LINK
Sopesé la espada entre las manos con los ojos cerrados. Cuando la empuñé por primera vez, su peso había sido ligero. No tanto como el acero de mi padre, pero tampoco llegaba a ser algo a lo que no estuviera acostumbrado ya. Sin embargo, ahora pesaba. Una espada llevaba mucho tiempo sin pesarme tanto.
Me pregunté si sería porque mis hijos estaban justo detrás, atentos a mis movimientos, o porque la espada siempre había tenido el mismo peso, solo que yo no me había dado cuenta hasta aquel momento. Fuera como fuese, no podía perder más tiempo. Retrasar lo inevitable era tan inútil como golpear el tronco de un roble con los puños desnudos.
Empecé por movimientos fáciles. Familiares. Podía hacerlos por instinto, sin siquiera pensar. Pie derecho delante, empuñar con ambas manos. Un corte que atravesaría a cualquiera desde el cuello hasta las costillas. Me pareció escuchar voces a mi espalda, pero hice caso omiso. No quería mirar a mis hijos. No quería ver la admiración en sus ojos. Diosas, eran poco más que bebés todavía.
Rodeé la empuñadura oscura con más fuerza mientras volvía a la posición inicial. Cuadré los hombros, y luego la espada hendió el aire en una estocada. Un gesto sencillo que aun así podía terminar con una vida en un solo pestañeo. Una parte de mí deseaba esconder la espada y huir al interior de la casa. Deseaba protegerlos a ellos, que eran jóvenes e inocentes todavía, de lo que podía hacer su padre.
Me recordé que debía concentrarme. Aquello era solo un entrenamiento más. No me resultaba difícil olvidar el mundo mientras entrenaba. Aquella ocasión no tenía por qué ser diferente. Giré sobre mis pasos con una estocada, agarrando la espada con una sola mano. Luego abrí un poco más las piernas e inspiré hondo. Me sentía agotado, y apenas había empezado todavía.
Aquello no tenía nada que ver con el ejercicio físico, sin embargo, y eso lo sabía muy bien. Zelda había tenido la idea espléndida de que dejara de esconderme de mis hijos. Tuve un mal presentimiento entonces, uno que solo creció cuando propuso que los dejara ver uno de mis entrenamientos. Había estado tan aterrado que ni siquiera pude hablar, y ella debió de notarlo.
—Yo les he mostrado el poder —dijo en tono tranquilizador—. Eso fue un paso difícil. Lo sabes, ¿verdad? Pero es un paso hacia la verdad. Lo justo es que tú hagas lo mismo. —Puso una mano cálida sobre mi hombro—. Hazme caso, Link. Te sentirás mejor después de que vean quién eres. Es lo mínimo que se merecen de sus padres.
Aquello no calmó mis temores, pero no dije nada. Zelda los llevó al jardín después del desayuno, aprovechando que el sol estaba fuera. No había nevado aquella noche, contra todos los pronósticos, pero las nubes oscuras estaban cada vez más cerca. Y tenían peor pinta.
No podía sentir el frío, sin embargo. Solo percibía la llama que se avivaba cuando me movía con un arma en la mano. Cerré los ojos y me pregunté qué pensaría mi padre, si estuviera entrenando con él y me viera distraído. Probablemente me haría caer al suelo con algún truco sucio que no vería venir. Diría que distrayéndome me sentenciaba a mí mismo y luego me ofrecería la mano para que me pusiera en pie.
Poco a poco, olvidé que mis hijos estaban allí. Me concentré en los movimientos, en las posiciones de los pies. Los latidos del corazón retumbaban en mis oídos, marcando el ritmo. Giré, con el pie derecho delante de nuevo, y el acero hendió el aire con un silbido en un corte horizontal.
No solía forzarme demasiado. Sabía que una vida de sacrificio por los demás había causado estragos que empezaba a sufrir ya, y que solo empeorarían con el paso de los años. Sin embargo, aunque aquella espada distaba de ser la Espada Maestra, despertó el deseo de continuar. Así que puse más empeño.
El filo solo era un brillo frente a mis ojos. Los pies empezaban a moverse en un patrón que seguía siendo familiar, pero que me resultó imposible de seguir. No tardé en empezar a jadear por el esfuerzo, pero aun así continué.
Hasta que sentí un dolor agudo en el costado y me detuve en seco. Apreté los dientes para tragarme un gruñido. Enterré la espada en la nieve mientras maldecía para mis adentros.
No era la primera vez que algo así me ocurría al entrenar. Era una de las razones por las que no me forzaba más de lo necesario. Palpé la cicatriz más fresca que tenía. Había sido la puñalada de una asesina, hacía ocho años. Y dolía como el infierno.
Contemplé la palma temblorosa de mi mano. No había sangre. No había vuelto a abrirse.
Sentí una mano sobre mi hombro, y no tuve que girarme para saber que se trataba de Zelda. Parpadeé, recordando dónde estaba, y me erguí. Enterré el dolor, pese a todo. No quería que mis hijos se asustaran.
—¿Link? —dijo ella.
—No es nada —mascullé entre jadeos—. Ha sido culpa mía. —Intenté dar un paso, pero el dolor creció de nuevo, así que me senté sobre la nieve—. Esto solo pasa cuando hago el idiota.
Zelda se arrodilló a mi lado con gesto preocupado.
—Diosas, ahora me siento culpable.
—No es culpa tuya, maldita sea —dije con más brusquedad de la que pretendía. Cerré los ojos y me obligué a inspirar hondo—. Es esa espada. Se parece tanto a... Diosas, juraría que oí su voz.
Me sentí aún más idiota tras decirlo en voz alta. Estaba volviéndome loco. No había otra forma de verlo.
