LINK

El viaje estaba yendo más deprisa de lo que me habría gustado.

Un ladrón había estado a punto de llevarse mi zurrón de rupias durante mi primera noche en la posta de Picos Gemelos, la más cercana de Hatelia. Lo había visto a tiempo, pero el muy bastardo había huido. Así que no me quedó más remedio que perseguirlo hasta dar con él y llevarlo de vuelta a la posta. El dueño se había disculpado hasta casi ponerse de rodillas, pero yo le había asegurado que no era para tanto.

Ojalá hubiera sido cierto.

Viento se había hecho daño en una pata durante el segundo día de viaje desde la posta, de modo que habíamos tenido que regresar para que lo examinara alguien que supiera más que yo. Esperamos dos noches, hasta que estuvo en condiciones de galopar de nuevo. Luego había llegado a la aldea Adenya por fin, un pequeño asentamiento hyliano en medio de Necluda que se había inundado poco después del Gran Cataclismo. Sin embargo, los zora habían construido un embalse subterráneo para que el nivel del agua disminuyera y se pudiera construir. Recordaba haber trabajado con Zelda en los últimos detalles de los planos durante noches enteras.

Allí, me había demorado poco más por culpa de los malditos problemas de los hylianos. Todo el mundo parecía ser más desgraciado que el anterior. Sin embargo, había hecho lo que Zelda haría si estuviera a mi lado y había escuchado. Escuchar y tomar notas para luego buscar soluciones. Eso siempre funcionaba.

Aquella era mi última noche en Adenya, y no podía decir que me entristeciera irme. Solo echaría de menos tener una cama mullida. Le había prometido a Zelda que no dormiría en el suelo, pero en ocasiones no encontraría refugio antes del anochecer. Uno tenía que conformarse con lo que tenía.

Ya había pagado mi estancia en la posada. En Adenya vivían del comercio de lana de oveja; era la mejor de todo Hyrule. Había comprado mantas nuevas para Zelda y para los niños. Los pronósticos decían que habría nevadas en Necluda pronto, sobre todo en Necluda oriental. Debíamos estar protegidos ante el frío.

Aquella noche, la posada estaba abarrotada. Me había calado la capucha y estaba en una mesa apartada, revisando las notas que había tomado mientras bebía algo de té caliente. Era extraño que yo tomara notas. Zelda era quien solía hacerlo. Y las suyas estaban mucho más ordenadas que las mías, que parecían un amasijo de borrones incomprensibles. Además, mi caligrafía no era tan pulcra como la de Zelda.

El té tampoco era tan maravilloso como el que ella preparaba. Pero era eso o beber cerveza hasta perder el sentido, y prefería el té caliente sin dudarlo dos veces. Me dije que solo echaba de menos mi hogar.

Alguien tomó asiento a mi lado con tanta fuerza que sacudió el banco. La madera emitió una protesta chirriante.

—Portavoz hyliano —dijo una voz que arrastraba las palabras—, necesito que... que oigas mi petición.

Miré al hombre para demostrarle que estaba escuchándolo. Se tambaleaba incluso sobre el banco.

—En Adenya no hay suficientes barriles. Barriles de cerveza. Diosas Doradas, cuánto los necesitamos. Es como si... como si...

—¿Como si te faltara algo? —sugerí, fingiendo que tomaba notas.

—Por Hylia, al fin alguien que lo entiende. —Tomó otro trago largo de cerveza—. El caso es que yo... yo...

Se derrumbó sobre la mesa con un ruido sordo, y la jarra se derramó por todas partes. Cerré las notas, decidiendo que ya había tenido más que suficiente. Intenté escabullirme con sigilo, y estaba a medio camino cuando escuché pisadas a mi espalda.

—Pido disculpas por ese indeseable —dijo un hombre. Recordaba haber entrenado de vez en cuando mientras Zelda y yo viajábamos con Karud, reconstruyendo los caminos—, y también quiero darte las gracias en nombre de toda la aldea por lo que has hecho por nosotros durante tu visita. Adenya suele pasar desapercibida para muchos líderes.

Asentí en silencio porque no sabía qué decir. El hombre debía de estar esperando una respuesta porque se me quedó mirando durante unos instantes. Al final sonrió.

—Espero que tu visita en Adenya haya sido agradable.

Me encogí de hombros.

—No ha estado mal.

En todas partes olía a excrementos de oveja, pero yo tampoco estaba en una posición para quejarme. En Hatelia olía a cerdos.

—Lo cierto es que necesitamos algo de apoyo. Si pudieras quedarte por unos días más...

Me tragué un gruñido de frustración.

—No puedo demorarme más tiempo aquí. Se suponía que debía pasar tres noches en la aldea. He pasado una semana.

Me adelanté unos pasos para dar la conversación por zanjada, pero el hombre me persiguió.

—Solo serán unos días más. He oído que sigues siendo un buen guerrero. Tal vez podamos organizar un torneo o algo parecido.

—¿No tenéis dinero para hacer arreglos en vuestra aldea pero sí para un torneo? —dije con una ceja alzada.

Él enrojeció. Supuse que funcionaría como el alcalde allí. Había tenido que reunirme con él durante mi estancia en Adenya para escuchar su interminable lista de problemas.

—No sería un torneo —se apresuró a añadir—. Sería solo un... un entrenamiento. Con la espada. Se te da bien la espada. Podrías dar un espectáculo y la gente se animaría. ¿Qué te parece?

—¿Ves una espada por alguna parte?

Habría jurado que la había metido en las alforjas antes de salir de casa. Sin embargo, al llegar a la posta me había dado cuenta de que no llevaba ninguna espada encima. Lo único que tenía para defenderme eran mi viejo arco y dos cuchillos que eran más viejos todavía. Pero iba a conservar la cabeza fría. Había viajado sin espadas antes. Podría soportarlo.

Él hundió los hombros. Era más joven que yo, y tuve que reconocer que al menos su entusiasmo tenía buenas intenciones. Me acerqué a él, intentando mostrar algo de simpatía.

—Sé que queréis recibir más visitantes aquí. Os he escuchado. Y creo que puedo prometerte una cosa.

