LINK

Tras varias semanas en la aldea Arkadia, la construcción empezó a avanzar a pasos agigantados. Habíamos encontrado la forma de diseñar un sistema de alcantarillado provisional que funcionara hasta que recibiéramos ayuda de los zora. Porque me las había arreglado para convencer a Karud de que pidiera ayuda a los zora.

—Maldito muchacho —masculló una mañana en la sala común de la posada—. No sé cómo demonios he accedido a esto.

—Zelda dice que soy persuasivo —dije con una sonrisa de satisfacción.

Él puso los ojos en blanco.

—Oh, me lo imagino. —Sacó papel y tinta y los dejó sobre la mesa con un largo suspiro—. No sé cómo escribir una carta a los zora. ¿Tú lo has hecho alguna vez?

Me incliné sobre la mesa, pensativo, y luego tomé el papel y la pluma y empecé a escribir. Sabía que los zora no se creerían que Karud hubiera escrito aquello, aunque tampoco se creerían que lo hubiera escrito yo.

Le mostré la carta al cabo de unos instantes, y él la leyó en silencio con el ceño fruncido.

—Puedes enviarles la carta hoy —dije— o esperar al concilio y proponérselo allí. Es una buena opción. Se verían obligados a darte una respuesta de inmediato. También puedes hacer las dos cosas. Enviar la carta y luego proponerlo en el concilio. Así los irritarías un poco más.

Karud me mostró una sonrisa maliciosa y dejó la carta sobre la mesa.

—¿Dónde demonios has aprendido esas palabras de noble estirado? —Solté un bufido, y él cogió la pluma y firmó al final—. No voy a mentir. Me muero por hacerlos rabiar un poco.

Le devolví la sonrisa y leí la carta una última vez antes de doblarla y cerrarla.

—No digas eso en el concilio —le sugerí con una mueca.

—¿Por quién me tomas, chico? ¿Crees que soy idiota?

Me encogí de hombros mientras me ponía en pie para salir de la posada. Guardé la carta en la bolsa de viaje. Esperaría a que regresara el orni con la correspondencia. Debería llegar a mediodía. Sentí una pizca de anticipación, aunque me obligué a mantener la cabeza fría. Zelda no había respondido a ninguna de mis cartas desde que había llegado a la aldea Arkadia.

Me reprendí a mí mismo. No iba a pensar en ella. No ahora, cuando había tanto por hacer.

Busqué un trabajo que me hiciera sentir útil. Algo que incluyera golpear materiales. Karud me envió a cortar leña y, pese a que en el fondo lo odiaba, no emití una sola queja y acepté el hacha que me tendía. Crucé el camino que funcionaba como única entrada y salida de la aldea y llegué hasta un bosque cercano. Me arremangué hasta los codos y empecé a talar.

Quise concentrarme en el esfuerzo que suponía talar árboles, como sucedía cuando entrenaba con la espada. Sin embargo, en esa ocasión no tuve tanta suerte. Mis pensamientos regresaron a Zelda. Zelda, de la que no había tenido noticias desde hacía casi una luna. Tampoco sabía nada de los niños, ni de nuestra casa, ni del alcalde Rendell y la situación en Hatelia. Había intentado convencerme a mí mismo de que estaría ocupada, tal vez con los niños o tal vez preparándolo todo para el concilio.

Sin embargo, ella siempre sacaba tiempo para escribirme cuando estaba fuera. Así que no había tardado en llegar a las peores conclusiones. ¿Y si algo malo le había ocurrido con el alcalde? ¿Y si él le había hecho daño a ella o a los niños? ¿Y si sus malestares habían empeorado y estaba enferma por causas más graves de lo que había creído?

Una parte muy pequeña de mí —una que aún era joven e idiota— se preguntaba si habría dicho algo en una de mis cartas. Algo que no le hubiera sentado bien. Tal vez se había enfadado conmigo. Diosas, ojalá fuera tan sencillo como eso. No era propio de ella, pero preferiría que se hubiera enfadado a que alguien le hubiera hecho daño a ella o a los niños.

Si supiera dónde estaba Prunia, le habría enviado una carta a ella también, preguntándole por Zelda. Sin embargo, dudaba que siguiera en Hatelia. Quizá estuviera en Kakariko. Quizá sería buena idea enviar una carta a los sheikah.

Regresé a la aldea a mediodía, cargando con montones de leña casi tan grandes como yo. Por suerte había constructores más fornidos que me ayudaron a llevar lo que había dejado en el bosque.

Me mantuve ocupado durante el resto del día, hasta que el orni aterrizó en Arkadia con un ruido sordo. Venía de Necluda. Lancé una plegaria silenciosa a las Diosas para que me dieran suerte esa vez.

El orni llamó a los destinatarios por sus nombres hasta que se quedó sin cartas que entregar. Al terminar, yo era el único que permanecía allí, y él se me quedó mirando con una pizca de simpatía.

—Tampoco hay nada para ti esta vez —dijo, y mi corazón se hundió—. ¿Hay algo que quieras enviar?

Contemplé la carta que sostenía entre las manos. La habría escrito hacía solo unos días. Inspiré hondo, preguntándome si serviría de algo, antes de tendérsela al orni.

—¿Podrías preguntar por Zelda cuando estés en Hatelia? —le pedí en voz baja—. Sé que no es tu trabajo, pero yo...

—¿Zelda? —repitió él con los ojos muy abiertos.

Asentí con lentitud, y la preocupación empezó a retorcerse en mi estómago.

—¿Qué pasa con ella? —pregunté.

El orni lanzó una mirada indiscreta hacia la posada y hacia los pocos constructores que seguían cerca de allí, haciendo los últimos arreglos antes de dar el día por terminado.

—Escucha, yo no sé nada —dijo en un susurro—. Lo que he oído es... extraño. Tal vez ellos sepan más. —Señaló la posada con el pico—. Pero preguntaré por ella cuando llegue a Hatelia.

Le tendí una rupia azul y le di las gracias en voz temblorosa. Lo observé marcharse, sintiendo como el corazón me aporreaba en el pecho.

Me obligué a mantener la calma. El orni regresaría en una semana. Solo una semana. Una semana, y tendría noticias.

Ayudé a los constructores y voluntarios a recoger y luego fui a la posada. Estaba llena, como solía ocurrir cuando caía la noche. Tomé asiento cerca del final de la mesa, junto a Karud y otros constructores. Karud no dio señales de haberse inmutado de mi presencia por un largo rato, aunque de pronto se volvió para mirarme.

—¿Qué te ocurre? —preguntó con el ceño fruncido—. Parece que se te ha muerto alguien.

Hice una mueca y clavé la vista en el cuenco que aún humeaba sobre la mesa. El grupo de Shak había encontrado un jabalí aquella misma mañana. Habían partido de viaje hacia el sur, pero habían dejado al animal en la aldea. Como obsequio, según habían dicho.

En cualquier otra ocasión, no habría desperdiciado la oportunidad de probar aquella maravilla. Pero ahora el estómago se me revolvía con solo considerar la posibilidad de probar algo del guiso. El simple olor hacía que me sintiera enfermo.

—¿Se te ha muerto alguien? —preguntó uno de los constructores con los ojos muy abiertos. Era joven. Y también idiota, por lo que veía.

—No se ha muerto nadie —murmuré.

Karud alzó una ceja, pero no hizo ninguna otra pregunta. Regresó a su cuenco de comida tras encogerse de hombros. Yo removí los contenidos de mi propio cuenco por un rato y suspiré antes de armarme de valor y preguntar:

—¿Alguien sabe qué ha pasado en Hatelia?

