ZELDA

—Todo está en orden.

Miré al curandero con los ojos muy abiertos y me quedé muy quieta. Escudriñé su expresión, intentando encontrar algo que me indicara que estaba mintiendo, que solo quería engañarme para darme falsas esperanzas. Sin embargo, su expresión parecía sincera. Había una sonrisa llena de simpatía en su rostro.

—¿De verdad? —dije yo, sin aliento.

Él palpó mi vientre una última vez, con manos expertas. Luego puso una mano sobre mi hombro.

—No veo nada raro, Zelda. Si quieres más detalles podrías buscar una matrona, pero te dirá lo mismo que yo. —Su sonrisa creció—. Hay un niño sano ahí dentro que lleva casi cinco lunas creciendo. Nada tiene por qué salir mal. Aliméntate bien y recuerda que necesitas descansar.

Me recordó que empezaría a sufrir malestares pronto, aunque yo apenas podía escucharlo. El corazón me latía muy deprisa, tan alto que ahogaba todo lo demás. Las piernas me temblaban, pero me sentía de maravilla. Y ese era el problema. Me sentía tan bien que no pude reprimir la sonrisa. Aquella era la mejor noticia que había recibido en semanas.

—¿Cuánto de bien estoy? —quise saber. Me di cuenta demasiado tarde de que era una pregunta estúpida. No estaba en plenas facultades. Quizá por ello no me importó en absoluto actuar como si me hubiera tragado un barril entero de cerveza delante de aquel hombre.

El curandero frunció el ceño. Sin embargo, al parecer decidió no hacerme una inspección para asegurarse de que estuviera cuerda y respondió a mi pregunta.

—Estás como cualquier mujer de tu edad, Zelda. Joven, sana y fuerte. No hay nada por lo que preocuparse. Fue un milagro que no pillaras las fiebres tú también. ¿No las has pasado?

Sacudí la cabeza. Recordé las palabras de Arwyn, hacía varias semanas. Ella había estado convencida de que no había pillado las fiebres. No habíamos vuelto a sacar el tema, y por el momento no pensaba hacerlo.

—Gracias —le dije al curandero—. Mil gracias por todo. Espero que los amigos del alcalde no te dieran problemas.

—Se han olvidado de mí. Vinieron hace un tiempo, hicieron preguntas y luego se fueron. Creo que me han descartado de su lista de sospechosos.

—Tienes suerte —suspiré yo. Luego alcé la vista con brusquedad—. Casi se me olvida. ¿Crees que puedo salir de viaje?

—¿A Tabanta? —Yo asentí con una sonrisa diminuta. Nebbs se lo pensó por unos momentos—. No veo ningún impedimento. Pero deberías tener cuidado, Zelda. Seguro que no necesitas que te lo advierta. Preferiría que te quedaras aquí, pero el trabajo es el trabajo, ¿a que sí?

Asentí con cierta tristeza. Yo también preferiría quedarme en Hatelia, pese a lo mucho que me gustaba salir de viaje. Quería que mi hijo creciera y que mi vientre se hinchara en la calidez de nuestra casa. No sabía cuánto se alargaría el concilio, pero no quería arriesgarme a tener a mi hijo en medio de Tabanta, rodeada de docenas de ojos en los que no confiaba. Sin embargo, supuse que Nebbs tenía razón. El trabajo era el trabajo.

Le prometí que tendría cuidado, le di las gracias una última vez y me marché de allí, sintiéndome ligera como el viento. Link me esperaba en el exterior. Se había apoyado en la pared de la casa del curandero y estaba escarbando en la nieve con la bota. Se irguió de golpe al verme llegar.

—¿Qué te ha...? —empezó, pero se interrumpió al ver mi sonrisa. Debía de ser amplia de verdad porque él también empezó a sonreír—. Gracias a las Diosas —murmuró.

Luego se acercó a mí y me estrechó con fuerza. Había estado preocupado. Y no lo culpaba, después de todo lo que había sucedido en las últimas lunas. Había empezado a volverse paranoico de pronto, y había acabado contagiándome su paranoia. No había sufrido ningún indicio de que algo fuera mal, a decir verdad, pero ambos habíamos pasado noches sin dormir de todas formas.

Sentí su alivio como el mío propio cuando me refugié entre sus brazos cálidos y fuertes. El corazón le latía muy deprisa.

—No sé por qué doy gracias a las Diosas —dijo él a media voz—. Nunca han hecho nada bueno por nosotros.

Le mostré una sonrisa triste.

—Yo te entiendo. Sé que es solo la costumbre.

—¿De verdad todo va bien? —preguntó él, en un tono incrédulo que me recordó al que yo misma había utilizado unos momentos antes, mientras hablaba con el curandero.

—No ha visto nada raro —respondí—. Dice que no tenemos nada por lo que preocuparnos. Que todo irá bien.

Él se apartó el pelo de los ojos y dejó escapar un largo suspiro que se congeló en el aire.

—Siento haber hecho que te preocuparas —dijo con una sonrisa diminuta. En sus ojos vi arrepentimiento—. Todo esto es culpa mía.

—No digas bobadas. Me habría empezado a preocupar yo sola. Además, el curandero dice que puedo viajar.

—Solo si me prometes que tendrás cuidado.

—Siempre tengo cuidado —dije en voz más grave de lo normal, imitándolo. Aquello le arrancó una carcajada.

Acepté la mano que me tendía y, juntos, emprendimos el corto viaje de regreso a casa. La nieve empezaba a derretirse por fin, y todos decían que las tormentas se alejaban. Era una buena noticia. Las ventiscas no habían causado muchos estragos en la aldea, por suerte. El viento dejaría de azotar nuestras ventanas por las noches, cuando las tormentas se intensificaban.

Encontramos a Karud junto a las casas que sus constructores habían erigido hacía unos años. Se encontraban alejadas del bullicio de la aldea, y con los años habían encontrado dueño. Karud parecía satisfecho. Se apoyó en la pared exterior de una casa con una sonrisa amplia.

—Esta preciosidad se construyó cuando mi compañía era diminuta todavía —dijo. Soltó un largo suspiro—. Incluso en esa época rebosábamos talento.

—Y ego —masculló Link. Palpó la pared de la casa también y dio unos golpecitos con el puño—. ¿Estás seguro de que esto es resistente? Escucho ruidos raros siempre que hay tormenta.

