ZELDA
Habíamos cerrado todas las ventanas. Nuestra casa no estaba en el camino principal de la aldea, pero aun así había insistido en cerrar las cortinas. Cualquier curioso podría acercarse solo para ver a los famosos portavoces hylianos acusados de haber asesinado al alcalde a sangre fría.
Iban a quedar decepcionados, si ese era el caso.
Arwyn tenía una mueca de concentración dibujada en el rostro. Fruncía mucho el ceño mientras intentaba imitar mis movimientos. Leí impaciencia en sus ojos.
—Concéntrate, Wynnie —le dije con suavidad—. Busca.
Abrió y cerró el puño que tenía extendido frente a ella. Tras unos dolorosos instantes en los que nada ocurrió, puse una mano sobre su hombro.
—No pasa nada —dije—. Es normal que al principio no...
Ella se sacudió mi mano y siguió intentándolo. Era como si no hubiera oído mis palabras. Parpadeé, sorprendida, y callé de nuevo. Era testaruda, eso lo sabía. Cuando se le metía una idea en la cabeza no había forma de detenerla, y nadie podía negarle nada. Sin embargo, nunca la había visto poner tanto empeño en algo. Ni siquiera cuando aprendía a leer.
Su ceño se frunció un poco más cuando ningún destello dorado brotó de sus dedos, así que cerré mi mano sobre la suya con cuidado, aunque fui más firme en esa ocasión.
—No deberías forzarte tanto. Podrías hacerte daño otra vez.
Y no sabía si tendríamos la misma suerte si Arwyn enfermaba una segunda vez, cuando apenas había superado la primera enfermedad. El mero pensamiento me cortaba la respiración.
—Es impotante —replicó ella. Hablaba como si fuera evidente y yo no lo estuviera entendiendo. Hablaba como una niña confundida, y mi corazón se hundió.
Deslicé un brazo alrededor de sus hombros y la atraje hacia mí. Tras unos instantes de vacilación, sentí como ella se refugiaba en mi hombro, y cuando la miré vi que tenía los ojos húmedos.
—Oh, Wynnie, no tienes por qué llorar. No seas tonta.
—No soy tonta —masculló ella mientras se sacaba las lágrimas, que no habían llegado a caer por el momento.
Me descubrí a mí misma dudando. La sensación familiar de culpa brotó de nuevo, y por un momento dejé que tomara el control. Arwyn pasaba cada vez más tiempo fuera, y no quería arriesgarme a que cometiera un error y utilizara el poder por accidente en medio de la aldea, donde docenas de ojos podrían verla y reconocerla. Eso nos pondría en peligro a todos. Y Arwyn era una niña, al fin y al cabo. Había cosas que se escapaban de su control; ideas que apenas llegaba a comprender. Veía el mundo de forma más simple.
Así que había decidido enseñarle a manejar el poder de las deidades. Costaba creer que una fuerza capaz de sellar al Mal encarnado residiera dentro del cuerpo de mi hija de seis años, pero el destino lo había querido así. Al menos Arwyn se había mostrado entusiasmada al principio. Yo, en cambio, había estado aterrada desde que se lo propuse, y a medida que las horas pasaban y no conseguíamos avances, el terror empezó a mezclarse con la culpabilidad. La frustración de Arwyn también había ido en aumento.
No quería ser como mi padre. No quería presionarla y obligarla a que dedicara sus días a un poder que la evadía, pero sabía que ese no era el caso de Arwyn. Ella había despertado el poder sin apenas esfuerzo —hasta donde yo sabía—, y su problema residía en aprender a utilizarlo. A mí me había ocurrido todo lo contrario. Una vez el poder despertó, supe al instante cómo llamarlo, aunque no cómo controlarlo. Lo supe como un bebé sabía alimentarse del pecho de su madre. Por instinto.
De modo que le había propuesto a Arwyn que se tomara un descanso en repetidas ocasiones durante la mañana.
—Artty está quitando la nieve del jardín con papá —le había dicho—. ¿Por qué no vamos a ayudarlos?
Ella había sacudido la cabeza, y yo decidí guardar silencio de nuevo.
—¿Tienes hambre? —había sido mi segundo intento. Ella era igual que su padre; podía manipularla con la comida. No solía fallar.
Excepto cuando las cosas iban terriblemente mal. Entonces sí que fallaba. Arwyn me había mirado con molestia por la interrupción y me había pedido que repitiera las indicaciones. Yo suspiré y obedecí, con una losa pesada en el estómago.
—¿Tus grillos están bien? He leído que no les gusta la nieve —le dije un rato después.
Ella parpadeó, como si la hubiera sobresaltado, y por un momento me atreví a albergar esperanzas. Estaba convencida de que iba a ceder y a aceptar mi propuesta silenciosa de ver sus grillos cuando Arwyn dijo:
—Están dumiendo. —Luego me pidió que le diera indicaciones distintas, y eso fue todo.
La miré ahora, perdida y agotada como estaba, probablemente hambrienta y con las piernas entumecidas por haber pasado tanto tiempo sentada y sin apenas moverse del sitio, y me pregunté si aquel sería el aspecto que yo misma había tenido hacía cien años, cuando rezaba en las fuentes y tenía solo un año más que ella. Una niña no se merecía una vida así.
—¿Por qué te empeñas tanto, Arwyn? —quise saber en voz baja, aunque creía conocer la respuesta.
Ella sorbió por la nariz, aun sin separarse de mi hombro.
—P-porque es impotante, ¿no? Hay que hacerlo. Rápido. N-no quiero... no quiero... —Sus ojos se llenaron de lágrimas de nuevo—. No quiero hacer sangre.
Así que ella era consciente de los riesgos. No me lo había esperado. Aunque, pensándolo bien, todo lo relacionado con el poder de mi hija era inesperado. Ella sabía que podía hacer daño. O tal vez se lo imaginaba.
—No es tan fácil hacerle daño a alguien con...
—¡Sí lo es! —exclamó ella con los ojos muy abiertos—. Lo es, mamá.
Hice una mueca, pensando en todas las veces en que había estado a punto de romperle algo a Link mientras utilizaba el poder cuando no lo tenía bajo control, hacía ocho años. Arwyn tenía razón, pero no quería seguir asustándola, de modo que me callé aquel pensamiento.