Todos los constructores y voluntarios sentados a mi alrededor alzaron la vista. Se miraron entre ellos, y el corazón se me aceleró cuando vi sus expresiones graves.

—Recibí una carta de mi madre esta mañana —dijo uno de los voluntarios más jóvenes—. Dice que la mujer del alcalde ha muerto.

—No digas bobadas —intervino Karid—. Se ha muerto el curandero de la aldea.

—Se ha muerto el alcalde —dijo otra voz que no pude reconocer, pero que venía del otro extremo de la mesa—, no el curandero.

—¿Cómo va a morirse el alcalde? ¿Estáis locos? He oído que se ha muerto su esposa, no el maldito alcalde.

Las voces siguieron alzándose. Ya no habría forma de detener la discusión. Suspiré pesadamente e intenté mantener la calma. No había sacado nada en claro de allí, pero eso no significaba nada. No habían mencionado a Zelda en ningún momento, así que tanto ella como los niños debían estar bien.

Sentí la mirada de Karud clavada en mí.

—¿No vas a acabarte eso? —preguntó, señalando el cuenco todavía lleno.

Yo se lo acerqué al instante.

—No tengo hambre.

Karud me examinó con ojo crítico.

—¿Tampoco tienes sed? —dijo, lanzándole una mirada indiscreta a su jarra de cerveza.

Contemplé mi pellejo de agua con tristeza. Dudé un instante antes de mandarlo todo al infierno y tomar un largo trago de cerveza. Nadie me vio excepto por Karud. Los demás estaban muy ocupados discutiendo a gritos, aunque la conversación ya no tenía nada que ver con Hatelia.

—¿Ocurre algo con Zelda? —quiso saber Karud.

Titubeé por un corto momento, intentando encontrar las palabras. Al final enterré el rostro entre las manos con frustración.

—No responde a mis cartas —dije. Las palabras brotaron de golpe—. Llevo una semana sin saber de ella. Ni de mis hijos. ¿Sabes lo aterrador que es eso?

—Seguro que están bien...

—Tú no lo sabes —repuse—. Estaba enferma cuando me fui. ¿Y si le ha ocurrido algo? Diosas, no tendría que haberme ido. Tendría que haberme quedado con ella hasta que mejorara.

Él puso una mano sobre mi hombro.

—Link, seguro que ella y tus hijos están bien. Zelda es una chica fuerte. Además, si de verdad hubiera ocurrido algo, ya te habrías enterado. Sois amigos de los sheikah, ¿no es así?

Intenté aferrarme a sus palabras con todas mis fuerzas, pero me fue imposible. La preocupación se había vuelto demasiado grande y me atenazaba el cuerpo entero.

—¿Sabes qué es lo peor? —murmuré. Alcé la vista para mirarlo—. Que me prometí a mí mismo que no dejaría que nada más le ocurriera. Se lo prometí a ella también, maldita sea. La dejé sola una vez con ese monstruo. Y ahora está sola otra vez.

—¿Qué monstruo? —preguntó Karud, confundido.

Sacudí la cabeza.

—El peor monstruo que ha existido jamás.

Él parpadeó y calló por un largo rato, como si estuviera evaluándome. Yo valoré la posibilidad de tomar otro trago, pero Karud habló antes de que pudiera decidirme.

—La cerveza está hablando por ti —dijo.

Le dirigí una mirada fulminante. Si lo que Shak decía era cierto y tenía mirada de general, esperaba hacerlo temblar, al menos.

—No estoy borracho.

Extendí el brazo para llegar hasta la jarra, pero Karud me apartó de un manotazo.

—No te conviene beber ahora, muchacho.

Fui a protestar, pero la única parte de mí que no había perdido la razón reconoció que Karud estaba en lo cierto. Me sentí aún peor. Diosas, ¿qué demonios estaba haciendo?

—Lo siento —murmuré.

—Entiendo tu preocupación —dijo Karud—. Seguro que el cartero traerá noticias de ella la semana que viene. Y seguro que habrá sido todo un malentendido. Zelda es una chica lista. No dejaría de escribirte si no tuviera una buena razón.

No dije nada pero, en silencio, recé por que Karud tuviera razón. Recé por que yo mismo estuviera equivocado.

—¿Por qué no vas a descansar? —me sugirió—. Mañana verás las cosas más claras. Es lo que me ocurre a mí.

—Tú nunca ves las cosas claras —mascullé mientras me ponía en pie y recogía mis cosas.

Lo escuché reír cuando iba hacia las habitaciones de la posada. Debí de pasar desapercibido porque nadie intentó detenerme.

Aquella noche me costó dormirme. Y, cuando lo hice, tuve pesadillas. La última fue sin dudas la peor.

Soñé que corría y corría, tirando de la mano de Zelda, y luego un enorme guardián se alzaba sobre nosotros. Zelda me apartó de un empujón para protegerme, tal y como hacía siempre. Pero su poder no despertó, y el disparo le acertó de lleno. Sostuve su cuerpo frágil y pálido, sintiendo un dolor inexplicable en el pecho, como si el disparo me hubiera atravesado a mí y no a ella.

De repente estábamos en casa, en Hatelia, en nuestra cama. Seguía sosteniéndola entre mis brazos, aunque ella respiraba. Sin embargo, pronto me di cuenta de la sangre que le corría entre las piernas, como si la vida se le estuviera escapando poco a poco. Las mantas estaban empapadas de rojo, y ella tenía rastros de lágrimas en el rostro. Me suplicaba que hiciera algo, pero yo no podía entenderla. Nuestro hijo nació muerto, y escuché sus gritos de agonía. Y luego... luego...

Luego me desperté con un sobresalto, cubierto en un sudor frío. Jadeaba, como si me estuviera quedando sin aire. Palpé sobre las mantas, pero ella no estaba. No estaba.

Lo recordé todo de golpe. Zelda estaba en Hatelia. En Hatelia, en casa, sana y salva. O eso quería pensar. Me senté en el borde de la cama y me di cuenta entonces de que tenía rastros de lágrimas en las mejillas. Diosas, no recordaba la última vez que había llorado. Mucho menos en sueños.

Inspiré hondo para calmar la respiración y los temblores de terror. Había sido solo un sueño estúpido. Zelda y yo habíamos tenido dos hijos sanos y fuertes. Y los tres estaban bien, en casa. Tenían que estarlo. De lo contrario, ya habría recibido noticias.

Tenía que regresar a Hatelia pronto. Aquella semana se me iba a hacer interminable.

Me sequé las lágrimas y cerré los ojos con fuerza. Deseé poder olvidar lo que había soñado, pero en mi cabeza solo podía ver su rostro pálido; a nuestro hijo, que no lloraba.

Abrí los ojos y tomé una bocanada brusca de aire. Sabía que no podría volver a dormirme. Y, aunque lo hiciera, tendría pesadillas durante el resto de la noche. Sentía la garganta seca, así que deslicé una manta alrededor de mis hombros, cogí mi pellejo de agua vacío y salí de la habitación de puntillas.

Era tarde, aunque quedaban varias horas para el amanecer. Había velas encendidas en la sala común de la posada, y todo estaba en silencio. Desierto. Lo agradecí para mis adentros. Así tendría que dar menos explicaciones si nadie me veía.

Rellené el pellejo de agua y luego tomé un largo trago, hasta sentirme mejor. Intenté pensar en los avances que habíamos hecho en Arkadia; en las tres nuevas casas, terminadas ya, en el nuevo camino señalizado desde la posta más cercana y en las cartas que habíamos enviado a los zora y a los comerciantes más importantes de Hyrule para que consideraran llevar sus negocios a Akkala. Me negué a pensar en Zelda y en los niños. Y lo conseguí. Por un corto instante.