Él alzó la vista, esperanzado.

—¿El qué?

—Intentaré hablar de vuestros problemas más graves con el concilio. Moveré cielo y tierra para que os escuchen a vosotros. Yo nunca falto a mis promesas.

Su rostro se iluminó.

—Gracias, señor —dijo—. Gracias.

Asentí en su dirección y me fui de allí, pensando en lo mucho que tendría que insistir para que el concilio escuchara las peticiones de quienes vivían en aquella aldea. Contuve un gruñido. Tendría que hablar mucho. Esperaba que al menos Zelda me apoyara.

Me encerré en mi habitación de la posada, y el ruido quedó ahogado por las paredes. Se me escapó un suspiro de alivio. Mientras hacía la bolsa de viaje para partir a la mañana siguiente, no pude evitar detenerme en las cartas de Zelda. Había recibido dos durante mi estancia en la aldea. Adenya no estaba muy lejos de Hatelia, así que las noticias llegaban pronto.

Me habían mirado raro allí, probablemente porque se sabía que nuestra relación con el alcalde Rendell no era la mejor, pero nadie había hecho preguntas. Tal vez temieran que fuera a negarme a escucharlos si alguien hablaba de lo sucedido frente a la muralla de Hatelia mientras yo estuviera cerca.

Guardé las cartas en la bolsa de viaje. Iba a estar una temporada fuera, y no me haría ningún bien leerlas. Solo haría que las ganas de dar media vuelta y cabalgar hasta Hatelia fueran más grandes.

Al día siguiente, fui a los establos cuando el sol estaba saliendo todavía. La posada estaba desierta, y yo agradecí el silencio, solo roto por el canto de los cucos, que debían estar en una granja cercana. No conocía Adenya tan bien como conocía Hatelia, aunque no sería capaz de perderme en las calles.

Viento me recibió con un bufido que interpreté como una muestra de afecto. Le ofrecí una manzana y pasé una mano por su hocico mientras comía.

—No dejes que vuelva a salir de viaje contigo tan temprano —murmuré, aunque estaba acostumbrado a estar en pie desde que el sol asomaba en el horizonte—. Dame una coz y recuérdamelo.

El animal no emitió ningún sonido. Cuando me estiré, algo crujió en la espalda.

—Me estoy haciendo viejo —suspiré con una mueca—. Igual que tú.

Desayuné una manzana también, y luego nos alejamos de la posada. Conocía el camino que llevaba al portón de salida de la aldea. No estaba amurallada y tenía incluso menos protección que Hatelia, pero al menos había un simple portón.

Aquella aldea era distinta a Hatelia. No se encontraba casi en las faldas de una montaña, así que el terreno era plano y no presentaba muchas dificultades. La aldea tenía forma circular; las casas y las granjas estaban en los anillos exteriores, mientras que los comercios y la posada se encontraba en el anillo interior. No era una aldea muy grande, aunque una buena porción de los hylianos se concentraba allí.

La aldea estaba en silencio. Solo unos pocos hylianos salían de sus casas en dirección a las granjas. Me saludaron con la cabeza, y yo les devolví el gesto.

Cabalgué durante el resto del día. Hice varias pausas cortas para que Viento descansara y para estirar las piernas, pero forcé un poco la marcha para llegar a la siguiente posta antes del anochecer. Y, pese a ello, no lo conseguí.

Me detuve en una pequeña cueva junto al camino. Era lo suficientemente grande para que Viento y yo cupiéramos dentro. Lo miré con una mueca mientras lo guiaba por las riendas.

—Zelda va a matarme cuando se entere —murmuré—. Así que no le digas nada.

Sonreí a medias mientras le quitaba la silla. Como si un caballo fuera a hablar.

—Si estuviéramos en casa, no estarías solo aquí ahora —dije tras sacar leña para encender una hoguera—. Tendrías tu cuadra de siempre y estarías con los demás. ¿No suena bien?

Él bufó y olisqueó la tierra.

—Mejor que esto —mascullé. La madera prendió por fin, y yo saqué mantas y algo de comida—. Ponte cómodo.

No pude ponerme cómodo aquella noche. Los músculos protestaban sin importar la posición en que estuviera, y cualquier ruido del exterior me sobresaltaba. Hacía tiempo que no pasaba noches en medio del camino estando solo. Las últimas veces lo había hecho en compañía de Zelda. Eché de menos su presencia entonces.

Me di la vuelta entre las mantas, esperando sentir su calidez al otro lado. Pero solo vi oscuridad, y percibí el duro suelo cubierto de piedrecitas que se clavaban por todas partes. Las Diosas sabían cuánto la echaba de menos. A ella y a los niños.

Solté un suspiro de frustración y me cubrí con la manta hasta la nariz para intentar entrar en calor. Estaba siendo ridículo. Me gustaba estar fuera de casa y viajar. Pero me había acostumbrado a viajar con Zelda a mi lado.

Una pequeña parte de mí no pudo evitar recordar los días en que viajaba solo y Zelda estaba atrapada en el castillo. Contuve un escalofrío bajo las mantas. Había pasado muchas noches al raso entonces. Aquella época quedaba tan lejana que solo me parecía un mal sueño. Ahora ya no estaba solo. Me lo recordé, pese a no tener compañía en medio de la oscuridad.

De nuevo, estaba siendo ridículo y, además, paranoico. Había jurado que había mejorado en todo aquello.

Me di la vuelta de nuevo hasta quedar boca arriba sobre el montón de mantas. Solté otro largo suspiro.

—¿Quieres que te cuente cómo me libré de siete moblin y cinco bokoblin azules sin ayuda? —le susurré a Viento. El animal no emitió ningún sonido, de modo que lo interpreté como un asentimiento.

Le hablé de aquello hasta que me dormí. Unas horas después, me desperté al sentir como Viento me olisqueaba el pelo. Lo aparté de un manotazo, y el animal se me quedó mirando con reproche.

