ZELDA

Link estaba enfadado. Estaba furioso, si era sincera. Llevaba años sin verlo tan alterado.

Él tenía una forma particular de enfadarse. No enrojecía, como me ocurría a mí. No alzaba la voz muy a menudo; en cambio, su tono solía ser frío y controlado. Hablaba en voz baja, algo entre un siseo y un susurro. Se quedaba tan quieto que siempre conseguía preocuparme. A veces no se movía un ápice durante toda la discusión.

Y, por supuesto, lo más especial eran los silencios. Cuando Link estaba enfadado, solía dejar que se alargaran. Sabía cómo llenar los silencios de ruido sin necesidad de hablar. Sabía cómo mirarte y, sin decir una sola palabra, hacerte sentir culpable del peor crimen cometido jamás, por muy en desacuerdo que estuvieras.

Nunca había visto a nadie enfadado que diera más miedo que él. Ni siquiera mi padre se acercaba.

Lo observé, con el corazón aporreándome en el pecho, mientras él miraba fijamente la madera de la mesa. Estábamos de pie, uno a cada extremo de la mesa. Yo no le tenía miedo a Link, aun cuando estaba enfadado. Sin embargo, quería poner un poco de distancia entre su gelidez y yo. Tenía la esperanza de que así hiciera menos daño.

—Link —susurré en tono suplicante—, di algo. Maldita sea, no pienso estar así toda la noche.

Escuché como tomaba aire y luego lo soltaba. Me miró por fin, y sus ojos me dejaron congelada en el sitio.

—Bastardo —dijo en voz baja

Me apresuré a ir en su dirección, por si acaso se le ocurriera ir hacia la puerta.

—Link, ¿por qué no hablamos y luego...?

—Bastardo —escupió él, ignorando mis palabras—. Ese maldito bastardo. Voy a..., a...

Puse una mano sobre su pecho. Sentí los rápidos latidos de su corazón bajo mi mano.

—Respira hondo. Esto no nos dará soluciones, Link.

—Voy a matarlo —susurró con tanta firmeza que por un horrible instante lo creí. Tenía la mano apretada en un puño. La mano de la espada—. Lo mataré con mis propias manos.

El silencio sobrevino de nuevo. Era tan pesado que casi podía escuchar el canto de los grillos en el jardín. Él se me había quedado mirando, y yo le sostenía la mirada sin parpadear. Pareció darse cuenta de lo que acababa de decir, porque suspiró y apartó la vista.

—¿Por qué los llevaste con el alcalde, Zelda? —dijo en un tono mucho más calmado, aunque en el fondo de su voz seguía oyendo la ira contenida.

—¿Dónde querías que los dejara? ¿Solos en casa? Arwyn ni siquiera tiene siete años todavía.

—No tenían por qué quedarse solos —replicó él—. Podrías haberlos dejado con la señora...

—Es una anciana, Link. No tengo ningún derecho a imponerle el cuidado de nuestros hijos.

—Había otras soluciones mejores a llevarlos contigo, maldije sea —siseó él. La calma empezaba a desaparecer de su voz—. Tienen amigos. Seguro que alguno podría cuidarlos por un...

—Oh, lo haría —dije con una carcajada amarga. Había estado esperando que él propusiera algo así—. Me resulta muy gracioso que digas eso cuando ya lo hemos hablado cientos de veces. Tú no quieres que nadie de la aldea se quede con los niños porque no te fías de nadie.

Sus ojos se volvieron duros otra vez.

—Lo siento por preocuparme por la seguridad de nuestros hijos —masculló.

—Yo no lo llamaría preocupación. Diría más bien obsesión.

Se puso en pie de un salto, y yo lo seguí. Algo me gritaba que no debíamos manejar la situación de aquella forma. Que no debíamos seguir discutiendo. Discutir nunca nos llevaba a nada. Sin embargo, no me veía capaz de detenernos.

—Teníamos un maldito acuerdo, Zelda. Sabías que yo no quiero que ellos estén cerca de ese... del alcalde. Pensaba que al menos respetabas eso.

—Ya veo —murmuré. Intenté sonar tan fría como él cuando se enfadaba—. Esto no es solo por Arwyn, ¿verdad? También es porque he desobedecido tus órdenes.

Link se detuvo en seco. Parpadeó, y la ira desapareció por un momento.

—¿Qué?

—Tú sabes a lo que me refiero. No recuerdo que llegáramos a ningún acuerdo, Link.

Él soltó un gruñido y se pasó una mano por el pelo.

—Por Hylia. Deja de pensar en ti misma por una vez y piensa en tus hijos. Pensaba que a ninguno le gustaba el alcalde. ¿Por qué demonios los llevarías a hablar con él? No es tan difícil disculparse por una vez.

Aquello había dolido, no iba a negarlo. Estaba convencida de que había mejorado en lo de mi egoísmo durante el paso del tiempo. Aunque siempre salía a la luz cuando discutía con Link.

Cerré los ojos y me dejé caer sobre la silla.

—¿Sabes qué? Tienes toda la razón del mundo —susurré—. Soy egoísta y no pienso en mis hijos. No volverán a encontrarse con el alcalde nunca más si yo puedo impedirlo.

Él tomó asiento también. El brillo de la ira se extinguía poco a poco en sus ojos.

—No creo que seas egoísta, Zelda —dijo.

Lo miré, parpadeando para contener las lágrimas. Había mejorado en eso también, con el paso de los años.

—¿Entonces qué crees? —pregunté, tan agotada como él.

Abrió la boca para contestar, pero entonces escuchamos un chirrido y pisadas descalzas recorriendo la habitación.

—¿Mamá?

Ambos nos giramos al mismo tiempo. Me sorprendió ver a Arwyn al otro lado. No tenía los ojos enrojecidos ni rastros de lágrimas en las mejillas, aunque se abrazaba a sí misma, como si tuviera frío. A mí también me ayudaba aquel gesto cuando necesitaba reconfortarme a mí misma.

