LINK

Me desperté con un sobresalto. Alcanzaba a oír un ruido. Repetitivo y rítmico. Tal vez fuera un monstruo. Los bokoblin normales, los más estúpidos de todos, gruñían de forma parecida. Casi parecían estar entonando una canción.

Me tragué un gruñido propio cuando intenté moverme. Podría haber jurado que algo crujió. Más de un hueso, de hecho. Llevaba mucho tiempo sin sentirme tan dolorido, y eso que estaba dolorido casi siempre.

Tuve que parpadear y entornar los ojos cuando me topé con una luz cegadora frente a mí. Al final caí en la cuenta de que no era en absoluto cegadora. Era solo una vela. ¿A quién demonios se le había ocurrido dejar una vela encendida en mitad de la noche? ¿Y quién sería tan idiota como para dormirse encima de una mesa?

Lo comprendí todo de golpe. Los ruidos que estaba escuchando provenían de la tormenta de nieve del exterior, que golpeaba la ventana. Ya no había monstruos y, ahora que prestaba atención, los ruidos de los copos de nieve al chocar con la ventana, acompañados del aullido del viento, distaban mucho de parecerse a los gruñidos de los bokoblin.

Aparté las notas que había estado revisando con Zelda. No recordaba haberme dormido, pero tampoco me sorprendía. Lo que sí recordaba era haberle suplicado en incontables ocasiones que dejáramos el resto del trabajo para el día siguiente, cuando la noche estaba bien entrada. Sin embargo, Zelda había hecho caso omiso, y una espalda magullada era el precio que tendría que pagar.

Ella no tenía mejor aspecto que yo, y ese fue mi único consuelo. Miraba en mi dirección, con el rostro medio enterrado en los brazos. Se había trenzado el pelo, aunque varios mechones rebeldes habían acabado desprendiéndose. Seguía teniendo los cálculos del maldito precio del heno frente a ella.

Todo estaba oscuro en el exterior. Tal vez fuera solo por la tormenta, aunque dudaba que fuera mucho más de medianoche. Teníamos velas nuevas, y la cera apenas se había consumido desde la última vez que me fijé en ellas.

—Zelda. —Sacudí su hombro, y ella no se inmutó. Volví a intentarlo, esa vez con más insistencia, y escuché un murmullo incomprensible que sonó parecido a una protesta—. Vamos, Zelda. No hagas que tenga que cargar contigo hasta la cama.

Cargaría con ella adonde fuese, pero no ahora. Porque, si lo hacía ahora, al día siguiente me sentiría aún más dolorido. Y estábamos solo a unos pocos pasos de la cama.

Ella abrió los ojos, por suerte, y dio un respingo. Parpadeó y contempló sus notas durante unos instantes. Luego empezó a entrar en pánico.

—Diosas Doradas —susurró, buscando algo a ciegas—. Oh, no puedo creer que tú y yo... —Maldijo en voz baja—. Tengo que...

—Tienes que irte a la cama —dije al tiempo que apartaba las notas de su alcance. Ella intentó arrebatármelas, pero sus movimientos eran torpes todavía—. Mañana tendrás todo el tiempo del mundo.

Se cruzó de brazos.

—Eso lo dices porque estoy embarazada. Si fuera por ti, me pasaría las próximas lunas en la cama.

—No digas tonterías. Siempre te he dicho que trabajas demasiado.

Arrugó la nariz. Por un momento temí que fuera a seguir poniendo objeciones, pero al final sus hombros se hundieron con aire derrotado. Me puse en pie, tragándome protestas de dolor, y le ofrecí una mano. Ella dejó escapar un largo suspiro, aunque acabó asintiendo y aceptando mi ayuda.

—Mañana pienso vengarme —masculló.

—Estoy temblando de miedo.

Nos ocultamos bajo un montón de mantas, y me pegué a ella para que ambos entráramos en calor. Sus manos y sus pies estaban helados.

—Estaba teniendo un sueño antes —murmuró en medio de la oscuridad—. Uno bueno.

—¿Sobre qué? —quise saber, aunque estaba muy ocupado oliéndola. Porque olía especialmente bien aquella noche. A frambuesas y a la leña de la chimenea.

—Sobre un dragón —dijo ella—. Estaba en la Fuente de la Sabiduría otra vez, pero no hacía frío. Y después apareció el dragón del Monte Lanayru y me dijo algo, pero no recuerdo el qué. Tampoco recuerdo su nombre. ¿Tú lo recuerdas?

Sacudí la cabeza, aunque aquello me mantuvo despierto durante un rato. Mucho después de que Zelda se hubiera dormido, yo seguía intentando recordar el nombre del dragón que guardaba la Fuente de la Sabiduría. No tuve éxito; pese a lo mucho que forzaba la memoria, el nombre se me escapaba.

Acabé rindiéndome. Siempre había tenido mala memoria, al fin y al cabo. Sin embargo, antes de dormirme, me descubrí a mí mismo lamentando no recordar cómo se llamaba el maldito dragón. Por algún motivo que se me escapaba, me parecía importante.

Al día siguiente, era temprano cuando bajé las escaleras para calentar el té que había sobrado de la noche anterior. Pese a la tormenta que había tronado hacía varias horas, los rayos del sol se colaban por la ventana, casi cegadores. La nieve brillaba bajo la luz. Suspiré, lamentando todo el trabajo que tenía por delante. La nieve acumulada frente a nuestra puerta no iba a apartarse sola.

Me detuve en seco al ver a Artyb junto a las ascuas de la chimenea. Él se sobresaltó al oír mis pasos y se dio la vuelta. El miedo en sus ojos hizo que me preguntara qué sería lo que tanto temía ver.

—¿Artty? ¿Qué haces fuera de la cama tan pronto?

Él abrió mucho los ojos, aunque luego se encogió de hombros y se volvió hacia la chimenea de nuevo, dándome la espalda. Vacilé por un momento. Tal vez debía insistir. Presionarlo un poco más. Apenas había amanecido, y los niños no solían salir de la cama tan temprano.

Al final, sin embargo, decidí dejarlo en paz por el momento. Solo conseguiría que se enfadara si insistía. Y, si se enfadaba, se cerraría en banda y huiría de mí. Y entonces jamás sabría por qué demonios estaba en medio de la casa al amanecer o cuánto tiempo llevaba allí.