—Tendría que haberte dejado atado —murmuré. Me cubrí los ojos, intentando protegerme de los rayos del sol, que ya se colaban por la entrada de la cueva. Maldije en un gruñido. Me sentía como si no hubiera dormido nada durante toda la noche—. Va a llover —anuncié, sintiendo las rodillas magulladas con solo hacer un movimiento.

Viento emitió un sonido similar a un suspiro. Me senté sobre las mantas con un gemido de dolor.

—Dame una coz cuando te obligue a dormir al raso otra vez —mascullé—. El dolor será más soportable que esto.

Conseguí ponerme en pie al cabo de un rato. Recogí el campamento entre maldiciones y, poco después, emprendimos el camino hacia Akkala. Aún era temprano cuando hice una parada en la posta para enviar una carta a Hatelia. Le había dicho a Zelda que no volviera a mandar nada hasta que hubiera llegado a Akkala para evitar perder sus cartas, aunque quería que siguiera recibiendo noticias mías. Así no se preocuparía tanto por mí. O eso esperaba yo.

Aquella tarde llovió, como era de esperar. Mis pronósticos nunca fallaban.

—Te lo dije —le susurré a Viento por encima del ruido de la lluvia. Me calé la capucha e hice que fuera un poco más deprisa.

Acabé empapado aquel día, pero al menos conseguí recorrer un buen tramo del camino. Estaba agotado al llegar a la posta más cercana. Chorreando agua de lluvia, dolorido y magullado, pero satisfecho de todas formas.

Pensaba escribirle otra carta a Zelda, pero me dormí nada más dejarme caer sobre la cama, con ropa seca y con mantas cálidas esperándome.

Al día siguiente me sentía mucho mejor. Sabía que Karud estaba esperándome en la posta de Akkala sur, así que elegí el camino que llevaba a la región de los zora y luego me desvié hacia el norte.

Los altos pinos bordeaban el camino, que era empinado y estrecho. A un lado había formaciones rocosas, y al otro, un acantilado. Se había intentado mejorar el sendero de Akkala en la medida de lo posible, pero aquella era una de las razones por las que la región seguía estando tan aislada. Tuve cuidado con que Viento no tropezaba con ninguna raíz. Incluso decidí ir más despacio.

—Me lo agradecerás a la larga —le dije al animal. Sabía que quería correr como el día anterior, pero yo no se lo permití—. Tú también te estás haciendo viejo. Tanta adrenalina junta no viene bien.

Avanzamos hasta el punto más alto del camino y luego descendimos en dirección a las llanuras de Akkala. Todo estaba más verde que de costumbre, supuse que gracias a las lluvias de los días anteriores. Los árboles seguían teniendo hojas de colores anaranjados y amarillentos, sin embargo. Escuché el rumor del río mientras cruzábamos uno de los nuevos puentes que se habían construido, seguido del rugido lejano de las cascadas.

No fue hasta dos días más tarde que llegué a la posta de Akkala. Había dos, y aquella había sido erigida muy cerca del Bastión de Akkala. Si alzaba la vista, podía distinguir las torres de piedra gris proyectando sombras sobre la tierra, siempre vigilantes. Llevé a Viento a los establos y luego me topé de bruces con Karud, que me estrechó con tanta fuerza que me dejó sin aire.

—Te he echado de menos, muchacho —dijo él. Me froté las costillas con una mueca, rezando por que no hubiera afectado a las heridas—. Ya era hora de que aparecieras por aquí.

Me mantuve a una distancia prudencial de él, por si se le ocurría abrazarme de nuevo. No quería estar magullado por el resto del viaje.

—Ya era hora —gruñí.

—No pongas esa cara —dijo él con una sonrisa estampada en la cara—. Sé que te estabas muriendo de ganas por venir de visita.

—Me estoy muriendo de ganas por volver —mascullé mientras rebuscaba en las alforjas y sacaba una rupia roja. Supuse que serviría para pagar por una noche en la posta.

—Si no vas a hacer nada por nosotros, puedes volver por donde has venido —repuso Karud, cruzándose de brazos y mirándome con los ojos entornados—. Necesitamos ayuda, no lloriqueos.

—Yo no lloriqueo —dije—. Y pienso ayudaros. No he dejado a mi familia a leguas de aquí para perder el tiempo.

—Eres aburrido —resopló Karud. Me siguió hasta el interior y soltó una carcajada—. Estabas mejor antes. Recuerdo que una vez te convencí para que bebieras conmigo.

—Me arrepentiré de eso por el resto de la eternidad —murmuré tras pagar.

Habían pasado años desde aquel día, y seguía sin saber cómo demonios había logrado convencerme. No había tardado mucho en empezar a arrastrar las palabras. Nunca había bebido tanto al mismo tiempo, así que tras unas pocas horas me tambaleaba tanto que Zelda tuvo que llevarme de vuelta a casa. Pocas veces había sufrido un dolor de cabeza como el que tuve a la mañana siguiente.

—Pasamos un buen rato —dijo Karud.

—Yo no. —Recordaba poco de aquella noche, pero sí sabía que no había transcurrido un instante en que no deseara escabullirme y regresar a casa—. ¿Hace cuánto fue eso? ¿Ocho años?

—Qué rápido pasa el tiempo —suspiró él. Tomó asiento en uno de los bancos vacíos de la posta, frente a mí, sin siquiera molestarse en pedir permiso—. Ahora tienes dos pequeños y, al parecer, tu superior te odia.

Solté un gruñido.

—¿Qué has oído?

—Que te golpearon en Hatelia y que tú le devolviste los golpes. Que secuestró a tu hija solo para asustaros y que habéis perdido incluso vuestra posición.

Parpadeé, pensando en todo lo que había dicho. Luego empecé a reírme en voz baja. Karud abrió mucho los ojos.

—¿De qué te ríes?

—No hay nada completamente cierto en todo eso.

Karud sacudió la cabeza.

—Maldito Karad... Lo envío con una misión y tampoco la sabe cumplir. Gracias a las Diosas que te tengo a ti, muchacho.

—Yo no golpeé al alcalde en la muralla de Hatelia. Fue a él. No secuestró a mi hija ni nada parecido, y ni Zelda ni yo hemos perdido nuestra posición todavía. No estaría aquí si no fuera portavoz hyliano.