—Lo siento, Link —dijo ella con suavidad—. ¿Quieres que te traiga algo?
Sacudí la cabeza.
—Ayúdame a...
No me dejó terminar. Me ayudó a ponerme en pie con una fuerza sorprendente. Una vez en casa, me tendió el pellejo de agua, y yo dejé la espada a un lado mientras tomaba asiento con un gruñido. Solo me arriesgué a mirar a los niños entonces, porque no me quedaba más remedio. Era eso o contemplar la pared fijamente como un idiota. Ellos me observaban con una mezcla de admiración y aprensión. Justo lo que había temido ver.
—¿Papá?
—Estoy bien, Wynnie —le aseguré. Intenté sonreír, y Zelda frunció el ceño. No debió de haber salido muy bien, en ese caso—. ¿Sabéis qué? Vuestro padre está viejo.
—No eres viejo —dijo Arwyn.
—Es verdad. No lo soy. —Suspiré y me llevé una mano al costado. Temí ver sangre de nuevo, pero no percibí el líquido caliente escurriéndose entre los dedos—. Papá está viejo de otra forma.
—¿De qué forma?
—Soy como ese tablón del suelo. El que siempre se rompe, ¿recordáis? —Lo miré, cerca de las escaleras, con algo de odio. No sabía cuántas veces había tenido que golpear aquel tablón con un martillo hasta que los cimientos de nuestra casa se estremecían—. No lleva mucho tiempo ahí, pero se ha llevado tantos golpes que siempre chirriará.
Ellos parecieron confundidos. Artyb arrugó la nariz. Odiaba no entender algo. Arwyn se contentaba con respuestas vagas, al menos por el momento, pero con él sucedía lo contrario. Detestaba no saberlo todo. Era igualito a Zelda. No descansaba hasta tener la información que deseaba.
—No eres el suelo, papá —dijo Arwyn, como si fuera obvio.
—Ya lo sé. —Sonreí de nuevo. Ojalá aquello los tranquilizara—. Lo entenderás cuando crezcas un poco más.
Artyb frunció el ceño, y supe que iba a protestar. Ella se contentó con juguetear con un hilo suelto que sobresalía entre su montón de mantas. Zelda solo la había dejado salir cuando estuvo tan abrigada que únicamente sus ojos sobresalían bajo las capas de ropa, pese a que no nos habíamos alejado tres pasos del jardín. No la culpaba por ello. Yo había querido lo mismo.
—No soy pequeño.
—Tienes que ser aún más grande, Artty.
—Pero...
—Come verdura —le dije—. Así crecerás más deprisa.
Él se cruzó de brazos con gesto hosco. No siguió emitiendo quejas, sin embargo. Arwyn tenía los ojos muy abiertos, y seguí su mirada hasta dar con la espada.
—¿Qué es eso?
Tomé el arma por la vaina y la sostuve sobre mi regazo.
—Es una espada.
—¿Para qué sirve? ¿Es para el guiso?
Sonreí a medias. Ojalá sirviera solo para cocinar el guiso y cortar los ingredientes. Ojalá el mundo fuera tan sencillo. Me pregunté si yo habría visto una espada con la misma inocencia cuando tenía su edad. Supuse que no. Por esa época ya había desarmado a varios soldados entrenados.
—Sirve para... para hacer daño. Aunque también sirve para proteger.
Ella frunció el ceño. Artyb había vuelto a interesarse en la conversación, a pesar de todo.
—¿Por qué quieres tener eso? —preguntó ella, señalando la espada.
Yo inspiré hondo. Había esperado que aquella conversación no llegara jamás. Y lo cierto era que había llegado antes de tiempo. Mucho antes.
Ambos me observaban, expectantes. Incluso Zelda aguardaba por una respuesta. Dejé la espada a un lado y los miré a los ojos a los dos. Me costó más que de costumbre, pero me dije que debía mostrarme firme. Probablemente mis palabras ahora los acompañaran durante mucho tiempo, hasta que vieran el mundo con sus propios ojos y pudieran juzgarlo por sí mismos.
—En el mundo hay cosas buenas. Muy buenas. Como vosotros y mamá, al menos para mí. Eso hace que no quiera que nada malo os pase. Así que os protejo. Entreno con la espada para que cuando alguien quiera haceros daño pueda estar preparado para protegeros otra vez. En el mundo hay cosas malas también. Os las encontraréis, como todos. Pero... Bueno, hay formas de librarse de ellos.
El silencio fue pesado cuando cerré la boca por fin. Ellos se miraron, aunque parecían pensativos. Zelda sorbió por la nariz, y me pregunté si estaría llorando. Sus ojos lo sugerían, a decir verdad, pero no derramó una sola lágrima.
Cerré las manos en puños y cogí la espada, que seguía en la vaina. Me arrepentía de habérmela llevado del Bastión de Akkala. Pero ¿qué podía hacer para librarme de ella? No iba a dársela a los guardias de la aldea para que uno de ellos blandiera un arma tan valiosa como si fuera una porra.
Me recordé que aquella espada no era la Espada Maestra. A veces lo olvidaba. Me puse en pie y llevé el arma hasta el rincón en el que siempre la dejaba, junto a la espada de mi padre. Me descubrí pensando que el peso de aquella espada, por muy vieja y usada que estuviera, se ajustaba mejor a mí que la réplica de la Espada Maestra.
Sabía que ya no tenía por qué esconder las armas. Los niños conocían su existencia y podrían encontrarlas sin mucho esfuerzo. Pero las oculté de todas formas. Estaba siendo paranoico, y aun sabiéndolo no podía evitarlo.