Lo observé con atención. ¿Cuánto tiempo llevaba allí, en realidad? No lo había oído salir de la habitación que compartía con su hermana. Artyb podía ser sigiloso cuando se lo proponía, aunque la vieja madera del suelo siempre crujía. A menos que él hubiera aprendido cuáles eran los tablones que crujían y cuáles no. Era listo, pese a tener cinco años, y con eso bastaba.

Tenía el pelo revuelto y estaba oculto bajo la manta que Zelda había cosido para ellos cuando eran bebés. Me imaginé que, si pudiera verle el rostro, distinguiría ojeras. Un niño no debería tener ojeras.

Inspiré hondo y fui hacia el té. Lo puse a hervir de nuevo y, mientras esperaba, tomé asiento junto a la mesa, con los ojos clavados en la forma diminuta de Artyb. Él lanzaba miradas indiscretas en mi dirección cada pocos instantes, como si temiera que fuera a convertirme en un monstruo de un momento a otro y a intentar atacarlo. En cualquier otro momento, me habría reído.

—¿Tienes hambre? —le pregunté al final—. Hay manzanas.

Arrugó la nariz.

—¿Solo eso?

—Hay más cosas —admití a regañadientes—. Pero las manzanas son mejores.

Él gruñó algo, aunque no quise comprenderlo. Saqué dos manzanas, y él atrapó la suya cuando se la lancé.

—Buenos reflejos —le dije.

Artyb se encogió de hombros y clavó la vista en el suelo. Zelda decía que, cuando creciera un poco más, sería demasiado humilde para su propio bien. Igual que su padre, según ella.

Él se comió la manzana en silencio. Yo hice lo mismo, y rellené una taza de té para mí cuando la mezcla estuvo lo suficientemente caliente. Artyb todavía mordisqueaba su manzana. Si no se la acababa entera, pensaba darle verduras aquel día. La manzana ni siquiera era tan grande, Diosas Doradas.

—Eres un gruñón —le dije a Artyb de pronto. Él dio un respingo al oírme—. No voy a comerte. Si no tuviera una manzana en las manos te entendería. Al menos siéntate aquí. —Señalé la silla que permanecía vacía a mi derecha.

Él no movió un músculo durante un instante. Dudaba. Aquello dolió, no iba a negarlo, pero me tragué mi egoísmo y me dije que él me necesitaba. Mi hijo me necesitaba. Acabaría cediendo y contándome lo que lo preocupaba, y era normal que vacilara. Yo hacía lo mismo con Zelda a veces, cuando los problemas eran demasiado graves y no quería en absoluto preocuparla.

Acabó sentándose a mi lado, sin embargo. Tomé un sorbito de té, que seguía ardiendo. Era como si hubiera bebido lava de la Montaña de la Muerte, y no algo de té inofensivo. Debí de poner caras raras, porque escuché una risita de Artyb.

—¿Qué te hace tanta gracia? —mascullé, aunque en el fondo me gustaba oírlo reír.

Él desvió la vista, supuse que para esconder la sonrisa, y se encogió de hombros. Solté un largo suspiro y le revolví el pelo hasta que le cayó sobre los ojos.

—¡Papá!

—Eso te pasa por reírte de tu padre.

Arrugó la nariz, aunque no intentó discutir. Ambos estuvimos un rato en silencio. Yo tomé otro sorbito de té, más tibio, por suerte, y sentí como la calidez familiar se extendía por los músculos doloridos. Siempre eran las mismas zonas molestias.

Artyb mordisqueaba su manzana. Estaba muy claro que no iba a decir una palabra, así que me recordé una vez más que yo era su padre. Yo debía guiarlo y ayudarlo a comprender, no al revés.

—Juguemos a algo —dije mientras dejaba la taza de té sobre la mesa. Él se irguió de golpe. Su rostro entero se había iluminado, como si aquella fuera la noticia más maravillosa del mundo—. Yo intento adivinar lo que te pasa y tú me dices si estoy cerca de averiguarlo o si estoy lejos.

Frunció el ceño y me examinó con atención. Me pregunté qué estaría buscando.

—¿Qué es eso? —preguntó sin embargo, señalando mi taza de té.

—Es té. Mamá lo hizo anoche.

—¿Para qué?

—Te lo diré si tú me dices la verdad primero.

—¿Qué verdad?

—No te caíste de ese árbol, ¿verdad?

Lo observé con atención, aunque su gesto no cambió un ápice. Había esperado distinguir un destello de... ¿de qué, ahora que lo pensaba bien? ¿De culpa, por haber mentido a sus padres? ¿De enfado porque yo siguiera insistiendo en aquel incidente?

Pero no había nada. Tras unos instantes en silencio, desvió la vista para examinar sus rodillas heridas, que ya estaban cicatrizando. Solo habían pasado unos días desde que se hizo daño, y casi estaba como nuevo. Cualquiera habría pensado que aquello no era natural.

Una idea empezó a tomar forma en mi cabeza. Arwyn no era nuestra única hija. Él también lo era. Tenía que haber heredado algo, ¿no? Pese a no ser nuestro hijo mayor, Artyb debería manifestar algo. Algo distinto, tal vez.

Me descubrí pensando que ojalá no lo hiciera jamás. No era bueno cargar con un peso así.

—Estaba con Wynnie —dijo él. Su voz no temblaba—. Pregúntale.

—¿De qué árbol te caíste?

Hubo silencio por un momento.

—Están en casa de la tía Prunia —murmuró.

Pensé en los manzanos que crecían bajo el laboratorio de Prunia. Yo mismo solía ir allí hacía unos años, cuando no habíamos conseguido las tierras y no quería gastar rupias a cambio de manzanas. Y, Diosas, mi hijo de apenas cinco años había llegado hasta allí, en la otra punta de la aldea, abriéndose paso entre la nieve, solo para trepar.

Tal vez Zelda tuviera razón. Tal vez lo había animado demasiado. Así que hice lo que ella habría hecho de estar en mi lugar: regañarlo.

—Os dejo a los dos salir a jugar. Nunca he intentado vigilar. Y los dos sabéis que no podéis ir tan lejos. —Decidí no alzar la voz. Quería ser severo, pero no quería asustarlo. Estaba demasiado acostumbrado a salirse con la suya cuando solo estaba yo y Zelda no lo escuchaba—. ¿Voy a tener que seguiros a todas partes?