—Oh, sí que estarías aquí. Conozco a Zelda. Ella siempre busca la manera de meter las narices en todo. Y en el fondo tú eres igual.

—Como si tú no quisieras meter las narices en todo también —repuse con desdén.

Él me dirigió una mirada que no auguraba nada bueno.

—¿Cómo está Zelda?

—Ella está bien. Ha estado enferma durante las últimas semanas, pero...

—¿Las fiebres?

—No —dije al instante—. Por supuesto que no. Solo tiene... Bueno, vomita de vez en cuando. Se marea a veces y no come mucho. No quiere ver a un curandero, y ya sabes lo terca que es.

Karud parpadeó, incrédulo, y me preocupó que hubiera dicho algo malo. O que supiera algo de sanar enfermedades y hubiera reconocido aquellos signos como una mala señal.

—¿Qué? —pregunté—. ¿Qué ocurre?

Karud carraspeó y se inclinó sobre la mesa, como si quisiera contarme un gran secreto. Fruncí el ceño.

—Eso es porque está embarazada, idiota.

El corazón se me detuvo. Recordé los malestares que había sufrido Zelda con Artyb y con Arwyn y sentí una pizca de esperanza. En nuestros últimos intentos, Zelda había tardado en sangrar, pero no había tenido ningún malestar.

Hasta aquel momento.

—¿Link? ¿Te encuentras bien?

No sabía si había sangrado durante aquella luna. Enterré mis esperanzas bajo tierra de nuevo y me obligué a ser paciente. Cuando tuviera que llegar, llegaría. Teníamos todo el tiempo del mundo, y no servía de nada que me hiciera ilusiones.

—Yo... No lo había pensado —dije.

Él parpadeó de nuevo, incrédulo.

—¿No lo habías pensado? ¿Entonces en qué demonios piensas?

—Teníamos problemas en Hatelia —respondí.

—Ya veo —bufó él—. ¿El alcalde te hizo mucho daño?

Sacudí la cabeza. No me apetecía recordarlo, ni siquiera frente a extraños que me pedían que se lo contara como si fuera una anécdota.

—Fue soportable. Tuve que posponer más el viaje por eso.

Lo primero era una mentira a medias. El dolor había sido palpitante y agudo durante varios días. Pero, aun así, me había curado deprisa. El ungüento de Zelda debía haber sido particularmente fuerte.

Aún recordaba la expresión de los niños al ver las heridas. Artyb se había asustado más que Arwyn, para mi sorpresa. Incluso tras el horror inicial, él siguió siendo cuidadoso a mi alrededor, como si temiera hacerme daño. Ella, en cambio, me estrechaba con fuerza siempre que tenía ocasión. Y no iba a mentir. Su calidez aliviaba el dolor por unos instantes.

—Bueno —suspiró Karud—, me alegro de que estés mejor ahora. Podrás ayudarnos en los trabajos de construcción más costosos.

Contuve una mueca. Al principio, cuando la reconstrucción apenas había empezado, solían mandarme a golpear cosas. Sabía que no tenía la complexión más robusta del mundo, y por ello no me pedían cargar con materiales pesados. Golpear se me había dado bien, al menos. Me pregunté si Karud iría a hacer lo mismo ahora que yo estaba en Akkala.

—No he venido solo para ayudarnos a reconstruir —le recordé en voz baja.

—Oh, por supuesto que no. Pero tendrás que ayudar de todas formas.

Me encogí de hombros. Aquella aldea era importante para una región tan aislada como Akkala. Atraería a más viajeros y, por consecuencia, más comercio. Podrían permitirse un sistema de envío y reparto de cartas más eficiente.

Diosas, a Zelda le habría encantado estar allí. Sentí una punzada extraña en el pecho al pensar en ella. Reconocí tristeza, aunque también había algo más. Algo que no pude descifrar, pero que me trajo de vuelta las palabras de Karud.

¿Estaría esperando de verdad? ¿Lo habríamos conseguido de una vez por todas? Recordaba sus ojos húmedos y llenos de agotamiento cuando me contó que tampoco lo habíamos conseguido, hacía unas lunas. El corazón empezó a latirme más deprisa.

Carraspeé para llamar la atención de Karud de nuevo, aunque no volví a mencionar a Zelda.

—¿Cómo va la construcción de la aldea?

Karud se frotó las palmas de las manos con una sonrisa.

—Oh, estaba deseando que me lo preguntaras —dijo—. Va mejor de lo que habíamos estimado, aunque el transporte de materiales dificulta que el ritmo sea constante. También hay algunos pequeños problemas con el alcantarillado subterráneo, pero no es nada que no podamos resolver. Sobre todo ahora que contamos con tu mente brillante.

Solté un bufido.

—Haré lo que pueda. ¿Tú estás al mando?

—¿Quién si no?

—¿Nadie más?

—Karid y sus mejores constructores. Tampoco tenemos a tanta gente trabajando aquí, Link.

—Ya veo —murmuré.

De nuevo, deseé tener a Zelda a mi lado. Solía compartir con ella todo lo que se me ocurría. Le susurraba algo al oído, y luego ella respondía con una sonrisa, con un ceño fruncido o incluso con una mirada de advertencia si no estaba de acuerdo, como si fuera un niño pequeño. Si estuviera junto a mí, podría hablarle de mis ideas, y los ojos se le iluminarían y empezaría a hablar sin parar de formas de mejorar la idea principal.

La echaba de menos, a ella y a los niños. Ojalá estuvieran bien, en casa y a salvo. Enviaría otra carta más tarde, cuando estuviéramos en la aldea en construcción. Y ella podría responder por fin, porque no pensaba moverme de aquel lugar por una temporada.

Pasamos la noche en la posta. Al día siguiente, viajaría sin descanso hasta alcanzar la aldea. Sin embargo, por el momento me permití tomar asiento en aquella posta, que estaba mucho menos concurrida que las otras postas en las que había estado, y dejé que Karud me mostrara los planos de la aldea Arkadia.

—Es difícil llegar hasta allí. Solo hay un camino —observé, mirando los planos—. Por eso tenéis tantos problemas para transportar materiales.