Cuando salí de allí, el silencio seguía siendo ensordecedor. Zelda me ofreció una mirada llena de simpatía. Sabía que ella era la única que comprendía lo mucho que odiaba hablar de aquello con mis hijos. No obstante, una parte diminuta de mí sentía cierta irritación hacia ella. Irritación por haberme obligado a contárselo a ambos cuando ni siquiera habían alcanzado los diez años. Tendrían que haber pasado unos años más sin saber lo que era un arma. Ese había sido mi plan desde el principio.
—¿Papá?
Alcé la vista, con un mano en el costado de la túnica, como si así el dolor fuera a desaparecer más deprisa. Bien era cierto que empezaba a remitir; las punzadas habían sido cegadoras al principio, pero habían perdido intensidad tras un corto rato. Arwyn me observaba con curiosidad. Me pregunté si seguiría viendo a su padre de la misma forma. Luego me reprendí a mí mismo; una espada no cambiaba tantas cosas para un niño, a fin de cuentas. No cuando no sabían lo que había hecho con la espada. Entonces sí me verían de forma distinta.
—Mamá me enseña a leer —dijo ella. Hablaba con lentitud, y sabía que estaba eligiendo sus palabras con cuidado. Y no solo por su dificultad al pronunciarlas—. ¿Tú tienes a alguien que te ayude a hacer eso?
Sabía que se refería a la espada. Le mostré una sonrisa amable.
—Alguien me ayudó. Pero eso fue hace mucho tiempo. —Me arremangué para mostrarles las cicatrices que ellos ya habían visto—. ¿Veis esto? Me lo hice mientras tenía una espada. Intentaba proteger a quienes quería.
Arwyn asintió en silencio. Artyb tenía los ojos brillantes, y me maldije a mí mismo tres veces por haberle revelado tanta información.
—¿Yo puedo aprender?
—¿Y por qué yo no? —dijo Arwyn con el ceño fruncido—. Soy mayor.
—Porque tú eres tonta, Wynnie.
Ella enrojeció. Zelda lo regañó en voz baja y luego calló de nuevo. Me sorprendía lo mucho que me estaba cediendo el poder de la conversación. Había intentado pedirle ayuda en múltiples ocasiones, pero ella solo me había dirigido una mirada severa a modo de respuesta.
—Ninguno de los dos va a aprender hasta que seáis mayores. Te lo dije una vez, Artty.
Él palideció.
—Pero...
—Diosas Doradas —mascullé—, ¿tantas ganas tienes de acabar así? —Le mostré la enorme cicatriz en el costado. La más fresca de todas. A su alrededor había otras más antiguas, del Gran Cataclismo. O tal vez de antes—. Tienes solo cuatro años, maldita sea. ¿Por qué no quieres que te enseñe a cuidar cucos?
Zelda me miraba con reproche. Caí en la cuenta entonces del tono brusco que había utilizado con mi hijo. Mi hijo, que había palidecido aún más y que tenía los ojos muy abiertos. Lo había espantado otra vez.
Suspiré pesadamente, preguntándome cómo demonios iba a poder criar a otro hijo. Zelda cogió las manos de ambos y habló antes de que yo pudiera pensar en una disculpa.
—Vuestro padre se preocupa por vosotros —les dijo—. No quiere que os hagáis daño. Él empezó a practicar a tu edad, Artty. Y ha sufrido heridas graves.
De pronto ambos estaban sobre mí. El dolor en el costado me hizo tragar un nuevo quejido, pero les devolví el abrazo, pese a todo.
Comprendí entonces que no me odiaban por lo de la espada. Era parte del pasado, aunque también había ayudado a forjar quién era ahora. Y ellos lo habían entendido, y no me odiaban. Me querían de la misma forma. Era cierto que no sabían cómo se utilizaba exactamente un arma, pero por el momento bastaría para calmar mis temores.
—¿No estáis... enfadados conmigo? —les pregunté en voz baja.
Arwyn me miró con la nariz arrugada.
—¿Por qué? —preguntó—. Eres bueno, papá.
Artyb asintió, para mi sorpresa, apoyando las palabras de su hermana. Sentí alivio por tenerlos a ambos, y los estreché con algo más de fuerza.
Fueron a jugar después de que Zelda insistiera varias veces. Salieron al jardín con cierta reticencia. Sin embargo, no tardé en escuchar sus susurros al otro lado de la ventana. No intenté entenderlos.
—¿Crees que debería darles más abrigo? —preguntó Zelda.
El cielo estaba cubierto de nubes oscuras. La nieve estaba lejos de derretirse, y el frío no había remitido. Ellos llevaban abundantes ropas de abrigo, muchas procedentes del Poblado Orni. Solo podía verles los ojos entre el montón de abrigo. Me sorprendía que sintieran el frío siquiera.
—Estarán bien —le aseguré—. Les gusta la nieve. Déjalos jugar un rato.
Ella sonrió un poco y luego asintió. Su mirada no tardó en tornarse preocupada, pese a todo.
—¿Estás seguro de que no te has hecho daño? Puedo traerte...
—Estoy bien. Te lo juro. Ni siquiera lo noto ya.
Aquello era una mentira a medias. Era cierto que el dolor había remitido, aunque percibía punzadas molestas con los movimientos bruscos. Esperaba que hubiera mejorado del todo para la reunión de aquella tarde.
El nerviosismo amenazó con tomar el control, pero no se lo permití. Zelda y yo éramos inocentes, como ella misma decía. Conseguiríamos salir de allí impunes. No tenía por qué temer, si lo pensaba de aquella forma.
—Lo has hecho bien, Link —dijo ella en voz baja, y supe que se refería a lo ocurrido unos momentos antes, con los niños—. No esperaba que fueras a ser... Bueno, tan sincero con ellos.