—Encontrarás pocas casas más resistentes que esta, amigo mío. Un Cataclismo podría desatarse aquí al lado y quien está dentro apenas se inmutaría.

—Sufriría una muerte segura —dijo Link con una sonrisa amplia. Yo le asesté un codazo y le dirigí una mirada de reproche. Siempre había tenido una relación tirante con Karud, pero pocas veces lo veía a él intentando provocar al hombre. Solía ser al revés. Aunque, por supuesto, sabía muy bien que Link no era en absoluto inocente. Cuando quería incordiar, lo conseguía sin apenas esfuerzo.

—Oh, deja de hablar como si tuvieras alguna idea. —No sabía si Karud estaba fingiendo ofensa o si de verdad estaba ofendido—. Eres insufrible, chico. Y tu casa sí que hace ruidos por las noches. Cuando se levanta algo de viento cruje más que el portón del viejo castillo.

La sonrisa de Link se hizo más amplia. Tiró de mi mano para que nos pusiéramos en marcha.

—Genial. En ese caso no te importará que no vuelva a ofrecerte mi techo nunca más.

—Parecéis dos críos —intervine yo en tono severo, como el que utilizaba para regañar a mis propios hijos—. Las casa que habéis construido no están nada mal. Y mi casa no hace ningún ruido por las noches.

Karud soltó un bufido.

—Piensa todo lo que quieras. —Se cruzó de brazos—. ¿Partimos mañana?

—A primera hora —dijo Link antes de que yo pudiera responder. Su sonrisa se había vuelto divertida otra vez—. Espero verte en pie antes del amanecer. Así que nada de beber en la taberna.

—Lo mismo digo.

Cuando pasamos por su lado para seguir el camino hasta casa, Karud puso una mano sobre mi hombro. El gesto hizo que me detuviera en seco. Todo rastro de burla había desaparecido de su expresión.

—Zelda, niña, ¿estás embarazada? —quiso saber de golpe—. No lo digo por nada malo. Pero te veo distinta.

Compartí una mirada con Link. Su gesto no cambió un ápice. Me dejaba las riendas de la situación a mí. Forcé una sonrisa y puse mi mano libre sobre mi vientre.

—Desde hace algunas lunas —asentí.

Karud se entusiasmó al instante. Debió de olvidar sus diferencias con Link porque nos envolvió a ambos en un abrazo al mismo tiempo. Link le dio unos golpecitos en el hombro mientras hacía muecas en mi dirección.

—Oh, estoy muy feliz con vosotros. ¿Cómo vais a llamarlo? ¿Tendrá un nombre que empiece por Ka? Nos vendrían bien descendientes vuestros. Si tienen la misma fuerza y resistencia que Link...

—Antes de ponerle un nombre así a mi hijo, lo llamaría Link —masculló Link, y ahí dimos por zanjada la conversación. Karud nos dio las felicidades por enésima vez y prometió guardar el secreto, aunque sospechaba que no mantendría su promesa por mucho tiempo. No solo porque Karud era incapaz de guardar secretos, sino también porque mi vientre solo seguiría hinchándose con el paso de los días.

No sabía qué opinaría Link, pero me descubrí pensando que no teníamos por qué ocultarlo. Un hijo era una noticia maravillosa. De las mejores bendiciones que se podrían recibir, al menos para mí. Sobre todo en los tiempos difíciles que atravesábamos.

Aquella tarde, el sol empezó a brillar con más fuerza, así que decidí arriesgarme a continuar con el trabajo en el jardín. Había tenido mis dudas al principio, pero era cierto que los rayos cálidos del sol ayudaban a contrarrestar la brisa fresca y la nieve medio derretida bajo mis pies.

Me llevé mis notas y me senté contra la pared de los establos. Sabía que durante el viaje no tendría tiempo de finalizar los últimos detalles. Y Link y yo seguíamos buscando soluciones para el robo de las ovejas que se había producido entre la aldea Mabe y Adenya. La situación era ridícula, pero había quienes emitirían quejas.

Link y yo lo discutimos durante un rato, por encima de las conversaciones de los niños.

—¿Cuántas ovejas han robado exactamente? —quise saber.

Link se encogió de hombros.

—Las suficientes para que hubiera un escándalo.

—Tendrías que haberte enterado del número concreto, Link.

—Lo sé. Pero creo que ni siquiera ellos mismos estaban seguros. —Solté un bufido y fui a discutírselo, pero entonces él prosiguió—. Además, en Adenya se vengaron. Robaron un cerdo de la aldea Mabe.

Parpadeé, incrédula. Escruté su expresión, que parecía mortalmente seria. Diosas, no podía creer que estuviera diciendo la verdad. En el fondo de sus ojos distinguí un destello que me dijo que intentaba esconder la sonrisa.

—Si te estás inventando todo esto, te juro que te mandaré solo a Tabanta.

Él alzó las manos en señal de rendición. Sonrió por fin.

—Juro que estoy hablando en serio, Zelda. Lo juro por nuestro matrimonio.

Fui a decir algo, pero lo siguiente que supe fue que estaba riéndome. Y riéndome con ganas, porque de pronto me dolía el estómago y estaba quedándome sin aire. Link tenía aspecto divertido, y eso solo me hizo reír aún más. Me sequé las lágrimas mientras intentaba recuperar el aire.

—Va a ser difícil exponer este caso frente a los líderes zora —dije entre jadeos.

Link soltó una risotada que hacía cien años habría sido muy poco propia de un caballero.

—Dejaremos que ellos lo expliquen. Así los zora se horrorizarán. Por Hylia, los hylianos no saben hablar —añadió, imitando el acento profundo de los zora.

Traté de contener la risa con todas mis fuerzas, pero acabé fracasando. Los niños nos miraban con el ceño fruncido desde el otro lado del jardín.

—¿De qué te ríes? —preguntó Arwyn. Parecía confundida, aunque una sonrisa se abría paso en su rostro poco a poco.

Link tiró de sus rizos enmarañados.

—De las ovejas.

Su ceño se frunció. Sabía que a Arwyn le gustaban los animales y las criaturas salvajes. Se había encariñado con los caballos, en especial con Mermelada, aunque en el fondo sospechaba que los apreciaba a todos por igual. Por supuesto, le gustaban los grillos. En cierta ocasión me había visto cazar conejos con el arco y había roto a llorar. Desde entonces no cazaba frente a ella.