—¿Quieres que te cuente una historia?
Me miró con los labios apretados y con el rastro húmedo de una lágrima solitaria surcándole el rostro.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
—Tengo que...
Sabía que la excusa que pensaba dar se parecería a las que yo solía decir un siglo atrás, así que puse un dedo sobre sus labios para que guardara silencio.
—Es una historia importante. Como tu luz.
Vi curiosidad en su gesto entonces. Ella bajó el brazo por fin y dejó que sus manos descansaran sobre su regazo. Se acomodó contra mi hombro.
—En nuestra familia la luz se hereda. Lo sabes, ¿verdad? —Ella asintió—. Bien. Tu abuela solía utilizar muy bien la luz. Pero ella murió antes de que pudiera enseñarme cómo se manejaba.
Arwyn dejó escapar una exclamación de horror y se aferró a mi hombro.
—¿Por qué?
—Se puso enferma.
—¿Como yo?
Dudé un momento. Recordaba poco de mi madre, mucho menos de los últimos días antes de su muerte, pero no me hacía falta recordarlo para conocer la respuesta.
—Algo parecido. —Carraspeé, alejando las imágenes dolorosas de mi cabeza—. Cuando ella murió, yo no tenía forma de saber cómo despertar la luz. Ese tipo de cosas no están escritas en los libros, Wynnie. Creo... creo que funciona de forma distinta para cada una de nosotras.
»Tu abuelo creyó que la mejor manera de que yo despertara la luz era rezándole a la Diosa Hylia. Papá te explicó quién era una vez. Pero eso tampoco funcionó conmigo.
—¿Por qué no?
—Hay fuerzas en este mundo mayores que la devoción a un dios. —Suspiré, sabiendo que ella no había entendido una palabra—. Cuando te sientas frustrada o triste porque no puedes llamar la luz, piensa que yo lo estuve intentando durante más de diez años. —Sus ojos se abrieron como platos—. Y todo porque no estaba prestando atención a las señales. Así que no te sientas mal. Es la primera vez que lo intentas. Y piensa que me tienes a mí. No me iré a ningún sitio, y pienso ayudarte todo lo que quieras.
Ella parpadeó y contempló sus manos, que seguían sobre su regazo. Esperaba que el peso que había estado llevando durante aquella mañana se hiciera más ligero hasta desaparecer. No pensaba dejar que mi hija siguiera mis pasos. No iba a cometer los mismos errores que una vez había cometido mi padre.
Me abrazó con fuerza; sus brazos diminutos me rodearon como si temiera que fuera a marcharme. Yo le devolví el gesto y besé su coronilla.
—Ten paciencia. Y no te preocupes si tarda en llegar. Haz lo que te diga tu corazón.
—¿Cómo sé qué es eso?
Sonreí, divertida.
—Cuando lo oigas, lo sabrás.
Ella alzó la cabeza y me miró, pensativa.
—¿Qué te dice a ti?
No por primera vez, me descubrí jugueteando con sus rizos dorados distraídamente. Contemplé sus ojos, azules como el mar de Necluda, su nariz afilada y la forma familiar de su rostro. Sentí calidez en el pecho.
—A mí me dice que te quiero. Y que esos rugidos que oigo no vienen de mi estómago.
Aquello le arrancó una risita.
—Tengo hambre.
—Lo sé. —Me puse en pie con cierto esfuerzo y, tras sacudirme las faldas, le ofrecí la mano a Arwyn—. Queda pastel de manzana.
Su rostro se iluminó por primera vez en lo que a mí me parecía una eternidad, y un peso desapareció de mis hombros también. Arwyn aprendería a controlar el poder. Iríamos poco a poco, y yo tendría paciencia y le recordaría que no pasaba nada si no podía intentarlo cada día. Le recordaría que había más de una forma de llamar al poder de las deidades. Ella solo tenía que seguir su intuición.
Y pensaba estar a su lado en todo momento. No iba a dejarla sola cuando más me necesitaba. No era bueno para una niña.
Arwyn recuperó el buen humor poco a poco. No volvimos a mencionar al poder sagrado, y supuse que el pastel de manzana ayudó. De nuevo, era como Link. La comida podía cambiarlo todo.
Mientras la observaba comer y hablar sobre la nieve al mismo tiempo, me pregunté por qué estaría esforzándose tanto. No se lo había contado todo sobre el poder; Arwyn sabía que era importante, aunque desconocía cuán importante era. El Cataclismo no regresaría durante mis días, ni durante los suyos ni durante los días de los hijos de sus hijos, así que teníamos tiempo de sobra.
Solo quería que fuese una niña. Una niña a la que le gustaban la nieve y los grillos y el pastel de manzana, que se entusiasmaba cuando la llevábamos de viaje para ver el resto de Hyrule y que tenía un futuro amplio por delante. Era la dueña de su destino. ¿Cuántas hijas en mi familia podrían haber dicho lo mismo?
—¡Mamá! —exclamó de pronto. Di un respingo, y su mano insistente sobre mi hombro me sacó de mis pensamientos—. Mamá, no escuchas.
—Lo siento, Wynnie —murmuré, porque no serviría de nada mentir—. Estaba pensando. Fue solo un momento, te lo juro.
Su rostro perdió algo de color.
—¿Son cosas malas?
—No. Claro que no. Me preguntaba quién hizo el pastel de manzana.
—Todos. Con Artty. ¿No te cuerdas?
Abrí la boca para corregirla, pero el brillo en sus ojos me detuvo. No quería entristecerla de nuevo. Así que sacudí la cabeza y le mostré una sonrisa diminuta. Me pregunté si aquello sería lo que le impedía a Link regañar a sus hijos. Entendí entonces por qué lo llamaban blando.
—Estoy peor que tu padre.
—¿Por qué?
—Porque él tiene mala memoria.
—¿Y eso qué es?
—Que se le olvidan muchas cosas —respondí—. Pero papá está bien, no te preocupes por él.
Arwyn miró su pastel de manzana y, tras unos instantes de vacilación, asintió con la cabeza. No tardó en empezar a hablar otra vez, y yo la escuché con atención. No fue muy difícil. Me gustaba su voz, aunque en ocasiones sus protestas fueran tan agudas que rozaban lo molesto.