—Ya ni siquiera crees en mí.
—Claro que creo en ti —repuso con el ceño fruncido—. Si no lo hiciera, ni siquiera te lo habría propuesto. Yo misma les habría dicho qué es una espada.
—Me sorprende que no saliera corriendo —mascullé—. Quería huir de allí.
—Pero no lo hiciste. Eso es lo que importa.
Supuse que ella tenía razón. Como casi siempre.
—Debería maldecirte por haberme obligado —murmuré—, pero no puedo. Tengo... que darte las gracias, Zelda.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—¿A que es un alivio haberles contado algo más? Por poco importante que sea. Empezar es lo mejor que podemos hacer.
—Lo sé. Pero... Diosas, es tan difícil.
—Por eso estamos yendo poco a poco. —Se puso en pie—. Iremos paso a paso, Link. Tenemos todo el tiempo del mundo por delante, ¿no? Tiempo suficiente para que ellos conozcan a sus padres de verdad, cuando tengan edad suficiente para entenderlo.
—No sé si puedo hacer algo así otra vez —dije con un suspiro.
—Lo odio tanto como tú —respondió ella. Había una nota de tristeza en su voz—, pero no nos queda más remedio.
Era un alivio saber que parte del peso que ambos habíamos estado cargando en los hombros desde hacía siete años desaparecía poco a poco. Zelda y yo habíamos discutido en incontables ocasiones por culpa de aquel asunto. ¿Contarles la verdad u ocultársela para siempre? ¿Arriesgarnos a que nuestros hijos nos odiaran o dejar que vivieran en una mentira, sin conocer de verdad a sus padres?
Zelda no era egoísta. Y yo tampoco. Ambos habíamos sabido desde el principio cuál era la mejor opción.
Eso no quitaba que fuera terriblemente difícil. Me extrañaba haberme concentrado lo suficiente para entrenar durante casi una hora, pero había tenido suerte. Y sabía que las cosas solo se pondrían más difíciles, a medida que el tiempo pasara y nuestros hijos crecieran un poco más.
Zelda me distrajo de aquellos pensamientos. La observé mientras se movía por la estancia, y lamentaba perderla de vista. Se había lavado el largo pelo dorado para estar presentable en la reunión, según me había dicho. Un pañuelo que ella misma había cosido le apartaba los mechones del rostro.
Zelda también tenía mejor aspecto que en las últimas semanas. Sonreía a menudo y no estaba tan pálida. Dormía sin sufrir pesadillas, tras varias noches de sueños inquietos que hacían que se despertara con lágrimas en los ojos. De hecho, parecía poder dormirse en cualquier parte últimamente, aunque había decidido no burlarme de ella por el momento. Nuestro hijo crecía en su interior. Debía de estar agotada.
—¿Has terminado de mirar ya?
Vi que tenía un ligero rubor en las mejillas. Me descubrí sonriendo.
—¿Sabes qué? No tengo el mismo músculo, Zelly, pero todavía te saco los colores. ¿No te parece increíble?
Ella arrugó la nariz, aunque enrojeció un poco más. Se dio la vuelta, como siempre hacía, como si así fuera a no darme cuenta de lo que le ocurría.
—Sigues teniendo el mismo músculo —murmuró, y no me hizo falta verle el rostro para saber que estaba sonriendo también.
*
Aquella tarde, salimos de casa antes de tiempo. Había una gigantesca nube gris en el cielo, y sentía las puntas de las orejas congeladas por el viento frío. Nadie podría cuidar de Arwyn y de Artyb mientras nosotros estábamos fuera, así que los habíamos abrigado tanto que, de nuevo, me preguntaba cómo podrían respirar siquiera. Pensábamos dejarlos jugar en los alrededores mientras se celebraba la reunión.
No estaba muy contento con la idea, y Zelda tampoco. Era la primera vez que Arwyn se alejaba tanto de casa desde que enfermó. Apenas la habíamos perdido de vista. Intentaba no preocuparme demasiado y dejar de imaginar la peor situación, pero era muy difícil cuando había una multitud tan amplia reunida en los alrededores del edificio donde iba a darse la reunión. Una multitud en la que no confiaba.
Todos se nos quedaron mirando. Zelda se irguió un poco más y se arrebujó en la capa, como si aquello fuera a cambiar algo. Por suerte, los niños no dieron señales de haber notado cambios. Ambos tiraban de mi brazo para que fuéramos hacia dos niños que me resultaban vagamente familiares. Sabía que eran amigos de mis hijos; habían ido en busca de grillos varias veces.
—Papá, ¿puedo ir a jugar? —me preguntó ella. Artyb tenía ojos suplicantes. Era lo único que podía atisbar entre las ropas de abrigo—. Seré buena.
—Y yo —añadió él.
Zelda tenía los labios apretados, como si quisiera tragarse las palabras. Probablemente lo estuviera intentando. Observaba a Arwyn con preocupación. Sabía que no habían tenido tiempo de practicar con el poder. Zelda había querido esperar hasta que Arwyn estuviera mejor para intentar utilizar el poder de nuevo.
Me agaché para ponerme a la altura de ambos. Sentía la capa húmeda por la nieve, y el frío se coló por el tejido de los pantalones cuando hundí las piernas en la nieve, pero no emití una sola queja.
—Los dos vais a prometerme que tendréis cuidado.
—¿Por qué? —preguntó Artyb con el ceño fruncido.
—Porque en la aldea han pasado cosas malas. Mamá y yo estamos intentando arreglarlo. Hay gente mala que podría intentar acercarse a vosotros. Si eso pasa, volved dentro. —Señalé el edificio donde iba a celebrarse la reunión—. ¿Entendido?