Recibiría noticias pronto. Y, cuando lo hiciera, me daría cuenta de que me había preocupado por nada. Ella debía tener una buena explicación para no haber respondido a mis cartas. Al regresar a Hatelia, ella se reiría de mi preocupación y me llamaría paranoico, y yo la sostendría entre mis brazos y la sentiría muy viva junto a mí.

Me llevé una vela a mi diminuta habitación en la posada. Así al menos no estaría rodeado de oscuridad. Tomé asiento sobre la cama con un suspiro y contemplé mis alforjas. Dentro estaba la espada que había encontrado hacía varias semanas, en las ruinas del Bastión de Akkala. No la había vuelto a sacar de ahí desde entonces. No la había examinado a la luz del día para comprobar si de verdad se parecía tanto a la Espada Maestra.

Contemplé la posibilidad de sacarla ahora. Nadie me vería en mitad de la noche. Sentí un cosquilleo en la palma de la mano y flexioné los dedos, recordando el peso perfecto de la Espada Maestra. Tal vez aquella réplica fuera igual. Tal vez susurraría si rodeaba la empuñadura.

Me reprendí a mí mismo al instante y clavé la vista en cualquier otro sitio que no fueran las alforjas. Llevarme aquella espada había sido una estupidez. Solo me haría más daño. Sabía que jamás recuperaría la Espada Maestra, y me había esforzado por aceptarlo. Había creído que lo había dejado atrás.

Me había equivocado.

Aquella noche no tuve más pesadillas. Ese fue mi único consuelo. Y, durante los días siguientes, trabajé sin descanso. Ayudaba en todo lo que podía; talar árboles, revisar planos y golpear todo lo que se necesitara golpear. Participaba en las reuniones con Karud y sus constructores, y también nos reunimos con los dueños de las dos postas que se encontraban en Akkala. Al parecer, no querían que la nueva posada de la aldea Arkadia los hiciera perder rupias, pero conseguí calmar sus temores fácilmente, asegurándoles que los viajeros seguirían haciendo paradas en las postas. Era lo que sucedía en todas las regiones concurridas.

Arreglamos las vallas que rodeaban el único camino de acceso a la aldea y ayudé a finalizar los últimos detalles del sistema de alcantarillado provisional, hasta que los zora respondieran. Empezó a funcionar tras varios días de duro trabajo, y los constructores y voluntarios lo celebraron por todo lo alto.

Sin embargo, yo no estaba de humor para celebrar nada. Me ofrecían jarras de cerveza cada noche, y empecé a pensar que de verdad tenía cara de que se hubiera muerto alguien. En varias ocasiones pensé en aceptar la maldita jarra, solo para sorprender al posadero. Así podría hundirme en mi propia pena por una noche. Pero sentía la mirada atenta de Karud sobre mí en todo momento y, pese a que solía animarme a beber, esa vez no tenía pinta de estar haciendo lo mismo. Y no quería hacer el ridículo frente al grupo que trabajaba en la aldea. Me apreciaban e incluso me profesaban algo de respeto.

Por fin llegó el día en que el cartero pasaría por la aldea para enviar y recoger correspondencia. Recé otra plegaria silenciosa a las Diosas y me obligué a conservar la esperanza, pese al miedo que me engarrotaba el cuerpo. Todo iría bien. Me lo recordé tantas veces que las palabras acabaron perdiendo el sentido en mi cabeza.

—¿Link de Hatelia?

Di un respingo y fui hacia el orni. Cada paso me llevaba una eternidad, como si de pronto caminar fuera más difícil. Tenía noticias. Saldría de dudas de una vez por todas.

El orni me tendió una única carta con gesto grave.

—Lo siento —murmuró, y luego se dio la vuelta y siguió anunciando nombres.

Con solo mirar la carta supe que no la había escrito Zelda. Mi corazón se hundió, y el terror y la preocupación se habían unido para formar una mezcla que me atenazaba el pecho. El único pensamiento claro que pude descifrar me gritaba que fuera de vuelta a la posada y leyera la carta.

Recorrí la posada casi a ciegas. Choqué contra varios hombros y apenas pude murmurar una disculpa. Karud aguardaba en su sitio habitual al final de la mesa. Frunció el ceño cuando me vio.

—¿Es de Zelda? —preguntó.

Yo solo negué con la cabeza. Karud suspiró y me tendió una pesada jarra de cerveza. Yo ni siquiera pude negarme.

—Por si acaso —dijo—. Este es el momento en que te hará falta.

Una parte de mí quiso preguntarle por qué demonios podía beber ahora, justo ahora, pero leer la carta era más importante. Así que la desdoblé rápidamente. El papel había sido doblado varias veces, y la caligrafía no era a la que estaba acostumbrado. Parecía haber sido escrita deprisa, tanto que las palabras se mezclaban unas con otras.

«Link:

Siento que no hayas recibido noticias. Me enteré de todo esto hace unas semanas, y no he podido escribirte hasta hoy. No puedo ni imaginar cómo será estar en Akkala, en una región tan aislada.

El alcalde de Hatelia está muerto, nadie sabe cómo ni por qué. Todos creen que lo han asesinado. Han acusado a Zelda sin tener pruebas y la han encerrado en la prisión de la aldea. Lleva ahí dos semanas. He hecho todo lo que he podido, Link. Pero esos bastardos quieren que se quede ahí para siempre.

Tu hija lleva varias semanas con las fiebres. Zelda cuidaba de ella, pero ahora no puede hacerlo, así que yo estoy con ella. Te diría que no es grave y que no debes preocuparte, pero estaría mintiendo. Así que ven en cuanto puedas. Te necesitan en Hatelia.

Prunia.»

Escuché un ruido sordo tras terminar de leer. Una jarra se había hecho pedazos a mis pies. Comprendí unos instantes más tarde que yo mismo la había dejado caer. Todo el mundo me miraba ahora.

—¿Qué dice? —escuché a Karud preguntar, aunque su voz sonaba lejana.

Quise ir hasta mi habitación para recoger las alforjas y correr hasta Hatelia, pero Karud me obligó a tomar asiento. Dejé que me arrebatara la carta de las manos, y solo pude observar como su ceño se fruncía y su rostro palidecía mientras leía.

Intenté pensar en algo que no fuera echar a correr, pero me fue imposible. Era como si todo se hubiera detenido de pronto. Karud me devolvió la carta al terminar de leer, y el papel temblaba de forma incontrolable entre mis manos.

—Diosas Doradas... —dijo Karud. Su voz seguía sonando lejana—. Es peor de lo que creía.

Aquello fue lo único que necesité para ponerme en pie e ir hasta la habitación. Empecé a recogerlo todo de manera mecánica, sin siquiera pensar dónde metía mis pertenencias. Solo estaba seguro de que debía sujetarme la espada nueva a la cintura con una vaina vieja que servía a duras penas. Saqué los dos cuchillos que tenía al fondo de la bolsa de viaje y que llevaba años sin utilizar y los aseguré junto a la espada. Karud irrumpió entonces como un torbellino.

—¿Te marchas?

—Tengo que irme —murmuré mientras cerraba las alforjas.

—Hay trabajo que hacer...

—No me importa —siseé, dándome la vuelta para encararlo con brusquedad. La ira burbujeaba por todas partes, y me pregunté a mí mismo por qué estaba tan enfadado. Supuse que por la misma razón por la que llevaba una espada a la cintura—. Al infierno con tu maldita aldea. Mi familia está sufriendo.

Él fue a replicar, pero entonces pareció desinflarse. Puso una mano sobre mi hombro con cautela, como si temiera que fuera a arrancársela.