Link apareció en casa poco después, junto con Artyb. La corriente de aire frío se coló por la puerta, y Arwyn se quejó, como solía hacer.
Link la cogió en brazos y le besó la frente. Ella estalló en risitas. Link y yo compartimos una mirada, y respondí a su pregunta silenciosa como pude. Arwyn no había hecho progresos y estaba frustrada.
—Estás frío, papá —dijo ella, jadeante.
—Papá no está frío —repuso Artyb.
Link lo cogió en brazos también, y yo me quedé sin respiración cuando vi como hacía malabarismos para sostenerlos a ambos. Sus cuerpos eran diminutos, pero al mismo tiempo pesaban tanto que yo ya no podía cogerlos en brazos.
Se acercó a mí y me dio un beso corto en los labios. Había nieve derritiéndose sobre su pelo y su capa. Sentí su nariz congelada cuando lo besé por segunda vez.
—Estás helado —observé—. Déjalos en el suelo y ve a la chimenea, vamos. Tienes que entrar en calor.
—Tal vez sea porque estaba apartando nieve de tu puerta, Zelly.
—De nuestra puerta —le recordé.
—Es nuestra puerta hasta que nieva y hay que apartar nieve del jardín. Y, por supuesto, tu esposo tiene que...
Le asesté un golpecito en el hombro.
—Si me dejaras ayudarte, lo haría sin quejarme.
Él dirigió una mirada acusatoria a mi vientre, aunque en sus ojos había afecto. Amor. Entusiasmo. Él quería tener aquel hijo. Igual que yo. Y Link se obsesionaba con mi seguridad todavía más cuando estaba esperando.
—Estás demasiado embarazada ya, Zelly.
Me llevé una mano al vientre, sintiendo el leve bulto bajo la palma. Era difícil de apreciar con una única mirada, pero cualquiera que se me quedara mirando con atención durante un rato podría apreciarlo. Me daba igual que no significara nada. El bulto había empezado a notarse por fin hacía unos días, y Link había puesto cara de idiota al verlo. Yo no me había burlado de él. Seguramente había puesto la misma cara.
Rozó mi nariz con la suya, que estaba congelada, y me aparté con una risita.
—Tus hijos están mirando.
Conseguí que Link dejara a los niños en el suelo con una mirada severa. Artyb se quitó los guantes y las botas —que le iban grandes— y fue a olisquear el pastel de manzana.
—A ti no te gusta, Artty —dijo Arwyn, mirándolo con los ojos entornados.
—Sí me gusta.
—No. Es pastel de manzana. A ti no te gusta.
—Eso es verdad —intervino Link. Se sacudió el pelo para librarse de la nieve—. Hice pastel de manzana hace unos meses y adivina quién estuvo a punto de vomitarlo.
Su ceño se tornó peligroso.
—Ya no. Eso fue hace tiempo.
—¿Y qué?
Arwyn tenía una sonrisa maliciosa en el gesto.
—No puedes comer, Artty. Papá lo dice.
Él apretó los puños. Seguía pareciéndose a su padre incluso cuando se enfadaba, pero al fijarme mejor, distinguí algo fuera de lugar. Algo que Link nunca haría. Su nariz, comprendí de golpe. Sí, era su nariz. ¿A eso se refería Link cuando decía que Artyb tenía mi nariz?
Diosas, estaba volviendo a distraerme. Me estaba volviendo blanda, como Link. De hecho, demostró una vez más que su corazón se había suavizado cuando dijo:
—Pruébalo, Artty. Pero una sola cara rara y le haré caso a Wynnie.
Él asintió con determinación. Sabía que no iba a fingir que el pastel de manzana no le gustaba, aunque fuera solo para molestar a su hermana. Cuando tenía un objetivo, no descansaba hasta alcanzarlo. Justo como su padre, una vez más. Y como Arwyn.
Aquella tarde, los niños salieron a jugar por la aldea. La nieve caía de forma más débil, como pequeños copos que rozaban la piel con la suavidad de una manta de lana. Me gustaba que nevara de aquella forma. Las tormentas no me traían buenos recuerdos.
Los niños no estaban lejos, así que acompañé a Link a las tierras repletas de manzanas. La hierba estaba cubierta de nieve, algo embarrada, que emitía destellos bajo el sol. Me llegaba casi por los tobillos.
Aquellas tierras eran nuestras —nos pertenecían a él y a mí por partes iguales—, pero Link se había ocupado de ellas con en esmero encomiable, que hacía que mis esfuerzos parecieran mediocres. Había llenado aquello de manzanos, y cosechábamos varias veces al año. Las manzanas eran redondas y jugosas, o al menos así las veía yo. Y Link estaba feliz por cuidar de sus manzanos.
Caminábamos de la mano. La suya estaba helada porque él había decidido no llevar guantes. Yo sí los había cogido, y no tardé en empezar a sentir el frío de sus dedos colándose por la lana de mis guantes.
—Deja de preocuparte —dijo él, como si pudiera leerme el pensamiento—. No tengo frío, Zelda.
Las tierras estaban justo debajo de nuestra casa. Había que descender una colina, casi hasta el principio del bosque. Podía distinguir los manzanos en la distancia.
—¿Cómo puedes sentir las orejas? —No llevaba capucha, y yo tampoco. Tenía tanto frío que ya no sentía la punta de las orejas. Las suyas estaban enrojecidas por el frío, igual que su nariz y sus mejillas.
Él suspiró. El aliento se le condensaba en el aire.
—He pasado por cosas peores que el frío —murmuró.
—Ser Link de Hatelia, el valiente guerrero. Si no le teme a la muerte, ¿por qué iba a temerle al frío?
Él me dirigió una mirada plana, y yo sonreí para mostrarle que solo bromeaba, aunque era difícil bromear con su gesto taciturno y su ceño fruncido.
Caminamos en silencio durante un rato. Empecé a tiritar, y él me atrajo más hacia sí.
—¿Tan mal ha ido? —preguntó en voz baja.
Sabía que se refería a Arwyn. Se me escapó un largo suspiro, y dejé que él sostuviera parte de mi peso mientras nos abríamos paso entre la nieve. Mi corazón se hundió al recordar su expresión llena de desesperación y de confusión.