—Y si uno de los dos tiene frío, volved también —agregó Zelda en voz baja—. Recuerda lo que te dije, Wynnie. Cuando empieces a sentir cosquillas por dentro, avísame.
Sabía que estaban hablando del poder sagrado. Ellas se miraron, y Arwyn acabó asintiendo. Les revolví el pelo una última vez antes de dejarlos marchar con sus amigos. Los padres de los niños nos observaban desde la distancia también. Zelda les dirigió un gesto de saludo, y ellos lo devolvieron.
—No nos odian —dijo entre dientes con una sonrisa falsa.
Yo no dije nada. Observé como sus formas diminutas se alejaban entre la nieve. Me tragué una oración silenciosa a Hylia. Sabía que no serviría de nada. Nunca nos había protegido a mi familia ni a mí. No iba a ayudarnos ahora tampoco.
Seguimos a la multitud hasta el interior del edificio. Nos detuvieron frente a las puertas para comprobar que no tuviéramos armas encima. Lo habían hecho con todo el mundo, aunque me dio la sensación de que nos retuvieron a nosotros por más tiempo. Me dije que era solo la paranoia e inspiré hondo varias veces mientras uno de los guardias inspeccionaba a Zelda con sus manos gigantescas. No nos convenía montar un espectáculo.
Ella se apartó en cuanto los guardias se hubieron asegurado de que iba desarmada. Entonces llegó mi turno, y ambos me observaron con desconfianza. Me tragué un bufido. Hacía solo unas lunas me habían profesado un respeto infinito, según me habían dicho. Les dirigí una mirada llena de desagrado y dejé que buscaran.
No debieron de encontrar nada porque ambos se miraron, confundidos.
—No llevarás algo escondido por ahí, ¿verdad?
—No lo sé —repuse con calma—. ¿Habéis encontrado algo?
Uno de los dos, el más joven, me miró con los ojos entornados, como si estuviera intentando leerme el pensamiento.
—No queremos juegos.
—Diosas Doradas, no estoy jugando a nada. No llevo armas encima.
Y me sentía terriblemente indefenso sin ellas Llevaba siete años sin percibir aquella sensación.
Zelda lo observaba todo con los ojos muy abiertos. Me dirigió una mirada severa. Una que me pedía que me tranquilizara. Y, por ella, lo intenté con todas mis fuerzas.
Por fin, los guardias me dejaron el paso libre. Me reuní con Zelda. Sabía lo mucho que se estaba esforzando por mantener la calma, y sabía que ella estaba siendo sentada y yo, impulsivo. Inspiré hondo varias veces.
—No vale la pena enfadarse.
—Diosas, no tienes ni idea —mascullé.
Zelda sacudió la cabeza, aunque no insistió en que debía tranquilizarme. Eligió el banco que nos habían asignado a nosotros y se dejó caer con cuidado. Yo no quería volver a trastabillar y hacer el ridículo, como en la primera reunión. No era conocido por mi seguridad o severidad a la hora de dar órdenes, pero tampoco quería ser conocido por mi torpeza.
Zelda se abrazaba a sí misma junto a mí. Miré a nuestro alrededor. No había ninguna chimenea y las puertas estaban bien abiertas, así que el aire frío se colaba en el interior. Agradecía que al menos el techo estuviera cubierto. No habría sido agradable percibir los copos de nieve. Me pegué más a ella para que dejara de tiritar. Zelda odiaba el frío.
La estancia se llenó hasta que apenas había espacio para alguien más. Los jueces llegaron los últimos, y ambos tomaron asiento con cierto esfuerzo. El murmullo de la multitud tardó en cesar, aunque nunca llegó a tornarse ensordecedor. No alcanzaba a entender las conversaciones, sin embargo, así que no podía saber de qué lado estaban.
Uno de los ancianos golpeó la mesa de madera hasta que todo quedó en silencio. Y aquello solo empeoró las cosas. El silencio siempre me había ayudado a pensar. Pero ahora la poca tranquilidad que había conseguido reunir se hizo pedazos. En su lugar solo quedó el nerviosismo. Me aferré al banco con fuerza, y apenas sentí la mano de Zelda cerrarse sobre la mía.
Intenté olvidar las miradas, que parecían volverse más evidentes en medio del silencio, y me concentré en la piel de sus dedos. Era suave, aunque con el tiempo se había endurecido. Ahora tenía callos propios. Había mejorado cuando le regalé el arco y las protecciones hacía ocho años, por suerte.
Le di un apretón a su mano a modo de gratitud, aunque no me atreví a soltarla. Ella tampoco intentó separarse. Supuse que lo necesitaba tanto como yo.
Uno de los ancianos habló por fin, con voz chirriante. Empezó exponiendo la situación. El alcalde había sido enterrado ya, en las tierras que pertenecían a su familia. Su esposa no tardó en ponerse en pie, frente a toda la multitud. Su familia ocupaba un banco entero. Divisé a dos ancianos, además de a un hombre que debía de ser unos años más joven que el alcalde Rendell. También vi a un niño. Aparentaba tener doce o trece años. Supuse que sería el hijo del alcalde. Sentí una punzada de tristeza por él.
Zelda empezó clavarme las uñas en la piel. Seguí su mirada y descubrí que los ojos de la esposa del alcalde estaban fijos en nosotros. O, más bien, en Zelda. Ella se mantenía erguida junto a mí, aunque había una tensión alrededor de sus ojos que solo yo pude apreciar. Escuché como tomaba una bocanada de aire.
Un juez le dio la palabra a la mujer, y ella empezó, en tono sorprendentemente frío. Recordé que había roto a llorar en la primera reunión. Algo me decía que no haría lo mismo ahora.