Él sacudió la cabeza rápidamente. Seguía teniendo la vista clavada en su regazo. Sus hombros se habían hundido. Ojalá pudiera hacer que me mirara a los ojos.

—No vayáis tan lejos vosotros solos —proseguí—. Sobre todo ahora. Si no, vas a tener que aprender a trepar las paredes de casa.

—Perdón —murmuró él. De veras parecía arrepentido. Aunque Artyb era un gran mentiroso. Tal vez estuviera riéndose de mi estupidez para sus adentros.

—¿De quién fue la idea?

Artyb se encogió de hombros. Zelda habría insistido con más severidad todavía. Su tono se habría endurecido un poco más. Sin embargo, yo me rendí antes de intentarlo siquiera. Ya empezaba a odiarme a mí mismo por haberlo regañado. No sería capaz de presionarlo. De modo que suspiré y tomé otro sorbito de té.

—Entonces fue idea de los dos —concluí, y Artyb asintió—. ¿Y te caíste de uno de esos manzanos?

—Estaba mojado —asintió él. Me mostró la rodilla izquierda—. Esto es de las ramas. Y esto —Me mostró la otra rodilla— es de caerme.

—¿Cómo demonios pudiste caerte, Artty? Creo que escalas casi tan bien como yo. Al menos los árboles.

Sus ojos brillaron, aunque no dijo nada sobre mi cumplido. Se limitó a encogerse de hombros otra vez.

—Me caí, papá.

—¿De verdad? —Él se limitó a asentir. Yo suspiré y puse una mano sobre su hombro diminuto—. Vamos, Artty. Mírame y dime que todo eso es verdad.

Y él obedeció. No había nada en su expresión que sugiriera que estaba mintiendo. Sus ojos estaban muy abiertos, y sus ojos no abandonaron los míos, como desafiantes. Tenía el ceño algo fruncido.

—Es verdad —dijo al fin.

Me recliné sobre la silla y contemplé la taza de té. Ya no humeaba. Diosas, cómo deseaba que Zelda estuviera ahí sentada para ayudarme. Ella se daría cuenta de detalles que yo no veía. Ella insistiría más. Se impondría sobre su hijo. Yo, en cambio, solo podría regañarlo como si estuviera atravesando la peor tortura del mundo.

—Espero que digas la verdad —mascullé.

Arrugó la nariz. Tenía los pequeños puños apretados sobre la mesa.

—No digo mentiras.

Se me escapó una risotada. Artyb decía mentiras de vez en cuando, aunque cuando las decía eran terriblemente difíciles de distinguir. Ni Zelda ni yo habíamos conseguido advertir el detalle crudo en su expresión que nos indicara que nuestro hijo mentía. Así que teníamos que descubrir las mentiras por nuestro propio pie.

—Claro que no.

Ambos estuvimos en silencio durante un rato. La nieve no golpeaba las ventanas ya. Supuse que la tormenta había amainado por fin. Esperaba que la nieve empezara a derretirse pronto. El viaje a Tabanta sería un infierno de lo contrario.

—¿Vas a decirme ya qué haces aquí?

Se encogió de hombros. Entonces sí pude percibir su nerviosismo. Sabía que sus pies, que colgaban de la silla, no paraban de moverse. Me resigné a intentar averiguarlo.

—¿Un sueño malo?

Negó con la cabeza con vehemencia. Algo me decía que en esa ocasión estaba mintiendo. Sin embargo, decidí jugar con sus reglas.

—¿No podías dormir?

Se frotó un ojo con el puño. Advertí las sombras bajo sus ojos. Llevaba gran parte de la noche sin dormir. Me pregunté cómo había podido no despertarme. Zelda decía que saltaba ante el menor ruido, y era cierto. Casi cada noche ella me despertaba antes del amanecer, cuando cambiaba de posición.

—No —respondió por fin.

Supuse que no podía dormir por culpa de las pesadillas. Lo compadecí en silencio. Solía ocurrirme.

Lo cogí en brazos y lo dejé sobre mi regazo.

—Cuando tengas sueños malos, avísame. Te ayudaré, Artty. Solía ayudar a tu madre.

Él sonrió, aunque fue algo débil.

—¿No te enfadas?

—Claro que no. Todo el mundo tiene pesadillas.

Se encogió de hombros —maldito fuera aquel gesto. Lo estaba descubriendo ahora, por lo que parecía— y miró su regazo de nuevo.

Algo iba mal, lo sentía. Había demasiadas coincidencias. Había soltado al menos una mentira. Y debía saber cuál era.

No obstante, no intenté averiguarlo por el momento. Había tenido suficiente presión e insistencia por aquel día.

Más tarde, a mediodía, fui a hablar con Zelda. Ella estaba detrás de la casa, donde llenábamos la tina de agua. Contemplaba su reflejo en un espejo. No hacía aquello a menudo.

—¿Tienes algo en la cara? —le pregunté mientras vertía un cubo de agua en la tina.

Ella me miró por encima del hombro con una sonrisa amplia. Ojalá pudiera permanecer así para siempre. Se lo merecía.

—En la cara no, concretamente. —Se dio la vuelta y se abrazó a sí misma. En su reflejo vi como palpaba su vientre—. Tú también lo notas, ¿verdad?

Me acerqué a ella y puse una mano encima de las suyas, que seguían sobre su vientre. Solté un bufido, y ella se ruborizó.

—Voy a tener que hacer una inspección minuciosa para que dejes de preguntármelo, Zelly.

—Solo te lo he preguntado...

—... seis veces.

Arrugó la nariz, aunque no intentó discutírmelo. Su vientre hinchado solo había sido visible desde hacía unos pocos días, y ambos lo habíamos notado. Ella... Bueno, aquello la había hecho feliz. La preocupación había desaparecido de sus ojos por un corto rato. Me había recordado lo segura que estaba de que nuestro hijo sería un niño. Un niño que se parecería a mí, según había dicho.

—Ya tenemos uno de esos —había protestado, pero ella no había cedido.

La miré ahora, radiante como estaba, y la atraje más hacia mí con el brazo que tenía libre. Ella cerró los ojos y suspiró. Fue un suspiro feliz, o eso me pareció a mí.

—Estoy exagerando —murmuró—. Seguro que todavía es del tamaño de una de tus manzanas.

—Bueno, algunas de mis manzanas son bastante grandes.

La escuché reír. Apoyó la cabeza en mi pecho y abrió los ojos para mirarme desde allí. Había un destello cálido en su mirada.