—¿Una pesadilla, Wynnie? —le pregunté mientras Link iba en su dirección.

—No puedo domir.

Pensé en corregirla, pero al final me di cuenta de que eso solo añadiría más sal en la herida y la haría cerrarse en sí misma de nuevo, como llevaba casi dos días seguidos haciendo.

Link la cogió en brazos y ella le rodeó los hombros. Era diminuta. Vulnerable. Link tenía razón; había sido egoísta. Mi deber como su madre era protegerla, y le había fallado.

Me tragué las lágrimas otra vez.

—¿Estás hablando alto con mamá? —preguntó ella con curiosidad.

Link y yo compartimos una rápida mirada. Él parecía avergonzado. Diosas, cada vez nos parecíamos más a jóvenes de dieciocho años. Y eso no era bueno.

—¿Lo has oído? —quiso saber Link.

—No —murmuró ella—. Artty se ha dormido. No oye nada.

Contuve un suspiro de alivio. A Arwyn no le haría ningún bien escuchar a sus padres discutir. No lo hacíamos muy a menudo, así que los niños no estaban acostumbrados a manejar situaciones como aquella.

—Mamá y yo estábamos... estábamos hablando.

—¿De qué?

—De... —Link me miró de nuevo y titubeó.

Resoplé, irritada por su indecisión, y me acerqué a ellos en dos zancadas. Arwyn me miró con los ojos brillantes.

—Estábamos hablando de ti, Wynnie. Tengo que pedirte perdón.

—¿Perdón? ¿Tú? —dijo ella, como si de repente estuviera hablando en hyliano antiguo.

—Sí, Wynnie. No debería haberte llevado con ese hombre malo. No nos aprecia a tu padre y a mí. Papá no quería que te llevara, pero... Bueno, lo siento, Arwyn.

Su rostro se había ensombrecido mientras yo hablaba, pero una sonrisa volvió a iluminar su gesto de pronto.

—Perdonada, mamá.

Di gracias por que fuera solo una niña. Una niña con un corazón tan inmenso que ni siquiera podría concebirlo en mi cabeza. En eso había salido a su padre.

—Me alegro de que estés mejor, Wynnie —le dijo Link. La sonrisa de ella se hizo más amplia, y soltó varias carcajadas cuando él le besó los rizos dorados—. No vuelvas a hacerle esto a papá. Sabes que no puedo verte triste.

—El hombre malo dijo cosas malas.

—Es lo que hacen los hombres malos —murmuró él, abrazándola con más fuerza.

Ella empezó a revolverse entre los brazos de su padre.

—Me plastas, papá.

Link se la ajustó entre su agarre. Arwyn era menuda, pero tenía casi siete años. No era nada fácil sostenerla ya. Y él lo sabía; sabía que los músculos le protestarían dentro de unas horas. Y me pediría aquel maldito té que en realidad no tenía nada especial.

—¿Por qué no nos sentamos? —sugerí—. Papá ha hecho un largo viaje.

La chimenea seguía encendida. Tomamos asiento junto al calor del fuego, y Arwyn se acomodó entre los dos. La cubrí con una manta.

—¿Por qué no quieres hablar, Wynnie? —le preguntó Link en voz baja. Aquello me resultó terriblemente familiar, aunque no permití que los viejos recuerdos salieran a la luz después de tanto tiempo.

Ella se cubrió con la manta hasta la nariz y negó con la cabeza. De pronto había un brillo nuevo en sus ojos. Se parecía al miedo.

—Es importante que nos lo cuentes —le dije, intentando imitar la calma de Link—. Papá y mamá están para escucharte y para protegerte de la gente mala.

Me mantuve en silencio mientras ella me miraba a mí y luego a Link, para después mirarme a mí de nuevo. Y así durante un rato que se me hizo eterno. Él no dejó de acariciarle los rizos.

La sensación de fracaso por no haber sido capaz de ayudar a mi propia hija empezaba a ponerse cómoda en mi corazón cuando Arwyn decidió hablar por fin.

—Artty dice que... que no sé hablar —susurró. La voz le temblaba—. Y yo... Si no hablo, no pasará nada. No dirán nada malo. Como el hombre malo.

Empecé a negar con la cabeza un instante después de que ella hubiera terminado. Pasé un brazo alrededor de sus hombros. El de Link ya estaba ahí, pero no me importó en absoluto.

—Las cosas no funcionaba así, Arwyn —dije. Traté de sonar gentil y firme al mismo tiempo. Hablar con los niños no era como hablar en las reuniones del concilio. Me había llevado unos años aprenderlo. Link, por otra parte, siempre había sabido entenderse con sus hijos a la perfección. Di gracias una vez más por tenerlo a mi lado—. Hay cosas en el camino que se llaman obstáculos. ¿Lo habías oído?

Ella lo pensó un momento.

—No.

—Los obstáculos son... dificultades. —Ella frunció el ceño, confundida, así que proseguí—. Cosas que nos cuesta superar. Cosas difíciles.

—¿Como cuando quiero manzanas y están muy altas?

Sonreí un poco.

—Es un buen ejemplo —respondí—. Todavía te queda mucho por crecer, Wynnie. Y me temo que las cosas solo se complicarán más y más mientras lo haces.

—No crezcas nunca —murmuró Link. Ella rio y le dio un tirón en el pelo. Escuché como Link gruñía, pero no soltó a Arwyn.

—Cuando papá te ayuda puedes llegar hasta las manzanas que están más altas, ¿verdad? —Ella asintió con energía—. No hablar bien es lo mismo. Papá y yo te ayudaremos. A muchos niños les pasan cosas así, Wynnie.

Arwyn se cubrió con la manta hasta la nariz de nuevo.

—¿Es algo m-malo?

—Oh, claro que no, Calabacita. Mejorarás con el tiempo. Acabarás hablando mejor que papá y yo, ya lo verás. Pero hay que equivocarse para aprender. Callarse no soluciona nada.