—Lo intenta con todas sus fuerzas —dije—, y no entiendo por qué. Es como si el tiempo corriera en su contra, cuando en realidad tiene todo el tiempo del mundo. Nació en tiempos de paz. Tiene esa suerte.
—¿Y se lo has explicado a ella?
Callé por un momento, pensando en todo lo que le había dicho a Arwyn mientras ella se forzaba a sí misma.
—Lo he intentado —respondí—. Pero ella estaba tan frustrada que no podía escucharme. ¿Crees que debería haberlo intentado más? ¿Crees que...?
Él me silenció sacudiendo la cabeza.
—Deberías volver a decírselo. Si se lo repites muchas veces acabará entendiéndolo, Zelda.
—¿No te preocupa? Ella también es tu hija. —Suspiré—. Actúa como yo, y lo odio. No tiene nada que probar. Por esto no quería que heredara el poder. Temía que algo así fuera a ocurrirle.
—Claro que me preocupa —dijo Link—. Pero te tiene a ti. No está sola. Sé que la ayudarás.
Por un momento sentí el peso de su confianza ciega en mí. Ella también era su hija. Y el poder de las deidades no era fácil de controlar. Podía resultar peligroso incluso para el portador, y Link lo había comprobado con sus propios ojos. Aun así, confiaba en mí. No pensaba fallarle otra vez.
—Tal vez a ti te haga caso y deje de forzarse tanto —murmuré, separándome de él. La nieve empezaba a volverse más espesa.
—No soy el mejor ejemplo —respondió Link con una sonrisa triste en el rostro.
Yo le devolví el gesto.
—Yo tampoco.
Miré al cielo gris del mediodía y suspiré, con una mano en el vientre. Sabía que había exagerado con lo del bulto. Apenas podía apreciarse si uno no se fijaba en mi vientre más de lo necesario. Aun así, era feliz. Y necesitaba algo que me entusiasmara en tiempos difíciles.
—Son felices —dijo Link entonces, sacándome de mis pensamientos. Tenía la vista fija en los manzanos—. A pesar de todo. Me lo recuerdo cuando pienso que les estoy fallando. —Se encogió de hombros y me miró con una sonrisa amplia—. ¿Quién sabe? Tal vez a ti también te funcione.
—Suena como un buen método.
Nos abrimos paso entre la nieve. Link tuvo que ayudarme cuando solo estábamos a unos pasos de los manzanos; la nieve me llegaba casi por las rodillas, y cada paso era una tortura. Sentía el frío húmedo colándose por los pantalones que llevaba bajo el vestido.
Observé como Link traía las herramientas que necesitaba. Ofrecí mi ayuda, y él no se negó, aunque yo sabía que solo era una cortesía. Si fuera por él, pasaría las lunas siguientes sin salir de la cama, hasta que nuestro hijo naciera. Así que Link me dijo que lo ayudara sujetando la cesta donde iba a meter las manzanas.
—Cuando sea muy pesada, avísame.
—Por supuesto, querido esposo. Quedo terriblemente fatigada tras estar la mitad de una hora de pie. Creo que empiezo a quedarme sin aire.
Él masculló algo que no pude entender. Fue a tenderme la cesta con gesto malhumorado, pero yo la coloqué sobre la nieve y luego me dejé caer sobre él.
—Oh, ser Link, creo que voy a desmayarme —dije con un suspiro dramático.
Link ni siquiera tuvo la decencia de tambalearse cuando tuvo que sostenerme. Se me quedó mirando fijamente, sólido como una roca, con aquella expresión que le daría escalofríos a cualquiera. Tenía la mandíbula encajada.
Nada bueno.
Me separé de él al instante y carraspeé en medio del silencio tenso.
—No tienes sentido del humor —murmuré.
Él no dijo nada. Me agaché para recoger la cesta y para sacudirme la nieve del vestido. Sus ojos sentía clavados en mí, podía sentirlo. Me pregunté si lo habría ofendido de alguna manera. Una punzada de terror me atenazó el pecho. Odiaba hacerle daño. Repasé mis palabras, intentando encontrar el error. Seguro que lo había estropeado todo. Otra vez.
Cuando alcé la vista y fui a disculparme, algo frío me acertó de lleno en el rostro.
Por unos momentos permanecí allí plantada. Sentía como la nieve resbalaba lentamente y caía al suelo. Entonces empecé a escuchar las risas apenas contenidas de Link, y lo comprendí todo de golpe.
—A tu mujer embarazada. —Escupí algo de nieve y me sacudí los restos del rostro. Él estalló en carcajadas entonces—. No tienes vergüenza.
Me agaché y cogí un puñado de nieve. Luego lancé la bola. Había apuntado a su nariz, pero él la esquivó con una facilidad insultante. La frustración en mi gesto debió de resultarle divertida porque rio con más ganas. Sentí calor en el rostro.
—No tienes sentido del humor, Zelly —dijo él mientras reía.
Apreté los labios para contener mis propias carcajadas e hice otra bola de nieve. En esa ocasión la mantuve bien sujeta en mi puño, a la espera del momento adecuado.
—No me llames así. —Di varios pasos hacia él. Link retrocedió hasta que su espalda chocó con el tronco del árbol—. ¿Qué harías si tus hijos te vieran ahora?
—Esconderme. Probablemente me acribillarían a bolas de nieve.
Fui a lanzarle la bola de nieve, pero él me sujetó por las muñecas.
—Les he enseñado bien.
—A ti te harían lo mismo, Zelly. Sin pensárselo dos veces.
Me ruboricé e hice todo lo posible por ignorarlo. Intenté zafarme de su agarre. Por supuesto, me fue imposible.
—No te atrevas a soltarme, Linky —le dije—. Pienso llenarte ese estúpido pelo perfecto de nieve.
—Ni siquiera puedes insultarme —dijo él, y su sonrisa se tornó maliciosa.
Me retorcí entre su agarre hasta que él dio un paso en falso y pude dejar caer la nieve sobre su cabeza por fin. Él siseó, supuse que por el frío de la nieve.
—Me lo merezco —masculló.
Sonreí y le di un beso casto. Luego recogí la cesta del suelo y fui hacia el manzano que Link había estado ojeando un rato antes.