—Tu hijo es más pequeño todavía.

—Mi hija —dije, corrigiéndola. Sonreía como un idiota, pero era imposible evitarlo cuando sus ojos verdes estaban fijos en mí y solo en mí. Ojalá nuestra hija heredara sus ojos. Sería una pena que un color como aquel se perdiera con el paso de las generaciones. Estaba tan cerca de Zelda que podía ver las diminutas motas doradas en medio del verde.

—Ya quisieras —rio ella—. Yo lo llevo dentro. Sé que es un niño.

Sacudí la cabeza, divertido. Ella puso una mano en mi mejilla, y sus dedos seguían siendo suaves, pese a todo el tiempo que había pasado.

—Tenemos que empezar a hacer los preparativos para el viaje a Tabanta —susurró.

—Lo sé —suspiré yo. Lo cierto era que no quería salir de Hatelia. La última vez que lo había hecho, había tenido que regresar antes de lo previsto, y todo había estado patas arriba. Ahora iba a viajar con mi familia, pero seguía sintiendo escalofríos con solo pensar en alejarme de la aldea—. Karud llegará pronto.

—Y sin avisar.

Sonreí a medias. Cogí su mano y besé sus nudillos.

—Antes tengo que hacerte tarta de fruta.

La expresión de Zelda se iluminó. Se parecía a sus hijos, al fin y al cabo, pese a que todo el mundo dijera que ambos eran más parecidos a mí. Si yo era el único que veía los detalles, que así fuera. No emitiría una sola queja.

—Pensaba que te habías comido todas las manzanas porque se te había olvidado —dijo con una sonrisa amplia—. Oh, Link, te quiero.

—No me he comido todas las manzanas —repliqué con el ceño fruncido—. Y no podría olvidarme de hacerte tarta de fruta. Es la favorita de mi hija Zelda, igual que es la favorita de su madre.

—Deja de decir que es una niña y deja de llamarla Zelda —masculló ella.

Besé sus nudillos de nuevo. Su gesto se suavizó un poco. Sabía que ella jamás accedería a llamar a una hija nuestra Zelda. Lo había repetido en numerosas ocasiones. Y yo también lo prefería así. Bromeaba con ella para irritarla, pero llamar a nuestra hija Zelda era... No estaba bien. No cuando Zelda, mi Zelda, seguía viviendo. Además, llamarla Zelda provocaría un caos dentro de casa.

—No te enfades, Zelly. —Le mostré la mejor sonrisa que tenía—. Te haré tarta de fruta para compensártelo.

—Estaré esperando —dijo, y luego me besó con lentitud. Ya no me ponía nervioso como un niño ni sentía mariposas en el estómago cuando ella estaba cerca, aunque sí sentía calidez. Una que se extendía por todo el cuerpo y acompañaba incluso en los días más fríos. Sentía la familiaridad y la seguridad de tenerla entre mis brazos; de que nada malo podría suceder si permanecíamos el uno junto al otro. Sentía también el afecto profundo, el amor, que no era nada nuevo para nosotros, pero que permanecía en el fondo de mi corazón. Se avivaba a menudo.

Zelda me besó de nuevo. Y luego otra vez. Y otra más. Reí contra sus labios y cogí su mano, que volvía a descansar sobre mi mejilla. Ella se detuvo con cierta reticencia.

—Tengo que ir a buscar lo que necesito para la tarta de fruta, Zelda —le dije. Para eso había ido a hablar con ella, pero supuse que me había distraído. Como siempre—. No querrás que tu tarta de fruta se convierta en tarta de manzana y poco más, ¿a que no?

Ella me miró, suplicante.

—No te vayas —susurró. Supe entonces que debía de haberse tragado su orgullo con todas sus fuerzas para decir aquello. Luego carraspeó—. ¿Quieres que vaya contigo?

Por un breve momento estuve tentado a decir que sí, pero entones reparé en las sombras bajo sus ojos y besé su frente.

—Quédate aquí. Volveré enseguida.

En ocasiones no entendía cómo podía estar agotada cuando dormía más que de costumbre. Sin embargo, siempre le ocurría cuando estaba esperando. Eso y suplicar que hiciera tarta de fruta. Nunca fallaba.

Asintió con cierta reticencia. Me besó una última vez y luego me dejó marchar. Me habría quedado a su lado, terminando el trabajo que habíamos dejado a medias la noche anterior, pero sabía que Zelda sería feliz con la maldita tarta de fruta. Y era mi esposa. Lo menos que se merecía era que cocinara para ella.

Cogí mi capa y las ropas de abrigo. Los niños jugaban con la nieve en el jardín. Comprobé que les llegaba casi por las rodillas. Había un montón blanco acumulado frente al camino que llevaba a la entrada de nuestra casa. Suspiré con una pizca de resignación. Tenía trabajo por delante.

Me despedí de ellos, y ninguno insistió en acompañarme. Apenas se dieron cuenta de que me marchaba. Siguieron haciendo formas en la nieve, sin dar señales de haberme escuchado. Me descubrí sonriendo, pese a todo. Seguro que habían pasado miedo mientras yo no estaba y Zelda se encontraba en las mazmorras. La paz sería buena para ellos también.

Las calles de la aldea estaban concurridas, pese a la nieve y el frío, que se me colaba en los huesos. Tendría que haber llevado más ropas de abrigo. Zelda me mataría si me viera con poco más que la capa.

Me abrí paso entre el movimiento de la multitud. Algunos me reconocieron y me dirigieron gestos de saludo. Yo los devolví. Eché en falta a Zelda. Ella era mejor incluso saludando.

Me reprendí a mí mismo. Ahora sí que estaba siendo idiota.

Nadie se detuvo para hablar conmigo. Más allá del centro de la aldea, junto a las granjas, había un mercado. Crecía poco a poco, pero siempre tenían las mejores frutas. Solíamos vender nuestras manzanas allí, cuando la cosecha era abundante. Esperaba que hubieran traído frambuesas. A Zelda le gustaban.

Me aparté para que un grupo de niños pasara corriendo entre la nieve. Choqué con un hombro con más fuerza de lo que había creído porque el impacto estuvo a punto de hacerme perder el equilibrio. Antes de que pudiera disculparme, choqué contra alguien de nuevo, y cuando alcé la vista nos habíamos alejado de la calle principal.