No me hizo falta verle la parte baja del rostro para saber que no se lo creía del todo.

—Todos los demás hablan bien.

Me maldije a mí misma por no haber tratado aquel tema con ella mucho antes. Diosas, siempre llegaba tarde.

—¿Quieres que te cuente una historia, Wynnie? —intervino Link antes de que yo pudiera responder.

—No quiero la del otro día. La del hombre en la montaña.

Él soltó una carcajada.

—Es una historia de verdad. Te lo prometo.

Arwyn dudó un instante antes de asentir. Link carraspeó y cogió su mano diminuta.

—Cuando yo tenía tu edad, me pasaba algo parecido.

Arwyn dejó escapar una exclamación ahogada.

—¿No hablabas bien?

—No era eso. El problema era que no podía leer nada.

Lo miré con curiosidad. Nunca me había hablado de aquello. No solía mencionar a su familia y su pasado a menudo, aunque sabía que los tenía presentes, igual que yo.

—Mamá dice que leo bien. Me quivoco, pero leo bien.

Equivoco, Wynnie —le recordé con suavidad. Ella asintió y pronunció la palabra para sí misma.

—Entonces tienes suerte —prosiguió Link—. Leía muy despacio. Y, cuando leía en voz alta, todos alrededor se reían. A mí no me gustaba que la gente mala me dijera cosas malas, como a ti.

—Pero, papá, a ti no te hacen cosas malas —repuso ella.

—Oh, de pequeño me las hacían. Algunos me ponían gusanos en el guiso. —El rostro de Arwyn se ensombreció— . Con el tiempo mejoré, con ayuda, aunque me equivoqué muchas veces. Hay que tener paciencia.

—¿Qué es eso? —preguntó Arwyn.

Link titubeó, y supe que estaba buscando las palabras adecuadas. Y pidiéndome ayuda en silencio, también. De aquellas cosas solía encargarme yo.

—¿Cuánto tarda mamá en enfadarse? —pregunté.

Ella me miró, sonriente.

—Poco.

—¿Y papá?

—Papá no se enfada.

—Oh, papá sí que se enfada —reí yo—. Pero tiene más paciencia. Tarda mucho más en enfadarse. ¿Lo entiendes?

Ella asintió y se apoyó en mi hombro. Su aroma fresco me envolvió entonces. Me pregunté cómo demonios podía oler tan bien cuando se pasaba el día en el jardín, corriendo de un lado a otro y ensuciándose con la tierra. Si yo hiciera lo mismo, apestaría tanto que tendría que frotar con fuerza en el baño para deshacerme del hedor.

Sentí como los dedos de Link jugueteaban con los míos de pronto. Permití que lo hiciera, aunque no lo miré. Cada vez me costaba más enfadarme con él. Era una verdadera tortura, y no me apetecía en absoluto evitarlo cuando él acababa de regresar a casa y me necesitaba. Sin embargo, tampoco iba a fingir que la discusión no había ocurrido. Conservaba algo de mi orgullo después de tantos años.

Arwyn no tardó en dormirse. Solo me atreví a mirar a Link entonces. La expresión de su rostro era indescifrable, aunque ya no parecía enfadado. Suspiré y arropé mejor a Arwyn con la manta.

—Llévala a la cama —susurré—. Yo te haré un poco de té.

Era tarde y estaba agotada, pero lo suyo debía ser peor. Tenía círculos oscuros bajo los ojos. No quería ni imaginar lo magullado que debía de estar tras haber pasado horas a caballo.

—No hace falta, Zelda —dijo él en voz baja—. Vete a la cama. No tardaré.

—Sí te hace falta. Te lo veo en la cara.

—Pero...

—Nada de peros —sentencié. Él clavó la vista en el suelo—. No quiero que el dolor empeore. Estarás insoportable mañana.

Podría haber jurado que estaba sonriendo.

—Zelda, no quería...

—Ahora no. Llévala a la cama o seré yo quien esté insoportable.

Lo escuché reír. Aquel sonido era inconfundible.

Arwyn murmuró algo cuando Link la cogió en brazos. Observé como abría la puerta y se perdía bajo el umbral oscuro de la habitación.

Me puse en pie y empecé a preparar el té. Nos estábamos quedando sin hierbas. Tendría que ir a la tienda a por más.

Escuché los pasos de Link a mi espalda poco después. Él se acercó lo suficiente para que llegáramos a rozarnos, pero no tanto como solía hacerlo cuando necesitaba algo de cariño. Yo no dije una palabra. Él se había enfadado, y él tendría que disculparse. Yo ya había pedido perdón dos veces, de todas formas.

—¿Qué le pones a eso? —me preguntó.

—Agua —dije. Él soltó un bufido, así que añadí—: Hierba de Hyrule, entre otras hierbas medicinales. Si me siento atrevida, algo de fruta.

—Es lo mismo que le pongo yo —gruñó él, confundido—. ¿Por qué el tuyo es el único que funciona?

Sonreí y, tras remover el agua que ya hervía, me giré para mirarlo.

—Es algo de tu cabeza —dije.

—Mi cabeza siempre es el problema —masculló.

No fui capaz de contener una risita, muy a mi pesar.

—Esta vez es de verdad, Link. Te convences a ti mismo de que solo mi té puede ayudarte con el dolor. Ya lo tienes tan bien asimilado que ni siquiera lo dudas. Te lo crees tanto que el dolor se va de verdad. —Le aparté el pelo del rostro y sonreí—. Es una simple ilusión de lo que tienes ahí dentro.

Él se mantuvo en silencio unos instantes. Frunció el ceño.

—¿Entonces no funciona en realidad?

Puse los ojos en blanco y le tendí una taza de té humeante.

—Tú solo bébetelo entero.

Alzó una ceja, aunque aceptó la taza.

—¿No vas a envenenarme?