—¿Qué les pasa? —preguntó con los brazos en jarras. Habría sido una gran princesa, de haber conseguido restaurar el reino de Hyrule tal y como había sido hacía un siglo. Habría tenido incontables discusiones con mi padre, pero sospechaba que él la habría dejado ganar siempre. O al menos mientras fuera diminuta y tuviera seis años.

Sentí una punzada dolorosa en el pecho. Parpadeé y me concentré de nuevo en el rostro radiante de mi hija. Ella sí que era real, no como el fantasma de mi padre.

—No les pasa nada, Wynnie —dijo Link—. Diosas, ya ni siquiera puedo hablar de ovejas.

Ella enrojeció y se cruzó de brazos, pero no siguió haciendo preguntas. Link se mantuvo firme al principio. Conté los instantes en mi cabeza. Su expresión severa empezó a quebrarse diez instantes más tarde. Diez exactos. Aquello me sorprendió. Pensaba que tardaría menos tiempo en hacer las paces por su hija.

Y, por suerte, ella no era en absoluto rencorosa. Eso lo había heredado de su padre. En un abrir y cerrar de ojos, reía en los brazos de Link. Él permitió que Artyb trepara por su espalda, y yo le dirigí a Link una mirada de advertencia. Él se limitó a sonreír, sin embargo. El muy idiota. No era ninguna mula de carga. Iba a hacerse daño si seguía...

—Relájate, Zelly —me recordó en voz baja mientras se ajustaba el peso de ambos—. Disfruta de la paz mientras puedas.

Me obligué a sonreír, esperando que así él viera lo mucho que me esforzaba por intentarlo. No entendía cómo Link, que tendía a preocuparse por cualquier cosa que se moviera y que durante muchos años había pasado noches despierto montando guardia sin apenas darse cuenta de lo que hacía, actuara de forma despreocupada cuando sus hijos hacían actividades peligrosas cuando los perdíamos de vista. O sin que los perdiéramos de vista.

Ojalá el tiempo me enseñara a ser tan despreocupada como él en aquel aspecto.

—Tú eres el montruo, papá —explicaba Arwyn—. Yo corro con Artty.

—¿También tengo que perseguirlo a él? —preguntó, incrédulo.

Arwyn solo se encogió de hombros. Luego contó hasta tres y ambos salieron disparados antes de que ella misma hubiera terminado la cuenta atrás. Link, sin embargo, fue rápido como un rayo y los tres cayeron sobre la nieve.

Los observé jugar durante un largo, largo rato. Sus carcajadas eran el mejor sonido que había escuchado nunca. Mejor que cualquier canción que hubiera aprendido a tocar con la lira mientras era princesa.

Link recibió una bola de nieve de lleno en la cara y cayó al suelo cubierto de un espeso manto blanco. No se movió. Cuando los niños se acercaron, jadeantes y con las mejillas encendidas por el frío, vi miedo en sus ojos. No obstante, Link actuó deprisa, y los atrapó a ambos entre sus brazos para hacerlos caer sobre la nieve. Ellos rieron de nuevo y regañaron a su padre.

Sonreí para mis adentros y cerré los ojos. Arwyn parloteaba sobre los diferentes tipos de monstruos —como si alguna vez hubiera visto uno—. Artyb le llevaba la contraria siempre que podía.

El sol me calentaba los pies y acariciaba mi piel con cuidado, casi con timidez. Casi podía olvidar la nieve fresca bajo mi vestido. Me puse cómoda contra la pared de los establos.

Cuando abrí los ojos otra vez, estaba en casa, envuelta en mantas. Un olor dulce me llegaba hasta allí. Uno familiar, que me recordó a incontables tardes que creía haber olvidado. A mi madre siempre le había gustado la tarta de fruta. Recordaba que, cuando me llevaba a montar fuera del castillo, comíamos tarta de fruta bajo el sol de mediodía.

De forma distante, me descubrí preguntándome qué haría si pudiera verme ahora. Si pudiera ver a Link, que cuidaba de mí pese a todo. O si pudiera ver a Arwyn, que había heredado la maldición de nuestra familia. Por lo poco que recordaba de ella, estaba segura de que se alegraría de que hubiera encontrado algo de paz.

Escuché voces y risitas procedentes de abajo, y el olor hizo que mi estómago rugiera de hambre. Llevaba varias horas sin comer. Debía de haberme dormido en el jardín. No recordaba haber sentido a Link cargando conmigo hasta la cama, pero solía ocurrir últimamente. Suponía que él estaba acostumbrado a soportar mi peso.

Eso no quitaba que tuviera que darle las gracias, sin embargo.

Quedé bocarriba con un suspiro y miré por la ventana. Los huecos entre las nubes me dijeron que era ya por la tarde. Había dormido más de lo esperado.

Mi estómago volvió a rugir. Sonreí a medias y abandoné la calidez de las mantas para ponerme en pie e ir escaleras abajo. Iba con lentitud porque sentía las piernas doloridas y entumecidas, y no quería trastabillar y caer rodando escaleras abajo. La aldea sería un caos entonces.

Descubrí, con una calidez que nació en mi vientre y se acomodó en mi pecho, que Link había hecho tarta de fruta. La casa estaba patas arriba, y no podía importarme menos, aunque una parte diminuta de mí se alegró de que Karud no estuviera presente para contemplar nuestro desorden.

Link me recibió con una sonrisa. Yo tomé asiento junto a los niños y, en silencio, le prometí que aquella misma noche lo recompensaría por todos los favores que me había hecho.

*

A la mañana siguiente, salí de casa cuando las primeras luces del amanecer todavía asomaban por el horizonte. Link no se había despertado aún. Cuando me separé de él, lo único que hizo fue murmurar algo que no pude comprender, y luego volvió a dormirse. Yo lo había arropado con las mantas y me había marchado escaleras abajo de puntillas.

Me sorprendía estar despierta. Y más me sorprendía estar de buen humor. Link solía estar en pie antes que yo; a él le gustaban la soledad y el silencio en ocasiones, sobre todo cuando necesitaba pensar. Aquel instinto solo se agudizaba cuando teníamos que partir de viaje, como aquella mañana. Sin embargo, era la primera vez en mucho tiempo en que había conseguido estar en pie antes que él. Podía sentirme orgullosa.