—La aldea está en una formación rocosa redonda —dijo Karud—. Solo hay un camino que comunica con el resto de la región, y encima es estrecho. El agua que hay debajo es poco profunda. Eso solo lo hace más peligroso.

Fruncí el ceño y examiné el mapa durante un rato. No era ningún experto; el propio Karud sabía más de construcción de lo que yo aprendería jamás. Sin embargo, valoraban mi opinión y la de Zelda, como si para ellos nuestra palabra valiera más que la de un hyliano normal y corriente.

—Creo que podríais hablar con los zora —sugerí—. Os deben un favor, ¿recuerdas?

Karud frunció el ceño también, aunque el interés brillaba en su mirada.

—¿Para qué querría hablar con los zora?

—Para que diseñen vuestro sistema de alcantarillado subterráneo. O, al menos, para que os ayuden a construirlo. También podrían construir accesos nuevos hasta la aldea sin que nadie tuviera que mojarse.

—Mis constructores ya saben hacer todo eso —bufó Karud—. No tenemos por qué pedir ayuda a los zora.

Con el tiempo, las relaciones entre razas habían mejorado y se habían vuelto más estrechas. Más viajeros se atrevían a explorar Hyrule más allá de las fronteras que les habían sido impuestas desde hacía un siglo. Sin embargo, algunos roces no habían desaparecido del todo. En especial los que tenían que ver con los zora y con los orni. Ambas razas eran terriblemente orgullosas.

Aunque los hylianos tampoco eran perfectos, claro estaba.

—Piénsalo —le dije—. Los zora son los únicos que saben diseñar estructuras complejas que estén en contacto con el mar y que perduren en el tiempo.

—¿Y nosotros qué?

—Vosotros también, pero ellos trabajan con materiales similares a los que estáis usando ahora. Ya tienen experiencia. Lo digo por ayudaros, Karud. Olvida tu maldito orgullo por una vez.

Él aún tenía el ceño fruncido, aunque devolvió la vista a los planos, como si la respuesta a todas sus preguntas se encontrara escrita allí. Me recliné en el banco de la posada con un suspiro de frustración. Diosas, estaban ciegos en ocasiones.

—Tú eres quien manda en tu compañía —murmuré—. Pero piénsalo, al menos. Solo es un consejo.

—Lo hablaré con los demás cuando lleguemos a la aldea —dijo con cierta reticencia.

Decidí darme por satisfecho con aquello. Me puse en pie y le di unos golpecitos en la espalda.

—Es tarde —le dije—. Mañana será un día largo.

—¿Tarde? Diosas, acaba de anochecer.

—Acaba de anochecer para ti —repuse, sonriendo a medias—. Deberías irte a dormir también.

Él soltó un bufido.

—Eres joven todavía. Puedes aguantar unas horas más.

—Podría. —Me encogí de hombros—. Pero prefiero no estar dolorido mañana.

—Tienes razón. Es mejor no tener que soportar tus quejas.

—Espero no oír las tuyas.

Me despedí de él y fui hasta la habitación que había pedido en la posta. Contemplé el papel y la tinta que había traído para escribir cartas y pensé en enviarle una a Zelda. Deseché la idea rápidamente, sin embargo. Tendría que esperar a que el orni llegara, y tardaría días en hacerlo, quizá incluso semanas. Karud había dicho que pasaba por la aldea en construcción en busca de correspondencia. Sería más fácil enviarla desde allí.

Recordé las palabras de Karud y me pregunté si de verdad estaría esperando. ¿Lo sabría ya? Tendría que haber insistido más en que fuera a ver al curandero. Habríamos salido de dudas mucho antes.

Me descubrí sonriendo. Ella se alegraría cuando lo supiera. Se alegraría tanto como yo, de eso estaba seguro.

Me dije que no debía sacar conclusiones precipitadas. Podría ser todo un malentendido. Karud no era sanador ni había estado cerca de Zelda en las últimas lunas. Él tampoco tenía forma de saber si de verdad ella estaba embarazada. Zelda mantendría los pies en la tierra de estar en mi lugar.

Al día siguiente, Karud y yo partimos desde muy temprano. Él no hizo más que quejarse durante la primera mitad del viaje, y yo lo soporté en silencio. Deseaba que Zelda estuviera a mi lado en momentos como aquel. Ella nunca se quejaba como Karud. Era fácil viajar con ella. Incluso lo había echado de menos.

—¿Sabes, muchacho? Siento que tú lo sabes todo sobre nosotros, pero que nadie sabe nada sobre ti ni sobre Zelda —dijo al cabo de un rato.

—Eso no es verdad —murmuré. Ya no llovía. Solía haber tormentas en Akkala, pero el viento estaba en calma y no había nubes en el cielo.

—¿Ah, no? ¿De dónde demonios eres?

—Hatelia.

—Imposible —bufó él. Lo miré con una ceja alzada. Él se tambaleaba sobre el caballo. Me había llevado un rato tranquilizar a su montura. Se ponía nerviosa siempre que Karud estaba cerca, y a él no le gustaban los caballos—. Viví en Hatelia durante mucho tiempo. Conocía a todo el mundo allí, y jamás hubo ningún Link.

—Entonces no conocías a todo el mundo.

—Te aseguro que sí. —Pareció ofendido por mi insinuación. Sonreí a medias—. Dime la verdad. ¿De dónde eres?

—De Hatelia —respondí—. Mi padre venía de una antigua familia de caballeros. Él viajaba mucho, matando monstruos, y nos llevaba a nosotros con él.

—¿Nosotros?

—A mi hermana pequeña y a mí —asentí yo.

—Él abrió mucho los ojos.

—¿Tienes una hermana?

—Tenía —murmuré, corrigiéndolo. Vi que él palidecía y abría la boca para disculparse, pero lo detuve con una sonrisa amable—. Fue hace mucho tiempo. Zelda le puso su nombre a nuestra hija.

Odiaba decir verdades a medias, pero no podía permitirme decir la verdad. Probablemente Karud pensaría que estaba loco si le contaba quién era yo y quién había sido mi padre, de todas formas.

