ZELDA
Un ruido sordo hizo que me pusiera alerta de golpe. Al principio pensé que habían sido imaginaciones mías. Tal vez había estado teniendo una pesadilla que ya ni siquiera recordaba. Sin embargo, no sentí a Link a mi lado, así que me puse en pie, temiéndome lo peor. ¿Y si sus heridas habían sido más graves de lo que había creído y me lo encontraba desangrándose al pie de las escaleras? ¿Y si se había hecho daño mientras practicaba con la espada?
Miré por la ventana hacia el jardín, pero allí no había nadie. Así que descendí las escaleras, procurando no emitir ningún sonido. Allí todo estaba en silencio. Entonces me pareció distinguir movimiento en la habitación bajo las escaleras, y me acerqué para comprobar que no fuera nada peligroso.
Sin embargo, lo que vi me dejó helada. Tanto que no pude decidir si aquello resultaría peligroso o no.
Artyb estaba dentro de la habitación diminuta, rodeado de cajas. Le había dicho cientos de veces a Link que debíamos deshacernos de toda la chatarra que almacenábamos allí, aunque él siempre hacía oídos sordos.
Había una espada en el suelo. Una de verdad. La reconocí al instante como la espada de Link. Y, bajo el umbral, me topé con el propio Link. Él observaba a su hijo con una mezcla de sorpresa, tristeza e ira, todo al mismo tiempo. El brillo en su mirada era alarmante.
Jamás lo había visto tan quieto. Tenía los hombros tensos y la mandíbula encajada. Y Artyb... Diosas, él estaba aterrorizado. Comprendí entonces que había conseguido encontrar la espada que guardaba Link. Y Link lo había pillado.
Artyb me miró, suplicante, y retrocedió varios pasos, alejándose de la espada. Inspiré hondo y decidí intervenir.
—¿Link?
Él no se volvió en mi dirección, aunque aquello no me sorprendió. Puse una mano sobre su hombro y lo sentí tenso y rígido bajo mis dedos. Miré a Artyb entonces, y el terror crudo dibujado en sus ojos me partió el corazón. Fui a decir algo más, aunque Link se sacudió mi mano de pronto. Dio media vuelta y salió de allí.
Escuché como la puerta del exterior se cerraba, tal vez con demasiada fuerza. Artyb tenía los ojos llenos de lágrimas. Corrí en su dirección y lo estreché contra mí.
—¿Dónde has encontrado eso, Artty? —le pregunté en voz baja.
Él sollozó sobre mi hombro. Yo se lo permití, porque sabía que debía tener paciencia. Lo abracé con más fuerza, si eso era posible, y esperé a que su llanto se calmara lo suficiente para poder entenderlo.
—E-estaba... ahí —lo escuché decir—. P-papá d-dijo que...
Temblaba entre mis brazos como una hoja al viento.
—Te dijo que no la tocaras, ¿a que sí?
Sentí como asentía con la cabeza a mi espalda. Le acaricié el pelo con cuidado, intentando tranquilizarlo.
—¿Por qué la tocaste de todas formas? —quise saber.
Él solo sollozó con más fuerza. Sentí una punzada de miedo, aunque me dije que aquello no significaba nada. Artyb ni siquiera comprendía lo que había ocurrido. Besé su coronilla y me separé de él con lentitud.
—¿P-papá está... e-enfadado? —dijo él entre sollozos ahogados.
Observé su rostro lleno de rastros húmedos de lágrimas, y también sus ojos brillantes. El labio le temblaba. Se suponía que yo era más dura que Link, aunque, en esa ocasión, no pude evitar ablandarme un poco.
—Papá no está enfadado contigo, Artty —le aseguré, apartándole el pelo enmarañado del rostro—. No por algo así. Tú solo dale algo de tiempo.
—¿Cuánto?
—Tiempo, Artyb —repetí, esa vez con un poco más de severidad—. Hay que ser paciente. ¿Recuerdas lo que significa eso?
Él sorbió por la nariz y asintió, cabizbajo. Envainé la espada con esfuerzo y la guardé en la caja, donde Link siempre la dejaba. No sabía si querría cambiarla de sitio después de aquel incidente. Escuché más sollozos ahogados y me giré para mirarlo de nuevo.
—¿Por qué no vas con tu hermana? Yo hablaré con papá.
Él frunció el ceño, aunque no emitió una sola protesta. Sorbió por la nariz otra vez y corrió hasta la habitación que compartía con Arwyn.
Una vez estuve sola, contemplé la caja donde acababa de guardar aquella maldita espada. Descubrí entonces que estaba allí enfadada. No con Artyb, sino con Link. Tendría que haber insistido más aún en que no se escondiera de sus hijos. Tendría incluso que haberles contado quién había sido su padre en el pasado. De haberlo hecho, no tendríamos ningún problema ahora.