—¿Qué haces ahí plantado? —le dije—. Tenemos trabajo por hacer.
Para mi desgracia, Link quería llevarse las manzanas que crecían en las ramas más altas. Así que observé, con el corazón en un puño, como buscaba hendiduras en el tronco grueso del manzano y empezaba a trepar como un maldito lagarto. Estuve a punto de dejar escapar un grito cuando se encaramó a una rama de aspecto endeble. Amenazó con dejarlo caer, pero Link consiguió seguir ascendiendo de forma milagrosa. Su técnica se me escapaba.
—Ten cuidado —le recordé—. Eso tiene que estar lleno de hielo y escarcha.
—¡Lo sé! —dijo su voz lejana desde la copa de un árbol—. No te preocupes por mí.
Contuve un bufido. Eso era como decirle a un bebé que no llorara cuando tenía hambre.
Miré hacia arriba. Link se balanceaba en una rama más gruesa que la de hacía un rato, por suerte. Sin embargo, mi corazón seguía latiendo muy deprisa. Confiaba en Link. Sabía que él tenía experiencia escalando. Escalar se le daba mejor que nadar. Y, aun así, tenía miedo de que se cayera y se rompiera algo.
Me ocurría lo mismo que con Artyb. Pero Link no era ningún niño. Él sabía cuidar de sí mismo sin ayuda. O eso quería creer.
—¡Ahí van!
Link me lanzó tres manzanas al mismo tiempo, y yo me apresuré a atraparlas con la cesta. A los niños les habría encantado estar en mi posición. Excepto a Artyb, por supuesto. Él habría querido escalar, como su padre. Link solo empeoraba las cosas animándolo. ¿Por qué no lo animaba a usar una espada en vez de a escalar? Mientras fuera una espada de madera, roma, no correría peligro. Así sabría lo que yo tenía que sufrir cuando veía a nuestro hijo escalando.
Fui a decírselo, pero no quería romper su concentración. Así que me mantuve atenta a sus indicaciones. Al terminar observé, orgullosa, que ninguna manzana había caído en la nieve. Había sido capaz de atraparlas todas con la cesta.
Link bajó del árbol de un salto. El corazón se me detuvo por un momento, y lo maldije para mis adentros. Él, sin embargo, me mostró una sonrisa que, al parecer, pretendía ser tranquilizadora, pasó un brazo por mis hombros y cogió la pesada cesta repleta de manzanas con la mano libre.
—¿Sabes qué? Con esto ya tengo suficiente.
—¿Suficiente para qué?
—Para tu tarta de fruta. ¿Para qué iba a ser si no?
Le mostré una sonrisa tonta. Él me la devolvió. Que se acordara de la tarta de fruta, incluso después de tantos años, me hacía sentir algo cálido en el pecho.
—Gracias, Link —le dije. Luego le di un beso en la mejilla.
—No me das las gracias. Todo sea para que no te vayas de casa por lanzarte una bola de nieve.
Aquello me arrancó una risita.
—Mientras hagas tarta de fruta, estarás perdonado.
Recorrimos el camino de vuelta a casa en un silencio cómodo. Los niños estaban jugando en el jardín. Vi como Artyb recibía una bola de nieve en la nariz. Su ceño se frunció de forma peligrosa, y avanzó hacia Arwyn con dos bolas de nieve gigantes, una en cada mano.
Artyb había cumplido cinco años hacía unas semanas. Las heridas en sus rodillas se habían curado en tan solo unos días. Me maravillaba lo deprisa que se le habían cerrado. Ojalá mi poder pudiera hacer algo parecido.
Link los detuvo a ambos antes de que Artyb pudiera lanzar aquellos proyectiles monstruosos a Arwyn. Se lo agradecí en silencio.
Después de mediodía, me entretuve revisando cartas y hojeando mis notas. Teníamos cosas que hacer aquella tarde; debíamos hablar con Karison, y luego se celebraría una última reunión en la taberna de la aldea, antes del concilio.
El concilio se celebraría en tres semanas. Lo habían pospuesto en numerosas ocasiones debido a las lluvias en el oeste y por las nieves en Necluda, Lanayru y parte del Centro de Hyrule. Sin embargo, se esperaba que para cuando se cumplieran las tres semanas, el sol hubiera vuelto a brillar con fuerza.
Link me había dejado leer las cartas que había recibido de Karud. En ellas hablaba de los progresos en Arkadia. Tres familias nuevas querían mudarse, y los zora los estaban ayudando a diseñar los planos para el sistema de alcantarillado. Parecían haber alcanzado un acuerdo entre ambas razas, y yo me alegraba de ello. Una guerra civil era lo último que necesitábamos.
—Karud llegará la semana que viene a Hatelia —le dije a Link.
—¿Tendré que soportarlo durante dos semanas? —masculló él. Estaba limpiando las manzanas que iba a utilizar para la tarta de fruta. Artyb colgaba bocabajo de su hombro. Me sonrió cuando sus ojos se cruzaron con los míos, y yo le dirigí una mirada severa.
—No es para tanto —dije, dirigiéndome a Link de nuevo—. Tenemos que partir de la aldea una semana antes, ¿recuerdas?
—Diosas, es verdad. El concilio es en Tabanta esta vez.
Soltó un gruñido, y Artyb gruñó con él.
—¿Dónde está eso? —preguntó.
—En la otra punta de Hyrule —dijo Link.
—¿Tengo que ir? —quiso saber Artyb. Me miró con ojos suplicantes.
—No —respondió Link antes de que yo pudiera hablar—. Puedes quedarte aquí tú solo durante casi una luna. No hay ningún problema.
El rostro de Artyb se ensombreció. Pataleó contra el pecho de Link, y él lo sujetó por las piernas de forma precaria. Le dirigí una mirada de advertencia. Link fingió que no se había dado cuenta.
—Vas a comer verdura por el resto de la eternidad —le dijo muy despacio.
—¿Cuánto es eso?
—Toda tu vida y lo que quiera que venga después.
Él hizo una mueca de desagrado y se encaramó al hombro de Link. Aquella noche tendría que hacerle más té. Lo maldije para mis adentros. Tendría los brazos doloridos, y lo necesitaba en plenas facultades para enfrentarnos a los amigos del alcalde.