—¿Y tu madre?

—Murió de las fiebres cuando era niño. Tampoco te disculpes por eso.

Él asintió, y me sorprendió ver la expresión taciturna de su rostro. Esperaba no haber sonado demasiado sombrío. Lo último que había querido era estropear su buen humor por el resto del viaje, pero él no me había dejado otra opción. Había empezado haciendo las preguntas.

—Siento si te he traído malos recuerdos.

—No te disculpes —repetí con un gruñido—. Yo también tendría curiosidad si fuera tú.

—¿Tu padre te enseñó a pelear?

—Supongo.

—¿Y qué hay de esa espada tan enorme que tenías hace unos años?

Hice una mueca. Clavé la vista en los árboles de hojas anaranjadas que crecían a nuestro alrededor y me obligué a responder.

—Era un legado de mi familia.

—Diosas Doradas, tu familia era importante.

Me encogí de hombros.

—No es para tanto.

Cabalgamos en silencio por un rato. Estaba dando gracias por que Karud se hubiera olvidado de las preguntas. Tal vez incluso lo había asustado lo suficiente para que no volviera a hacerme una pregunta jamás. Sin embargo, él habló de pronto.

—¿Y qué hay de Zelda?

Suspiré, recordando la tapadera que ella se había inventado.

—Sus padres viajaban por el centro de Hyrule. No los conocerías de Hatelia.

—¿Cómo demonios la conociste?

Sonreí a medias y elegí mis palabras con cuidado para no revelar mucho de la verdad.

—Su padre tenía un trabajo muy peligroso, y Zelda estaba acompañándolo en uno de sus viajes. Mi padre les salvó la vida, y a cambio él nos ofreció unirnos a su compañía. Mi padre y yo aceptamos y los seguíamos como escoltas. Yo era el de Zelda.

—Sois como el héroe y la princesa de las leyendas —dijo él con una mueca que me recordó a las que ponía Artyb cuando besaba a Zelda frente a él—. Vuestros nombres tampoco ayudan.

—Eso dicen todos.

—¿Le robaste el corazón con solo verla? ¿La sorprendiste con tus actos de caballería, con tu fuerza y todas esas bobadas?

—No —respondí—. Al principio me detestaba.

—¿A ti? —dijo Karud, sorprendido. Luego recobró la compostura—. Bueno, supongo que es fácil odiarte.

Suspiré y me agaché para esquivar la rama baja de un árbol.

—Las cosas acabaron mejorando después de un tiempo, por suerte. Éramos jóvenes cuando eso ocurrió. Teníamos mucho que aprender.

—Deja de hablar como si fueras un viejo —masculló Karud—. Los dos sois tan jóvenes que podríais ser mis hijos.

Me tragué la réplica que luchaba por salir. Ni ella ni yo éramos tan jóvenes como podía parecer al principio. Sin embargo, pese a lo mucho que me reiría viendo la cara de Karud si le contaba la verdad, sabía que Zelda entraría en pánico si lo hacía y que habría consecuencias para nosotros.

—¿Y por qué te odiaba tanto tu querida esposa?

Mi sonrisa se hizo más amplia.

—Eso tendrás que preguntárselo a ella.

Karud protestó, pero yo me negué a seguir hablando.

*

Alcanzamos la aldea a la hora del crepúsculo. Las luces titilaban en el horizonte mientras recorríamos el camino que llevaba a la península diminuta. Habían adecentado el sendero, pero seguía siendo estrecho.

—¿Por aquí caben carros? —quise saber.

—Por supuesto que sí —respondió Karud con un bufido—. Es malo, pero no es para tanto. Estaríamos aislados, muchacho. Maldita sea.

—Era solo para asegurarme —dije, alzando las manos para mostrarle que no pretendía ofenderlo—. Tenía que saberlo si voy a pasar un tiempo aquí.

Karud me dirigió una mala mirada.

—Tuvimos que poner esas vallas porque uno de nuestros carros chocó con una roca y estuvo a punto de despeñarse por el barranco. —Suspiró—. Tú tienes razón, de todas formas. El camino es un inconveniente.

Examiné las vallas de las que hablaba Karud y luego sonreí, esperando que pudiera verlo en medio de la oscuridad casi absoluta.

—Lo solucionaremos —le dije—. Para eso he venido.

Él sonrió también. Quise pensar que le había proporcionado algo de alivio.

—Gracias, Link. Sé que no suelo decírtelo. —Carraspeó y pareció recobrar la compostura—. Habría preferido a Zelda, pero tendré que conformarme contigo.

En la aldea nos recibieron los constructores de Karud. Estaban dando por terminada la jornada de trabajo. Habían construido una posada en la aldea, y me sorprendió ver casas ya erigidas. Había gente viviendo allí, y la aldea ni siquiera estaba terminada aún. Y, sin embargo, confiaban lo suficiente en Karud para dar por sentado que la construcción finalizaría y podrían vivir allí de forma definitiva.

En un abrir y cerrar de ojos, tenía una habitación en la posada y estaba en la sala común, caldeada por la chimenea. Incluso me tendieron una cena caliente. Me recibieron como a uno más, aunque hubo varias caras que no pude reconocer. Otros sí me sonaban del tiempo que habíamos pasado colaborando con Construcciones Karud hacía unos años, cuando el proyecto apenas se había puesto en marcha.

Me prometieron que al día siguiente me mostrarían la aldea entera. También me tendieron una jarra de cerveza, y no fui capaz de declinar. Me mirarían con extrañeza si lo hiciera, y no me apetecía soportar burlas, por muy poca mala intención que tuvieran.

Estaba escuchando a Karid hablar de la mujer gerudo a la que había conocido durante su estancia en Akkala —no era un hombre muy hablador, pero supuse que la bebida ayudaba— cuando sentí unos golpecitos en el hombro. Di un respingo y flexioné los dedos de la mano de la espada bajo la capa.