Me detuve en seco al ver a Karison frente a mí, con el gesto serio. Algo caliente burbujeaba en mi estómago. ¿Había estado siguiéndome para llevarme hasta allí? ¿Había tenido todo aquello previsto? Di gracias por que no hubiera traído a Zelda conmigo. Tal vez habría hecho lo mismo, de haber ido ella sola en busca de ingredientes para la tarta de fruta.

—Tengo cosas que hacer —mascullé. Me moví para irme, pero dos de sus amigos me cerraron el paso. Eran fornidos y robustos, y tenía que alzar la vista para mirarlos a la cara. Eran tan parecidos que me pregunté si serían hermanos.

—Yo también —dijo Karison—. Así que colabora. Todo será más rápido si lo haces.

Fruncí el ceño y cuadré los hombros. Estaba alerta. Estaría preparado para huir o defenderme. Tenía un cuchillo escondido bajo la capa. Llevaba años sin llevarlo cuando iba al mercado, pero ya no confiaba en la seguridad de la aldea.

—¿Qué es lo que quieres?

Vi como sus amigos se relajaban al caer en la cuenta de que no pensaba moverme de allí por el momento.

—Vigilad por si viene alguien —dijo Karison. Luego se dirigió a mí—. No voy a hacerle daño a nadie.

No bajé la guardia. Había visto demasiado como para dejarme llevar por la falsa seguridad. No era ningún niño ingenuo.

—¿Me has seguido desde mi casa? —pregunté.

Karison parpadeó, como si estuviera sorprendido. Vi un destello de arrepentimiento en sus ojos, y fue mi turno de mostrarme incrédulo. No sabía que aquel hombre era capaz de mostrar arrepentimiento por algo.

—No te he seguido —masculló—. Te vi en la aldea. Y sabía que tenía que hablar contigo o con tu esposa antes de...

Di un paso hacia él. La ira que burbujeaba en mi estómago empezaba a extenderse por el resto del cuerpo. Nublaba los pensamientos.

—Deja a mi familia en paz —le advertí en voz baja—. No te acerques a ellos. Te digo lo mismo que le dije al alcalde Rendell.

Karison hizo una mueca.

—Solo necesito que uno de los dos me escuche.

—Estoy escuchándote ahora. Así que habla de una vez, maldita sea.

Karison compartió una mirada con sus amigos y carraspeó. Yo me llevé una mano al cuchillo. Me aportaba algo de seguridad.

—Quería... quería disculparme —dijo Karison—. Por lo que pasó en la casa de Clavia hace...

Solté un bufido, ahogando sus palabras.

—¿Disculparte? Fuimos a tu casa para hablar y podríamos haber salido de allí muertos.

—No lo sabía —replicó él, alzando la voz. Busqué una salida, pero aquello era un callejón alejado de la calle principal. Tendría que quitármelos de encima si quería huir—. Pensé que ella era más sensata. No ha empuñado un arma en su vida.

Pensé en aquella mujer, con el cuchillo en la mano, apuntando a Zelda. Llevaban años sin amenazarla, y una ira que llevaba una eternidad sin sentir se avivó entonces. Había recordado que debía protegerla. Nos habíamos acostumbrado demasiado a la paz de Hatelia. Yo nunca había bajado la guardia del todo, pero aun así debería haber estado más alerta por el alcalde.

Si hubiera actuado solo un instante más tarde, tal vez ahora Zelda no estaría en casa, con nuestro hijo creciendo en su interior, feliz porque iba a hacer tarta de fruta. Recordé las pesadillas que había tenido en Akkala y no pude reprimir un escalofrío.

—¿Esperas que me crea que no lo sabías? —Se me escapó una carcajada seca—. Aunque estés diciendo la verdad, ya es demasiado tarde. No confiaría en ninguno de vosotros.

Karison apretó los labios. Su rostro enrojeció, supuse que por la ira. Dio unos pasos en mi dirección, y yo inspiré hondo. Tenía que mostrarme tranquilo, aunque por dentro estaba preparado para saltarle al cuello en cualquier momento, ante la más mínima amenaza.

—Escúchame —masculló—, estoy intentando ayudaros.

—¿Ayudarnos? —Solté un bufido—. No quieres más que vernos en las mazmorras.

—Cree lo que quieras —dijo él—, pero mantengo que estoy diciendo la verdad. Yo mismo habría detenido a Clavia antes de que le hiciera daño a tu mujer si tú no hubieras estado ahí.

—La encerraste en las mazmorras hace no tanto tiempo —siseé. Y había estado embarazada entonces, me recordé. Aquello solo hizo que la ira ardiera, pese al frío que se colaba por las paredes del callejón—. No harías nada bueno por ella ni por mi familia. ¿Y esperas que me lo crea ahora?

—Te repito que no estoy pidiendo que me creas. No me importa que lo hagas o no. Solo estoy contándote la verdad.

Guardé silencio por un momento, mirándolo de arriba abajo.

—Bien. ¿Has terminado?

Su rostro enrojeció aún más.

—Esperaba llegar a un acuerdo contigo.

—¿Qué clase de acuerdo?

—Uno por el que nos dejaremos en paz mutuamente.

Parpadeé, incrédulo. Zelda había intentado cerrar un trato así con el alcalde, hacía varias lunas. El hombre había declinado. ¿Por qué debería aceptar yo ahora?

—Estamos dando vueltas en círculos —mascullé—. Intentasteis encerrar a mi mujer sin pruebas. ¿Y ahora esperáis que os dejemos en paz, cuando ninguno de vosotros ha hecho lo mismo por mi familia? —Escupí junto a sus botas—. Vete al infierno.

Karison soltó un gruñido que me recordó al de un oso enfurecido. Cruzó la poca distancia que nos separaba, pero yo lo detuve con la hoja del cuchillo antes de que pudiera rozarme siquiera. Fue un movimiento que no levantó sospechas para los hombres que se encontraban detrás de nosotros, aunque Karison se detuvo en seco.

—No te atreverías —siseó.

Yo me encogí de hombros.

—No sería la primera vez que matara a alguien.

Intenté sonar frío. Seguro de mí mismo, cuando en el fondo distaba de estarlo. No estaba seguro de si, llegado el momento, me atrevería a matar a aquel hombre, pero quién sabía. Le había hecho daño a mi familia. Aquel era el peor crimen de todos.