—Tu padre no es un caballo, Artyb —le recordé en tono severo cuando él se subió a la espalda de Link y cerró las piernas alrededor de su cintura. Link ni siquiera estaba prestándole atención, el muy idiota. Solo lo sujetaba cuando cambiaba de posición—. ¿Qué te he dicho sobre saltar encima de papá?
—No estoy saltando.
—No. Estás trepando, y no sé qué es peor. Tu padre tampoco es un árbol.
Él fue a replicar, pero entonces Link se agachó y se lo sacudió de encima como si no pesara nada. Artyb cayó de culo al suelo, aunque el impacto no fue en absoluto doloroso. Solo había caído unos pocos dedos. Miró a su padre con el ceño fruncido, sin embargo. Link le revolvió el pelo hasta que le cayó en los ojos y siguió ocupándose de sus manzanas.
Observé como Artyb corría hacia la chimenea. Arwyn se había hecho un ovillo allí, envuelta en un nido de mantas. Llevaba un rato dormitando en aquel rincón. El poder debía de agotar sus energías, aunque apenas lo hubiera usado. A mí me sucedía lo mismo. Empezaron a hablar en susurros, como siempre hacían, y yo no intenté entenderlos.
Aquella tarde, Link y yo fuimos a la antigua casa del alcalde. No intentamos ocultarnos. Llevaba mi capa, pero ni siquiera me molesté en calarme la capucha. ¿Para qué? Ni él ni yo teníamos algo que ocultar. Karison había indicado frente a media aldea que fuéramos a verlo cuando tuviéramos una respuesta. Había pasado una semana —una semana maravillosa, sin que nadie nos acusara de nada—, y por fin teníamos una respuesta.
Link llevaba la espada ceñida a la cintura. No era la nueva, aquella extraña espada que se parecía tanto a la Espada Maestra. No, había traído la espada que había heredado de su padre. Me pregunté si habría sido una decisión consciente o si habría elegido sin mucho preámbulo. Conociéndolo, era difícil decantarse por una opción.
Sabía también que llevaba varios cuchillos cortos en el cinturón, apenas visibles. O no tanto como la espada, al menos. Llevaba años sin verlo tan armado. Me había ofrecido un cuchillo, pero yo había declinado. Siempre había preferido el arco, en caso de verme obligada a elegir un arma. No me gustaba el acero y confiaba en Link.
Las miradas de los habitantes de Hatelia no eran tan acusatorias como antes. Las puertas de la aldea ya se encontraban abiertas de par en par, aunque habían doblado la vigilancia desde la muerte del alcalde. Ahora, los guardias detenían a cualquier viajero de aspecto sospechoso que intentara entrar o salir, y le hacían preguntas. No sabía qué significaba lo de aspecto sospechoso para ellos, pero tampoco tenía ninguna prisa por averiguarlo.
Ascendimos una leve colina y llegamos a la antigua casa del alcalde Rendell. La estatua de Hylia más antigua de la aldea se alzaba allí, diminuta y sonriente. Habían construido otra cerca del centro de Hatelia.
—¿Crees que estará aquí? —me preguntó Link en un susurro—. No sé dónde vive.
—Yo tampoco —respondí. Inspiré hondo y dejé los nudillos sobre la puerta—. No perdemos nada por intentarlo.
Él se encogió de hombros y flexionó los dedos. Yo llamé a la puerta. Tras unos momentos de tensión, un niño apareció bajo el umbral. Aparentaba poco más de diez años, y era bajito y flacucho. Tenía el pelo oscuro y los ojos grises. Debió de reconocernos porque se quedó muy quieto de pronto.
—¿Karin? ¿Qué...? Oh. —La esposa del alcalde se plantó frente a su hijo, al otro lado de la puerta—. ¿Para qué habéis venido?
—Queremos hablar con Karison —dije yo, mirando a la mujer. Sus ojos relampaguearon, y se aferró al pomo de la puerta como si fuera lo único que le permitiera seguir en pie.
—Fuera de aquí. —Ninguno se movió—. Fuera o llamaré a los guardias. No os convierte montar un espectáculo ahora mismo.
—A ti tampoco —repuse con calma. Sabía que la calma la enfurecería un poco más. Creería que permanecía indiferente a su sufrimiento—. Dinos dónde está y nos marcharemos.
Ella entornó los ojos. Puso la mano libre sobre el hombro de su hijo, que nos miraba fijamente.
—¿Qué asuntos tenéis que tratar con él?
—No es de tu incumbencia —dije—. ¿Dónde está?
Clavia apretó los labios. Por un momento estuve convencida de que iba a negarse a responder. Si aquel hubiera sido el caso, habríamos tenido que utilizar métodos más sucios. Habría sentido pena por aquella mujer.
Al final, sin embargo, suspiró con derrota.
—Está en la parte de atrás —dijo—. Si estáis aquí demasiado tiempo, pienso llamar a los guardias, ¿entendido? Así que daos prisa.
Acto seguido, nos cerró la puerta en las narices. Link soltó un bufido y cogió mi mano para guiarme hasta el lugar que había indicado Clavia.
—Diosas Doradas, creo que tengo la paciencia de un sheikah —masculló—. Y eso que no recuerdo haber hecho ejercicios de meditación con ellos.
Sonreí a medias.
—No te hacen falta ejercicios de meditación.
Llegamos a una puerta que se encontraba detrás de la entrada principal. Aquella era más pequeña. Justo al otro lado había un corral de cucos.
Link llamó a la puerta en aquella ocasión, y Karison nos recibió. Su rostro se endureció al vernos.
—¿Qué hacéis aquí?
—Tenemos una respuesta —dije yo.
Sus ojos viajaron hasta la espada que colgaba del cinturón de Link. Luego me miró de nuevo. Abrió la puerta del todo y nos dejó el paso libre sin mediar palabra.
La casa de la familia del alcalde apenas había cambiado, ni siquiera tras su muerte. El único cambio que pude apreciar fueron las flores marchitas del jardín, aunque eso podía deberse a que las especias no eran capaces de sobrevivir en la nieve. Bien era cierto que nunca había estado en sus tierras. Tal vez los verdaderos cambios se hubieran dado allí.