Hacía frío aquella mañana. Frío húmedo, típico de Necluda, que provenía de las costas, según había leído. Las aguas del mar de Necluda eran gélidas. Si alzaba la vista hacia el cielo, podía divisar los destellos, ya débiles, de las estrellas. La luna seguía brillando en el cielo, aunque el sol estuviera saliendo.

Vagué sin rumbo por un rato hasta llegar a los establos. Pensaba empezar a atar las alforjas de los caballos, que habíamos terminado de llenar la noche anterior. Tuve que tragarme un grito, sin embargo, cuando me topé con Karud. Él estaba ocupándose de la yegua que había traído consigo.

Karud se sobresaltó también, aunque tal vez hubiera sido fruto de mi reacción. Me llevé una mano al pecho e inspiré hondo. El corazón me latía muy deprisa.

—No puedo dejar de preguntarme por qué siempre que me cruzo con vosotros tengo miedo de acabar muerto.

—Tienes suerte de que no sea Link —repuse con una sonrisa—. Él se asustaría y luego te echaría de aquí.

Karud frunció el ceño.

—Vosotros dijisteis que aquí puedo sentirme como en casa. ¿Y ahora pensáis echarme?

Sacudí la cabeza y entré en los establos. Dejé las alforjas en el suelo, junto a la cuadra de Viento. El animal me recibió con un bufido. Sabía que estaba fuerte para el viaje. Se había recuperado de lo ocurrido hacía unas lunas, cuando Link había tenido que regresar a Hatelia antes de tiempo. Y Link no solía forzar a los caballos.

No llevábamos mucho equipaje, comparado con las demás delegaciones, que traerían carros y carromatos. El bulto más grande estaba ocupado por la tienda que íbamos a compartir.

—¿Anoche te quedaste en la posada? —le pregunté a Karud.

—¿Acaso me viste por aquí?

Le dirigí una mirada plana, y él soltó un largo suspiro. Link tenía razón en algo. Conseguía ablandar a Karud sin muchas complicaciones.

—Me traje a unos pocos de mis constructores —dijo—. Van a acompañarme al concilio. No os preocupéis; nos hemos traído nuestras propias tiendas. Decidieron celebrar la última noche en Hatelia con varios conocidos en la taberna.

La idea había sido que Karud se quedara en casa durante aquellos días. Habíamos dejado un espacio vacío en la parte de abajo para que él pudiera dormir. No obstante, solo había pasado una noche en casa. Supuse que no le gustaban los niños.

—Espero que puedas seguir nuestro ritmo —dije con una sonrisa.

Él soltó una risotada. El poco pelo que tenía empezaba a teñirse de gris cerca de las sienes, aunque él jamás lo admitiría. Era joven todavía, pese a ello. Podía continuar trabajando en la construcción durante unos cuantos años más sin muchas complicaciones.

—Cuéntame, niña —dijo mientras se alejaba de su yegua con una mueca y tomaba asiento junto a la pared de los establos—, ¿cómo has estado todo este tiempo?

Me tomé mi tiempo para responder. Mientras reflexionaba, llevé una tina repleta de agua para los caballos.

—Yo... estoy bien. Hay momentos más difíciles que otros, pero siempre nos las hemos arreglado para seguir. Esta vez no iba a ser diferente.

Karud me examinó por un momento.

—No fuisteis vosotros, ¿verdad? Ni Link ni tú.

Lo miré a los ojos.

—No fuimos nosotros. Teníamos nuestras diferencias con el alcalde Rendell, pero jamás se me habría pasado por la cabeza matarlo. Y a Link tampoco.

—Te creo. Os conozco a los dos. Sé que nunca haríais nada tan arriesgado. Ni tan estúpido.

Sonreí a medias y llevé forraje para los caballos. La cantidad justa para que tuvieran energías y para que pudieran cabalgar a buen paso.

—Link y yo queremos saber quién robó la espada.

—Lo he oído —asintió Karud. Luego me mostró una sonrisa—. Buena forma de meter las narices sin que nadie se entere.

—Oh, se ha enterado medio Hyrule.

Ambos estuvimos en silencio por un rato. Empecé a ajustar las alforjas a la silla de Viento, y luego lo ensillé. Partiríamos pronto. Al terminar hice lo mismo con Calabaza. Vacilé un momento, sin saber si Link querría llevarse a Mermelada o a Barro. Barro era más viejo y más fuerte, pero eso no quitaba que Mermelada fuera joven, rápida y sana. O eso decía Link. Casi podía oír su voz en mi cabeza.

—¿Y cómo te encuentras tú?

Dejé la silla que faltaba en el suelo y me volví hacia Karud. No pude evitar poner una mano sobre mi vientre hinchado.

—¿Lo dices por esto?

—Claro, niña.

Cambié el peso de una bota a otra. Link solía hacerlo hacía unos años. Se me había pegado la costumbre.

—El curandero dice que estoy bien y que nuestro hijo está fuerte y sano. Eso es lo único que importa.

—Me alegra oírlo. Espero que todo vaya bien. Diosas, aún recuerdo cuando estabas embarazada por primera vez. ¿Recuerdas la carta que enviaste al campamento?

—¿A vuestro campamento? —Él asintió, y vi en sus ojos un brillo de expectación. No me hizo falta esforzarme demasiado para recordarlo—. Diosas, estaba aterrada en esa época.

—Y no te culpo. Los dos erais jóvenes.

Y seguíamos siéndolo, pese a lo mucho que Link se quejaba del dolor de espalda. Hacía cien años, los caballeros solían armarse a la edad que ambos teníamos ahora. En momentos como aquel, no podía evitar maldecir al destino por habernos hecho resistir tantos golpes. Sobre todo a Link.

—Creo que esta vez todo irá mejor —dije al terminar de asegurar la brida de Viento. Tomé asiento en un arcón cercano. Estaba cerrado, y Link no lo usaba muy a menudo—. Tengo un buen presentimiento.

Si hubiera sido una de las mujeres supersticiosas de la aldea, todo lo que había ocurrido desde que Link y yo engendramos a nuestro hijo me habría parecido un mal augurio. Uno terrible. El peor de todos. Sin embargo, siempre había preferido ir en contra de todo aquello. No servía de nada temblar de miedo por circunstancias que escapaban de nuestro control. Lo había aprendido con los años.