—Nunca olvidaré que no aceptasteis mi ayuda cuando os la ofrecí —murmuró. Su tono le pondría los pelos de punta a cualquiera.

—Os estoy devolviendo el favor.

El hombre me dirigió una mala mirada y se alejó unos pasos.

—Algún día —dijo— agradeceréis lo mucho que os he ayudado. Cuando veáis las cosas con más claridad.

Y, tras eso, se alejó en compañía de sus amigos. Permanecí en aquel callejón unos instantes más. Sus pisadas se alejaron poco a poco hasta mezclarse con el bullicio del exterior. Me pregunté si Zelda habría hecho lo mismo, de haber estado en mi posición. Supuse que ella no habría mostrado ningún cuchillo, pero yo había conseguido mantener la calma durante toda la conversación. Eso era bueno.

Recordé entonces por qué había salido de casa. La tarta de fruta. Zelda debía de estar esperándome en casa. Tal vez se estuviera preguntando por qué tardaba tanto. Recogí mis cosas y me puse en marcha.

Cuando regresé a casa, me topé con Arwyn nada más abrir la puerta. Ella se abrazó a mí con tanta fuerza que estuve a punto de dejar caer la cesta sobre su cabeza.

—Mamá sabe usar la luz —dijo ella con una sonrisa amplia—. Me enseña.

—¿Ahora? —dije yo. Zelda no utilizaba el poder sagrado a menudo. Era cierto que sabía mantenerlo bajo control, pero no sabía si había llegado a conocer de verdad el poder que corría por su sangre. Lo había reprimido durante los últimos años. Me pregunté si respondería al poder de Arwyn de alguna forma.

Su única respuesta fue tirar de mí hacia el interior. La calidez fue bienvenida en los músculos magullados.

Zelda estaba junto a la chimenea. Artyb se encontraba junto a ella, y contemplaba el resplandor dorado de las manos de Zelda con una mezcla de fascinación y terror. Sonreí a medias, sintiendo una oleada de simpatía hacia él. Yo había estado tan aterrado como él cuando el poder de Zelda empezó a manifestarse por primera vez.

—Wynnie insistió en que quería aprender —explicó Zelda con una sonrisa diminuta. Había una nota triste en su voz—. Y Artty se unió a nosotras.

Él asintió, sin mirarme. ¿Por qué no me sostenía la mirada? ¿Sería por lo sucedido aquella mañana? Pero no había sido tan severo con él. Tampoco había podido presionarlo lo suficiente para que contara la verdad. ¿Habría dicho algo malo de todas formas?

—¿Algún progreso? —quise saber mientras tomaba asiento junto a Zelda.

Arwyn se sentó sobre su regazo, y Artyb protestó y refunfuñó. Zelda dejó escapar un largo suspiro mientras acariciaba el pelo trenzado de Arwyn.

—Por ahora no —susurró—. Pero llegarán. —Alzó la vista para mirarme. Leí preocupación en su gesto—. ¿Y tú? ¿Por qué tienes esa cara?

Decidí contárselo todo. Todo lo que había ocurrido desde que salí de casa. Los niños jugaban sobre el regazo de Zelda, y no dieron señales de haberse inmutado de nuestra conversación. Al terminar, Zelda estaba enfadada. Incluso su luz se había vuelto más intensa. El calor me llegaba hasta el lado que más cerca tenía de ella. Se colaba por mis ropas y rozaba la piel. Y eso que ni siquiera la estaba tocando.

No me sorprendía en absoluto. Yo mismo estaba tan enfadado como ella, si no más.

*

—Me gustan esas propuestas —dijo uno de los jueces de la aldea, aunque ahora no estaba actuando como un juez, sino como el anciano más anciano de Hatelia. Probablemente de toda Necluda—. Habéis hecho un buen trabajo.

Zelda se hundió un poco más en la silla, aliviada. No habíamos esperado tanto apoyo por parte de aquellos vejestorios, especialmente tras lo ocurrido en las reuniones en las que habíamos sido juzgados. Sin embargo, ahí estábamos ahora. Se mostraban amables con nosotros.

—Ahora bien —prosiguió—, hay un último asunto que tratar antes de finalizar la reunión.

Diosas Doradas. Su tono no auguraba nada bueno. Me preparé en silencio para otro golpe.

—Tenéis que llevar un respaldo al concilio —dijo—. El alcalde Rendell no os acompañaba al concilio, pero hablabais en su nombre.

—Hablamos en nombre de los hylianos —dijo Zelda, interrumpiéndolo—. Contamos con la supervisión del alcalde, pero nosotros solo trasladamos los deseos de los hylianos al concilio. Y seguiremos haciendo lo mismo en el futuro.

El anciano parpadeó, como sorprendido por la interrupción. Me erguí en la silla, a la espera de que hiciera algún comentario hiriente hacia Zelda o la reprendiera. Sin embargo, no hizo nada de eso.

—Y os admiro por ello —dijo, aunque sabía que estaba mintiendo. Al menos aquellos ancianos no eran tan idiotas como el alcalde Rendell, que no se molestaba en esconder lo mucho que no le gustábamos. Lo expresaba de todas formas, aunque aquello con lo que estaba en desacuerdo fuera la mejor opción—. Pero os vendrá bien que haya un nuevo alcalde. A la aldea le vendrá bien. Y ayudará a calmar las habladurías en las otras regiones.

—Ya es tarde para eso —dije yo—. Sobre todo cuando anunciasteis a los cuatro vientos que alguien había asesinado al alcalde.

Y que los principales sospechosos éramos nosotros, añadí para mis adentros. Conseguí mantener la boca cerrada por obra de algún milagro.

El segundo anciano mostró una pizca de irritación.

—Hatelia no es ninguna secta. Además, está conectada con el resto de Hyrule. Todo el mundo iba a acabar enterándose tarde o temprano.

No dije nada, aunque en el fondo sabía que tenía algo de razón. Su forma de manejar la situación había sido poco sensata, de todas formas.

—La aldea necesita un líder —prosiguió—. ¿Alguna sugerencia?

Escuché como Zelda contenía el aliento. Todas las miradas se habían posado en ella, y la propia Zelda lo sabía. Lo notaba en su postura rígida. Sin embargo, ninguno de los dos habló. El segundo anciano empezó a organizar las notas que se encontraban sobre la mesa.