El hombre nos llevó hasta la habitación en la que solíamos reunirnos con el alcalde. Dentro de encontraban otros dos de sus amigos. Link y yo no tomamos asiento, y Karison se nos quedó mirando durante un largo rato.
—¿Y bien?
—Tengo una condición —dije. El hombre asintió para que continuara—. Si aceptamos, nadie volverá a acusarnos.
—Esa condición estaba pactada desde el principio —repuso él con el ceño fruncido.
—Tenía que asegurarme —respondí, encogiéndome de hombros—. No pienso trabajar contigo. Ni aunque nos ofrezcas dinero a cambio. Trabajaremos por nuestro lado. Tú no obtendrás ningún beneficio.
Karison no pareció muy contento. Compartió una mirada con sus compañeros. Desconocía sus nombres, y no me molesté en preguntar. Link se removió a mi lado. Me pregunté si algo iría mal, pero cuando lo miré solo vi la máscara de piedra familiar en su rostro. Sentí un escalofrío.
—¿Y qué demonios pensáis hacer? —escupió otro de los hombres del alcalde. Era tan fornido que podría haberse hecho pasar por un goron.
—Pienso averiguar quién robó mi espada —dijo Link. Su mano se cerró en torno a la empuñadura de la espada, y yo fruncí el ceño. El corazón me aporreaba en el pecho. ¿Por qué no me miraba? Algo iba mal. Y, al parecer, Link quería ocultármelo.
Los antiguos amigos del alcalde se tensaron de golpe. Ellos también iban armados. ¿Link querría enzarzarse en una pelea justo ahora? No dudaba de su capacidad para librarse de ellos, aunque fueran superiores a él en número, pero no lo comprendía. Link no buscaba meterse en peleas. ¿Querría venganza por lo ocurrido en la muralla de Hatelia? Pero, de nuevo, Link tampoco haría algo así. No le guardaba rencor a muchos. No buscaba venganza. Y el alcalde, que había estado detrás de todo aquello, había muerto ya.
Escuché el crujido de la madera de pronto, y alguien me asestó un empujón. Link había desenvainado la espada como un relámpago. Escuché el chirrido agudo del acero detrás de mí, y no tuve que darme la vuelta para saber que habían sido los antiguos hombres del alcalde, quizá alarmados por los movimientos de Link.
Miré por encima del hombro de Link y vi a la esposa del alcalde, Clavia. Ella contemplaba a Link con tanto odio que sentí otro escalofrío, y mi corazón se hundió cuando me fijé en el cuchillo medio oculto entre sus faldas. Había intentado irrumpir en la habitación para... para...
—Estás loca —le dije en un susurro. Link retrocedió un paso, acercándose más a mí. Sabía lo que intentaba decirme. Déjamelo a mí.
Los ojos de Clavia relampaguearon cuando se cruzaron con los míos.
—Sé lo que hiciste. Tu esposo y tú. Debería matarte aquí mismo, ahora que tengo una oportunidad.
Miró a Link de nuevo. Yo sabía que él sería capaz de hacerle daño si eso significaba mantenernos a ambos a salvo. A nosotros mismos y a nuestro hijo.
—Podemos solucionar esto de cualquier otra forma —dije con una tranquilidad que no sentía—. Podemos sentarnos y hablar todos juntos, y yo puedo decirte todo lo que sé. No estoy mintiendo. Y que las Diosas me lleven ahora mismo si no estoy diciendo la verdad.
Por un momento, nadie se movió.
—Hablar se te da de maravilla, ¿a que sí? —dijo la mujer con una nota de amargura—. Podrías convencer a cualquiera si te lo propusieras.
—Hemos venido aquí sin ánimo de hacer daño a nadie —añadí—. Deja que siga siendo así.
Ella dio un paso hacia nosotros, y Link alzó un poco más la espada. Quise tranquilizarlo, pero sabía que él no me escucharía. Estaba demasiado aterrado para escucharme.
—Averiguaré qué habéis hecho —nos prometió—. Puede que consigáis engañar a toda la aldea, pero no a mí.
Y, después de lanzarnos una última mirada fría a ambos, dio media vuelta. Se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
Los amigos del alcalde envainaron las espadas. Link no lo hizo, sin embargo. Se quedó muy quieto, mirando a Karison, y yo supe que estaba enfadado. Muy enfadado. Puse una mano sobre su hombro con cuidado.
—Link... —empecé en tono tranquilizador, pero él no me dejó terminar. Dejó la espada entre mis manos de malas maneras y avanzó hacia Karison—. ¡Link!
Por un momento estuve convencida de que Link iba a sacar uno de los cuchillos de su cinturón y a hundírselo a Karison en el pecho, pero no hizo nada de eso. Agarró al hombre por el cuello de la túnica, y su espalda chocó con la pared de la habitación con un ruido sordo. Karison se debatió, pero Link lo mantuvo bien sujeto, pese a su complexión considerablemente menos fornida.
—Sabías lo que iba a pasar —dijo Link en un tono de voz que me puso los pelos de punta—. Venimos aquí sin ánimo de hacer daño a nadie, y tú... tú...
—Suéltame —farfulló el hombre.
—Maldito bastardo. —Link lo sujetaba con tanta fuerza que escuché como el hombre empezaba a ahogarse—. Intenta algo así otra vez y estás muerto.
Lo soltó por fin, y solo cuando Link estuvo a mi lado de nuevo pude respirar con normalidad.
—Yo no sabía que ella iba a... —dijo Karison una vez hubo recuperado el aire.
—Cierra la boca —masculló Link, y luego cogió mi mano y me llevó fuera de allí.
Tiré de su brazo una vez estuvimos a una distancia considerable de la casa del alcalde. Guie a Link fuera del camino, lejos de miradas indiscretas, y lo detuve detrás de un árbol de tronco grueso.
—Tienes que calmarte —le dije.
Él gruñó y se llevó una mano al costado. Sabía que allí tenía una cicatriz grande y fresca. Le dolía cuando se forzaba demasiado.
—Estoy bien —dijo entre jadeos.
—¿Te has vuelto loco? Ese hombre es... es un maldito oso, Link. Podría haberte hecho daño.
—No —respondió él, sacudiendo la cabeza, y me descubrí creyéndolo—. Él lo sabía, Zelda. ¿Y si hubieran conseguido hacerte daño?