—¿Ya sabéis quién es el culpable? —preguntó Karud—. ¿Hay algún sospechoso del que debería saber?

Le mostré una sonrisa diminuta y me puse en pie de nuevo. Fui hacia Calabaza.

—Ni siquiera hemos empezado a investigar. —Me detuve un momento, pensativa, mientras acariciaba el lomo de Calabaza—. Pero creo que sé por dónde empezar.

Karud alzó las manos en señal de rendición.

—No seguiré preguntando, en ese caso.

Era cierto que tenía curiosidad por saber quién había matado al alcalde Rendell. Hatelia era una aldea tranquila; no había conflictos más allá de las peleas de taberna. Tal vez lo del alcalde fuera una pelea de taberna más. No tenía pinta de haber sido un accidente.

Sin embargo, sabía que Link quería saber quién le había robado la espada. Y yo también, no iba a negarlo. Era difícil robarle a Link.

Él apareció un rato después, mientras yo terminaba de asegurar las bolsas de viaje. Karud rebuscaba entre sus posesiones. Link llevaba las ropas de viaje, pero tenía gesto malhumorado. Incluso leí algo de preocupación en sus ojos, que desapareció en cuanto me vio junto a los caballos.

Karud le dio los buenos días, y Link respondió en un gruñido. Llegó hasta mí en dos zancadas.

—Paranoico —le susurré con una sonrisa.

Él frunció un poco más el ceño. Apartó mi mano de las alforjas con cuidado y se ocupó del trabajo. Puse los ojos en blanco.

—Deberías haberme despertado —masculló.

—Te repito que estoy embarazada, no enferma. No voy a quedarme sin aire por mover un dedo, Link.

Él suspiró y, al cabo de unos instantes, asintió con la cabeza. Me tendió su propia bolsa de viaje para que la asegurara en la silla de Viento, y yo sonreí y le di un beso en la mejilla. Karud carraspeó a nuestra espalda.

—Tengo algo de prisa, ¿lo sabéis?

Link le lanzó algo de paja y siguió trabajando.

—Mocoso idiota —masculló Karud—. Voy a...

—Podrías ayudar. Creo que así iríamos más rápido.

Karud abrió la boca para discutir, pero entonces su mirada se cruzó con la mía y se puso en pie con cierta reticencia. Le dirigí una sonrisa amplia a Link, y él me la devolvió. La primera de la mañana. Sentí como el frío del amanecer empezaba a desaparecer poco a poco.

Partimos una hora después. El humor de Link solo había mejorado a medida que el tiempo pasaba. Había decidido llevarse a Mermelada y no a Barro. Arwyn dormía contra él en la silla de Viento, pero sabía que se alegraría cuando viera a Mermelada.

Karud se había quedado atrás con el carro que llevaba a uno de los ancianos que habían sido nombrados alcaldes. Provisionales, me recordé con una sonrisa. Hasta que vieran lo cómoda que era la posición de alcalde y decidieran quedarse. Uno de ellos permanecería en Hatelia durante el concilio para asegurar la estabilidad.

Me tragué una carcajada. Si la aldea no se había hecho pedazos durante las últimas lunas, no creía que fuera a ocurrir nada mientras estábamos en el concilio. Pero no había protestado.

—¿Qué ocurre? —preguntó Link. Me di cuenta entonces de que estaba sonriendo.

Yo me giré sobre la silla para mirarlo.

—Karud es un traidor —dije, conteniendo la risa. Él soltó un bufido.

—Le puede la curiosidad. Es peor que tú, Zelly.

No intenté discutírselo porque sabía que en el fondo tenía razón. Así que me acomodé en la silla. Pasaríamos gran parte del día a caballo, a menos que la preocupación de Link ganara terreno. Podía sentir su mirada a mi espalda, atenta a cualquier molestia. Aquello debería haberme irritado —lo habría hecho en cualquier otro momento—; sin embargo, ahora solo podía sentir una punzada de afecto hacia él.

Salimos de Hatelia y nos abrimos paso entre los caminos rocosos de Necluda, hacia el oeste. La nieve estaba medio derretida, y no podíamos forzar la marcha para que los caballos no corrieran peligro de resbalar.

Link nos obligó a parar a mediodía. El sol iluminaba el barro mezclado con la poca nieve que quedaba. Nos faltaba un corto trecho del camino por recorrer para llegar a la Muralla de Hatelia, e intenté decírselo a Link de todas las formas posibles, pero él hizo caso omiso. Acabé desistiendo. Me vendría bien estirar las piernas.

Dejó que Artyb bajara del caballo y luego me rodeó por la cintura y me ayudó a bajar con la misma facilidad de siempre, como si siguiera siendo una jovencita escuálida.

—No lo necesitaba —le dije en voz baja.

—De nada —dijo él, y luego se llevó a los caballos por las riendas para que bebieran de un arroyo cercano.

Lo cierto era que sentía las piernas doloridas y entumecidas, pero los demonios me llevarían antes de que lo admitiera en voz alta.

Fui hacia Arwyn, que estaba de puntillas para rozar el hocico de Mermelada. El animal bufó en la palma de su mano, y ella se sobresaltó y retrocedió de un salto.

—No va a hacerte nada —le aseguré. Acaricié a Mermelada para demostrarle que era inofensiva—. Papá la ha enseñado bien.

—Ya lo sé —murmuró ella con gesto hosco. Se puso de puntillas de nuevo y consiguió alcanzar su hocico con dedos temblorosos. Pude oír como contenía el aliento mientras esperaba la reacción de Mermelada. Sonrió cuando el animal se dejó hacer—. Quiero montar con Melada.

—Todavía eres muy pequeña para montar sola, Wynnie.

Su rostro enrojeció. Supe que había cometido un error, pero no me dejé intimidar. En algún momento tendría que aprender que no siempre podía conseguir lo que deseaba.

—Pero Astelia monta sola...

—Seguro que Astelia monta en un poni. Mermelada es mucho más grande.

Ella apretó los puños y abrió la boca para replicar. Sin embargo, se detuvo al mirar a Mermelada. Debió de darse cuenta de que su tamaño era considerablemente mayor al de un poni, y sus hombros se hundieron con derrota.