Me limité a sonreír. Luego me giré y recogí las hierbas que habían sobrado para poder guardarlas en su lugar.

Hubo silencio por un corto instante. Escuché como tomaba un sorbo de té. Después dejó la taza en la mesa con suavidad. Y, un momento más tarde, estaba pidiéndome disculpas en tono suplicante. Yo reaccioné de la misma forma, así que estuvimos a punto de disculparnos al unísono.

Sabía que él hablaba con sinceridad. También sabía que no podía estar mucho tiempo enfadado conmigo, igual que yo con él. Así que ambos aceptamos las disculpas del otro y, por primera vez en semanas, la cama no me pareció tan grande.

*

—He visto que hay un nuevo pozo construyéndose en Hatelia. Los planos me resultaron vagamente familiares —dijo Nyel.

Link estaba ocupado examinando el tronco de uno de sus manzanos. O al menos eso quería creer yo. Estudiaba la madera con el ceño fruncido, como si estuviera buscando alguna respuesta escondida. Contuve una mueca y miré a Nyel.

—Eso es porque Karud está detrás de esos planos.

—Como siempre —masculló Link. Sentí una punzada de irritación. Tenía la extraña habilidad de escuchar a escondidas. De mezclarse con el entorno de tal forma que llegabas a pensar que ni de lejos podía estar prestando atención a la conversación.

Ni siquiera se dignó a alzar la vista del tronco cuando le dirigí una mirada de advertencia.

—Hacía falta un pozo en Hatelia —seguí diciendo—. El viejo estaba... Bueno, estaba viejo y gastado. Era mejor renovarlo.

—¿Y el alcalde? —preguntó Nyel.

Los movimientos de Link se congelaron por un instante, aunque luego siguió como si nada hubiera ocurrido. Probablemente solo yo me había dado cuenta de su desliz insignificante.

Observé a los niños, que jugaban entre los manzanos, a pocos pasos de donde estábamos nosotros. Habían transcurrido varios días desde el regreso de Link, y Nyel había permanecido en la aldea durante aquel tiempo. Según decía, había estado ocupado contando historias y cumpliendo con su deber. Siendo un bardo, a decir verdad.

Yo me encontraba mucho mejor. Había dejado de sangrar, y sabía que quedaba poco para que el ciclo de la luna comenzara de nuevo. Link y yo podríamos intentarlo otra vez, pese a que ninguno hubiera vuelto a mencionarlo. Sin embargo, podía percibir que él esperaba una señal por mi parte.

Mucho me temía que no tardaría en dársela.

—El alcalde sigue como siempre —suspiré yo—. No somos de su agrado. Seguro que le encantaría vernos fuera de Hatelia. De Necluda, si no es mucho pedir. Tampoco hace muchos esfuerzos por ayudar a su pueblo.

Y pensar que el alcalde Rendell era lo más parecido a un rey que el Hyrule poseía. Casi podía ver el brillo de indignación en los ojos de mi padre si se enterara de todo aquello. De como a aquel hombre no podía importarle menos su propio pueblo.

—No es muy querido en la aldea —dijo Nyel—. No lo odian, pero creo que si fuera reemplazado pocos se quejarían.

—Lleva muchos años en el mismo puesto —murmuré—. Es difícil que sea reemplazado.

—En ese caso, tal vez sea hora de cambiar. —Alcé una ceja. Los movimientos de Link habían cesado por completo. Tenía toda su atención puesta en la conversación. Nyel lo miró y luego examinó sus alrededores. Se inclinó en nuestra dirección y, cuando habló, lo hizo en un susurro—. La gente de Hatelia os aprecia. A vosotros y a vuestra familia. Ambos lleváis años aquí y ellos saben lo que habéis hecho por Hyrule. He oído cómo hablan de vosotros. Creo que te aceptarían como alcaldesa, Zelda.

Compartí una fugaz mirada con Link. No parecía sorprendido. Yo tampoco lo estaba. No era la primera vez que me decían algo así.

—No necesito ser alcaldesa para liderar —dije con una sonrisa—. Yo me entero de todo lo que pasa en esta aldea antes que el propio alcalde. Superviso todos los proyectos, tanto de construcción como de otro calibre. Luego hablo con Rendell y se lo entrego todo prácticamente terminado. Él solo firma cuando tiene que firmar. Así funciona Hatelia.

Nyel parpadeó. Durante un rato, solo se oyó el crujido de la hierba y las risas de los niños. Nyel había traído a sus hijas y, aunque fueran mayores que Arwyn y Artyb, parecían estar disfrutando de la compañía.

—Solo creo que serías una gran alcaldesa. Una amada por su pueblo. Los hylianos necesitan líderes jóvenes y fuertes para los tiempos que se avecinan, aunque sea una época de paz. Aunque se debería tener en cuenta que llevo un tiempo sin visitar Hatelia, así que desconozco el funcionamiento de este lugar.

—Es como el fango —dijo Link. Tomó asiento a mi lado—. Cuanto más intentas atravesarlo a pie, más rápido te hundes. Y también apesta.

Contuve la risa a duras penas. Nyel sonrió.

—No todos los líderes son como vuestro alcalde, amigo mío —repuso—. Yo estoy satisfecho con la nueva organización en cada región. Les dais independencia, aunque se ha firmado una coalición y todos estamos obligados a seguirla. Una solución ideal.

Me pregunté si mis hijos podrían decir lo mismo cuando yo no estuviera. Si Hyrule seguiría funcionando o si se haría pedazos en cuanto me fuera. Me daba miedo descubrir la respuesta.

—¿Qué hay de los orni? —pregunté. Estaba harta de hablar de los hylianos—. No he visitado Tabanta desde hace un tiempo.

—Tabanta sigue igual. Las reparaciones del puente aún no han terminado. Creo que necesitan ayuda de los hylianos, pero se niegan a pedirla. Ya sabéis cómo son algunos; demasiado orgullosos para aceptar una simple verdad.