Me cubrí con la capa y salí de casa. Hacía frío, y me abracé a mí misma mientras recorría el jardín. No vi a Link por ninguna parte, sin embargo. Revisé los establos, temiendo que se hubiera marchado. Viento seguía en su cuadra, junto a los otros caballos. La irritación solo creció. Diosas, ¿cómo se le ocurría esconderse de mí también? Y encima estaba cubierto de magulladuras y moretones, para empeorar las cosas.
Soporté el aire gélido como pude mientras caminaba hasta el campo de manzanos. Una nube cubría la cima del Monte Lanayru, y estaba segura de que habría una tormenta allí arriba.
No tardé en encontrarlo, por suerte. Estaba bajo un manzano. No sabía qué estaba mirando en la distancia, pero debía de parecerle interesante porque ni siquiera se dignó a mirarme a mí.
—Pareces un niño —dije, olvidando el frío e intentando parecer firme—. Huyes cuando tienes un problema.
—No sabría resolverlo —masculló—. Solo lo empeoraría.
La ira burbujeaba en mi estómago. Había aprendido a ser paciente con Link, pero incluso esa paciencia podía agotarse cuando él hacía el idiota.
—Eres su padre —le dije, alzando la voz más de lo necesario. Él me miró por fin, con gesto hosco, aunque sabía hacia dónde debía apuntar con mis golpes—. Tienes que resolver un problema con tu hijo. Si no sabes hacerlo, temo que tendremos muchos más problemas en el futuro.
Su expresión se tornó herida. Odiaba hacerle daño, pero si me apiadaba de él y dejaba que llorara sobre mi hombro solo estaría dándole la razón. Tendría la excusa perfecta para librarse de sus deberes como padre. En ocasiones Link necesitaba que fuera severa con él. De nuevo, no me gustaba serlo, pero lo cierto era que funcionaba.
—Porque tú sabes mucho de resolver problemas.
Me crucé de brazos con un bufido.
—Sé tanto como tú —repuse—. Pero al menos yo pongo mis conocimientos en práctica.
Él se puso en pie con esfuerzo, y contuve una mueca cuando vi el moretón en su rostro. Estaba curándose, pero en los primeros días los moretones siempre tenían un aspecto feo que te ponía los pelos de punta.
—Vine aquí para pensar —siseó él—. Para estar solo.
—Ya lo sé. Por eso mismo he venido yo.
Él fue a replicar, aunque el enfado desapareció de pronto de sus ojos. Link no era tan testarudo como yo, a fin de cuentas. Solía darse cuenta de que no tenía razón en una discusión mucho más deprisa que yo. Se apoyó en el tronco del árbol con un largo suspiro.
—Es culpa mía.
—Estás exagerando —murmuré yo—. Es solo una espada, Link. Tu hijo no va a ser un prodigio de un día para otro. Apenas la ha tocado.
—¿Y si lo es? —preguntó él en voz baja.
Me detuve por unos instantes y di un paso en su dirección, aunque no llegué a tocarlo.
—¿Es eso lo que te preocupa? ¿Que sea como tú?
Él dejó de mirarme.
—Muchas cosas me preocupan. Esa es una de ellas. Nada más.
Lo interpreté como un asentimiento por su parte. Sabía que aquel asunto era complicado para él. Tan complicado como era para mí el poder sagrado.
—Link, tenía que saber qué es una espada en algún momento —empecé en voz baja—. Igual que llegará el día en que sepan qué es el poder sagrado. No podíamos ocultárselo para siempre. Además, ni siquiera sabe que esa espada es tuya o lo que hacías con ella.
—Es solo un crío —lo escuché decir—. Si le cuento la verdad, querrá seguir mis pasos.
—¿Y qué tiene eso de malo?
Me miró entonces, y sus ojos se habían vuelto duros y fríos. Comprendí al instante que había hecho una pregunta estúpida.
—Mírame ahora, Zelda —dijo, señalándose a sí mismo—, y dime qué tiene de malo.
Observé los moretones en su rostro, que debían de arderle contra el frío que hacía aquella mañana, y luego pensé en sus cicatrices. Una de las más feas lo atravesaba desde el pecho hasta el costado. No parecía haber sido una herida muy profunda, pero la sangre tendría que haber manado a borbotones de todas formas. Había sabido al instante que aquella herida fue causada por la hoja de una espada, aunque Link jamás me lo había confirmado.
—Llegará el día en que tu hijo pueda elegir —le dije, mirándolo fijamente—. Elegirá su propio camino, Link. Y, como es nuestro hijo, tendremos que respetar su decisión. Tanto si tiene que ver con espadas como con cuidar cerdos en una granja.
Él suspiró, y supe que estaba consiguiendo que cediera.