—Quiero montar... —suspiró.

—Pregúntaselo a tu padre.

Ella corrió colina arriba. Sus botas diminutas chapoteaban en el barro. Yo me dispuse a ir en busca de un buen lugar donde sentarnos. Todo estaba embarrado o cubierto de nieve, y bajo la nieve solo había más barro. Así que fui colina arriba con resignación y extendí una manta sobre las piedras que marcaban la orilla del arroyo. Tomé asiento entre jadeos. El ascenso me había dejado sin aire. Y eso que la colina ni siquiera era tan empinada.

Las piedras diminutas se clavaban en mis piernas, pero supuse que aquello era mejor que congelarme por la nieve o llenarme de barro tan pronto en el viaje. Hice una mueca de dolor, pese a ello, y Link me lanzó una mirada preocupada. ¿En algún momento dejaría de preocuparse?

Apartó la mirada, no obstante, cuando Arwyn correteó en su dirección y empezó a suplicarle. El rostro de Link se iluminó cuando ella le pidió salir a montar, y supe entonces que aceptaría sin pensárselo dos veces. Fue en busca de Viento, pero Arwyn lo detuvo.

—Quiero ir con Melada.

Link examinó a Mermelada por unos instantes. Luego se encogió de hombros.

—Servirá.

Los ojos de ella se iluminaron. Caí en la cuenta, en absoluto por primera vez, del parecido que compartía con su padre. Cuando estaban de buen humor, sonreían de la misma forma. Link lo negaría si se lo contara, así que me guardaba aquellos pensamientos para mí misma.

Link ayudó a Arwyn a subir a la silla de Mermelada. El animal no dio señales de haberse inmutado. Artyb se negó en rotundo a acompañarlos.

—Será divertido, Artty —le decía Link—. Te prometo que no vas a caerte del caballo.

Él miró a su padre con un peligroso ceño fruncido y luego negó con la cabeza. Al cabo de un rato, Link desistió y montó detrás de Arwyn de un salto. Cuando Link hizo que Mermelada galopara colina abajo a toda velocidad, contuve el aliento. Era una yegua rápida, casi tanto como Viento. Aparté la vista para no imaginarme a uno de los dos cayendo de la silla y sufriendo un accidente terrible.

—¿Por qué no quieres ir a montar? —le pregunté a Artyb. Él tenía los ojos fijos en las figuras lejanas de su padre y Arwyn. Había un brillo de melancolía en sus ojos. ¿Un niño de apenas cinco años podía sentir melancolía?

Artyb se encogió de hombros. Yo intenté ordenarle el pelo revuelto.

—No pasa nada si te dan miedo —susurré—. Los caballos no son peligrosos. Sobre todo los de papá. No te harán daño.

—No me dan miedo —repuso él, aunque algo me decía que estaba mintiendo. No insistí, sin embargo, y juntos observamos a Mermelada.

Link emergió de entre los árboles y empezó a emprender el ascenso a la colina de nuevo. Cuando alcanzaron la cima, Arwyn tenía el pelo incluso más enmarañado de lo normal, y sus mejillas estaban encendidas. Le rogaba a Link que lo repitieran con su vocecita aguda. Él miró al sol y sacudió la cabeza.

Se mostró firme mientras Arwyn suplicaba. Aquello era nuevo. Y no pensaba quejarme.

Continuamos el viaje después de comer. Artyb le preguntó a Link con cierta timidez si podía montar con él, así que Arwyn cabalgaba conmigo.

Ella no dejaba de moverse. No sabía cómo había pasado tantas semanas sin salir de la cama. Las fiebres debían de haber sido fuertes.

—Eso de ahí —dije, señalando una punta alejada del camino, junto a una llanura— es una cabra salvaje. Las cabras que tenemos en Hatelia son distintas.

Arwyn observó la cabra con atención, como si estuviera esperando a que el animal hiciera algo fuera de lo común. Siguió pastando con tranquilidad.

—¿Por qué son distintas?

Había titubeado al pronunciar distintas, pero no había cometido un solo error. Besé su coronilla para que supiera que me había dado cuenta.

—Estas son más difíciles de domesticar, aunque parezcan más pequeñas —dije—. Además, tienen menos carne.

Arwyn permaneció pensativa por un corto instante.

—¿Podemos tener una?

—¿Una cabra? —Ella asintió—. Pregúntaselo a tu padre cuando paremos.

Durante el viaje, observé mis alrededores, sintiéndome satisfecha. Los caminos en Necluda estaban bien señalizados.

Observé también a Link y a Artyb, que cabalgaban juntos unos pocos pasos por delante de nosotras. Escuchaba sus conversaciones lejanas, aunque no podía entenderlos.

Nos detuvimos frente al campamento de la Muralla de Hatelia al atardecer. Habían terminado de despejar el terreno de los más de sesenta guardianes que yacían en aquel páramo sin propósito alguno. Se habían cargado en carros, según la carta más reciente de Rotver, y se habían enviado a Tabanta. El concilio decidiría qué hacer con los restos de guardianes.

Me descubrí pensando que aquel páramo gris y desolado se merecía una segunda oportunidad, como todo el mundo. Allí había ocurrido una masacre. Allí había terminado el reino de Hyrule, y allí Link había muerto entre mis brazos. Pese a ello, la vida se había abierto paso poco a poco con el paso de los años. Lo veía en los árboles escuálidos que no habían estado allí hacía un siglo; en los estanques repletos de diminutos peces y formados por las lluvias comunes en Necluda; en los hierbajos y en los matorrales que habían hecho de la superficie fría y metálica de los guardianes un hogar.

Pero aquella llanura podía ser incluso mejor. Podía parecerse a lo que había sido hacía cien años, como tantas otras cosas.

Rotver seguía estando en la llanura, supervisándolo todo hasta que el jefe de construcción llegara. Link había accedido a hacer una visita rápida, y yo desmonté —sin ayuda— y fui hacia su tienda.

No tuve que andar mucho, por suerte. Lo encontré supervisando dos carros repletos de restos de guardianes. La gente se me quedaba mirando cuando pasaba por su lado, aunque recibí saludos amables. De nuevo, era bueno saber que no me odiaban.

Rotver y Zheline me recibieron con alegría. Ella tomaba notas mientras Rotver hacía comentarios y lo observaba todo con ojo crítico.