El gran puente de Tabanta había estado en una condición precaria la última vez que visité la región. Había tenido que hacer verdaderos esfuerzos por convencer al patriarca de que era hora de arreglarlo. Y él había entrado en razón, aunque se negaba a aceptar ayuda de los hylianos. Ni de ninguna otra raza, a decir verdad.

—Si quieren ayuda, tendrán que pedirla —dijo Link—. Los zora lo han hecho. Los términos se pueden negociar.

—Nunca pedirán ayuda, Link. Ya sabes cómo son.

Nyel asintió con tristeza. Hubo silencio durante un rato. Al final, Nyel suspiró y se puso en pie.

—Gracias por traerme aquí. Tenéis unas tierras espléndidas.

—No es para tanto —dijo Link—. Hay granjeros en Hatelia que tienen tierras más grandes.

—La tierra en esta parte de Hatelia siempre ha sido más fértil que las demás —intervine yo—. No es mucho, pero me alegro de que la compráramos.

—¿No deberían haberte pertenecido por derecho? —preguntó Nyel, mirando a Link.

—Pertenecían a mi familia —asintió él—. Después del Cataclismo quedaron abandonadas, igual que la casa. El rey se las dio a mi padre con el título de caballero. Y yo habría sido su heredero, si las cosas no hubieran salido tan mal. —Guardó silencio por un corto instante. Sabía que aún le dolía. Podía entender cómo era ser el último de tu familia. Sin embargo, sabía también que el dolor había disminuido cuando los niños nacieron—. Así que deberían haber sido mías siempre.

Nyel sonrió.

—Ojalá en el Poblado Orni tuviéramos espacio para edificar. Siempre he querido abrir mi propia posada. Así no tendría que viajar tan lejos.

—Todos los viajeros pasarían de largo de la posta de Tabanta y se irían a la tuya —reí yo.

—Irritaría al patriarca. Las Diosas saben cuánto —rio Nyel también—. Debería irme ya. Seguro que tenéis asuntos que atender.

Link se me quedó mirando fijamente. Sabía que él estaba esperando. Así que contuve un bufido de irritación y me aclaré la garganta.

—Me gustaría pedirte un favor.

—Lo que sea, Zelda.

—Hoy tenemos que reunirnos con el alcalde. No queremos llevar a los niños, y me preguntaba si podrías vigilarlos un rato. No será mucho tiempo, lo prometo.

—Oh, por supuesto. No podría negarme. Vuestros pequeños son una maravilla. Estaré todo el día en Hatelia, así que no os preocupéis.

Sonreí con alivio. Al menos eso había ido bien.

Una vez Nyel se hubo marchado con sus hijas, Link y yo nos quedamos a solas. Observé como Artyb estudiaba una manzana con ojo crítico.

—No podemos hacer esto siempre que tengamos una reunión, Link.

—Ya lo sé —masculló él—. Ya nos las arreglaremos de otra forma.

Suspiré. Él siempre quería resolver los problemas a su debido tiempo. A mí me gustaba resolverlo todo con antelación. Quizá por eso funcionábamos tan bien a la hora de trabajar.

—¿Tu padre eligió estas tierras? —pregunté—. ¿O mi padre se las dio sin que él tuviera elección?

—Creo que el rey las eligió —respondió él—. Mi padre se contentó con eso. Estaban cerca de nuestra casa y eran tierras fértiles. Pero fue hace mucho tiempo. Y tengo...

—... mala memoria, ¿a que sí?

Él sonrió y deslizó un brazo alrededor de mi cintura. Yo me entregué a su calidez.

El corazón se me detuvo, sin embargo, cuando vi a Artyb escalando un manzano. Link debió darse cuenta porque me abrazó con más fuerza y cogió mi mano.

—No va a pasarle nada, Zelda —dijo en voz baja—. No es un árbol alto. Él sabe escalar sin caerse y, aunque se caiga, no se rompería nada.

Un escalofrío me azotó entonces. Romperse algo. Diosas, no sabría qué hacer si algo así ocurriera.

—Zelda, escúchame. No va a pasarle nada —insistió él.

—No me gusta verlo escalar —dije. Cerré los ojos cuando Artyb tomó impulso para llegar hasta una de las ramas—. ¿Y si se cae de verdad algún día?

—No se caerá. —Link sonaba muy convencido. Tanto que consiguió calmarme a mí también. Solo un poco.

—No sé cómo puedes dejarlo escalar con ese discurso estúpido que tienes sobre proteger a tus hijos —mascullé.

Él soltó una carcajada.

—Confío en él. Sabe cuáles son sus límites.

—Tiene cuatro años —murmuré, pero me obligué a confiar en él de todas formas.

Aquella tarde, él y yo llevamos a los niños a la posada, donde Nyel estaba tocando. No había mucha gente dentro, por suerte. Sabía que más viajeros llegarían al anochecer, pero nosotros no tardaríamos tanto en hablar con el alcalde.

—Papá y yo volveremos pronto —les dije—. Sed buenos con Nyel.

Artyb sonrió de forma maliciosa y fue hacia Nyel. Arwyn, sin embargo, se nos quedó mirando a ambos.

—¿Vas a ir con el hombre malo? —preguntó.

Parecía preocupada. Odiaba tener que mentirle, pero no quería que le dedicara un solo pensamiento más al alcalde.

—No, Wynnie. Vamos a hablar de cosas aburridas. Tú te quedarás aquí divirtiéndote. —Sonreí, y eso pareció tranquilizarla—. No te preocupes por nada.

Arwyn asintió y siguió a Artyb hacia el interior de la posada. Link y yo dimos media vuelta, en dirección a la casa del alcalde. Me arriesgué a mirarlo entonces. Estaba enfadado. No había participado en la conversación, aunque se había despedido de sus hijos de la forma más amable posible.

—Link —empecé. Intenté imitar el tono lleno de calma que Link solía usar conmigo, aunque también me esforcé por sonar firme—, no hagas ninguna tontería.