—Lo entiendo —dijo con una seriedad que no era propia de él—. Vamos, márchate. La familia debería ser lo más importante.

Me ayudó a llevar las alforjas a los establos y a ensillar a Viento. Me aseguró que escribiría y que cumpliría con los objetivos que nos habíamos marcado en la aldea y que explicaría mi ausencia a todo el mundo y que sí, aquel lugar estaría en buenas manos sin mí. Apenas lo escuché por encima de lo latidos desbocados de mi corazón.

Monté sobre el caballo de un salto. Karud me deseó un buen viaje y dijo algo más, pero yo no pude oírlo. De un golpe seco hice que Viento se alejara de la aldea al galope.

Cabalgué durante todo el día. Solo me detuve bien entrada la noche para dejar que Viento descansara. Jamás lo había hecho galopar durante tantas horas seguidas, y el pobre animal sudaba y jadeaba. Permití que pastara y que saciara su sed en un río cercano para que recuperara energías. Yo esperé con impaciencia. Sabía que debía comer algo y descansar también, al menos hasta la mañana siguiente. Era peligroso viajar cuando ya había oscurecido. Sin embargo, la urgencia fue más fuerte que la voz de la razón en aquella ocasión.

Partimos de nuevo a medianoche y cabalgamos hasta bien entrada la mañana. Nos detuvimos entonces para que el caballo descansara otra vez. Habíamos salido de Akkala al fin. Pensé en mirar el mapa, pero me dije que sabría encontrar el camino. Solo tenía que seguir hacia el sur, de todas formas. Luego encontraría sin muchas complicaciones el sendero hasta Necluda. No debería llevarme más de cinco días, si seguía forzando la marcha de aquella manera.

Una parte de mí se sentía culpable por forzar al caballo. Pero estaba aterrado, y sabía que el terror solo se iría cuando llegara a Hatelia y comprobara la magnitud de la situación por mí mismo.

Después de una hora empecé a sentirme tan intranquilo que apenas podía mantenerme quieto en el sitio, así que fui hacia Viento, que me miraba con algo parecido al reproche.

—Lo siento —le susurré—. Tenemos que volver a casa pronto. Solo serán unos días.

Comprobé que la silla estuviera bien asegurada y luego monté de un salto. Reemprendimos el camino hacia el sur al galope.

Unos días después, empezamos a adentrarnos en Necluda, y los caminos allí estaban más concurridos. Tuve que disminuir la velocidad para que Viento no matara a nadie de una coz. El animal pareció agradecerlo, de todas formas. Yo, por el contrario, no estaba nada contento. Apenas había comido durante los últimos días, y había estado demasiado inquieto para sentarme a descansar.

Me cubrí con la capucha mientras cruzaba el paso de Picos Gemelos. No quería que se me reconociera y que alguien alertara de mi llegada en la aldea Hatelia. Tenía que llegar por sorpresa. De lo contrario, me estarían esperando frente a las puertas y me encerrarían en la prisión a mí también antes de que tuviera tiempo de sacar a Zelda de aquel lugar.

La única parte de mí que no había perdido por completo la cordura se preguntó cómo demonios pensaba sacar a Zelda de las mazmorras. Escondí la espada bajo los pliegues de mi capa. Iba armado de arriba abajo. Eso tenía que cambiar algo. Llevaba años sin enfrentarme a nadie, pero no había dejado de entrenar. Tendría ventaja en caso de verme obligado a desenvainar la espada.

Nadie dio señales de haberme reconocido en la posta de Picos Gemelos. No me detuve para asegurarme, pero tampoco sentí miradas acusatorias sobre mí. Seguí adelante sin mirar atrás, aunque el corazón me aporreaba en el pecho. Miré al sol. Aún era temprano.

Hice que Viento fuera más deprisa, pese a los otros jinetes que viajaban por aquel sendero. Viento emitió un relincho a modo de protesta, aunque acabó obedeciendo. Me sentí todavía más culpable. Cuidaría de él en cuanto llegáramos a casa. Le daría todas las manzanas que quisiera.

A duras penas logramos esquivar a quienes recorrían el sendero a pie. Algunos me maldijeron a gritos, pero por suerte nadie me reconoció. Intenté disculparme, pero Viento iba tan deprisa que las palabras se perdían al instante.

Las manos empezaron a temblarme cuando alcanzamos la aldea Hatelia al fin. Estaba atardeciendo, y los guardias no detendrían a ningún viajero antes de que la noche cayera. Sin embargo, tuve que detenerme en seco cuando me topé con una fila de gente que deseaba entrar, frente al portón. Di un tirón brusco en las riendas, y Viento relinchó y se encabritó. El animal estaba agotado, y yo lo sabía mejor que nadie. Intenté tranquilizarlo como pude y luego desmonté con cuidado. Al menos tendría el alivio de no cargar con mi peso.

—Estamos en casa. Ya no tendrás que correr —le susurré, acariciando su hocico—. Lo has hecho de maravilla. Eres un chico fuerte.

Le tendí una manzana y Viento la aceptó al instante. Le di unos últimos golpecitos en el hocico antes de darme la vuelta para contemplar la multitud que se encontraba allí. Llegaba casi hasta el bosque, y yo era el último. Maldije para mis adentros y empecé a sentirme inquieto de nuevo.

¿Y si alguien me reconocía? Seguro que los guardias estaban controlando la entrada y salida de la aldea, contra todos mis pronósticos. Estaban buscando al presunto asesino. Y, mientras tanto, Zelda estaba encerrada en aquellas horribles mazmorras.

Por primera vez, no sentía alivio y entusiasmo al regresar a Hatelia. Solo tenía un mal presentimiento, junto a la ira, que nunca era buena compañera. Me sentía enfermo, además. El estómago se me revolvía siempre que pensaba en Zelda y en Arwyn.

Pero no era bueno pensar en eso. No cuando estaba a punto de enfrentarme a aquellos guardias. Me calé más la capucha y recé por que nadie me reconociera y diera la voz de alarma. Oculté también las armas que llevaba encima.

Cuando llegó mi turno al fin, recordé el entrenamiento que había recibido de niño y escondí lo que sentía tras una máscara de piedra. Los guardias no debían notar mi nerviosismo, mucho menos mi urgencia.

—¿Qué te trae a la aldea Hatelia, viajero? —dijo uno de los guardias. Su rostro no me sonaba familiar.

—Vengo a visitar a alguien —respondí.

—¿Ahora? —dijo el segundo guardia.

—Ahora —asentí yo.

Ambos se miraron con el ceño fruncido.

—¿A quién quieres visitar?

Me tragué la frustración. Si hacían las mismas preguntas a todo el que necesitaba entrar en Hatelia, acabarían espantando a futuros visitantes.

—A un conocido. Vive en las granjas.

Me examinaron de arriba abajo.

—No tienes pinta de ser un granjero.

—Eso es porque no lo soy. Mi conocido es...

—¿Vas armado?

Maldije para mis adentros. Consideré la posibilidad de mentir. O tal vez lo mejor sería atacarlos ahí en medio. Podría dejarlos atados al tronco de un árbol. Era el último de la fila, y si era rápido no levantaría sospechas hasta que fuera demasiado tarde.

Al final, sin embargo, me apiadé de ellos y aparté la capa para dejar al descubierto las armas que llevaba encima. Ellos abrieron mucho los ojos, y yo carraspeé, adelantándome a sus sospechas.