—Tiene que crecer un poco más —murmuró—. Si quiere aprender cuando sea más mayor, yo mismo le enseñaré, pero ahora ni en sueños. Apenas es más que un bebé. No va a crecer con una espada en la mano. No es bueno.
Sentí una punzada de tristeza por él. Por todo lo que había tenido que sufrir desde niño. Me acerqué más y puse una mano sobre su hombro.
—¿Por qué no le cuentas todo eso a él? —le sugerí con suavidad—. Es quien tiene que saberlo. Y ¿sabes qué? Gracias a ti he aprendido que la mejor forma de resolver un problema es hablando con el otro. Diciéndole la verdad.
Él cerró los ojos y se golpeó la frente varias veces contra el tronco del manzano, frustrado. Como si así fueran a aclarársele las ideas.
—Seguro que me odia.
—Un niño de cuatro años no puede odiar a su padre. Él te quiere, Link. Y te seguirá queriendo pase lo que pase.
—¿Está asustado?
—No —respondí—. Solo estaba confundido. —Puse una mano sobre su mejilla para obligarlo a mirarme. Él emitió un leve siseo de dolor cuando rocé su moretón sin querer, así que procuré ir con cuidado—. Es tu hijo y tú eres su padre. Es importante dejar estas cosas claras cuando son pequeños.
—No se me da bien hablar.
—Diosas, deja de quejarte. Es tu hijo —repetí por enésima vez—. Va a escucharte. Y asegúrate de decirle todo lo que me has dicho a mí ahora. ¿Lo harás por mí?
Él suspiró.
—Lo intentaré.
—Bien. —Sonreí—. Cuanto antes mejor. Vámonos de aquí antes de que te congeles.
Tiré de su mano, y él me siguió con los hombros hundidos.
—¿Tiene que ser ahora? —quiso saber.
—No habrá un momento mejor.
Él asintió en silencio y, juntos, emprendimos el camino de vuelta a casa. Dentro, todo estaba en silencio. Le di unas palmaditas de ánimo en el hombro a Link y me llevé a Arwyn al exterior de nuevo, no sin antes asegurarme de que él se hubiera sentado a hablar con su hijo.
Observé a Arwyn en silencio mientras ella se comía su desayuno. El estómago se me revolvía con solo olerlo, y me arrepentí de haber comido antes.
—¿Has tenido algún otro sueño? —le pregunté para intentar distraerme.
Ella se lo pensó en silencio durante un rato.
—No me cuerdo —dijo, encogiéndose de hombros—. Es culpa de Artty. Él no tiene sueños.
—¿Y eso hace que tú tampoco los tengas?
—Me los quita, mamá —dijo ella, como si fuera obvio.
—Ya veo —murmuré mientras me tendía sobre la hierba. Sentí otro vuelco violento en el estómago y me obligué a inspirar hondo—. ¿Sabes una cosa, Wynnie? Mamá cree que está enferma.
Ella abrió mucho los ojos y cruzó la corta distancia que nos separaba, rápida como un rayo.
—¿Por qué?
—¿Recuerdas cuando eras más pequeña y enfermaste? A veces te dolía la cabeza o tenías fiebre.
Ella frunció el ceño. Debía de tener tan mala memoria como su padre. Extrañamente, aquello hizo que sonriera.
—No me cuerdo —murmuró.
—No pasa nada. Pero ahora a mí me ocurre algo parecido.
Arwyn había enfermado a los tres años, pese a que ambos éramos tan protectores en esa época que apenas la dejábamos fuera de nuestro campo de visión por un rato. Había empezado como una leve fiebre, aunque había acabado vomitando cada pocas horas. Por aquel entonces seguía encinta con Artyb, así que Link no había querido que me ocupara de cuidar de nuestra hija enferma durante mucho tiempo. Sobraba decir que él acabó enfermando también, y no fue nada agradable tener que cuidarlos a ambos estando a punto de dar a luz. Sin embargo, yo fui la única que se libró de enfermar.
—Tienes que ir con el curero.
—Curandero —la corregí con un suspiro—. No se lo digas a tu padre —susurré—, pero me da miedo ir a ver a un curandero.
Arwyn frunció el ceño.
—¿Por qué?
—No lo sé. No me gustan. Supongo que tengo miedo de lo que vaya a decirme. No me gusta estar enferma, Wynnie.
—Los cureros ayudan —dijo, repitiendo las palabras que había oído de su padre docenas de veces antes—. Cuando estoy enferma, papá me quiere más.
Solté un bufido.
—Papá te quiere siempre. Solo se vuelve más blando cuando uno de vosotros no le está pasando bien, pero eso es todo.
—¿Qué es blando?
—Cuando papá se comporte así con vosotros, te lo diré. Es difícil de explicar.