Me reprendí a mí mismo. Había intentado aprender a no ser tan desconfiado. A no sospechar de que cualquier cosa que se moviera pudiera supone un peligro. Los líderes más estirados se daban cuenta fácilmente de errores como aquel. Habían pensado que era un salvaje, como solía decir el alcalde Rendell. Sobre todo hacía siete años, cuando me sobresaltaba ante cualquier ruido que sonara con demasiada brusquedad.

—Malditos sheikah —murmuré cuando Shak se quitó la capucha—. Las Diosas os dieron ese sigilo para asustarme a mí.

—No te has asustado —repuso Shak mientras tomaba asiento frente a mí—. Si te hubieras asustado, ya estaría muerto.

Hice una mueca, aunque no le llevé la contraria. Shak viajaba con su propia compañía, pero distaban mucho de ser constructores. Según él, eran guerreros porque alguien debía proteger Hyrule en el futuro. Yo nunca los había visto en medio de una batalla debido a que ya no había batallas que librar, aunque sí había visto a Shak. Si él los entrenaba, suponía que estaban en buenas manos.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó.

—Karud lleva lunas pidiéndome ayuda —murmuré, observando como reía con sus compañeros—. No me ha quedado más remedio que ir a la otra punta de Hyrule.

—Todo lo que signifique estar a diez pasos de tu familia es estar en la otra punta de Hyrule para ti.

Maldije en voz baja, aunque le di la razón para mis adentros. Sin embargo, no podía evitar echarlos de menos. Eran mi familia.

—¿Qué haces tú aquí? La última vez que te vi estabas en el centro de Hyrule.

—Estamos limpiando el Bastión de Akkala. No hay monstruos, pero sí hay tesoros por todas partes. —Se terminó su jarra de un trago—. Somos un grupo más numeroso esta vez.

—¿Son buenos?

—Lo serán —asintió él—. Son jóvenes y fuertes.

Me recliné sobre el banco para escrutar su rostro. Shak apenas había cambiado en los últimos años. Seguía yendo de un lado a otro sin rumbo alguno. Solo que ahora arrastraba a otros consigo.

—Sigo sin entender por qué demonios quieres tener tu propio ejército —murmuré.

Él suspiró. Ya habíamos tenido aquella conversación en numerosas ocasiones, cuando nos encontrábamos por casualidad en alguna parte. Sin embargo, seguía confundiéndome.

—No es un ejército. Yo no viví hace cien años, y el único miembro vivo del ejército de esa época eres tú. —Abrí mucho los ojos, y él bajó la voz para que no nos escucharan oídos indiscretos—. Pasarán siglos hasta que sea un ejército de verdad. Yo solo estoy ayudando a los que vengan después de nosotros. Quitándoles algo de trabajo.

—Los monstruos...

—Ya no hay, en eso tienes razón. —No iba a decir aquello, pero lo dejé continuar—. Pero las leyendas de mi pueblo dicen que el Gran Cataclismo siempre regresa tarde o temprano. Debemos estar preparados.

Guardé silencio, pensativo. Me imaginé al grupo de guerreros que había traído consigo. Había dicho que eran jóvenes. Sentí un escalofrío al imaginar a niños sosteniendo una espada. Jamás se verían obligados a ver una batalla ni a vivir los horrores de una guerra, pero seguía siendo injusto para ellos.

—¿Vas a acabarte eso? —preguntó Shak entonces, señalando la jarra intacta que había dejado sobre la mesa. Yo sacudí la cabeza, y él tomó un trago y me mostró una sonrisa de satisfacción—. Voy a llevar la propuesta a ese concilio vuestro. Esos vejestorios tienen que aceptármelo.

—Pay no es un vejestorio —murmuré. Él desvió la mirada, y yo sonreí—. ¿No fuiste a la ceremonia de nombramiento? Ya es líder de los sheikah.

—¿Pay? —repitió él, incrédulo—. Diosas, ni siquiera lo sabía. Llevo mucho tiempo fuera de casa.

—Podrás verla en la reunión del concilio —repuse—. Y también hablar con ella y hacer todas esas cosas que tanto os gustan.

—Por supuesto —bufó él—. Y tú podrás revolcarte con la princesa cuando no haya nadie...

Le dirigí una mala mirada, y él se disculpó en silencio. Pensar en Zelda no era bueno. Y mucho menos pensar en revolcarme con ella.

—Cierra la boca —mascullé.

Él soltó una carcajada y aprovechó para cambiar de tema.

—Mañana podrías venir con nosotros al Bastión de Akkala —sugirió—. No vamos a pelear contra nada. Me he asegurado de que no quede un solo bicho vivo ahí dentro. Solo vamos a buscar objetos de valor y a investigar.

—No lo sé —murmuré—. Quieren que empiece a ayudarlos mañana...

—No te robaré mucho tiempo. Además, escuchar a Karud durante muchas horas es letal.

Le di la razón en eso. Acabé accediendo a acompañarlo al Bastión de Akkala a mediodía del día siguiente. El dolor en los tobillos me decían que aquello no iba a traerme nada bueno, pero no iba a echarme atrás justo después de acceder.

Él se marchó poco después, y escuché la conversación de Karud y sus constructores durante un rato antes de marcharme. Ellos estaban tan concentrados en la conversación que apenas se dieron cuenta de que me iba. Y los que sí me vieron no intentaron detenerme.

Le escribí una carta a Zelda. Ojalá estuviera bien y se le hubieran pasado los malestares. Y ojalá el alcalde no hubiera aprovechado que yo estaba fuera para hacerles daño. Estaba preocupado, aunque intentaba ocultarlo. Por mi propio bien y por el de Zelda.

Aquella noche me costó dormirme. Siempre que cerraba los ojos y conseguía relajarme escuchaba un estruendo proveniente de la sala común que me sobresaltaba. Suspiré, frustrado, y maldije a Karud para mis adentros. Solo logré dormirme cuando era tan tarde que los ruidos se habían calmado casi por completo.

El amanecer me sorprendió antes de lo previsto. Me sentí tentado a permanecer allí por un rato más. La noche anterior debía de haber causado estragos en todo el mundo. Sin embargo, sabía que varios constructores estarían ya en pie, trabajando en el exterior, así que me puse en marcha yo también.