—Solía viajar cuando había monstruos. Aún tengo la costumbre de llevar armas encima. —Intenté sonreír y, mientras arreglaba la capa alrededor de mis hombros, me calé un poco más la capucha—. Además, no quería ir desarmado cuando llegara aquí. Si hay un asesino suelto, es mejor estar preparado.

—¿Dónde has oído lo del asesino? —preguntó un guardia. Seguían pareciendo incrédulos, aunque al menos ya no había ni rastro de sospecha en sus ojos. Me dije que era una buena señal.

—En Kakariko —respondí. Kakariko siempre era una solución segura. No estarían en nuestra contra, en caso de que algo saliera mal—. Vengo de allí.

Uno de los guardias se rascó la cabeza. El otro maldijo en voz baja.

—Malditos sheikah —murmuró—. Corriendo la voz, como siempre.

Dejé que el silencio se extendiera por un rato. Era como si se hubieran olvidado de mí. Al final, carraspeé para que me miraran.

—¿Puedo pasar?

Ellos asintieron al instante, sin siquiera discutirlo. Parpadeé, sorprendido, aunque intenté recomponerme lo antes posible. Les di las gracias y tiré con suavidad de las riendas para guiar a Viento por la aldea.

Seguí hacia las granjas por si me vigilaban todavía. No quería levantar sospechas. Por suerte, nadie se fijó en mí mientras recorría la aldea, aunque me di cuenta de que todo el mundo parecía inquieto.

Solo entonces me atreví a pensar lo que significaba para Hatelia que el alcalde hubiera sido asesinado. No sentía pena por el hombre. Tampoco le había deseado la muerte, en el fondo. Solo sentía pena por su esposa y por su hijo, que era solo unos años mayor que Arwyn. Sabía que muchos en la aldea no habían apreciado al alcalde Rendell, pero la gente de Hatelia no podía haberlo odiado tanto como para matarlo.

Me pregunté si toda aquella gente de gesto preocupado con la que me cruzaba pensaría que Zelda había sido la culpable. Diosas, podríamos incluso perder nuestra posición, en caso de que el nuevo alcalde que nombraran no nos quisiera como portavoces. Intenté controlar el miedo que sentía con solo pensarlo.

Comprobé que nadie estuviera mirando antes de salir del camino principal y escabullirme por uno de los secundarios. Era más estrecho, pero llevaba directamente a la zona donde se habían erigido las nuevas casas de Construcciones Karud. Eran distintas al resto de la aldea; los tejados no eran de ladrillo, tenían forma cuadrada y las fachadas eran de colores vivos. Incluso había balcones. Los ancianos decían que eran extravagantes y durante unos años se presionó para que demolieran aquellas casas. No obstante, el movimiento acabó cayendo en un saco roto, y algunas de las casas estaban habitadas ahora.

Recorrí el puente que llevaba a nuestra casa. Las piernas me temblaban, y tenía la sensación de que cada paso duraba una eternidad.

Mi corazón se hundió cuando vi que el jardín estaba descuidado. Habían salido hierbajos, la hierba estaba tan alta que me llegaba por encima de los tobillos y varias de las flores que Zelda plantaba se habían marchitado.

Había albergado la esperanza imposible de que todo fuera un malentendido o una broma pesada de Prunia. Había esperado llegar demasiado tarde y que Zelda ya estuviera en casa porque había encontrado por sí sola la forma de salir de las mazmorras.

Solté las riendas de Viento y dejé que pastara. Luego me acerqué a la casa. Había luz en el interior. Eso significaba que no estaba vacía. Podía escuchar voces, aunque no las reconocí. No pertenecían a los niños, de eso estaba seguro.

El miedo me atenazaba el cuerpo, pero aun así me obligué a calarme la capucha, tanto que estaba seguro de que me cubría parte del rostro, y a dar tres golpes leves en la puerta. Cerré el puño en torno a uno de los cuchillos. Me pregunté si Arwyn estaría ahí dentro. Diosas, si le habían hecho daño a los dos sería capaz de matar de nuevo. Ignoré el escalofrío que me sacudió al pensarlo.

Esperé durante lo que me pareció una eternidad. Estaba a punto de volver a llamar cuando la puerta se entreabrió con un chirrido. Me aferré al cuchillo con más fuerza. Esperé un poco más, y fruncí el ceño cuando nada ocurrió. Me asomé a la fina ranura que permanecía abierta y vi pelo dorado y ojos de color azul. Me detuve en seco cuando me fijé mejor en sus ojos, llenos de terror. Tenía la vista clavada en el cuchillo que aún sostenía.

Comprendí de golpe que no me reconocía con la capucha. Sin embargo, antes de que pudiera hacer nada, él fue a cerrar la puerta. Lo detuve con la bota y alcancé a escuchar como él llamaba a Prunia a gritos. Me deshice de la maldita capucha.

—¿Artty?

Debió de reconocer mi voz porque se quedó muy quieto y luego se volvió en mi dirección. Lo siguiente que supe fue que me abrazaba con una fuerza sorprendente. Le devolví el gesto, y su cuerpo diminuto se estremecía entre sollozos. Busqué heridas por todas partes, algo que me indicara que le habían hecho daño. No encontré nada, y tuve que tragarme las lágrimas de alivio.

Olía a hogar, y aquello me tranquilizó por un corto instante. Mi hijo estaba bien. Él murmuró algo incomprensible, y yo pasé una mano por su espalda. Aquello siempre conseguía calmarlos a ambos.

—Lo sé —susurré, y sus murmullos cesaron—. No voy a volver a marcharme.

Su llanto se calmó poco a poco, aunque él seguía temblando. Lo abracé con más fuerza, como si así su miedo fuera a convertirse en el mío. Ojalá fuera así.

—Quiero a mamá —dijo entre sollozos ahogados—. Y a Wynnie.

Me separé un poco para poder mirarlo a los ojos. Él sorbió por la nariz. Tenía los ojos húmedos y enrojecidos de llorar. Le sequé los rastros de lágrimas del rostro. Sabía que nunca lo haría con la misma delicadeza que Zelda, que no tenía las manos ásperas ni cubiertas de cicatrices, pero Artyb no se apartó.

—Quiero a mamá —repitió, esa vez más seguro de sí mismo.

—Ya lo sé —dije—. Voy a traer a mamá de vuelta.

—¿Lo prometes?

Sabía que no debía hacer promesas. Las promesas nunca eran buenas, sobre todo cuando no sabía si podría cumplirlas. Sin embargo, su expresión estaba llena de esperanza, y eso me dio fuerzas.

—Lo prometo —asentí al final—. Siento haberte dejado solo. A ti y a tu hermana. ¿Te han hecho daño?

Artyb sacudió la cabeza. En el fondo había sabido que estaba bien, pero oírlo de él hizo que el alivio aumentara.

—P-pensaba que había un hombre malo —murmuró, y luego sorbió por la nariz de nuevo.

Sonreí a medias y volví a cubrirme con la capucha.

—No asusta tanto —dije—. ¿A que ya no da miedo?

Él me quitó la capucha, aunque vi que sonreía. Se frotó un ojo para secarse las lágrimas.

—Da un poco de miedo —dijo.

—Siento haberte asustado. —Le besé la frente—. Eres muy valiente, ¿lo sabías?

Artyb me abrazó de nuevo. Alcé la vista y vi a Prunia cerca del umbral, observándonos con los ojos muy abiertos. Tenía los ojos hinchados también, como si hubiera estado llorando.

—No sabía que llegarías tan pronto —murmuró tras acercarse un poco más.

—He forzado al caballo —respondí en voz baja para no molestar a Artyb. Ya no lloraba, aunque sabía que estaba pendiente de la conversación—. ¿Dónde está ella?

Prunia suspiró y señaló la habitación donde dormían los niños.