Ella se mostró de acuerdo y clavó la vista en la hierba. La había envuelto en su capa —la misma que le quedaba demasiado grande— para que se protegiera del frío. El sol brillaba, pero hacía casi tanto frío como la noche anterior. Maldije al Monte Lanayru y sus nevadas en silencio.
Al cabo de un rato, Arwyn me pidió las bayas que habíamos recolectado del bosque hacía unos días para desayunar. Las tenía escondidas porque sabía lo mucho que le gustaban y también el daño que le harían a su estómago si comía demasiadas, así que no me quedó más remedio que levantarme e ir en busca de sus bayas.
Me detuve frente a la puerta donde estaban Link y Artyb, sin embargo. Estaba entreabierta, aunque ellos no parecían haberme oído llegar; escuchaba sus voces ahogadas a través de la madera. Y, si me habían oído, no le habían dado mucha importancia.
Anduve de puntillas y me detuve junto a la puerta. Acerqué el oído para escuchar. No lo hacía por curiosidad. Solo era para comprobar que Link estuviera haciendo progresos y poniendo en práctica mis consejos.
—... asustarte antes —escuché que decía Link—. Yo... No se me dan nada bien estas cosas, pero quería que lo supieras de todas formas. No lo entenderás ahora, aunque espero que lo recuerdes.
Escuché la voz pequeña de Artyb, aunque no llegué a entender lo que decía. Link sí debió hacerlo porque oí su risa y, a través de la fina ranura de la puerta, adiviné como Link le revolvía el pelo.
—Yo mismo te enseñaré, si de verdad lo quieres. Pero cuando seas más mayor. No antes.
—¿Cuándo?
—Cuando tengas mi edad —respondió Link en un falso tono solemne. Artyb protestó, como era de esperar.
Decidí dejar de escuchar entonces. No quería ensuciar aquel momento entre ambos. Link me lo contaría todo en cuanto pudiera.
Sin embargo, vacié el estómago una vez antes de regresar al exterior, con Arwyn.
*
Pasó una semana entera. Una en la que el malestar solo empeoró, aunque se lo oculté a Link lo mejor que pude.
Él sí que había mejorado. Sus moretones no tenían tan mala pinta, y podía dar más de dos pasos sin gemir ni doblarse por el dolor. Aun así, ninguno de los dos salió de casa, y tampoco dejamos que los niños salieran a jugar, pese a que sus protestas me rompían el corazón. Link intentaba entretenerlos por todos los medios, pero empezaba a no dar resultado. Estaba convencida de que iban a perder la cabeza si pasaban unos días más allí encerrados.
Mi único consuelo fue que pude disminuir el nivel de trabajo. Habíamos recibido cartas de Kakariko, y le escribí una respuesta a Pay para saber cómo se encontraba. Ella nos había escrito antes, interesándose por el estado de Link tras lo sucedido frente a la muralla de Hatelia. Las noticias volaban más rápido de lo que creía.
Finalicé los últimos detalles para la reunión del concilio, que se celebraría en la próxima luna. Eso me recordó que Link tendría que viajar a Akkala pronto, si no surgían más contratiempos. Él estaba curándose rápido, tanto que incluso me sorprendía. Pasaba la tarde en compañía de sus hijos y, cuando revisaba sus moretones por las noches, me maravillaba ante lo mucho que habían mejorado desde el día anterior. No iba a quejarme, sin embargo.
Lo cierto era que no quería dejarlo marchar. No por la distancia, sino por el miedo a lo que el alcalde pudiera hacer mientras él estaba fuera. Yo no sería capaz de aguantar mucho si me golpeaban como le habían hecho a Link. Podía defender mi posición si se me juzgaba con palabras, pero no podría con toda una aldea en mi contra.
Me obligué a recordar que no toda la aldea estaba en mi contra. Solo una facción concreta quería verme fuera del puesto y, a ser posible, lejos de Hatelia.
Al noveno día, vacié el estómago nada más salir de la cama y luego contemplé el montón de cartas que debía enviar. A Kakariko, a la muralla de Hatelia, a la aldea Adenya —uno de los lugares que se habían reconstruido durante los últimos años— y, por último, a Akkala. Aquella era de parte de Link, que se disculpaba por su retraso y que prometía que estaría allí en menos de una luna. Odiaba aquella situación, pero me dije que ambos teníamos que cumplir con nuestro deber.
Más tarde, a mediodía, me di cuenta de que necesitábamos comida. Así que me acerqué a Link, dando pasos firmes contra el suelo, y anuncié:
—Voy a salir de aquí.
—¿A dónde vas? —quiso saber él, alarmado.
—Solo hay manzanas, Link. No podemos alimentarnos a base de eso.
Él gruñó, pero se mostró de acuerdo.
—¿Irás muy lejos?