—No voy a hacer tonterías —masculló él.

—Tampoco digas nada de lo que puedas arrepentirte después.

—Oh, te aseguro que no me arrepentiré.

Me detuve en medio de la calle y tiré de su brazo para llevarlo a un rincón apartado. No quería que hubiera oídos indiscretos a nuestro alrededor.

—Link —repetí en tono de advertencia.

Él inspiró hondo.

—Lo sé —dijo.

—Prométeme que no vas a hacer ninguna locura.

Él se me quedó mirando durante unos interminables instantes con una expresión que no fui capaz de descifrar. Al final, sin embargo, asintió con la cabeza.

—Te lo prometo —dijo—. Ni siquiera voy armado, Zelda.

—No te hace falta ir armado para hacer locuras —suspiré yo.

—Te lo he prometido.

—Siempre he confiado en ti. No te atrevas a fallarme ahora.

Él sonrió, aunque el brillo no alcanzó sus ojos. Pareció quedarse a medio camino. Cogió mi mano y emprendimos el camino hacia la casa del alcalde.

Link subió los escalones de la entrada en una sola zancada y aporreó la puerta con los nudillos. Lo hizo varias veces, como si quisiera abrir un agujero en la madera. Tiré de su mano para detenerlo. Estaba comportándose como un crío, y no podíamos empezar la reunión de aquella forma. Sobre todo porque había asuntos importantes que discutir.

La esposa del alcalde, Clavia, nos abrió la puerta. Era una mujer de Hatelia, que no interfería en la posición de su esposo. Trabajaba en uno de los campos de cultivo, y no se la veía mucho por la aldea.

—¿En qué puedo ayudaros? —preguntó, observándonos con cierta desconfianza. No la conocía bien, así que no sabía si compartía el poco aprecio de Rendell por nosotros. Si todo lo que había oído de Link y de mí provenía de la boca de su esposo, debía de odiarnos.

—Habíamos concretado una reunión con el alcalde —dije yo antes de que Link pudiera soltar alguna amenaza. O lo que quiera que se le estuviera pasando por la cabeza.

Ella abrió la puerta para dejarnos el paso libre. Link se adelantó y llegó a la habitación donde siempre manteníamos las reuniones con el alcalde como un torbellino. Caminaba tan rápido que casi debía correr para seguir su ritmo, y sus botas resonaban con fuerza contra el suelo de madera. Recé una plegaria silencios por que la situación no se nos fuera de las manos.

Link abrió la puerta sin molestarse en llamar. El alcalde Rendell alzó la vista de su mesa con aspecto aburrido.

Ambos tomamos asiento frente al hombre. Link lo miraba fijamente, y yo me limité a armarme de paciencia. No debía perder la calma bajo ningún concepto. Link no lo haría si la situación no tuviera nada que ver conmigo o con sus hijos.

—Tú otra vez —dijo el alcalde, mirándome. Luego miró a Link con una mueca de disgusto—. Y tú has venido también. Me preguntaba dónde estabas.

—Fuera —respondió Link. La gelidez en su voz me dio escalofríos incluso a mí—. Ayudando a tu pueblo.

Rendell suspiró.

—Siempre me has parecido una verdadera rareza —dijo—. Recuerdo verte con espadas. No tienes pinta de ser un líder. Pero aquí estás ahora. Lideras y mientes. ¿Cómo lo has conseguido?

—Dímelo tú —repuso él con una sonrisa que no auguraba nada bueno—. Eres el experto.

La expresión del alcalde no varió. Era casi tan difícil de leer en ocasiones como Link hacía cien años.

—Vigila tus palabras, chico.

—Tú no pareces vigilar mucho las tuyas.

Entonces vi el atisbo de irritación en los ojos del alcalde, y decidí intervenir.

—Necesitamos que des tu aprobación en un proyecto nuevo.

El hombre le dirigió una última mirada fulminante a Link antes de dirigirse a mí.

—¿Qué proyecto?

—Es sobre la muralla de Hatelia.

—¿Ese montón de piedras? ¿Todavía sigue en pie?

Apreté los puños en mi regazo. No sabía cuándo había salido aquel hombre de Necluda por última vez, pero no me apetecía averiguarlo. Debía de haber cruzado la muralla en las pocas ocasiones en que se había dignado a asistir como líder de la aldea Hatelia a las reuniones del concilio.

—Claro que sigue en pie —respondí—. Los arreglos se empezaron hace unos años, pero tuvieron que detenerse poco después por la construcción de otra aldea. Pretendemos apartar todos los guardianes y limpiar el camino para que esté bien señalizado.

El alcalde apoyó los codos en la mesa. Los instructores que había tenido cuando era princesa habrían estado escandalizados si pudieran verlo.

—Juraría que se había derrumbado —murmuró él—. ¿Y qué pasa con esos guardianes?

—Volverán con los sheikah.

—¿Los sheikah? ¿No fue la destrucción del reino culpa suya?

—Fue culpa del Cataclismo —dije yo. Sin importar el tiempo que hubiera pasado, aquel nombre me seguiría dando escalofríos—. Todo Hyrule cometió errores, no solo los sheikah. Pero ahora no hay amenazas.

—¿Cómo estás tan segura, niña?

Sabía que el alcalde Rendell no quería saber nada de la reconstrucción. Que otros se encargaran de eso. Lo único que le interesaba era irritarnos a Link y a mí. Sin embargo, estaba obligada a responder.

—Hemos investigado para asegurarnos de que esos guardianes no puedan ser influenciados por ninguna energía. No hay nada de lo que preocuparse.

El alcalde leyó los papeles del proyecto. O al menos fingió que los leía.

—¿Y qué harán los sheikah con toda esa chatarra?

—Destruirla.

Iban a destruirla después de investigarla a fondo, por supuesto. Prunia y Rotver estarían allí para supervisarlo todo.