—Muchos sugieren tu nombre cuando preguntamos quién debería ser el próximo alcalde, niña —dijo—. Y en parte estoy de acuerdo. Eres joven, pero sabes usar eso a tu favor. Haces un buen trabajo. Pero tendrás que admitir que hacerte alcaldesa no sería una decisión sabia cuando las cosas siguen sin estar del todo tranquilas.

Ella frunció el ceño.

—No quiero ser alcaldesa —dijo—. Estoy muy contenta con mi posición. Así que no tenéis que preocuparos. No seré una molestia.

Ambos se miraron. Parecían aliviados, y eso me recordó que eran idiotas.

—Por supuesto, la segunda opción de muchos eres tú —dijo un anciano, mirándome a mí—. ¿Estarías dispuesto a...?

—No —dije al instante—. Por las mismas razones que ella.

Ellos asintieron. Con solo ver sus gestos me imaginé lo que iban a decir.

—Esto va a sonar pretencioso, pero esperamos que lo entendáis. —El hombre carraspeó—. Después de considerarlo durante varios días, creemos que lo mejor sería que nosotros fuéramos alcaldes. Al menos por un tiempo, hasta que el concilio pasara.

Zelda compartió una mirada conmigo. Había un brillo de diversión escondido en los ojos de ella, y yo me esforcé por reprimir una sonrisa también. No podía decir que todo aquello me sorprendiera. Lo que sí me sorprendía era que no hubieran intentado tomar una posición así antes.

—¿No debería la aldea poder elegir a su alcalde? —dijo Zelda.

—Es algo provisional respondió un anciano—. Cuando el concilio termine, se elegirá un nuevo alcalde como siempre se ha hecho.

Zelda me miró de nuevo. Me encogí de hombros.

—No hay ningún problema por mí.

Ella se mostró de acuerdo, y dimos la reunión por terminada poco después. Zelda me acompañó hasta el exterior. Nos abrimos paso entre la nieve, aunque el sol brillaba con fuerza y apenas había nubes. Escuché a Zelda reír a mi lado.

—¿Qué? —dije, aunque sentía que empezaba a sonreír también con solo oír su risa.

—Esos vejestorios tienen el ego tan alto que ni siquiera puedo verlo desde aquí.

Solté una risotada y cogí su mano.

—Deja que se sientan importantes.

Caminamos en silencio durante un rato. Había pasado una semana desde que Karison me detuvo en medio de la aldea para hablar conmigo, y no había vuelto a verle el pelo desde entonces. Habíamos disfrutado de algo parecido a la calma, aunque Karud llegaría pronto a la aldea. La calma terminaría antes de lo previsto.

—¿De verdad no quieres ser alcaldesa? —le pregunté a Zelda.

Ella me miró con el ceño fruncido.

—Por supuesto que no —respondió—. Estoy bien en mi posición. Además, no sé qué harías sin mí.

—Yo sí —dije—. Escucharía a los hylianos, pero no sería capaz de hablar por ellos.

Zelda fingió irritación.

—Deja de engañarte a ti mismo. Se te da bien esto. Cuando hablas, lo haces desde la sinceridad. Los demás también lo ven, Link. —Le dio un apretón a mi mano y sonrió—. Has mejorado durante estos años, igual que yo. Estoy orgullosa de ti.

Sentí algo cálido extendiéndose por mi pecho. Sabía que estaba sonriendo como un idiota otra vez, pero a Zelda no parecía importarle, así que a mí tampoco.

—Cada vez que intentas menospreciarte a ti mismo me dan ganas de abofetearte —masculló, sacudiendo la cabeza.

Ella trastabilló en la nieve, aunque detuve su caída de forma milagrosa.

—Eso sí daría miedo. Y también dolería.

Regresamos a casa en medio de un silencio cómodo, aunque teníamos mucho por hacer. Karud llegaría pronto, y no pensaba tenerlo holgazaneando en mi casa durante casi una semana. Así que nos pondríamos en marcha antes de lo previsto. Llegaríamos a Tabanta antes de que se celebrara el concilio. Tendríamos tiempo para prepararnos.

Arwyn quiso ayudar a preparar las bolsas de viaje, y Artyb se unió poco después para no estar solo. A ella no le asignaba tareas que requirieran mucho esfuerzo. Seguía pareciéndome más frágil de lo que me gustaría desde que pasó las fiebres. Estaba ganando algo del peso que había perdido y cada vez tardaba más en cansarse, pero era un proceso lento. El curandero decía que no debíamos preocuparnos, sin embargo, y me obligaba a confiar en él.

—Quiero este vestido, papá —dijo. Me mostró un vestido de lana que había conseguido para ella hacía unos años, en la aldea Adenya.

—¿Quieres llevártelo? —le pregunté. Ella asintió. Aquello le iba pequeño ya, y Zelda iba a matarme por llevar más equipaje del que necesitábamos. No obstante, ella no iba a cargar con las bolsas de viaje, así que supuse que la decisión era solo mía—. Wynnie, has crecido mucho para llevar eso.

Su rostro enrojeció.

—Eso es mentira. Tú no sabes. No llevas vestidos.

En eso le di la razón. Así que suspiré y metí el vestido en la bolsa de viaje. Al infierno con todo. Discutir no serviría de nada, y no quería hacerla enfadar. Era tan diminuta que estaba convencido de que algo malo ocurriría si alzaba la voz más de lo normal.

—¿Link? ¿Crees que deberíamos llevar más lana?

Zelda entró en la habitación cargando con mantas. Contuve el impulso de arrebatárselas para que no hiciera esfuerzos innecesarios. Sabía que ella se enfadaría si lo hiciera.

—Supongo que sí —murmuré. Nos habíamos gastado gran parte de la leña por culpa de las nevadas—. Iré mañana. Y también... —Maldije en voz baja, y los niños soltaron exclamaciones de horror—. Casi olvido la lona de la tienda.

Ella puso una mano sobre mi hombro, y me detuve en seco.

—Vayamos poco a poco —me recordó con suavidad. Yo mismo había pronunciado aquellas palabras antes de empezar a hacer las bolsas de viaje—. No hay ninguna prisa, ¿recuerdas? Si yo no puedo esforzarme demasiado, tú tampoco.

Abrí la boca para replicar, pero entonces alguien llamó a la puerta. Me quedé muy quieto, y Zelda contuvo el aliento. Incluso los niños parecían asustados. Flexioné los dedos.

—Iré yo —dije en voz baja.