—¿Cómo van las cosas aquí? —quise saber.

Rotver soltó un bufido.

—De maravilla —dijo—. Estos son los últimos carros. La pregunta es cómo te ha ido a ti, princesa.

Le dirigí una mirada de advertencia. Por suerte, nadie parecía estar prestándonos atención.

—Nos ha ido bien. Todo se está solucionando poco a poco. Seguro que ya lo habéis oído.

Rotver se irguió como pudo con su espalda encorvada por la edad. Era común entre los sheikah de más de cien años. Era como si el peso de un siglo pendiera pesadamente sobre sus hombros. Me pregunté si solo le ocurriría a los sheikah que habían vivido el Gran Cataclismo.

—Me alegra oírlo —dijo Zheline con una sonrisa—. Llevábamos lunas preocupados por vosotros. No recibíamos noticias. Rotver quería ir a Hatelia para comprobar que todo estuviera bien. Le saqué la idea estúpida de la cabeza a tiempo.

—Podría haber hecho el viaje. Tenemos carros —gruñó Rotver.

—Oh, por supuesto. Pero nada te prepara para los baches del camino cuando vas en carro.

Rotver soltó otro gruñido incomprensible y jugueteó con el núcleo ancestral que tenía entre las manos. Zheline añadió:

—Además, no habrías llegado muy lejos. Es mejor que te quedes aquí. Ya no estás para irte de aventuras.

—No estoy tan mal —masculló él.

—¿Cómo está vuestra hija? Prunia nos dijo que tenía las fiebres. Los hylianos sois... Bueno, sabemos que esa enfermedad os afecta más que a nosotros.

Aquello siempre me había intrigado. No entendía cómo los sheikah, que no eran muy diferentes a los hylianos en complexión, apenas sufrieran casos de fiebres. Había excepciones, por supuesto, al igual que había otras enfermedades que los afligían por igual. Tal vez los sheikah tuvieran el favor de Hylia. Tal vez su cuerpo estuviera mejor defendido contra las fiebres. Me habría gustado leer un libro sobre ello —porque los había—, pero la biblioteca del castillo ya no existía. Todo aquello se había perdido.

—¿Zelda?

Di un respingo y volví a la realidad. Forcé una sonrisa y expliqué que, sí, Arwyn estaba bien. Estaba viva, respiraba y no iba a dejar que nadie me la intentara arrebatar de nuevo.

—Recuerdo que Impa estaba preocupada cuando vivía... —murmuró Rotver. Bajó la voz un poco más, aunque no había nada a nuestro alrededor—. Ella... ¿lo ha heredado?

Cerré los ojos, con el corazón en un puño, y asentí con la cabeza. El silencio fue ensordecedor.

—Lo despertó hace un tiempo, mientras estaba enferma. O tal vez antes. No quiere hablarme de ello.

—¿Lo has visto con tus propios ojos?

—Link y yo lo hemos visto. Es igual que yo, Rotver. No hace falta que haya un reino para que la sangre de Hylia siga siendo fuerte.

—El deber de mi gente sería proteger a esa niña —murmuró Rotver mientras se ajustaba las lentes que llevaba frente a los ojos—. Protegeros a las dos. Pero supongo que queréis que siga siendo un secreto, ¿no es así?

Sonreí con tristeza. Zheline me abrazó y, al separarse, puso una mano sobre mi hombro.

—Vuestro secreto está a salvo con nosotros —me prometió, y yo la creí—. No os preocupéis.

Ojalá pudiera seguir su consejo y no preocuparme nunca más. Sin embargo, había aprendido que no estaba en mi naturaleza relajarme del todo. Igual que Link.

—Basta de hablar de mí —dije—. ¿Cómo está Granté?

Llevaba unos años sin verlo. Lo había conocido en cierta ocasión, en las festividades de Kakariko después de la cosecha, a las que había acudido sola. Compartía cierto parecido con el Rotver joven de mis recuerdos. Había sido un muchacho amable.

—Partió hacia Akkala hace unas semanas —dijo Zheline—. Nos visitó poco después de que vosotros os marcharais. No estuvo mucho tiempo, ya sabes cómo es.

—El día en que ese muchacho siente la cabeza será el día en que los antiguos monjes de mi tribu vuelvan a caminar entre nosotros —murmuró Rotver.

—Oh, déjalo. Tengo un buen presentimiento sobre esa aldea nueva de Akkala.

—Link estuvo ahí hace unas lunas —dije—. Habla bien de la aldea.

Rotver se encogió de hombros.

—Se me acaban las esperanzas. Incluso intentó asentarse en Kakariko. Tampoco funcionó.

—Es joven —dije yo. Granté era de mi edad—. Dale tiempo.

Rotver dijo que no pensaba ir al concilio. Enviaría a Prunia en su lugar. Me despedí de él al cabo de un rato y fui en busca de Link. Al pasar junto a los carros, me detuve al ver un guardián en buen estado. Era raro ver uno entero en los últimos años.

La estructura metálica estaba ennegrecida, cubierta de ceniza y de polvo traído por el paso del tiempo. Cuando puse los dedos sobre el guardián, descubrí la superficie fría.

El artefacto no reaccionó cuando lo rocé. Al apartar la mano, vi que tenía los dedos cubiertos de polvo. Los limpié en las faldas del vestido y busqué el compartimento que guardaba el núcleo del guardián. Su fuente de energía. Tanteé a ciegas en el interior polvoriento del artefacto hasta dar con el núcleo.

Era de los grandes. Aquel guardián había sido de los poderosos. De los que conservaban las patas. El núcleo estaba apagado y, cuando lo agité con cuidado, soltó chispas. Luego volvió a apagarse.

Link apareció a mi lado mientras yo devolvía el núcleo a su lugar y cerraba el compartimento. Me aparté del guardián y sonreí con tristeza.

—A veces los echo de menos —dije—. Solo un poco.

Link contemplaba al guardián con un brillo peligroso en los ojos.

—Yo no.

Mi sonrisa se hizo un poco más amplia. Entrelacé mi brazo con el suyo y dejé que me guiara lejos de allí.

—Creo que echo de menos experimentar con ellos —dije—. Como hace cien años.

—Puedo construirte un laboratorio. No habría guardianes, pero...

Solté una risita.