—Acuso a Zelda de Hatelia de haber matado a mi esposo.
Me recliné en el banco con un suspiro. Aquel era un mal comienzo, no iba a negarlo. Pensaba que Zelda había cambiado algo tras haber expuesto nuestro caso en la primera reunión. Me había equivocado.
—¿Con qué pruebas? —preguntó un juez.
—Oh, en esta maldita aldea no necesitas pruebas —masculló Zelda entre dientes. Los jueces debieron de oírla porque le dirigieron miradas de advertencia.
—Creo que los hechos hablan por sí solos —dijo la mujer. Yo me tragué un suspiro—. Esa mujer siempre ha estado en contra de mi esposo. Una vez ella y su marido fueron a mi casa solo para intimidarlo. O al menos para intentarlo. Pocas cosas intimidaban a Rendell.
—La acusación no puede darse por válida si no hay pruebas.
La mujer —Clavia, según me había dicho Zelda— enrojeció con cierta irritación. Tenía los puños apretados.
—Esta mujer es manipuladora y mentirosa —dijo, alzando la voz—. Estaba cerca del lugar donde sucedió todo. ¿Qué otras pruebas puede haber? Tenía docenas de razones para querer ver a Rendell muerto.
Titubeó en la última palabra.
—¿Y cuáles son esas razones? —dijo Zelda, sorprendiéndome. Su voz retumbó en las paredes del edificio, y todas las miradas se volvieron en su dirección.
Ella se conocía mejor que yo los códigos de cortesía que seguían latentes en Hyrule, y sabía que no debía haber hablado hasta que los jueces consideraran que era su turno. Y aun así ella había roto las normas.
Uno de los ancianos empezó a reprocharle haber intervenido sin tener la palabra, aunque la réplica de Clavia ahogó lo demás.
—Mi esposo no te dejaba todo el poder que tú querías. Eres ambiciosa y egoísta. Él sabía lo que ocurriría si algún día dejaba el cargo. No pienso dejar que tu maniobra salga bien. Los inocentes no pueden ir a la prisión.
—¡Yo soy inocente! —exclamó Zelda—. No he hecho nada malo. Yo solo...
—Zelda de Hatelia —dijo uno de los ancianos con voz severa—. Debes guardar silencio hasta que sea tu turno para replicar o hasta que se te dé la palabra.
Maldije en voz baja. Zelda apretó los labios y no dijo nada más.
—¿No hay ninguna prueba más... sólida? —preguntó el mismo juez que había reprendido a Zelda.
Clavia sacudió la cabeza.
—No, pero supongo que todos lo habréis visto. Encontraron la espada de su esposo allí también. Y casualmente ella estaba cerca.
Resoplé con suavidad para que nadie me escuchara. Yo ni siquiera había tenido la espada cuando partí de Hatelia. Alguien debía de habérmela robado ya. Todo aquello había estado planeado.
Una idea empezó a tomar forma en mi cabeza mientras la mujer continuaba lanzando acusaciones infundadas hacia nosotros. La tensión de Zelda solo crecía con el peso del tiempo, y podía ver lo mucho que se esforzaba por mantenerse en silencio. Estaba casi seguro de que tenía que morderse la lengua.
No entendía cómo podían seguir acusándonos cuando no había pruebas y ya nos habíamos defendido en la primera reunión. Miré al hijo del alcalde y, en mi cabeza, le dije lo mucho que lo sentía.
La mujer terminó de hablar de una vez por todas. Los ancianos compartieron una mirada. Parecieron dar por válida la acusación, y Zelda soltó un bufido de desdén. En esa ocasión, nadie se lo reprochó.
Nos dieron la palabra para replicar por fin. Sabía que Zelda tenía una respuesta pensada y memorizada en su cabeza, e incluso la escuché tomar aire para hablar. Sin embargo, yo me adelanté antes de que a Zelda le diera tiempo a empezar.
—Quiero hacer una acusación.
Sentí todas las miradas sobre mí. Escuché murmullos de sorpresa. Habían esperado que Zelda se enzarzara en una discusión con la mujer del alcalde.
Los ancianos asintieron para que continuara.
—Acuso a alguien de la aldea de haberme robado.
Hubo silencio por un momento.
—No puedes hacer una acusación sin señalar a alguien —dijo un juez con una sonrisa diminuta.
Yo me encogí de hombros.
—Tampoco se debería aceptar una acusación sin que haya pruebas.
No recibí una sola queja más después de eso, aunque los ancianos me miraron con desagrado. Me pregunté si sabrían siquiera lo que estaban haciendo. Si sabrían cuáles serían las consecuencias de encerrarme a mí o a Zelda en la prisión.
Nadie decía nada, así que continué. Sentía los ojos de Zelda fijos en mí, pero su mano no se había separado.
—Olvidé la espada antes de irme a Akkala. Es un legado de mi familia. Y alguien la robó para que nosotros pareciéramos culpables.
—No la olvidaste, Link —intervino Zelda en voz más baja, aunque todo el mundo alcanzó a oírla—. La llevabas contigo. Tuvieron que quitártela por el camino. Así que alguien te estaba siguiendo.
Zelda me había ayudado a hacer las alforjas. La había visto revisándolas varias veces. Confiaba en su juicio.
Me volví hacia los jueces.
—Si consiguierais averiguar quién me seguía, daríais con el culpable.
Miré a los antiguos amigos del alcalde, que estaban al otro lado de la estancia. Ellos me miraron también, y no parecían en absoluto contentos. Sabía que habían tenido algo que ver en el robo de la espada. Pero era imposible que hubieran matado al alcalde. Ellos le habían sido leales mientras él vivía.