Los constructores me mostraron el progreso que habían hecho en la aldea. Habían construido casas, y ya había gente viviendo, tal y como había sospechado. Incluso tuve que esquivar a un grupo de niños que correteaban por las calles polvorientas de la aldea.

—Es un lugar pequeño —dijo Karid. No tenía buena cara, supuse que por las bebidas de la noche anterior—, pero podemos aprovecharlo de todas formas. Hay gente que quiere vivir aquí. Y servirá para que Akkala no esté tan aislada.

Sonreí a medias.

—Estáis haciendo un buen trabajo aquí.

Su expresión se iluminó con algo que interpreté como orgullo. Aquel era el efecto que Zelda tenía en los demás. El que, según ella, yo también tenía. Empezaba a atreverme a pensar que era cierto.

Dejé un mensaje para Karud —que aún no había salido de la posada—, avisándolo de que iba al Bastión de Akkala y que regresaría por la tarde. Luego me reuní con Shak y con una parte de su grupo. La mayoría eran hylianos, aunque había varios sheikah e incluso dos goron. Me recibieron con algo parecido al respeto, y algunos me llamaron Maestro Link. Hylianos. Solo los sheikah habían utilizado aquel título antes

Guie a Viento por las riendas mientras caminaba junto a Shak en dirección al norte, al Bastión de Akkala, que se alzaba en la lejanía.

—¿Qué les has contado de mí? —le pregunté en voz baja.

—Que eres el mejor guerrero que he visto jamás —respondió él—. Y también que probablemente serás su general algún día.

Las piernas empezaron a temblarme, y flexioné los dedos de la mano de la espada.

—¿De qué demonios estás hablando? —siseé.

—No finjas que no lo sabes —resopló él—. No hay nadie mejor que tú para un puesto así. Conoces el ejército, sabes luchar como nadie y puedes liderar. Incluso tienes la mirada de general.

—¿Qué mirada es esa?

—La que te hace sentir como un niño que ha hecho algo malo otra vez.

Sacudí la cabeza, pensando en la espada de mi padre, en la casa de Hatelia y en el gesto de orgullo de Karid cuando había hablado de su trabajo. También pensé en la paz que tantos años me había costado construir.

—No puedo.

—¿Por qué no? —preguntó Shak con el ceño fruncido.

Flexioné los dedos otra vez y los oculté bajo la capa. Eché de menos a Zelda entonces. Ella lo entendería. Era la única que lo entendía.

—No lo comprenderías —dije por fin. Conseguí que la voz no me temblara por obra de algún milagro—. He visto demasiadas cosas.

Él no respondió, aunque tampoco siguió insistiendo. Se lo agradecí en silencio.

Las ruinas del Bastión de Akkala me recordaron a las de la Ciudadela. Todo era gris y estaba en silencio, como si el tiempo se hubiera detenido allí. Dejé a Viento pastando junto a un árbol. Aquel lugar estaba medio derruido, y no quería arriesgarme a que tropezara con los escombros y se hiciera daño. Además, había guardianes inactivos cerca. A Viento no le gustaban aquellos artefactos.

Esquivé las piedras caídas y seguía a Shak hasta el interior. El resto del grupo andaba a mi espalda, y podía escuchar sus susurros. Me di cuenta entonces de que era el único allí que no llevaba armas encima. Sonreí para mis adentros. Jamás había conocido a un general que fuera desarmado cuando todos los soldados a su cargo llevaban al menos un abrecartas.

Encontraron armas polvorientas y oxidadas y las metieron en las alforjas. Yo me limité a observar como se movían por lo que antes había sido el patio de armas, sosteniendo una antorcha para cuando nos adentráramos en las estancias del castillo. Si seguía la escalera junto a las caballerizas, llegaría a los barracones donde me había quedado hacía cien años, mientras era soldado. Y, si continuaba hacia arriba, llegaría a las estancias de los caballeros de alto rango.

Suspiré y contemplé el montón de ceniza y roca ennegrecida que quedaba del Bastión de Akkala. No pude evitar sentir una pizca de tristeza al recordar el aspecto que había tenido aquel lugar antaño.

Me apoyé en la pared que tenía a mi espalda, pero entonces escuché un golpe sordo y sentí que la piedra cedía. Me aparté al instante y descubrí un hueco. Un hueco pequeño, que pasaría desapercibido para cualquiera, pero que era lo suficientemente grande para que yo pudiera atravesarlo.

Nadie dio señales de haberse inmutado. Así que dejé la antorcha en un candelabro cercano y me deslicé por un hueco en la pared.

Al llegar al otro lado, tosí a causa del polvo que se había levantado y me sacudí las ropas. Tanteé a ciegas hasta tropezar con una roca y caer al suelo. El golpe en las rodillas fue doloroso, aunque apreté los dientes y me puse en pie de nuevo.

Le dirigí una mala mirada a la roca que me había hecho tropezar, pero entonces me fijé en algo que emitía un leve destello justo debajo. Fruncí el ceño y me arrodillé de nuevo. Aparté la pesada roca con un gruñido. Lo que vi me dejó boquiabierto.

Era una espada. Pero no cualquier espada. Se parecía tanto a la Espada Maestra que sentí un escalofrío de terror. Tenía la misma guarda y la misma empuñadura. La espada era del color de la obsidiana, pero esa fue la única diferencia que pude ver en medio de la penumbra. Cuando rodeé la empuñadura, no sentí nada, y me corazón se hundió.

Había aprendido a estar sin la Espada Maestra. La había dejado marchar por el bien de todos, no solo por el mío propio. Sabía que alguien la necesitaría en el futuro.

Contemplé aquella réplica y me pregunté de dónde demonios la habrían sacado, y también quiénes la habrían hecho. Debía de haber sido forjada hacía un siglo. Sin embargo, jamás había oído nada sobre una réplica.

—¿Link? ¿Has encontrado algo?

Miré hacia el hueco en la pared y dudé por un corto instante antes de meter la espada en mi bolsa de viaje y regresar al exterior.

—Ahí dentro no hay nada —dije—. Solo un montón de piedra y escombros.