—No sabemos eso —repuse—. Tal vez nadie sabía que ella iba a intentar hacernos daño. Tendríamos que haber encontrado pruebas antes de...
—Lo sé —dijo él con brusquedad—. Y lo siento. Pero yo... Diosas, si no le hubiera visto el cuchillo o si no la hubiera oído llegar... —Miró mi vientre—. Tú podrías haberte hecho daño.
Me di cuenta entonces de que mis manos temblaban. Inspiré hondo, intentando no pensar en cuchillos. Había pasado un tiempo desde la última vez en que alguien había tratado de matarme a sangre fría.
—Deberías darme las gracias —añadió Link con un gruñido. Su mano se había cerrado en un puño sobre la zona de la túnica que cubría su costado.
—Gracias —le dije. Puse la mano sobre su costado también—. Aunque la próxima vez podrías intentar decirme que estamos en peligro.
Él sonrió, aunque no fue más que una mueca dolorosa.
—Vamos. —Le ofrecí mi mano—. Iré a la taberna para posponer la reunión. Seguro que todos están esperando.
—No —dijo con una nota suplicante—. No, estoy bien. Si lo posponemos todo el mundo hablará.
—Que hablen todo lo que quieran —repliqué con el ceño fruncido—. Te necesito, Link. No puedes ir a una reunión así.
—Estoy bien —repitió él muy despacio, y por su tono supe que empezaba a enfadarse otra vez.
—Vas a empezar a desangrarte delante de esos vejestorios. Y no me apetece sujetarte las entrañas. Te lo dije hace...
—Zelda —gimió él—, estoy bien. Y no quiero que ellos me vean así.
Sabía que se refería a los niños. Suspiré, mirando al tronco del árbol para no cruzarme con sus ojos suplicantes. Debería cancelar la reunión y llevarlo a casa. Debería prepararle té y mandarlo a descansar. Y yo debería hacer lo mismo. Las piernas me temblaban y temía ver cuchillos por todas partes.
—Eres terco. Peor que yo.
Suspiré y me aparté de él. Lo escuché murmurar palabras de agradecimiento a mi espalda, pero eso fue todo. Me dije que no estaba enfadada con Link. Él me había defendido. Tal vez ahora estaba viva gracias a él. Sin embargo, habíamos dado un paso más para alejarnos de la reconciliación. Empezaba a pensar que no habría vuelta atrás.
Link se recompuso muy deprisa. O fingió que lo había hecho, porque de vez en cuando hacía muecas y cojeaba. Sin embargo, nadie parecía haberse dado cuenta. Nadie que no lo conociera, por supuesto.
Antes de entrar en la taberna, se agachó y tomó un puñado de nieve. Antes de que pudiera preguntarle qué pensaba hacer, Link hundió el rostro en la nieve.
—¿Link? ¿Estás...?
Se sacudió la nieve del rostro y se puso en pie con un suspiro.
—Ayuda a quemar tensión —dijo él, encogiéndose de hombros—. Te aclara las ideas. Deberías intentarlo un día.
Hice una mueca.
—Ahora te van a salir quemaduras en la cara.
—No es para tanto.
Inspiré hondo, y fuimos juntos hacia el interior. Los murmullos cesaron poco a poco mientras tomábamos asiento. Era la primera vez en mucho tiempo en que no había tenido que alzar la voz para que la multitud congregada allí guardara silencio.
Había menos ancianos. Los antiguos amigos del alcalde no estaban presentes, y eso me dio algo de tranquilidad. Sabía que estaba bien escuchar opiniones contrarias, pero aquellos vejestorios no opinarían nada. Solo lanzarían acusaciones infundadas. Y era importante saber cuáles eran las peticiones de los hylianos antes del concilio.
Por supuesto, no solo se tenían en cuenta las peticiones de Hatelia. Cuando estuviéramos cerca de Tabanta, se celebraría otra reunión con los hylianos procedentes de otras aldeas. Entonces nos haríamos eco de lo que necesitaban.
—¿Ha bajado el precio del heno? —preguntó Link una vez la reunión hubo comenzado. Me sorprendió que tomara la iniciativa.
—No está como antes —respondió un anciano que trabajaba en las granjas—. Prometisteis que ibais a...
—Lo sé —dijo Link con una tranquilidad que, de nuevo, me sorprendió—. Prometimos que íbamos a hablar de eso en el concilio. Eso es en tres semanas.
El hombre asintió con cierta reticencia. Una mujer dijo que necesitábamos herramientas para la nieve. Y era una verdadera sorpresa tener que hacer una petición así cuando Hatelia estaba a los pies de una montaña nevada. Yo me mostré de acuerdo e intenté recordar que debía anotar aquello en la interminable lista de quejas que llevaríamos al concilio. Escuchamos comentarios sobre la cosecha, que se retrasaría por las nevadas.
—Al menos conseguí sacar algo antes de que la condenada nieve cayera —masculló otro granjero.
Nos interesamos por la construcción del pozo. Había sido terminado hacía varias semanas, y no habíamos recibido quejas. Aquel había sido el último proyecto que el alcalde había firmado. Y, pese a todo, había salido bien.
—¿Quién será el alcalde ahora? —dijo Matik, el dueño de la tintorería. El rostro de aquel hombre siempre me había dado escalofríos—. Llevamos muchas semanas sin nadie al mano. ¿Y quién irá al concilio con vosotros?
Me erguí de golpe y compartí una rápida mirada con Link. Él había estado tranquilo durante toda la reunión —o al menos lo había fingido—. Sin embargo, ahora se mostraba nervioso.
—No lo sabemos —respondí tras unos instantes de duda—. Supongo que deberíamos preguntar. Hatelia debería tener un nuevo alcalde pronto.
—¿Por qué no lo haces tú? —intervino Thade, que solía montar guardia frente a las puertas de la aldea. No había una pizca de veneno en su voz—. Haces un buen trabajo. Él y tú seríais buenos candidatos. Si estuviera en mi mano, yo os elegiría.
Me obligué a sonreír.
—Quién sabe. Ojalá el próximo alcalde haga un buen trabajo —dije. Y, tras eso, di la reunión por terminada.
