rodillas sobre la cama, él movió la cabeza en su dirección. Era tan atractivo, incluso dormido, con el rostro relajado y su pecho subiendo y bajando al compás de su respiración.
Cual loba acechando a su presa, Odette acarició con su nariz el torso desnudo de Albert y dejó un camino de besos por toda su cálida piel. Él despertó.
—¿Qué pasa?
—Shh, —dijo ella poniendo un dedo en los labios de Albert—. Necesito hacerlo —añadió con voz suplicante y, al mismo tiempo, seductora.
Albert parpadeó varias veces para terminar de despertar y su visión se acostumbró un poco a la oscuridad que los rodeaba. Odette se apropió de su boca y él la tomó del cuello para profundizar aquel necesitado beso. Ella se acomodó a horcajadas en él y sus manos bajaron con decisión hasta su excitado miembro. Un gemido por parte de Albert fue la confirmación de que iban por buen camino y su boca descendió de nuevo por su cuerpo, besando, marcando, lamiendo y buscando el lugar donde debería ir su marca.
—Mmm —gimió ella en cuanto lo supo.
Su cabello caía en cascada y Albert lo enredó en su mano.
Sintió la desesperación, la excitación y la emoción de su mujer al hallar el lugar, así como su saliva y sus dientes hincarse en su piel.
—Mío.
La vida estaba pagando todo lo que le debía a William Albert Andley. Después de muchos años en soledad, el joven patriarca tenía una hermosa esposa que lo apoyaba en cada decisión que tomaba, claro que no lo hacía ciegamente y siempre tenía que escuchar las opiniones que ella tenía, lo que casi siempre era refrescante. Además, Albert tenía a su lado una amplia familia, su sobrino Archie estaba por concluir la universidad y quería unirse al corporativo Andley mientras que su sobrino Anthony lideraba la manada de cambiantes al lado de Candy, su hermana menor, como Albert siempre la había considerado y en compañía de su primo Víctor. Su tía Elroy se había instalado permanentemente en Florida y confiaba en él en cuanto a la toma de decisiones en los negocios y los asuntos familiares; mientras que su fiel amigo George, seguía apoyándolo y aconsejándolo siempre que lo necesitaba, además de que lo cubría en sus disparatados planes.
—¿Qué dijo la tía Elroy de nuestro viaje? —preguntó Odette levantándose un poco de la cama.
—George lo resume así: "la señora Elroy les desea un buen viaje y espera que después de este sean más mesurados en sus planes".
Odette rio a carcajadas y volvió a acostarse en la cama.
—O sea que nos llamó locos por irnos a África así como así.
—Por eso le avisé cuando ya estábamos a medio camino —dijo Albert acostándose al lado de su esposa—. ¿Te sientes mejor? —preguntó acomodando las almohadas para que ella estuviera más cómoda.
—Sigo con el estómago revuelto —se quejó ella—. Debí imaginarlo, las olas no le hacen bien a los cambiantes.
Albert y Odette iban en un barco rumbo a África después de posponer su viaje de bodas un par de años. Ella quería conocer la tierra de la que tanto hablaba Albert y él ansiaba retornar a uno de sus lugares más favoritos en compañía de la mujer que amaba.
Sin embargo, el viaje estaba siendo difícil para ella pues la mayor parte del día se la pasaba mareada y vomitaba al menos una de las tres comidas diarias. Aquel día no fue la excepción y Odette prefirió quedarse en cama y dormir para ahuyentar la molestia.
—Lamento no poder hacer nada para calmar tu malestar, pero ya falta poco para llegar.
Odette asintió y cerró los ojos, se refugió en los brazos de su esposo y cayó en un profundo sueño.
Desembarcaron en Marruecos y se trasladaron hasta Egipto, donde Albert perdió toda la atención de su compañera quien, maravillada por la cultura, decidió recorrer los museos, bibliotecas y pirámides, al grado de casi desistir de llegar a su verdadero destino, Tanganica.
—Espero que la cabaña sea de su agrado, no es tan cómoda como lo que usted acostumbra, pero es lo mejor que tenemos en la zona.
—¡Es perfecta, Amari! —respondió Odette con entusiasmo al recorrer la casa que habitarían los próximos meses—. Además, con esa vista, no tenemos derecho a quejarnos. ¿En serio? ¡El monte Kilimanjaro desde la puerta!
—Gracias, amigo. Es más de lo que pedí —agradeció Albert tendiendo la mano de su viejo conocido.