Zelda vaciló un momento, pero luego asintió y me dejó marchar.

En la mesa había un cuchillo. No tenía por qué haber nadie peligroso fuera, pero la experiencia me había enseñado que no debía confiarme. Además, Karison llevaba mucho tiempo sin hacer movimientos contra nosotros. Y no esperaba que fuera a rendirse tan pronto.

Me aferré al cuchillo y lo escondí tras mi espalda. Cuando abrí la puerta, cuadré los hombros y me preparé para defenderme.

Sin embargo, me detuve en seco cuando vi a Karud, que tenía una sonrisa divertida estampada en la cara.

—Diosas, muchacho, acabo de llegar y ya quieres matarme.

El alivio fue abrumador. Dejé el cuchillo sobre la mesa y, nada más volverme en su dirección, me estrechó en un abrazo que me dejó sin aire.

—Me alegro de que estés bien —dijo—. Y de que tu familia esté bien. Eres escueto en tus cartas, maldita sea.

—Yo...

—No era para tanto, ¿a que no? —Intenté separarme, pero él debió de tomárselo como un intento de abrazarlo con más fuerza, porque podría haber jurado que me levantaba unos dedos del suelo—. ¿Las cosas se han calmado por aquí?

—No puedo respirar —farfullé cuando mi visión empezó a nublarse.

Karud me soltó por fin, y yo tomé una bocanada de aire. Me apoyé en el umbral de la puerta para recuperar el aliento. Lo maldije en un gruñido. No era un hombre muy fornido, pero seguía teniendo brazos de constructor.

—Lo siento, chico. A veces no controlo mi fuerza.

—¿De verdad? —mascullé mientras me incorporaba. Me froté el pecho con una mueca.

Él me examinó de arriba abajo con una sonrisa.

—¿Y bien? ¿Vas a dejar que me congele aquí fuera?

Vi que se había traído un caballo. Suspiré y acepté sus bolsas de viaje y su petición silenciosa.

—Sí, hay espacio en mis establos para un caballo más —murmuré—. De nada.

Él soltó un bufido, pero su réplica se vio interrumpida por Zelda, que corrió hasta él y lo abrazó con fuerza.

Sonreí a medias, pese a todo, y dejé el equipaje de Karud a un lado. Salí de casa mientras ellos hablaban. Karud tenía una yegua de pelaje oscuro. No parecía ser muy rebelde, y me recibió con un resoplido cuando me acerqué.

La llevé hasta los establos y la dejé en una cuadra libre. Luego le di de comer y de beber. El pobre animal estaba sediento. Esperaba que Karud no la hubiera forzado para llegar a Hatelia antes del anochecer.

—Estarás bien aquí —le susurré—. Hace un poco de frío, pero sigue siendo mejor que estar ahí fuera. —Pasé una mano por su hocico—. Me gustas. Y tu amo tiene que ser horrible, ¿a que sí? Ojalá me deje quedarme contigo.

Cuando regresé a casa, Karud estaba sentado a la mesa con una taza de té. El simple olor hizo que el dolor en los músculos se acrecentara, pero apreté los dientes y tomé asiento en una silla libre.

—Estás radiante, niña —decía Karud—. Me alegro de verte después de tantas lunas. No sabes lo que es soportar a tu esposo lloriqueando por todas partes porque os echa de menos.

Fruncí el ceño.

—Yo no lloriqueo.

Zelda puso una mano sobre la mía, y su sonrisa cálida me dejó clavado en el sitio. Diosas, de veras estaba radiante.

—Llevaba tiempo sin ver a vuestros pequeños —añadió Karud—. Diosas, es cierto que el pequeño es igualito a ti. Hasta tenéis el mismo pelo.

Artyb frunció el ceño también. Siempre había sido cauto alrededor de Karud. No era que no le gustara, pero sabía que no confiaba en él. Arwyn, por su parte, se mostraba tan encantadora como siempre.

—Alguien me ha dicho que enfermaste hace unas lunas —le dijo Karud. Ya no sonreía—. Pero te veo fuerte ahora.

Arwyn miró a Zelda, y ella suspiró.

—Eran las fiebres —dijo mientras le acariciaba los rizos dorados—. Tal vez fuera por el frío. Ha nevado en Hatelia durante varias semanas. Pero por suerte todo ha salido bien.

—El curero dice que soy fuerte —dijo ella con una sonrisa, mostrando los pocos dientes que le faltaban.

—Claro que sí —sonrió Karud también—. Eres hija de tu madre.

—Y de papá —dijo ella, mirándome.

—Oh, tu padre no hace más que lloriquear.

Artyb me mostró una sonrisa maliciosa, el muy traidor. Y lo ignoré y le dirigí mi peor mirada a Karud. De nuevo, recé por que lo de la mirada de general fuera cierto.

—Déjalo en paz —intervino Zelda—. Cuéntame cómo van las cosas en Akkala.

Era como si Zelda pudiera hacer magia con su voz. O tal vez Karud le profesara más afecto que a mí. Con solo una mirada dulce y las palabras adecuadas, conseguía que hiciera lo que ella quisiera. No sabía qué la había poseído para casarse conmigo, pero era afortunado por tenerla.

Karud le habló de la Aldea Arkadia. Nos habló de los zora, que pensaban integrar un complejo sistema de puentes para que hubiera más de un acceso a la aldea, además de un sistema de alcantarillado y drenaje.

—¿Cómo vais a pagar todo eso? —quise saber yo. Los zora hacían trabajos caros, con materiales caros.

Karud tomó un largo sorbo de té.

—Esta es la mejor parte —dijo—. Los zora se han entusiasmado. Dicen que bajarán los costes de construcción mientras destinemos una parte de Arkadia a zonas en las que los zora puedan vivir. Akkala está cerca de Lanayru, y al parecer muchos zora quieren ver mundo.

—¿Quieren comprar Arkadia? —pregunté.

—Claro que no. Solo quieren tener casas aseguradas. —Se encogió de hombros—. Mi plan era que fuera una aldea hyliana, pero quién sabe. Creo que es una buena idea, y mis constructores están de acuerdo.

Miré a Zelda, y solo con ver el brillo en sus ojos supe lo que estaba a punto de ocurrir. Casi podía oír los engranajes moviéndose en su cabeza. Tenía mil ideas. Así que sonreí a medias y fui en busca de una taza de té antes de que empezara a hablar. No quería perderme una sola palabra.