—Está ahí dentro —dijo—. Yo... iré a cuidar de tu caballo. Seguro que está agotado.

Se marchó por la puerta como un torbellino, cerrándola a su paso. Besé la coronilla de Artyb otra vez antes de separarme con esfuerzo.

—Escucha —empecé en voz baja—, sé que me has echado mucho de menos. Yo también te he echado de menos, no sabes cuánto. Te juro que pasaré todo el tiempo que quieras contigo. Pero tengo que ver a Wynnie ahora.

Para mi sorpresa, Artyb no se opuso ni lloriqueó. Su expresión se tornó seria y solemne. Dejó de rodearme con sus diminutos brazos, y yo sentí frío de pronto.

—Ayuda a Wynnie —me dijo.

—Haré lo que pueda.

Me puse en pie y fui hacia la habitación. Estaba iluminada por una sola vela, que titilaba y proyectaba sombras en las paredes. El curandero también se encontraba dentro, comprobando la temperatura de Arwyn.

Mi corazón se detuvo, y por un instante estuve convencido de que aquella niña tan pálida y frágil que temblaba entre las mantas no podía ser mi hija. Arwyn nunca se quedaba tan quieta. Siempre tenía quemaduras en el rostro por el sol, así que no llegaba a estar tan pálida. Y, si fuera mi hija, me habría recibido con alegría nada más oírme llegar.

Parpadeé para contener las lágrimas, y las piernas empezaron a temblarme tanto que tuve que apoyarme en la pared más cercana.

—No entres, Artty —le dije, porque sabía que él estaba justo detrás de mí.

—¿Por qué no?

—Porque me da miedo.

Me daba miedo que cogiera las fiebres y que lo perdiera a él también.

El pensamiento me dejó sin aire.

El curandero se me había quedado mirando. Se apartó del lado de Arwyn y me mostró una sonrisa diminuta. ¿Por qué demonios sonreía? ¿Cómo podía sonreír cuando una niña inocente se estaba muriendo frente a él?

—Me alegra que estés aquí, Link —lo oí decir, pero tal vez fuera solo un producto de mi imaginación porque apenas podía escuchar nada por encima de los latidos de mi corazón, que retumbaban en mis oídos.

Corrí hacia Arwyn y me senté en el borde de la cama. Irradiaba calor desde allí. Su rostro enfermizo estaba cubierto de un sudor frío y tenía un gesto de dolor. Cuando cogí su mano, la sentí tan frágil que me dio miedo romperla.

—¿Wynnie? —susurré, apartándole los rizos dorados del rostro. Incluso parecían haber perdido el brillo. Sentí su frente caliente bajo mi mano—. Oh, por favor, abre los ojos...

Ella no reaccionó. Podía oír su respiración trabajosa.

—No es seguro que estés aquí —intervino el curandero con suavidad—. Podrías pillarlo tú también.

—Yo ya he pasado las fiebres —murmuré, sin apartar la vista de su rostro.

Tampoco me habría alejado de ella si no hubiera pasado las fiebres ya. Prefería enfermar yo que verla a ella sufrir. Diosas, aceptaría el dolor sin pensarlo dos veces.

Su mano era más diminuta de lo que recordaba. La sujeté con toda la fuerza que me atrevía a aplicar, muy cerca de mi pecho.

—¿Calabacita? —dije, porque aquello siempre la indignaba. Odiaba que la llamara Calabacita—. Diosas, lo siento tanto...

Escuché como el curandero se movía por la habitación. Apestaba a hierbas medicinales. Sabía que las fiebres eran letales para muchos. Mi madre había muerto de las fiebres. La madre de Zelda también. Había visto soldados robustos como una muralla morir tras haber contraído las fiebres. A mí no me habían afectado tanto como para ponerme en peligro de muerte, por fortuna, aunque había tenido que pasar al menos una semana sin salir de la cama.

Y Arwyn era diminuta. Sabía que era fuerte, pero también era solo una niña. Las hierbas que se usaban para curar las fiebres eran peligrosas para los niños.

—¿Qué le has dado? —le pregunté al curandero.

—Todo lo que he podido. Mucha hierba de Hyrule y poco más. Pero es difícil hacer un milagro.

Me tragué la réplica hiriente que luchaba por salir. Escuché pasos, y de reojo vi a Prunia bajo el umbral. Nos observaba con preocupación.

—¿Cuántas posibilidades tiene? —quise saber en voz baja. Cada palabra era más dolorosa que la anterior. Y creía conocer la respuesta.

—Lo cierto es... Bueno, no lo sé.

—¿No lo sabes? —repetí muy despacio. La mano con la que sostenía los dedos frágiles de Arwyn empezó a temblar.

—Link —dijo Prunia en tono de advertencia, pero hice caso omiso y esperé por una respuesta del curandero.

Sabía que era un buen hombre. Había asistido a Zelda cuando nacieron Arwyn y Artyb, y se hablaba bien de él en la aldea. Por ello intenté contener la ira que luchaba por brotar al exterior.

—No creo que tenga las fiebres —respondió él—. Creo que es... algo más. Algo distinto. Lleva así semanas, Link. Ninguna criatura tan pequeña puede sobrevivir a las fiebres durante tanto tiempo. A los peores casos, al menos. Jamás había visto algo parecido en mis años de servicio. O estamos ante una enfermedad distinta o tu hija es más fuerte que cualquier otro hyliano que haya sufrido las fiebres.

Guardé silencio Recordé lo que Zelda me había dicho hacía unos meses. Cuando Arwyn le había hablado de sueños extraños una mañana y Zelda había sentido que su temperatura estaba más alta de lo normal. Me pregunté si tendría relación con lo que le estaba estaba sucediendo ahora. Y maldije tres veces a las Diosas por ello.

—¿No puedes hacer nada? —pregunté. Tenía la visión nublada por las lágrimas de frustración, pero pude ver la alarma en los ojos del curandero—. ¿Las fiebres existen desde hace más de un siglo y no hay nada que puedas hacer por mi hija?

—Link —repitió Prunia. Fue a seguir hablando, pero yo la interrumpí con una mala mirada. Ella era la última que podía reprenderme por no mantener la compostura.

Me detuve en seco cuando sentí la mano del curandero sobre mi hombro.

—Entiendo que estés enfadado. Yo también lo estaría —dijo, y al instante odié su tono lleno de calma y tranquilidad—. Estoy haciendo todo lo que puedo. Juro que no me separaré de tu hija hasta que encontremos una solución. Hay que tener fe y rezar a las Diosas.

Lo último hizo que se me escapara un sollozo ahogado. Las Diosas nunca habían hecho nada bueno por mí y por Zelda. Ella odiaba todo lo que tuviera que ver con las deidades, pese a que se lo callaba la mayor parte del tiempo. Todo lo que habíamos conseguido había ido en contra de la voluntad del destino. Recordé los días interminables que Zelda había pasado en las fuentes sagradas. Recordé como había despertado su poder cuando ya estaba todo perdido. Parecía un chiste cruel de las deidades.

Así que no respondí. Miré a Arwyn, que murmuró algo en sueños. Parpadeé para que las lágrimas desaparecieran y luego tomé una decisión.

Solté la mano de Arwyn con delicadeza y me puse en pie. Fui a salir de la habitación sin dar más explicaciones, pero Prunia me detuvo bajo el umbral.

—¿A dónde vas?

—A buscar a Zelda.

—Zelda está...

—Ya sé dónde está —siseé—. No pienso dejar que se quede ahí encerrada por algo que no ha hecho. Así que deja que me marche.