—No quiero estar mucho tiempo fuera —le recordé—. Iré al sitio que tenga más cerca. Además, tenemos que entregar todas estas cartas —añadí mientras metía las cartas en mi zurrón.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó, muy serio en esa ocasión.
—Será mejor que no, por ahora —respondí con suavidad. Él asintió, aunque sus hombros se hundieron un poco—. Pronto solucionaremos esta situación y todo volverá a la normalidad.
—¿Y cuándo será pronto, Zelda?
—En cuanto encuentre una solución.
Ya la tenía, de hecho, pero no se lo dije. Odiaba ocultarle cosas o decirle solo la verdad a medias, pero no me quedaba más remedio en esa ocasión.
—No tardes mucho —me pidió.
—Tardaré lo menos que pueda.
Le di un beso en los labios, recogí mis cosas y salí de allí en dirección a la aldea. Las calles estaban atestadas, como era de esperar a aquellas horas, cuando se estimaba que el orni encargado de recoger y repartir cartas llegara a la aldea. Supe entonces que iba bien de tiempo. Así que torcí por una esquina y atravesé la aldea hasta llegar a una tienda de suministros. Pagué por todo lo que necesitaba; huevos, leche, pan, queso, verduras. No necesitábamos leña porque Link la conseguía en nuestras tierras.
La encargada al otro lado del mostrador se me quedó mirando con curiosidad, como si fuera una criatura extraña retorciéndose ante ella. Sin embargo, le di las gracias y salí de allí, provista de todo lo que necesitaba.
Me dirigí a la casa del alcalde entonces, cubierta por la capucha. No todo el mundo podría reconocerme así, pero sentía las miradas de muchos clavadas en mí, con sospecha. Hice caso omiso de los susurros y me calé mejor la capucha. No podían haberme reconocido. Y, si lo habían hecho, al menos tendrían algo de lo que hablar durante unos días más. No podíamos ir a peor, al fin y al cabo.
Llamé a la puerta hasta que uno de sus amigos me abrió. Había estado esperando ver a su esposa, así que me pregunté qué demonios estaría haciendo aquel matón allí. Recordaba haber visto como golpeaba a Link en la muralla de Hatelia.
—Necesito hablar con el alcalde —dije con el tono de voz más imperioso que podía sacar.
—Rendell está ocupado.
—Tendrá que hacerme un hueco. Debo verlo de inmediato.
Él parpadeó y me miró de arriba abajo.
—¿Vas armada?
Contuve un bufido de desdén. Alcé las manos para que viera que no escondía nada peligroso, aunque él no pareció inmutarse. Palpó mi vestido con sus manos enormes, y yo me tragué una mueca de desagrado mientras él descendía, comprobando que todo estuviera en orden. Estuve a punto de asestarle una patada en el rostro cuando se le ocurrió revisar mis botas.
—Por Hylia, no llevo nada encima. Ni siquiera un abrecartas.
—Mi deber es velar por...
—Déjame pasar y no volverás a verme por aquí jamás si así lo prefieres.
Él parpadeó, y yo me armé de paciencia. Tras unos instantes que se me hicieron eternos, fue al interior, y yo lo seguí sin molestarme en pedir permiso. Recorrí el pasillo, que parecía estremecerse bajo las pisadas del hombre, hasta llegar a la habitación donde siempre nos reuníamos con el alcalde.
—¿Señor? —dijo—. Ha venido la esposa de...
—Solo Zelda estaría bien. —Lo aparté y me hice un hueco entre el hombre y el umbral—. Debo hablar con el alcalde de inmediato.
Alcancé a ver como el rostro del alcalde palidecía, sentado tras su mesa amplia. Bien. Nos tenía miedo. Eso nos daba algo de ventaja.
—Hazla pasar —dijo el alcalde, sorprendiéndonos a ambos.
—¿Señor?
—He dicho que la hagas pasar. Y de paso, marchaos vosotros. Quiero estar a solas.
Ellos insistieron un poco más, aunque acabaron obedeciendo entre murmullos de insatisfacción. No me miraron al cruzarse conmigo para salir, y contuve un estremecimiento de temor cuando la puerta se cerró a mi espalda y estuve a solas con el alcalde de Hatelia por primera vez desde el incidente en la muralla.
El hombre fingió que hojeaba uno de sus papeles. Su mesa estaba más desordenada que de costumbre. Supuse que había intentado ponerse al día con los asuntos que concernían a los hylianos, pensando que Link y yo nos mantendríamos al margen, y que no había entendido una sola palabra al sentarse a trabajar.
Diosas, ¿quién demonios había tenido la idea de poner a aquel necio al mando?
—Lleváis un tiempo recluidos —murmuró tras un silencio tenso—. Empezaba a preocuparme que os hubiera ocurrido algo.
Apreté los puños contra mis costados, aunque me obligué a no perder los estribos. Al menos por el momento.
—Hemos estado de maravilla —mentí.