Zelda habló por fin, y se dirigió a la esposa del alcalde Rendell.
—Yo no he matado a nadie —dijo—. Trabajaba con tu esposo, y es cierto que teníamos algunas diferencias, pero eso era todo. Hizo cosas que jamás le perdonaré, pero todo el que nos conozca a Link y a mí sabe que nosotros no le tocaríamos un pelo. Su muerte es una verdadera pena, pero os equivocáis creyendo que los culpables somos nosotros.
—Pues claro que vais a decir eso —bufó el hombre que había llamado a la puerta de nuestra casa hacía unos días para que supiéramos que había otra reunión. Karison, recordé—. Jamás aceptaréis vuestra parte de la culpa.
Zelda apretó el puño de la mano que tenía libre. Empezaba a enfadarse. Y no la culpaba por ello.
—No he hecho nada —dijo ella—. Y, si lo hubiera hecho, habría confesado ya.
Los ancianos intentaban poner orden, pero no tuvieron suerte. Acabaron desistiendo, para mi sorpresa, aunque no parecían en absoluto contentos.
Karison dio un paso hacia nosotros. Zelda se puso en pie con cierto esfuerzo, y yo hice lo mismo. La sostuve con disimulo.
—Hay una forma de arreglar todo esto —dijo en voz más baja—. Ayudadnos a encontrar al responsable. Sabremos si sois culpables. Y, si no lo sois, podréis demostrarlo.
Zelda parpadeó, aunque yo estaba muy ocupado intentando decidir si había una trampa o si hablaba en serio. La escuché reír.
—Eso podría perjudicaros a vosotros —dijo—. Si fuéramos los responsables, sería muy fácil culpar a otros.
El hombre rio también, aunque no fue un sonido alegre.
—Te aseguro que no lo tendríais tan fácil. —Nos miró a ambos, más serio en esa ocasión—. Pensadlo bien, pero no tardéis mucho. Venid a verme cuando haya una respuesta.
Asintió en dirección a los jueces. Comprendí con una pizca de irritación que habían estado al tanto de todo desde el principio. Seguro que estaban de parte de Karison y de los otros amigos del alcalde. No encontraríamos justicia allí.
La reunión finalizó poco después, entre las protestas de la esposa del alcalde. Supuse que todo estaba dicho ya.
Zelda y yo salimos de allí los primeros y regresamos a casa en silencio tras ir en busca de los niños. Ellos protestaron, pero una mirada severa de Zelda fue suficiente para que nos siguieran.
La nieve caía con más fuerza ahora. El viento gélido soplaba, insistente, y los copos de nieve dificultaban la visión. Me cubrí hasta la nariz con la bufanda y me adelanté unos pasos.
Llegamos a casa sanos y salvos, por suerte. Empujé la puerta y dejé que ellos pasaran primero. Aparté la nieve espesa acumulada frente a la entrada como pude. Luego cerré la puerta con un largo suspiro.
Encendí la chimenea mientras Zelda les quitaba las ropas congeladas y húmedas a los niños. Me detuve en seco cuando escuché su voz temblorosa.
—¿Qué te ha pasado, Artty?
—Yo...
—¿Estabas escalando árboles? —Silencio—. ¿Cuántas veces te he dicho que no te subas a los árboles? Sobre todo cuando nieva, Artty.
Me di la vuelta y vi que Artyb tenía las rodillas cubiertas de arañazos. Sus ojos estaban húmedos.
—Artty no estaba... —empezó Arwyn, aunque calló cuando él le lanzó una mala mirada.
—Todo esto es culpa de tu padre —masculló Zelda. Se puso en pie y regresó con mi bolsa de viaje. Empezó a curarle las heridas a Artyb—. Espero que hayas aprendido de una vez por todas que escalar árboles es peligroso. Y da gracias por que no te haya pasado algo peor.
Él mantuvo la vista clavada en el suelo. Nadie dijo nada mientras Zelda le vendaba las rodillas de Artyb. Al terminar, ella se puso en pie y se marchó escaleras arriba. Sabía lo mucho que odiaba que Artyb escalara árboles. Sin embargo, me resultaba difícil de creer que él se hubiera caído. Lo había visto escalar. Jamás daba un paso en falso.
Me mantuve en silencio, a pesar de todo. Empecé a preparar algo caliente tras sacudirme la nieve y vestirme con ropas secas.
Artyb se puso de pie al cabo de un rato. Yo lo detuve poniendo una mano firme sobre su hombro.
—No te caíste de un árbol, ¿a que no? —murmuré con la vista fija en lo que estaba haciendo.
Él frunció el ceño, confundido.
—¿Qué?
—Dime la verdad, Artty.
Pareció enfadado de pronto.
—Estaba en un árbol. Una rama se rompió. Estaba mojada.
Me sostuvo la mirada con un brillo desafiante. Yo supe entonces que no iba a obtener una respuesta más clara. Al menos, no por el momento. Así que solté su hombro y lo dejé marchar. Él cojeó hacia la habitación que compartía con su hermana.
Suspiré y seguí cortando zanahorias. Estaba siendo paranoico. Él tenía que estar diciendo la verdad. Era cierto que era un buen mentiroso, pero en esa ocasión no parecía estar mintiendo.
Solo volví a hablar con Zelda aquella noche, cuando ella se refugió entre mis brazos y todo estaba oscuro. La nieve chocaba contra la ventana, y el viento aullaba en el exterior. Y, aun así, casi podía oír su revoltijo de pensamientos.
—No seas tan dura con él —murmuré. Su pelo dorado era suave entre mis dedos.