Me sostuvo la mirada por unos instantes. Luego cedió y se apartó, dejándome el camino libre. Mientras me calaba la capucha y me ajustaba el zurrón de rupias, me topé con Artyb, que me miraba con los ojos muy abiertos.

—¿Te vas? —preguntó con voz temblorosa.

Me agaché para quedar a su altura. Llevaba la capucha puesta, aunque él no se apartó.

—Voy a buscar a mamá —le dije. Su rostro se iluminó—. Volveré en un rato. Intentaré tardar lo menos que pueda. Cuida de tu hermana mientras estoy fuera.

Él asintió con determinación, y yo le revolví el pelo antes de salir.

Dejé que la ira ganara terreno. Nunca era buena idea, pero estaba harto de huir y esconderme. Ni siquiera me importó que no hubiera anochecido del todo. Si alguien me reconocía, no haría nada por remediarlo.

Había dos guardias patrullando la entrada. La prisión de la aldea era pequeña y estaba alejada del resto de edificios, así que tenía vía libre. Sabía que aquellos guardias no habían sido más que granjeros hacía unos años. Sin embargo, era más fácil burlar a uno que a dos. De modo que me agazapé tras un arbusto y lancé una piedra. Ellos se pusieron alertas al instante.

—¿Quién anda ahí?

Lancé otra piedra y desenfundé el cuchillo cuando vi que se acercaban al arbusto. Conté hasta tres y, antes de que alguno de los dos pudiera hacer un solo movimiento, me puse en pie e inmovilicé al hombre más cercano contra mí. Luego acerqué el cuchillo a su cuello. El otro guardia se nos quedó mirando con horror.

—¿Qué...?

—Llevadme hasta vuestro jefe —dije—. O hasta quienquiera que esté al mando hoy. —Vi que el hombre al que había inmovilizado intentaba gritar, pero acerqué más el cuchillo a su piel y no emitió un solo sonido—. Llama a alguien y estás muerto.

Lo sentí temblar. El segundo guardia estaba boquiabierto.

—¿Q-qué? ¿Por qué...?

—Llévame hasta tu jefe —repetí más despacio—. Sin preguntas.

Pareció envalentonarse porque apretó los labios y se irguió un poco.

—¿Y si me niego? —preguntó, aunque el terror en su voz seguía siendo palpable.

—Sabes lo que pasará si te niegas —respondí.

Su valor pareció desinflarse tan pronto como había llegado. Cedió y fue hacia la prisión. Lanzaba miradas cautelosas en nuestra dirección cada pocos instantes.

Una pequeña de mí se arrepentía ya de lo que estaba haciendo. Aquellos dos guardias eran inocentes. Solo cumplían órdenes, al fin y al cabo. Sin embargo, la ira me guiaba y me ayudaba a ignorar lo mucho que quemaba la empuñadura del cuchillo en la palma de mi mano.

La prisión no era muy grande, por suerte, y no tardamos en llegar a la última celda.

—¿Jefe? —dijo el guardia que estaba libre.

Mientras esperábamos, miré al interior de la mazmorra. Zelda estaba encerrada allí. Mi corazón se detuvo al verla. Parecía pálida bajo la precaria luz que se colaba en la prisión. Tenía manchas de suciedad en el pelo y en las ropas, pero no vi sangre por ninguna parte.

Ella me observaba con los ojos muy abiertos. Luego parpadeó, y debió de darse cuenta de lo que estaba haciendo porque su expresión se tornó alarmada. Le supliqué en silencio que confiara en mí una vez más.

El jefe era uno de los amigos del alcalde, como era de esperar. Era también uno de los que me habían golpeado en la muralla de Hatelia. Sujeté la empuñadura del cuchillo con más fuerza. Si le había hecho algo a Zelda, sería capaz de matarlo allí mismo. Comprender aquello me hizo contener un estremecimiento de terror.

—Tú —dijo el hombre, mirándome fijamente—. Era raro que no hubieras aparecido ya.

Ignoré su comentario y decidí ir directo al grano. Odiaba aquella situación y odiaba amenazar a un hombre con un cuchillo.

—Sácala de aquí —dije con una seguridad que estaba lejos de sentir—. Te daré todas las rupias que quieras, pero sácala de aquí de una vez por todas.

Vi su ceño fruncido en medio de la penumbra.

—Eso no va a ser posible. Ha sido acusada...

—... por un crimen que no ha cometido —terminé yo por él.

—¿Qué pruebas tienes para decir que no ha sido ella?

—¿Qué pruebas tienes tú para decir que sí es la culpable?

Él calló por un instante.

—¿Quién iba a ser si no el culpable? Todos fuimos testigos de la mala relación que tenían. Motivos no le faltaban a tu esposa.

—Yo no he hecho nada —siseó Zelda—. Si lo hubiera hecho, ya habría confesado.

El hombre le dirigió una mala mirada, aunque yo hablé antes de que él pudiera hacerlo.

—Déjala salir de aquí —dije—. Te pagaré. Puedo asegurarte que ella no es la culpable.

El hombre escupió a mis pies.

—Debería encerrarte a ti también —masculló—. ¿Y si me niego a soltarla?

Sentí al guardia temblar junto a mí. El cuchillo cada vez quemaba más entre mis manos.

—No te niegues —respondí simplemente.

Hubo silencio por un rato. El guardia al que había dejado libre parecía nervioso, y nos observaba a mí y al jefe mientras temblaba junto a los barrotes de la celda contigua. Yo intenté permanecer firme. Debía hacerlo, por Zelda y por los niños. Ellos la necesitaban. Y yo también.

—Mi hija está enferma —susurró Zelda de pronto. Su voz sonaba rota—. Tiene las fiebres. No he podido cuidar de ella porque estoy aquí encerrada. Ni siquiera sé si está bien.

Podía imaginarme las lágrimas en sus ojos. Diosas, iba a culparse por aquello durante mucho, mucho tiempo. Igual que yo.

El jefe parpadeó y pareció sorprendido por un instante. Luego me miró de nuevo. Tenía el ceño fruncido.

—Dame tus malditas rupias.

La cifra que aceptó estaba muy por encima de la que se le impondría a cualquiera que deseara salir de la prisión, pero yo le di las rupias sin emitir una sola protesta. Luego solté al guardia con lentitud, y él corrió al otro extremo de las mazmorras, como si no quisiera estar cerca de mí. No lo culpaba.

El jefe me tomó del brazo y tiró de mí hasta que estuve muy cerca de su rostro. Le sostuve la mirada, ahogando el impulso de golpearlo.

—Sé que habéis hecho algo —susurró—. Os estaré vigilando. No descansaré hasta que tenga pruebas de que habéis sido vosotros.

—Buena suerte —susurré de vuelta. Luego ayudé a Zelda a ponerse en pie y me la llevé de allí.

La cubrí con mi capa. Le iba grande, pero supuse que eso era una ventaja. Estaría más protegida de miradas indiscretas. Ya había anochecido, sin embargo, y poca gente permanecía en las calles. Sentí los ojos de algunos sobre nosotros, pese a todo, y maldije para mis adentros.

—Deprisa —le susurré a Zelda, y ella apretó el paso, aunque tenía que sujetarla para que no tropezara. Parecía tambalearse entre mis brazos.

Me detuve al llegar al jardín. Zelda temblaba en la capa, como si tuviera frío. La observé con preocupación, preguntándome si ella seguiría enferma. Tal vez hubiera pillado las fiebres. Hasta donde yo sabía, nunca había pasado la enfermedad.

—¿Te han hecho daño? —me preguntó en un susurro ronco.

Contuve las ganas de reírme con amargura.