—¿Y qué tal tu esposo?
—No hables de mi familia nunca más.
Él me lanzó una única mirada antes de encogerse de hombros, como si no tuviera malas intenciones.
—Trabajo con tu esposo también. Es mi deber asegurarme de que esté bien. Dicen que te costó bastante sacarlo de esa celda.
Me obligué a inspirar hondo y me recordé para qué había ido hasta allí. Había corrido un riesgo acercándome a la casa del alcalde, y no iba a dejar que fuera en vano. Incluso le había mentido a Link.
No, no iba a estropearlo todo ahora.
—No he venido a hablar de eso —dije—. Y no tengo mucho tiempo, así que deja que hable yo.
El hombre asintió.
—Di todo lo que quieras. No hay nadie escuchando a través de las paredes.
Tomé asiento sin molestarme en pedirle permiso. Observé entonces que solo firmaba papeles, como había hecho cuando manteníamos una falsa relación cordial con aquel hombre. Se limitaba a firmar sin siquiera molestarse en leer a lo que estaba accediendo. Tal vez tuviera una confianza ciega en nosotros, muy en el fondo. O tal vez fuera un verdadero necio.
—¿Qué ha pasado con el pozo? —quise saber tras carraspear.
—He recibido... quejas —murmuró el hombre—. Hemos vuelto a construir en el lugar que al parecer se decidió al principio. No queremos que se genere más malestar en la aldea. El que genera tu esposo es suficiente.
—No hables de mi esposo cuando tú mismo nos has llevado a esta situación. Tú mismo quisiste que lo golpearan.
—Dijiste que querías hablar urgentemente —dijo en tono frío—. ¿Has venido a hablar de esto? Recuerdo haberte oído decir que tenías poco tiempo.
Apreté un poco más los puños bajo la mesa, y de nuevo me obligué a mantener la calma. Había empezado con buen pie. No iba a estropearlo todo.
—¿Cuántas rupias quieres?
Rendell se sobresaltó y abrió mucho los ojos. Sentí una punzada de satisfacción por haberlo pillado con la guardia baja.
—¿Rupias? ¿Para qué?
—Para que nos dejes hacer nuestro trabajo en paz y para que te olvides de mi familia de una vez por todas.
Él abrió la boca y luego volvió a cerrarla, indeciso.
—¿Cuánto ofreces?
—Cinco mil rupias.
Soltó un bufido, y fue mi turno de mostrarme sorprendida. Diosas, ¿cuánto dinero tenía aquel hombre para que cinco mil rupias le parecieran insuficientes?
—Escúchame, niña, tengo mucho más dinero que vosotros dos. El triple, para que te hagas una idea. Así que nada de lo que me ofrezcáis valdrá algo para mí.
Alcé una ceja y miré a mi alrededor.
—Tu casa dice lo contrario —dije—. Tienes un hogar muy humilde para tener el triple de rupias que todos nosotros. Algo falla.
El hombre, enrojeció, tal vez de vergüenza o tal vez de ira. Era difícil distinguirlo.
—Tengo tierras que mantener. Son más amplias de lo que tú te atreverías a soñar. Yo no solo tengo manzanos en mis tierras, jovencita.
—No soy ninguna niña. Agradecería que dejaras de tratarme como tal. —El alcalde centró su atención en los papeles de nuevo, como si ya no le interesara la conversación. Contuve mi frustración y proseguí—. No me importan en absoluto tus tierras ni lo que tengas en ellas. ¿No quieres mi dinero? Bien. Pero dime qué demonios puedo hacer para que nos dejes en paz y todo vuelva a ser como antes.
Rendell alzó la vista de nuevo. Me pregunté entonces si habría estado ebrio el día en que se enfrentó a Link en la muralla de Hatelia. Me pregunté si habría sido una decisión precipitada o calculada. Por supuesto, sus compañeros habían estado al tanto de sus intenciones cuando se acercaron a nosotros, pero no tenía forma de saber la antelación con que el alcalde había detallado aquel plan.
—No quiero tu dinero —repitió el alcalde—. Y no creo que haya nada que puedas ofrecerme para que las cosas vuelvan a la normalidad.
—¿Nada de nada?
—Me temo que no. Solo que abandonéis vuestra posición y os marchéis de la aldea, vosotros dos y vuestras criaturas. Así no tendría que volver a veros nunca más.
Me crucé de brazos y lo miré fijamente.
—¿Solo nos odias por eso? ¿Por la casa que compró Link, justo cuando ibais a derruirla?
—Oh, no os odio. Pero, si os odiara, no sería solo por eso.
—¿Por qué, entonces?
El hombre se pasó una mano por la barba corta, pensativo.