—Oh, pero tú seguirás animándolo a que escale árboles. Algún día se caerá y se romperá una pierna. O algo peor.
Hice una mueca.
—Es un niño, Zelda. No puedes impedir que haga lo que hacen los niños.
—Puede hacer lo mismo en tierra firme. Con los pies en el suelo.
—Zelda...
—¿Podemos hablar de algo distinto? —dijo en voz pequeña—. Por favor.
Sentía su cuerpo tenso junto al mío. Así que pasé una mano por sus hombros para ayudarla a encontrar algo de calma.
—Mañana hablaré con él —me prometió después de un rato en silencio.
—Tú también eres blanda, Zelly. Siempre lo he sabido.
—No soy blanda por hablar con mi hijo —masculló ella. Yo solo sonreí.
Estuvimos en silencio durante un rato más. Recordé la pesadilla que había tenido mientras estaba en Akkala y la estreché con más fuerza. Agradecí su calidez, y me contenté con escuchar su respiración tranquila. Estaba casi seguro de que se había dormido cuando habló por fin.
—Por una vez que quiero quedarme embarazada, todo está patas arriba.
—Se arreglará —le aseguré mientras pasaba un dedo por sus nudillos—. Para cuando nazca, las cosas se habrán calmado.
Ella apoyó los codos en mi pecho para incorporarse. Tenía una sonrisa radiante. El tenue resplandor blanco que se colaba por la ventana jugaba con su pelo.
—Dentro de poco empezaré a hincharme.
—Y estarás igual de maravillosa, Zelly.
Su sonrisa creció, si eso era posible.
—¿Qué crees que es?
—¿El qué?
—El bebé, Link.
—Yo creo que es un bebé.
A ella se le escapó una risita.
—¿Sabes qué? Algo me dice que va a ser un niño.
Fruncí el ceño.
—¿Un niño? Diosas, claro que no. Va a ser una niña.
Ella arrugó la nariz.
—Es instinto de madre, Link. Va a ser un niño igualito a su padre, como siempre.
—Hazme caso. Es una niña. Una niña con tus ojos y con la misma cara que pones tú cuando te llamo Zelly.
—Yo no pongo ninguna cara.
—Lo estás haciendo ahora mismo.
—Y tú estás siendo idiota —masculló, y luego se acomodó en mi pecho de nuevo. Sonreí, satisfecho.
—Será una niña. Y esta va a tener que llamarse Zelda.
—Si es niño, pienso llamarlo Link. Así que reza para que tengas razón y sea una niña.
Mi sonrisa se hizo más amplia. Me alegraba que por fin la entusiasmara tener un hijo. Sabía que estaba aterrada, y yo también lo estaba, si era sincero. Pero no era un temor malo, de los que paralizaban. Y con eso tenía suficiente.
—Sé que es una niña, tan parecida a su madre que todo el mundo la llamará Zelda aunque no se llame Zelda.
Me pareció ver su sonrisa en medio de la oscuridad. La nieve caía con fuerza en el exterior, y golpeaba la ventana en un patrón casi rítmico. La tormenta tenía pinta de durar toda la noche. Zelda parecía tranquila, sin embargo, así que decidí seguir su ejemplo.
Aquella noche, tuve pesadillas. No eran las mismas de siempre. Eran solo un montón de imágenes sin sentido que parecían no tener fin. Cuando me desperté por última vez, con el corazón aporreándome en el pecho, no podía recordar lo que había visto en sueños. Me resultó extraño; las pesadillas solían ser vívidas al abrir los ojos. Sin embargo, me dije que era solo un golpe de suerte.
La luz del amanecer iluminaba la ventana. O al menos supuse que estaba amaneciendo, porque la tormenta seguía tronando en el exterior. Miré a Zelda, que se había hecho un ovillo bajo las mantas. Tenía el ceño fruncido, aunque no tardó en desaparecer. Me pregunté qué estaría soñando.
Me deshice de su abrazo con cuidado, y ella no pareció inmutarse. Luego la arropé con las mantas hasta la nariz. Hacía frío, pese a que todas las ventanas estaban cerradas.
Me puse las botas y la capa para protegerme del frío, aunque fue en vano. Apreté los dientes e ignoré el entumecimiento mientras me abría paso escaleras abajo. Si la tormenta no había perdido fuerza en toda la noche, tenía que evaluar los daños por mí mismo. Hice una mueca. Esperaba que las manzanas no se hubieran desprendido de las ramas con las ráfagas de viento.
Estaba a punto de abrir la puerta cuando vi un brillo en la habitación bajo las escaleras. Fruncí el ceño y retrocedí unos pasos.
Busqué por instinto algo que pudiera servirme de arma. Lo único que vi fue la cuchara de madera que utilizaba para cocinar. Tardaría demasiado en encontrar los cuchillos, y todas las armas estaban bajo las escaleras. Había un ladrón suelto en la aldea; el mismo que me había robado la espada. Los buenos ladrones podían ser rápidos. Tenía que actuar sin pensármelo dos veces.
Cogí la cuchara y luego me asomé al interior de la habitación. Estuve a punto de dejar caer la cuchara cuando vi el origen del brillo.
Era la espada que había encontrado en el Bastión de Akkala. La que se parecía tanto a la Espada Maestra. Brillaba a través de la vaina, y el resplandor no era el plateado familiar. Era más oscuro, como el color obsidiana de la hoja.
Parpadeé, y el brillo ya no estaba allí, como si alguien lo hubiera apagado de un soplido. Me pregunté, no por primera vez, si estaría volviéndome loco. Empezaba a creerlo.
Me convencí a mí mismo de que el frío me aclararía las ideas y di media vuelta, con el corazón en un puño.