—¿Te han hecho daño a ti? —dije. No había signos de golpes en su rostro. El resto de su cuerpo estaba cubierto por el vestido y por la capa, así que tampoco tenía forma de estar seguro.

—No —respondió ella—. No me han tocado.

Al instante supe que decía la verdad. La observé en silencio, preguntándome qué demonios podía haber salido tan mal para que llegáramos a aquella situación. No entendía cómo había muerto el alcalde ni cómo habían arrestado a Zelda, pero no había tiempo para ocuparse de aquellos asuntos ahora. Lo único que podía importarme era mi familia. Que Arwyn pasara las fiebres y que Zelda entrara en calor.

Iba a abrir la puerta cuando vi como su rostro perdía color y se le llenaban los ojos de lágrimas. Se abrazó a sí misma con fuerza.

—¿Qué ocurre? —le pregunté, olvidando la puerta.

Ella inspiró hondo, aunque podía ver como su pecho subía y bajaba rápidamente de todas formas. Se le escapó un sollozo roto.

—No puedo entrar —dijo—. Yo... Me da miedo. ¿Y si se muere? Tienes seis años, Link. Y es tan diminuta...

Me acerqué a ella. Podía atisbar el resplandor de luz dorada bajo la capa, y aquello me preocupó. Había aprendido a controlar el poder, incluso cuando la angustia la devoraba por dentro.

—Zelda, escúchame —dije por encima de su respiración acelerada—. Si quieres ayudarla, vas a tener que empezar respirando.

Ella asintió y respiró profundamente. Luego soltó el aire. Esperé hasta que se hubo calmado un poco antes de proseguir.

—No va a morirse —le dije—. No voy a dejar que nada le pase. Y tú tampoco. Ya no estás sola, Zelda. Yo estoy aquí, y no voy a irme a ningún sitio.

Ella derramó varias lágrimas más y me estrechó con fuerza.

—Menos mal que estás aquí —la oí suspirar.

Se separó antes de lo que me habría gustado, aunque me dije que nuestra hija era más importante. Fue Zelda quien abrió la puerta, y Artyb la recibió nada más poner un pie dentro.

Ella lo abrazó con fuerza. Yo los dejé solos y fui hasta la habitación donde estaba Arwyn. El curandero aún se encontraba allí, junto a Prunia.

—Veo que ha ido bien —dijo al verme llegar.

—No sé si bien es la palabra adecuada —suspiré mientras tomaba asiento junto a la cama.

—Sé que tu esposa no ha hecho nada malo —dijo él con gesto solemne.

Sentí alivio entonces. Al menos no toda la aldea estaba en nuestra contra. Fui a darle las gracias, pero Prunia carraspeó.

—¿Queréis que me vaya ya?

En ese momento caí en la cuenta de que Prunia de verdad estaba en mi casa. Me había escrito una carta avisándome de lo ocurrido cuando Zelda estaba encerrada y había sido imposible recibir noticias, y había estado en casa cuando llegué a Hatelia.

—¿Has estado cuidando de ellos desde que Zelda se fue? —le pregunté con los ojos muy abiertos.

Ella se encogió de hombros. Parecía avergonzada. Nunca había visto a Prunia avergonzada. Aunque, pensándolo bien, tampoco había imaginado jamás que haría algo así por nosotros.

—Alguien tenía que cuidar de vuestras criaturas salvajes. Y da la casualidad de que estaba en Hatelia. Nunca me niego a ayudar, Linky, por muy egoísta que creas que soy.

—No creo que seas egoísta.

Zelda apareció bajo el umbral y abrazó a Prunia con fuerza.

—Gracias por todo —la escuché decir—. Ve a descansar por esta noche. Ya has hecho mucho por nosotros.

Prunia se marchó al poco rato. Zelda tomó asiento a mi lado y observó a Arwyn con tristeza. El curandero comprobó su temperatura una última vez y luego empezó a recoger sus cosas.

—Volveré mañana a primera hora —dijo—, si todo va bien. Dadle esto dentro de un rato y no la molestéis durante el resto de la noche. Si ocurre algo, no dudéis en llamar a mi puerta.

Zelda cogió el frasco lleno de un líquido verdoso que le tendía el curandero.

—Ten cuidado —le dijo.

Recordé entonces que el cuerpo del alcalde Rendell había aparecido junto a su casa. Había escuchado murmullos sobre eso mientras recorría Hatelia. Me sorprendía que no lo hubieran encerrado a él también.

—No te preocupes, niña. Sé que vendrán. Yo los recibiré con una taza de té.

Se marchó también. Una vez estuvimos solos, Zelda se arrebujó más en mi capa.

—Le he dicho a Artyb que no puede ver a Wynnie porque no quiero que pille las fiebres —murmuró—. Ahora está ahí fuera, solo y muerto de miedo. Soy una madre horrible.

—Iré con él —le prometí—. No se quedará solo. Podemos turnarnos, Zelda.

Ella sorbió por la nariz.

—Sí —dijo. Su voz sonaba distante, como si no estuviera allí del todo—. Es una buena idea.

Le acarició los rizos a Arwyn. Tenía mil preguntas que hacerle, pero en aquel momento supe que solo empeoraría las cosas. Zelda no estaba en condiciones de responder a un interrogatorio y, por aquella noche, lo respetaba. Todo habría mejorado al día siguiente.

—Deberías darte un baño —le sugerí. Luego le besé la sien—. Te sentirás mejor.

Ella volvió a asentir y se frotó los brazos.

—Voy a darle la medicina primero —murmuró.

La ayudé a incorporar a Arwyn sobre los cojines y luego me puse en pie mientras ella removía los contenidos del frasco. Confiaba en el curandero. No intentaría envenenar a mis hijos. Fui al exterior a hacerle compañía a Artyb por un rato, pero me detuve al escuchar una exclamación ahogada de Zelda. Ni siquiera había llegado al umbral.

—¿Link? —dijo con voz temblorosa.

Me di la vuelta y fui a su lado de nuevo, temiéndome lo peor. Zelda se aferró a mi brazo con fuerza. Arwyn había abierto los ojos, aunque no eran del azul al que estaba acostumbrado. Ahora tenían un brillo dorado, como la luz que Zelda desprendía en ocasiones.

—¿Mamá? —susurró ella con su vocecita de siempre. Sonaba débil. Había un agotamiento que ningún debería sentir—. M-me duele...

Zelda intentó ir hasta ella, pero entonces un estallido de luz dorada me cegó, y la energía lo sacudió todo con fuerza, como si fuera una tormenta. Lo único que se me ocurrió fue estrechar a Zelda con fuerza y protegerla con mi propio cuerpo. Sentí el calor del poder contra mi espalda, abrasador, y caí en la cuenta, estúpidamente, de que la luz no venía del cuerpo de Zelda.

Apreté los dientes y cerré los ojos con fuerza. Cuando todo se calmó de nuevo, el silencio fue ensordecedor. Me di la vuelta con lentitud, sin soltar a Zelda, y vi que la única vela encendida titilaba con insistencia. Arwyn tenía los ojos cerrados y una mueca de dolor en el rostro, pero respiraba.

Antes de que pudiera comprender lo que había ocurrido, Zelda se deslizó entre mi agarre y cayó de rodillas al suelo con un ruido sordo. Las piernas me temblaban, así que no tardé mucho en estar a su lado.

Miró a Arwyn y luego contempló sus propias manos. Tenía la respiración agitada de nuevo. Por último me miró a mí, y su expresión rota fue como un cuchillo que se me clavara en el pecho. Se derrumbó sobre mi hombro y derramó lágrimas amargas, y yo no pude hacer más que sostenerla y acompañarla en silencio.