—Estaba muy cómodo en mi posición hasta que vosotros llegasteis y lo pusisteis todo patas arriba. Al principio pensé que no funcionaría. Muchos han intentado cambiar el mundo antes. Pero mira dónde estamos ahora. Yo llevo viviendo aquí casi cincuenta años, y tú llevas solo seis.
—Ocho —puntualicé.
—No hay ninguna diferencia —masculló él—. No te mereces tu posición ni la confianza del pueblo. Sois solo dos niños inexpertos que aparecieron de la nada para cambiar el orden de las cosas. Y lo peor de todo es que tenéis más aliados que yo hoy en día.
El hombre no hablaba con ira, sino con un tono gélido y monótono que, pese a todo, no me hizo sentir pena alguna.
—La confianza depende de muchas cosas, no solo del tiempo —repuse—. Diosas, pensaba que al ser alcalde, habrías dejado atrás la envidia hacia tus compañeros.
Enrojeció un poco más, y supe que lo había golpeado en uno de sus puntos débiles. Por el momento seguía teniendo la posición ventajosa.
—Las cosas han cambiado para ti y para tu esposo —dijo él mientras guardaba sus papeles recién firmados—. Todos saben cosas que vosotros no habríais querido que supieran.
—Tú estás en una posición mucho peor —le recordé—. En la muralla de Hatelia...
—Mi posición no depende de nadie. La vuestra sí.
Guardé silencio, reconociendo que tenía algo de razón. Podíamos perder nuestra posición si él lo decidía. Sin embargo, quise pensar que era muy listo para hacer algo así. Que al menos reflexionaría varias veces antes de tomar ninguna decisión. En Hatelia nos apreciaban, y después de lo que le había hecho a Link, una noticia como aquella no sentaría bien a muchos.
—Te conviene que no perdamos nuestra posición —dije. Observé la luz del atardecer, que se colaba por la diminuta ventana. Debía irme antes de que Link empezara a preocuparse. Las Diosas sabían lo que haría si empezara a sospechar que el alcalde me había hecho algo—. Así que no harás nada en nuestra contra.
Él se inclinó sobre la mesa, y yo tuve el súbito impulso de apartarme. Sin embargo, conseguí mantenerme firme y sostenerle la mirada.
—No hables tan deprisa —dijo—. Lo que ellos quieren no me importa en lo más mínimo.
—No te mereces tu posición —murmuré.
—¿Y tú sí?
En contadas ocasiones, deseaba poder contarlo todo. Deseaba hablar de lo que Link y yo habíamos hecho por Hyrule desde hacía un siglo. Link había dado su vida por todos ellos, y jamás había obtenido el reconocimiento que merecía. Solo había recibido golpes por parte del líder de los hylianos a cambio de su sacrificio. Las Diosas sabían cuánto me gustaría contarlo todo a veces, solo para librarme de aquel peso.
No obstante, sabía que jamás sería capaz de decirlo. Apenas podía hablar en voz alta de lo que había ocurrido antes de la derrota del Cataclismo con alguien que no fuera Link. ¿Cómo demonios iba a exponerlo ante un reino entero? Y todo lo que vendría después solo empeoraría las cosas. Al final, los niños saldrían perjudicados, y me había jurado a mí misma que eso jamás ocurriría mientras yo pudiera evitarlo. Le había fallado a Arwyn una vez, pero no volvería a cometer el mismo error.
—Si no puedo hacerte cambiar de opinión, deberíamos llegar a un acuerdo satisfactorio para ambas partes. Nos ha llevado años unir a los hylianos, y la paz es frágil. Tal vez a ti no te importe Hyrule, pero a mí sí.
Él se mantuvo en silencio por unos instantes.
—¿Qué clase de acuerdo?
—Link se marchará a Akkala pronto —dije—. Esto es lo que te ofrezco: tú no te acercarás a él ni a mis hijos, y solo te reunirás conmigo. Él seguirá haciendo su trabajo, según lo que nosotros hablemos en las reuniones. Está claro que no os entendéis.
El hombre bufó con desdén.
—Eso será complicado, niña. Tú eres peor que él. Y, además, nos seguiríamos cruzando en las malditas reuniones del concilio.
—Bueno, lo siento por ti. Es la única solución que puedo ofrecerte. Si tienes una idea mejor, soy toda oídos.
Me crucé de brazos y esperé. Él entornó los ojos, evaluándome, aunque acabó suspirando.
—Lo pensaré.
Decidí mostrarme satisfecha con eso porque sabía que no obtendría un resultado mejor aquel día. Así que recogí mis cosas y asentí en su dirección.
—Estaré esperando una respuesta.
Me cubrí con la capucha antes de salir de allí y di unos cuantos rodeos antes de regresar a casa. para que no se me reconociera. Di de comer a los caballos y luego dejé lo que había traído en el interior. Todo estaba en silencio, y me sorprendió ver a los niños jugando en un rincón. Hablaban en susurros, sin siquiera un insulto velado. Me acerqué a Link, que leía las cartas que había dejado sobre la mesa.