—No necesito un laboratorio, Link. Esos días ya han pasado.

—Hablo en serio, Zelda. No sería muy difícil. Tenemos espacio de sobra.

—Cuando nuestros hijos estén fuera de casa y tenga el pelo gris, dejaré que me construyas un laboratorio.

Link hizo una mueca.

—Ya estaré demasiado viejo para construir nada.

Reí de nuevo.

—No lo creo. Por algo tienes resistencia divina.

*

Dos noches después, estábamos fuera de Necluda ya. Habíamos elegido uno de los caminos que cruzaban la llanura de Hyrule. No me gustaba estar tan cerca del castillo; me costaba dormir por las noches y, cada vez que mis ojos se cruzaban con la forma sombría y en ruinas, sentía un dolor agudo en el pecho. Veía ojos rojos en medio de la oscuridad. Veía a mi padre, con el gesto lleno de decepción apenas contenida.

Sentí un pinchazo cerca del hombro. Di un respingo y vi a Artyb, que blandía un palo puntiagudo. Le dirigí una mirada de reproche, y él se volvió hacia su hermana, que escarbaba entre las hojas.

Habíamos decidido acampar en medio de un bosque, junto al camino. Link estaba cocinando las lubinas de Hyrule que había pescado con un arpón aquella tarde. El fuego chisporroteaba bajo la cacerola.

—¿Qué es eso? —preguntó Artyb, señalando la sombra del castillo que pendía sobre nosotros.

—Es un castillo —respondió Link, sin apartar la vista de nuestra cena—. Allí vivían los reyes.

—Como en las historias de mamá —dijo Arwyn con los ojos muy abiertos.

—¿Ya no hay reyes?

Abrí la boca para contestar, con un nudo en la garganta, pero entonces Link alzó la vista de la cacerola y se adelantó.

—No —dijo—. Hubo una guerra hace cien años. Antes Hyrule era un reino. Ahora ya no.

Hubo silencio por unos momentos. El tono sombrío de Link hizo que el nudo en la garganta se retorciera un poco más. Su rostro estaba iluminado por las llamas de la hoguera, y aun así su expresión era indescifrable. Lo conocía lo suficiente para saber que estaba escondiendo su dolor, sin embargo.

—¿Cuántos castillos hay? —preguntó Artyb.

—Hay dos —contestó Link en tono más alegre—. El otro está en Akkala.

—¿Podemos vivir ahí? —quiso saber Arwyn.

Reí en voz baja y la atraje más hacia mí.

—Ese lugar es tan enorme que empezarías a sentirte muy sola, Wynnie. Es mejor estar en casa. Hazme caso.

—Eres tonta, Wynnie —intervino Artyb—. No eres un rey. Los castillos son para reyes.

Ella frunció el ceño y fue a replicar, pero Link la interrumpió con una carcajada.

—Antes de que vosotros nacierais, le dije a vuestra madre que podía construirle un castillo si ella quería. —Me miró, divertido—. Pero ella se negó.

Mi voz se alzó por encima de las protestas de los niños.

—Disfrutas poniéndolos en mi contra.

Él se encogió de hombros y no volvió a abrir la boca, aunque el brillo sombrío en sus ojos desapareció por fin.

Más tarde, cuando era ya noche cerrada, me dispuse a cepillarle el pelo a Arwyn para dormir. Artyb ya se había dormido, apretujado contra su padre. Yo sabía que Link seguía despierto. No conciliaría el sueño hasta dentro de unas horas.

Arwyn se quejó de un tirón particularmente fuerte en el pelo. Yo me disculpé en voz baja.

—¿Has sentido la luz? —le pregunté en un susurro mientras continuaba con mi tarea.

Ella vaciló un momento antes de asentir.

—Hace cosquillas —dijo—. Pero no viene.

—No te angusties por eso —repliqué—. Acudirá a ti cuando la necesites.

Y ojalá no la necesites nunca, añadí para mis adentros. Ella era solo una niña. Si Hylia había querido que supiera de sus habilidades siendo tan joven, al menos podía permitirle que fuera feliz unos años más, sin ningún poder sagrado. El Cataclismo no regresaría en su época. No necesitaba aprender a controlar el poder de las deidades tan pronto.

Vi su gesto de frustración. Tenía los puños apretados bajo su capa diminuta, como si quisiera esconderlos.

No podía dejar de preguntarme por qué se presionaba tanto a sí misma. Hyrule atravesaba tiempos de paz. El Mal estaba sellado, como siempre debía estar. Y, sin embargo, Arwyn tenía miedo. Algo había ocurrido. Algo que no quería contarme.

Dejé de cepillarle el pelo e inspiré hondo antes de mirarla a los ojos. Ella se abrazó a sí misma.

—Wynnie, sabes que puedes contarme si hay algo que te preocupa. A mí o a tu padre. Vamos a escucharte.

Ella asintió, pero se mantuvo en silencio. Así que yo proseguí con suavidad. Tenía miedo de asustarla todavía más.

—Me gustaría que me contaras cómo despertaste tu luz, Wynnie. Te prometo que así te sentirás mejor.

Sus ojos se llenaron de terror al instante. Retrocedió varios pasos, casi hasta quedar fuera de mi alcance, y supe que no me estaba viendo a mí, a su madre. Estaba viendo a lo que tanto miedo le daba.

—No —murmuró con voz temblorosa.

—Wynnie, escúchame. Yo voy a protegerte. No dejaré que nada malo te pase, pero antes tienes que...

—No quiero —sentenció, alzando la voz, y podría haber jurado que brillaba, solo por un brevísimo instante. Cerré la boca de golpe, y ella rompió en sollozos.

No moví un músculo al principio, mientras ella se abrazaba a sí misma como si fuera a hacerse pedazos de un momento a otro. Luego inspiré hondo y le ofrecí mi hombro para llorar. Ella se refugió en mi pecho entre temblores. Y Arwyn no volvió a separarse de mí en toda la noche.

Un rato después, puse mi mano sobre la de Link. Él me miró, alerta.

—Creo que nuestra hija nos está mintiendo —susurré, y fue un milagro que él alcanzara a entenderme.

Asintió, para mi sorpresa, mostrándose de acuerdo. Miré a los niños con un nudo en la garganta. Mi único consuelo era que, si Link también lo percibía, yo no estaba loca todavía.