El hombre firmó y luego me devolvió los papeles.

—¿Iréis a esa muralla? —preguntó.

—Claro que sí —respondí—. Link y yo...

—¿Por qué?

Fruncí el ceño, confundida. Miré a Link por si me había perdido algo y él podía continuar, pero seguía teniendo la vista clavada en el alcalde. No tenía pinta de estar confundido como yo. Solo enfadado.

—Es nuestro trabajo.

—No lo es —repuso Rendell—. No tenéis por qué visitar ese lugar como portavoces. Debería ser mi trabajo.

Me detuve en seco. Link soltó una carcajada de pronto.

—¿Vas a supervisar tú esos arreglos?

El rostro del hombre enrojeció.

—Estoy ocupado...

—¿Haciendo qué? Zelda es quien se suele encargar de hacer tu trabajo.

El alcalde se puso en pie de un salto. Me sorprendió que Link no moviera un solo músculo.

—No tienes ni idea —siseó—. Llevo casi nueve años en este puesto. Dos mocosos con suerte como vosotros no van a decirme cómo tengo que hacer mi trabajo.

—¿Mocosos con suerte? Zelda se ha ocupado de tu trabajo durante siete años. Y tú jamás se lo has agradecido.

Abrí la boca para detenerlos a los dos. Siempre habíamos tenido roces con el alcalde, pero nada tan malo como lo que estaba ocurriendo en aquella reunión.

El alcalde de Hatelia se me adelantó, sin embargo.

—Claro que se ha ocupado de mi trabajo. Esa zorra solo quiere ocupar mi puesto.

Me puse en pie de golpe, y Link me siguió. Todos mis intentos por que hubiera paz se hicieron pedazos entonces.

—Bastardo desagradecido —le dije—. Si quisiera tu puesto, podría haberlo tenido desde hace cinco años.

El hombre me miró con ira apenas contenida. Link puso las manos sobre la mesa, y tenía aquel gesto que daba miedo.

—Escúchame bien —empezó en voz baja—; no vas a volver a hablar de mi familia. Mucho menos de mis hijos. Me da igual tu maldita posición, nos comunicaremos por carta si hace falta. Pero no vas a volver a acercarte a ninguno de nosotros si no quieres tener más preocupaciones aparte de tu granja. ¿Me has entendido?

El alcalde no iba a ser tan idiota para hacerlo enfadar todavía más. Lo vi en su rostro. Cuando Link amenazaba solía ir en serio. Y aquel hombre tenía miedo, por mucho que quisiera ocultarlo.

—Eres un salvaje —dijo con voz temblorosa—. Siempre lo he sabido.

—Y aun así es mucho mejor de lo que tú serás jamás —repuse yo.

Luego tiré de la mano de Link para marcharnos de allí. Tenía la firma del alcalde y todo lo que necesitaba. No iba a perder el tiempo en aquel lugar.

Link y yo fuimos de vuelta a la posada sin mediar palabra. Era mejor que no hablara; no sabía qué podría decir mientras estaba furiosa. Era tan malo que percibía como el poder sagrado empezaba a agitarse en mi interior, caliente como el fuego.

De alguna forma que se me escapaba, Link consiguió entablar una conversación amable con sus hijos mientras íbamos a casa. No sabía de qué estaban hablando porque tenía un pitido molesto en los oídos y solo podía oír los rápidos latidos de mi corazón, pero se lo agradecí en silencio.

Los dejamos jugando en el jardín. Ya en casa, me derrumbé sobre una silla e inspiré hondo para calmarme. Link tomó asiento en el otro extremo de la mesa. Casi podía escuchar sus pensamientos. Ambos estuvimos en silencio durante un largo rato.

—Es culpa mía —dijo por fin.

—Eso no es...

—Lo he provocado —insistió él—. Estaba enfadado y quería... —Suspiró—. Lo siento, Zelda.

Sacudí la cabeza.

—Él solo se lo había buscado —dije—. Nos detesta desde siempre, Link. En algún momento tenía que pasar algo así. Era solo cuestión de tiempo.

—Eso da igual. Necesitas que sea tu compañero para estas cosas. No puedo espantar a todo el mundo. Eso nos perjudica, Zelda.

Me incliné sobre la mesa para coger su mano.

—No existe un compañero mejor que tú —le aseguré—. Nunca has espantado a nadie.

—Hace seis años...

—Hace seis años estabas aprendiendo. Igual que yo. Y, además, yo también estaba enfadada, como él. Ha sido cosa de los tres. No te culpes por nada.

—Siento que te haya llamado zorra —murmuró Link.

Se me escapó una risita.

—Me han llamado cosas peores. Pensaba que ibas a darle un puñetazo o algo así.

La idea pareció divertirlo.

—No hacía falta. No me necesitas para defender tu honor, Zelly.

Sonreí, y él me devolvió la sonrisa. No tardó en volver a mostrarse frustrado, sin embargo.

—¿Ahora qué?

—No lo sé —suspiré—. Esperar. Nos ha declarado la guerra, al parecer. No podemos tomar decisiones precipitadas.

—No puede hacernos nada, ¿verdad?

—Podría quitarnos nuestro puesto —respondí, encogiéndome de hombros—. Pero el pueblo protestaría, y él lo sabe. Así que mantengo que lo mejor es esperar.

Link se mostró de acuerdo. Y, como a ninguno le apetecía seguir hablando de trabajo, fuimos al jardín con los niños.

Más tarde, cuando la noche ya había caído, decidí salir sola al jardín mientras Link los llevaba a la cama. Una vez hube cerrado la puerta detrás de mí, el silencio me recibió con los brazos abiertos. Necesitaba pensar. Alejarme del ruido por un rato y estar a solas con mis pensamientos.

La situación con el alcalde de Hatelia no era la ideal. Nunca habíamos tenido una buena relación, pero me había repetido a mí misma infinidad de veces que sería capaz de controlarlo. De hacer que aquello nunca estallara. Mis esfuerzos, sin embargo, habían sido en vano. Y, en realidad, todos teníamos algo de culpa.