—¿Qué les has hecho? —le pregunté en voz baja.
Él sonrió, aunque el gesto no alcanzó sus ojos. Me pregunté si le dolerían los moretones de nuevo.
—Querían ayudar —respondió—. Les dije que la mejor forma de ayudarme era jugar sin hacer ruido.
Rodeé sus hombros con cuidado. Supe de inmediato que algo iba mal.
—¿Qué ocurre?
Él me mostró una carta.
—¿Cuándo ibas a enseñarme esto?
Acepté la carta, aunque ya sabía quién la había enviado. No la abrí, sin embargo.
—No la he leído —le dije—, te lo prometo. Pero yo... No quiero que te vayas, Link.
Le devolví la carta, y él la aceptó y la sopesó entre las manos, aunque tampoco la abrió. Sabía que el contenido no nos sorprendería en absoluto, que ambos conocíamos ya la petición que haría Karud en aquella carta.
—Yo tampoco quiero irme —dijo él, mirando a los niños—. No ahora. No debería dejarte sola con él.
—Puedo encargarme de él.
—Pero es mi deber estar a tu lado —repuso con sorprendente firmeza—. Además, estás enferma.
—No estoy enferma, Link —repliqué con el ceño fruncido—. Y ya estoy mejor.
Era una mentira, y odiaba mentirle. Sería difícil ocultarle las ganas casi constantes de vaciar el estómago, pero tal vez, si era discreta, él dejaría de sospechar. Además, el malestar no podía durar mucho más.
Me obligué a no considerar la otra posibilidad. No había sangrado en las últimas lunas, y los malestares que tenía eran similares a los que había sufrido al principio, con Arwyn y con Artyb. Pero no podía hablarle de aquella opción a Link. Se pondría paranoico y empezaría a tratarme como si fuera frágil, igual que cuando había estado esperando por primera vez.
—Aun así...
—¿Qué dice la carta?
Él inspiró hondo y desdobló el papel con una lentitud dolorosa. Dejé que leyera para sí sin atreverme a mirar el contenido. Tras unos instantes, habló de nuevo.
—Dice que me espera desde hace unas semanas —murmuró, sin apartar los ojos de la carta de Karud—. Quiere saber si algo ha ocurrido aquí. Akkala sigue estando demasiado aislada. Las noticias no llegan tan deprisa.
Dejó el papel sobre la mesa y se dio la vuelta para mirarme, expectante.
—¿Qué quieres que haga?
—Bueno, es decisión tuya. Tú serás quien se vaya de viaje, al fin y al cabo.
Su mirada viajó hasta los niños de nuevo.
—No podemos ir los cuatro, ¿a que no?
—Son demasiado pequeños todavía —respondí, sacudiendo la cabeza—. Y, además, tendrían que estar en una aldea en construcción. Uno de los dos tiene que quedarse en Hatelia, Link.
—Lo sé —suspiró él—. ¿Crees que puedo viajar ya?
Examiné el moretón en su rostro. Ya estaba sanando, más rápido de lo que había creído al principio. Lo mismo ocurría con la zona herida de su costado; me ocupaba de ella cada noche. Después, él se despedía de los niños y se iba a la cama y, a la mañana siguiente, descubría que las heridas habían mejorado a pasos agigantados. O aquel ungüento era milagroso o los golpes no habían sido tan graves como parecían.
—Espera a la próxima semana —dije—. Si sigue sanando así de bien, no veo por qué no deberías viajar.
Él miró a los niños de nuevo y luego echó un vistazo a sus alrededores.
—En cualquier otro momento, me habría alegrado. Llevo días encerrado aquí. Pero, Diosas, ¿ahora?
—Si no puedes ir, siempre puedes negarte, Link.
—Es un viaje importante —murmuró él—. No puedo posponerlo más.
Se puso en pie y fue a por papel y tinta. Supe que iba a escribirle otra respuesta a Karud, una definitiva en aquella ocasión, así que me limité a suspirar y a dejarlo trabajar. Era la primera que deseaba con todas sus fuerzas que Link se quedara en casa, conmigo y con nuestros hijos, pero él tenía que cumplir con su deber, igual que yo tenía que cumplir con el mío. Él tenía razón; había pospuesto el viaje durante demasiado tiempo.
Además, tal vez no le viniera mal salir de Hatelia de nuevo. Irse de Necluda, incluso, lejos del alcalde y de todo lo que estaba ocurriendo. Para cuando regresara, todos se habrían olvidado del incidente. Estaba segura de ello.
Y yo habría resuelto nuestros asuntos pendientes con el alcalde. Link no tendría que volver a preocuparse por él cuando regresara. Eso me lo prometí a mí misma.