—Lo mejor para nuestro encantador de animales —dijo Amari con cierto dejó de burla—. Los dejaré para que se instalen, pero los espero a cenar. Ya saben el camino a mi casa —dijo el hombre señalando hacia el oeste.
Albert acompañó a su amigo hasta la entrada y cuando volvió al interior rio por la ternura que le causaba el entusiasmo de Odette. Ella recorrió cada rincón de la pequeña casa y observó cada detalle de la decoración africana, aderezada con las comodidades occidentales.
—¡Este lugar es magnífico! Mira, mira esta cama —exclamó dejándose caer de espaldas y rebotando un par de veces.
—¿En serio te gusta? ¿No es muy modesto para ti?
—¿Modesto? ¡Pero si tenemos todo y más de lo que necesitamos! Un techo, una cama, agua y comida son suficientes. Además, no puedo exigirle más a "nuestro encantador de animales". Dime, ¿cuándo empezarás a tratar a los animales de la reserva?
—En cuanto Amari me diga. De seguro esta noche me dará instrucciones.
Esa noche cenaron en compañía de Amari y su familia, una esposa y tres inquietos niños a quienes Odette se comprometió a ayudar en sus lecciones mientras su marido estaba tratando a los animales de la reserva.
Amari era el artista que había pintado la pintura que tenían en casa y Odette viró la conversación en torno al tema.
—¡No sabes el trabajo que me costó que Albert aceptara el cuadro cuando se lo regalé!
—Tenías una buena oferta de un comprador alemán, debiste aceptar ese dinero.
—¿Y ese hombre para qué quería tu retrato?
—¡Entonces sí es Albert el del retrato! —terció Odette.
—Claro, no me digas que no se parece.
—Sí se parece, pero nunca estuve segura de que fuera él. Su esencia está ahí, pero sus ojos…
—¡Esa es mi falla! Sus ojos son oscuros porque en esa época, nunca se quitaba los anteojos.
—Me llamaban "anteojos negros" en Londres y el apodo llegó hasta aquí —explicó Albert cuando Odette volteó a mirarlo para confirmar lo dicho por Amari.
La velada terminó y la pareja volvió a su cabaña. Habían hecho un largo viaje durante semanas y por fin llegaban a un lugar para instalarse cómodamente.
Las noches en África eran cálidas, silenciosas y pacíficas, lo que ayudaba a ambos a conciliar el sueño después de un caluroso y agitado día de trabajo por parte de ambos hasta que…
Odette despertó en la madrugada, Albert la rodeaba con su brazo y su mano reposaba en su estómago protectoramente. Intentó moverse, pero el agarre de Albert, aún dormido, se lo impidió, así que optó por darse la vuelta y abrazar a su compañero.
Le daría la noticia en cuanto amaneciera.
Las cartas de felicitación llenaron el escritorio que tenían en la cabaña. Candy escribió una extensa misiva en la que expresaba su emoción por saber que Albert y Odette esperaban a su primer hijo. Las últimas líneas eran de Anthony en las que los felicitaba y decía que ya tenía todo listo para que los padres de Odette viajaran hasta Tanganica para ayudar a la pareja, pues, después de todo, se trataba del embarazo de una cambiante y había ciertas precauciones que tomar. Aaron también escribió y pidió encarecidamente a Albert que cuidara de su prima.
Los humanos también les escribieron. George, Archie y la tía Elroy estaban emocionados por saber que el patriarca de los Andley pronto tendría un heredero o heredera…
Aurora era el vivo retrato de su padre, sus ojos azules y su cabello rubio brillaban con los intensos rayos de sol que cada día cubrían el paisaje africano. Era la adoración de sus abuelos y sus padres, que hacían una fiesta de cada risa, cada puchero, cada bostezo y cada gesto.
—Albert, te lo vas a perder —gritó Odette desde la entrada de la casa con la niña en brazos.
—¡Ya voy!
Albert dejó la correspondencia descuidadamente sobre el escritorio y se apresuró a salir. Su esposa lo esperaba sentada en los escalones de la entrada con Aurora en su piernas mientras le decía lo hermosa que era y le besaba las mejillas que mostraban ya unos hoyuelos cuando reía.
Se sentó al lado de ellas y la pequeña le extendió los brazos. Albert la cargó y la acomodó en sus piernas para observar el atardecer juntos, como venían haciendo desde que llegaron al país africano y cuya estadía se había extendido gracias a la llegada de Aurora.
—Esto es hermoso —dijo Odette apoyando la cabeza en el hombro de su compañero.
—Lo es —afirmó el joven patriarca de los Andley, quien ya nunca estaría solo.
Gracias por leer