No le había mentido a Link al decirle que lo mejor que podíamos hacer ahora era esperar. Él y yo sobreviviríamos, aun sin el apoyo del alcalde.

Aquel hombre llevaba años cómodo en su puesto. Antes de la reconstrucción, no había tenido que preocuparse más de lo necesario por su pueblo. Todo había cambiado poco después. Y eso no le había gustado en absoluto.

Inspiré hondo. El viento soplaba desde el norte, desde el Monte Lanayru, así que aquella noche era especialmente fría. Había acabado acostumbrándome a los días templados y a las noches frías en Hatelia después de tantos años. Incluso habíamos tenido varias nevadas, aunque no eran muy comunes. En Necluda había temporadas más frías que otras, pero no solían seguir ningún patrón. Me pregunté si estaríamos cerca de una nueva estación gélida.

Si ese era el caso, tendríamos que hacer preparativos. Leña, comida y mantas. Reforzar los establos de los caballos. Link tampoco podría viajar. Sonaba egoísta, pero me alegraría si algo así ocurriera, a pesar de los inevitables retrasos que causaría. Pero al menos estaría en casa.

Me abracé a mí misma cuando una nueva ráfaga de viento helado me azotó de arriba abajo. Intenté refugiarme en la manta que había traído conmigo, pero ni siquiera eso surtió efecto. Ya casi no sentía la punta de las orejas.

Escuché como la puerta se abría y volvía a cerrarse un instante después. Había aprendido a reconocer los pasos de Link después de la derrota del Cataclismo, así que no me hizo falta girarme para saber que se trataba de él.

Se detuvo a mi espalda.

—¿Se han dormido ya? —pregunté.

Cuando lo miré por encima de mi hombro, vi que estaba sonriendo.

—Les he contado una historia. Sabes lo que eso significa.

—Sueño profundo inmediato —sonreí también.

Él se acercó un poco más. Estaba cálido a mi espalda, y me pegué a él con disimulo, en busca de calor.

—Hace frío —observó él—. ¿Qué hacías aquí fuera? Tú odias el frío.

—Quería ver las estrellas. —Miré el cielo oscurecido por las nubes—. No he tenido mucha suerte esta vez.

Sentí sus brazos a mi alrededor. Aquel día, olía bien. Nada que apestara a caballo. Inspiré hondo con discreción para que él no se diera cuenta. Con veinticinco años y dos hijos debería haber dejado aquellas tonterías atrás. O eso pensaría cualquiera.

—¿Te encuentras mejor? —me preguntó. Sus manos se movieron hasta la manta que descansaba sobre mis hombros.

—Nunca me he encontrado mal.

Lo escuché resoplar.

—Me refería a si seguías preocupada.

—¿Por el alcalde? —Sus manos se deslizaron por mis brazos y, cuando llegaron a la piel desnuda de mis muñecas, me pegué un poco más a él—. No. Diosas, no quiero hablar del alcalde ahora. Estoy harta del trabajo y de la diplomacia y de todo lo demás.

Él rio, y el sonido retumbó contra mi espalda. Apenas logré sentir sus manos sobre mis hombros de nuevo. Maldije el grosor de la manta. Y también maldije a Link. Sabía lo que quería y lo que estaba haciendo.

—Nunca pensé que te oiría decir algo así, Zelly —murmuró.

Lo miré por encima del hombro de nuevo. En sus ojos pude leer que me necesitaba, igual que yo a él. El brillo de la luna hacía que tuviera un color extraño, y eso solo consiguió erizarme la piel.

Dejé que la manta cayera al suelo. Una vocecita me gritó que la hierba la dejaría llena de manchas verdes que alguien tendría que limpiar, pero en aquel momento no podía pensar con claridad.

Sentí sus labios sobre mi piel. Sus manos se deslizaron bajo la tela de mi vestido. Jadeé cuando las sentí, cálidas y ásperas. Me aferré a sus brazos con tanta fuerza que debía de estar clavándole las uñas, pero él no se quejó. En cambio, me besó con más ahínco.

—Link —susurré.

Él gruñó contra mi hombro a modo de respuesta. Y sus dedos seguían moviéndose poco a poco, y consiguieron hacerme estremecer.

—¿Quieres volver a intentarlo? —conseguí decir.

Él se detuvo y me miró por fin. Me obligué a devolverle la mirada porque ambos sabíamos que aquello era importante.

—¿Tú lo quieres? —preguntó él.

Asentí al instante. El corazón me latía muy deprisa, no solo por la anticipación y por lo que él conseguía hacerme, sino también por lo que podría ocurrir si teníamos suerte aquella vez.

—Claro que lo quiero —sonreí—. No habrá un momento mejor.

Él sonrió, y fue una sonrisa tan maravillosa que no pude contener el impuso de besarlo para sentirla contra mis propios labios. Escabullí una mano bajo su túnica. Percibí sus viejas cicatrices y también los músculos firmes. Llevaba años sin pelear de verdad, pero sabía que aún conservaba la misma fuerza de antes. Seguía entrenando cuando creía que nadie lo veía, al fin y al cabo.

Se movió para que tuviera más espacio y pudiera explorar mejor sus labios. Suspiré y dejé que él me acariciara y me sostuviera. Sin embargo, me detuve cerca de la puerta de casa.

—¿Y si nos oyen? —le pregunté, jadeante.

—No nos oirán. Les he contado una historia, ¿recuerdas?

Abrió la puerta de casa, y yo sacudí la cabeza, incrédula.

—Tenías esto planeado.

Él sonrió ampliamente.

—Sabía que iba a funcionar, Zelly.

Sus ojos brillaban, así que no seguí insistiendo. Decidí olvidarme de los problemas por aquella noche. No me haría ningún daño.

Lo besé una última vez antes de dejar que me guiara escaleras arriba.